14: Oportunidad

Port Arthur, Tasmania. Disparos lanzados desde un camión al pasar dispersaron una multitud de más de mil partidarios del control de armas reunidos en el monumento a las víctimas de Port Arthur. Once personas fueron heridas, una de gravedad, y el friso de cerámica del monumento fue alcanzado por dos balas. La policía busca a tres hombres en un vehículo Range Rover color canela bastante gastado. «Pienso que deben de haber supuesto que no les dispararíamos», dijo Chad MacKee, organizador del evento, de Hobart. El encuentro «Cumplir la Ley» fue uno de los muchos realizados en ocasión del aniversario de la masacre de 35 personas a manos del francotirador Martin Bryant en 1996, que llevó a la ley de registro universal de armas en Australia y a la prohibición de llevar armas de fuego de autocarga.

Historia completa - Asesinato masivo y locura - Retrospectiva: la masacre de Port Arthur - Los Estados Unidos aún son los primeros en armas, homicidios y suicidios

La Brigada Táctica 641, una unidad independiente del Comando de Inteligencia y Seguridad del Ejército de los Estados Unidos hizo su primera aparición cuando empezó la segunda fase de despliegue del Gatillo. En un pequeño milagro de eficiencia militar, la Brigada Táctica 641 había sido creada rápidamente en sólo cuatro meses, y con un solo objetivo: proteger la miríada de Gatillos Mark I donde fueran ubicados.

Los Mark I que habían sido desplegados antes en la zona de Washington, D. C. habían ido a ubicaciones que ya estaban entre las más seguras del continente. Aún más, sólo dos de esos diez sitios eran álgidos, sitios donde el Gatillo estaba activado constantemente. A cada una de esas unidades, que estaban fuera de la vista y protegidas por la seguridad existente, se le había asignado un equipo de operaciones del Batallón 115 Sig bt.

El despliegue más amplio que estaba planeado trajo consigo un riesgo mucho más alto de atraer la curiosidad de la gente fuera de Sombrero de Bronce. Stepak le había dicho al Presidente que el secreto del proyecto no podría garantizarse una vez que comenzara la Fase 2, y que era sólo cuestión de tiempo hasta que alguien «fuera de nuestra lista de tarjetas de Navidad» se enterara de la naturaleza y existencia del Gatillo. Y una vez que eso ocurriera, era inevitable que alguien tratara de robar un ejemplar en funcionamiento para estudiarlo, copiarlo y utilizarlo contra el gobierno norteamericano, los militares o el pueblo.

—Sería el arma ideal para un terrorista contra un ejército enemigo —había señalado Stepak—. Y francamente, señor, nosotros somos el blanco más fuertemente armado a la vista.

—Entonces tendremos simplemente que asegurarnos de que cada una de esas cosas esté bien guardada para que ningún enemigo pueda alcanzarlas —fue la respuesta de Breland en esa ocasión.

Pero Breland quedó muy sorprendido cuando se le dijo que estaba pidiendo algo imposible.

—No podemos poner la cantidad de hombres suficiente alrededor de uno de ésos para impedir a un ejército lo suficientemente resuelto que ponga sus manos encima —había dicho Stepak—. No a menos que usted esté de acuerdo en guardarlos a todos en un sitio de misiles intercontinentales balísticos. Lo que sí podemos intentar es asegurarnos de que cuando lleguen a un Gatillo, no les sirva para nada.

Esa conversación había sido el origen de la Brigada Táctica 641. Sus primeros integrantes eran ciento cincuenta integrantes de tropas de las Fuerzas Especiales del Ejército, reclutados de tres compañías de veteranos en Fort Campbell, Kentucky. En ellos recayó la responsabilidad de divisar un programa de entrenamiento para los escuadrones de siete hombres que pronto serían llamados los equipos T. En dos semanas, ya había un plan. Dos semanas después, los oficiales, entonces ocupados en implementar su propio plan, empezaron a recibir su primera clase de entrenamiento en Fort Sill, Kansas.

El objetivo que subyacía a la creación de los equipos T era poner una guardia de dos hombres junto a un Gatillo día y noche, con turnos de guardia de cuatro horas, uno activo y dos pasivos. En general, la actividad prometía ser insípida y poco atractiva, el tipo de destino de puesto estático que muchas tropas de Operaciones Especiales no solamente temían, sino que silenciosamente consideraban inferiores a su capacidad. No hacía falta mucho entrenamiento para ser una gárgola apostada, y los «golpeacabezas» ambulantes de la Policía Militar eran un poco más respetados.

Pero si alguna vez se llegaba a interrumpir el aburrimiento, el equipo T probablemente se encontraría en la obligación de usar armas no tradicionales a poco alcance para resistir una fuerza numéricamente superior, una tarea para las tropas más fuertes, más tranquilas y más intensamente entrenadas. Así, la mayoría de la primera clase de reclutas llegó gradualmente de las unidades de Operaciones Especiales de los cuatro servicios: Boinas Verdes, Seáls, Rangers del Ejército e Infantes de Marina de reconocimiento.

Si no miraban más allá, la Brigada Táctica 641 se devoraría a todas esas unidades cuando llegara a su fuerza total de siete mil soldados. Así que la primera clase de doscientos cincuenta, como los que seguirían, obtuvo más resultados que Operaciones Especiales y utilizó soldados regulares de infantería y unidades Airborne también.

El programa de entrenamiento de tres meses utilizaba algunos de los recursos tradicionales de Operaciones Especiales y siguió creciendo sobre ellos. El entrenamiento físico y el combate cuerpo a cuerpo eran parte de la rutina diaria, pero no más que aprender a combatir la monotonía y mantener el alerta mental.

Una ballesta plegable y de rápido despliegue y una carabina de caño corto de aire comprimido que podían disparar flechas pequeñas o ampollas de gas fueron agregadas a la lista de armas propuestas. Entretanto, los oficiales seguían probando otras armas exóticas, incluyendo una «pistola de cola» de cianosilicato, similar a una pistola, que era asombrosamente efectiva pero demasiado propensa a trabarse como para poder confiar en ella.

Algunos de los «paquetes» (como se mentaba a los Gatillos en todos los documentos y durante los entrenamientos) serían móviles, y todos tenían que ser protegidos en los desplazamientos desde la fábrica. Así que el comando de entrenamiento tomó una faja de 32 kilómetros de la novísima ruta automatizada que estaba en construcción al oeste de Nashville, y puso a todos sus reclutas detrás de las ruedas de los vehículos de transporte y de escolta para ejercicios antisecuestro y práctica de manejo a alta velocidad. El «trabajo de ruta» causó más abandonos que cualquier otro elemento del entrenamiento.

Más de dos docenas de edificios y otras instalaciones en Fort Sill, desde un bunker de municiones hasta un edificio de oficinas de cuatro pisos, fueron convertidos en sitios de despliegue ficticio, y todas las unidades de entrenamiento tuvieron que hacer guardias regulares en cada uno. No se les informó acerca de las cámaras escondidas que los controlaban, o sobre el grupo de oficiales destinados a llevar a cabo ataques furtivos contra ellos, una función que en poco tiempo (y también, algo misteriosamente) le hizo ganar al grupo el mote de «la Inquisición española».

No fue hasta el tercer mes, hasta después de que abandonara la mayor parte de los que lo harían, que los reclutas de la Brigada Táctica 641 vieron un modelo a escala de una unidad de Gatillo Mark I. Sólo entonces se enteraron de la segunda dimensión de la responsabilidad de un equipo T: destruir su Gatillo si no podían protegerlo. Se los instruyó acerca de las fundiciones especiales térmicas (una para los controles, otra para el emisor) que habían sido diseñadas para ese objeto, y aprendieron acerca del proceso de armado aerodinámico.

Finalmente, y para su tranquilidad, los equipos T entrenaron con los interruptores suicidas para la mandíbula y el puño trabados, que permitiría al equipo seguir luchando tanto como fuera posible, y asegurar que la muerte no les impediría cumplir su responsabilidad última. Para cuando recibieron sus nuevas insignias de batallón y los destinos individuales de cada equipo el día de la graduación, cada uno de los miembros de la Brigada Táctica 641 entendía lo que estaba en juego de una manera muy personal, y por qué razón, dado lo que se les exigía, ninguna gárgola podría funcionar.

Sin ser anunciado ni esperado, Karl Brohier se asomó a la puerta de la oficina de Jeff Horton. El director asociado estaba sentado de espaldas a la puerta, encorvado sobre un caballete digital del tamaño de dos tercios de su escritorio.

Brohier nunca se había sentido cómodo con el caballete, que era, irónicamente, un producto de la división Aleph Instruments del pequeño imperio de Aron Goldstein. Prefería el pequeño bloc de notas que llevaba a todas partes y la enorme pizarra blanca que había hecho instalar en todos los salones de conferencia de Terabyte. Pero el caballete tenía dos ventajas que atraían a muchos científicos jóvenes: podía grabar y borrar.

Pero Horton tampoco parecía cómodo, y no había mucho en la pizarra para grabar o borrar. Brohier carraspeó.

—¿Tienes un rato?

Horton miró por sobre su hombro, luego se incorporó y se volvió hacia Brohier.

—Por supuesto.

—Bien. Ve a buscar un bolso.

—¿Perdón?

—Tenemos que ir a Washington.

La idea de escapar del Anexo encendió el rostro de Horton.

—¿Finalmente voy a conocer a Santa Claus?

—No, conocerás al Lobo Feroz. El abogado de patentes de la empresa acaba de enviarme la primera acción del examinador de la Oficina de Patentes de nuestra solicitud sobre el Gatillo. Fue rechazada.

—¿Por qué razones?

—Por las mismas razones por las que rechazan las solicitudes de máquinas del movimiento perpetuo y las fuerzas sin reacción: no alcanzar los estándares de utilidad en la operatividad. No pasar la prueba de asunto patentable por no tener un fundamento científico sustanciado.

—No creen que funcionará.

—Exacto. Quieren que produzcamos un modelo que funcione.

—No podemos hacer eso, ¿verdad?

—No. Vamos a presentar una solicitud corregida para que sea reconsiderada, pero primero tú y yo iremos a hablar con el examinador.

—¿No podemos hacerlo por teleconferencia?

—La Oficina de Patentes y Marcas Registradas no tiene un sistema de conferencia seguro de tipo militar. ¿Tienes un abrigo de invierno?

—En una caja, en algún lado. ¿Por qué?

—Búscalo. Hay veinticinco centímetros de nieve en el Malí.

—Divino. Espero ansiosamente el momento de ir.

Brohier retrocedió hacia la puerta, e hizo un gesto escéptico.

—Nos vemos en el helipuerto a las tres, con el abrigo.

—¿Y con archivos?

—No. Ya les hemos enviado una pequeña montaña de ellos. Nuestro problema es que entiendan lo que lean. —Brohier empezó a cerrar la puerta para irse.

—Doctor Brohier, ¿estamos autorizados a viajar juntos ahora? —preguntó Horton.

—Oh, por supuesto —respondió con una sonrisa irónica—. Tendremos escolta, pero estarán preocupados por que nos capturen, no por que nos maten. En lo que concierne al proyecto Sombrero de Bronce, somos prescindibles. Inclusive tomaremos un vuelo directo hasta allá, nada de mantos y dagas, nada de cambios dobles, nada de viajes paralelos a Kalamazoo. Y puedes llevar mis maníes. Ya no los puedo tragar.

Horton ya se había puesto de pie.

—Que nadie le diga que usted no sabe planear unas vacaciones, doctor. Lo veré a las tres.

El examinador de patentes Michael Wayne era un año menor que Jeff Horton, pero ya había alcanzado la cima de la jerarquía interna de la Oficina de Patentes.

Era un hombre bajo con el cabello rojo y alborotado, que tenía opiniones muy francas sobre la «ciencia de los tabloides» y sobre los «estafadores con título universitario». Desde el principio había emprendido con un placer particular la disección y rechazo de las solicitudes provenientes de los «egoístas con poca educación que o piensan que somos idiotas o no saben que lo son». Aunque formalmente era el examinador superior en ingeniería física, Wayne era, por elección propia, el examinador primario de los postulantes que eran llamados informalmente «los exóticos», y que Wayne apodaba los «fanáticos».

—No tienen idea de cuánto ignoran —solía decir ante la menor provocación—. Pueden citar la Primera Ley de Clarke, pero no entienden la Primera Ley de la Termodinámica. Han oído en alguna parte que Edison fracasó en tercer grado y que Einstein necesitaba ayuda con sus tareas de matemática de la escuela, y piensan que eso significa que el mundo está esperando con impaciencia (y con una chequera, por supuesto) sus inventos.

Wayne reservaba un desprecio especial para cualquiera que osara utilizar la palabra «revolucionario» en la solicitud o en la entrevista.

—Cometen errores que cualquier estudiante de ciencias de segundo año no haría, y cuando uno lo señala, invocan conspiraciones de General Motors, de Exxon, de IBM, que protegen a sus accionistas. Los Creyentes Convencidos piensan que están muy cerca de ser magnates multimillonarios, pero sienten un desprecio absoluto por las grandes corporaciones y por el trabajo duro que cuesta construir una.

Aunque su autoridad formal se limitaba a supervisar el entrenamiento de los empleados en su propia sección, sus actitudes habían influido toda la división de ingeniería, y la colección de máquinas del movimiento perpetuo en su estantería era una característica del tercer piso de la Oficina de Patentes. La ironía (evidente para otros que habían estado más tiempo, pero no para él) era que Wayne había ascendido muy rápidamente en la jerarquía en parte debido al escándalo Marchmont que había barrido a un pequeño ejército de supervisores superiores y los había dejado en la calle.

En retrospectiva, era fácil ver cómo había ocurrido lo de Marchmont. Ninguno de los nombres de la solicitud titulada Dispositivos de Energía Aumentada tenía ninguna apariencia de credibilidad, ni los individuos ni la Universidad de Wisconsin-Whitewater, donde todos eran estudiantes o instructores. El tema de su solicitud tenía una credibilidad aun menor, dado que la Oficina había rechazado más de trescientos dispositivos y procesos de fusión fría en casi dos décadas. Toda la solicitud tenía el aroma de una travesura universitaria, una broma alimentada de cerveza y desenfado.

El único problema era que el dispositivo funcionaba. Peter Marchmont y su grupo de graduados en ingeniería química deberían haber recibido con todo derecho la patente mundial por el generador hidrotermoeléctrico de desacoplamiento.

Pero, en cambio, lo recibió Toyota, por una solicitud presentada en Tokio siete meses después de que la solicitud de Marchmont fuera recibida en Washington. Y cuando los primeros sedanes eléctricos Toyota Waterfall, con su campo de mil kilómetros y sus económicas celdas de alimentación de reemplazo rápido, empezaron a salir de las líneas de montaje en Kioto y en Tennessee, comenzaron a rodar las cabezas en Washington.

El director, los cinco directores asociados y los dieciséis gerentes de secciones técnicas fueron despedidos en la purga del «viernes negro» del presidente Engler. Pero eso fue sólo el comienzo. Cuando la Corte Suprema dio la luz verde al caso Marchmont contra la Oficina de Patentes y Marcas Registradas de los Estados Unidos, la Oficina rápidamente llegó a un arreglo con el demandante fuera de la corte, y luego hizo una enérgica limpieza en sus propias filas. Más de doscientos examinadores superiores fueron despedidos por el rechazo de una aplicación de una patente que, sólo cinco de ellos habían visto.

—Vamos a combatir esa cultura escéptica, profundamente arraigada, de «yo no lo aprendí así» —dijo el nuevo director de la Oficina, un graduado en Administración y ex ejecutivo de Merck—. Los aspectos más avanzados de la ciencia y la tecnología llegan a nuestra puerta, y tenemos que estar listos para recibirlos, y hablarles en su propio idioma.

A Wayne se le escapaba la ironía de su posición porque su lectura de esos acontecimientos era diferente de la de la mayoría de los sobrevivientes.

—No es que los examinadores fueran demasiado escépticos —explicaba a sus alumnos—. No es que tuvieran poca perspectiva y que lucran anticuados. Es que se equivocaron.

»Entrar en este edificio por la mañana es como entrar en una habitación donde el suelo está cubierto con perlas negras preciosas y escarabajos negros venenosos. Uno debe aplastar a los escarabajos y recoger las perlas. Y si un día uno no puede darse cuenta de la diferencia, es mejor no hacer nada hasta que se pueda distinguir entre uno y otra. Los examinadores de Marchmont aplastaron una perla, que era una de las grandes, una belleza. No siento lástima por ellos. Cuando digan “No”, no se equivoquen. Es tan simple como eso.

—Entonces, caballeros, ¿quieren presentar una solicitud corregida de su Dispositivo de Campo de Detonación Remota de Pirotécnicos?

Algo en el tono de voz del examinador hizo que Jeff Horton y Karl Brohier intercambiaran unas miradas.

—Por eso estamos aquí, señor Wayne.

—Doctor Wayne —corrigió el examinador.

—Discúlpeme —dijo Brohier, y se sentó, ante el gesto del examinador—. Como le decía, doctor, por eso estamos aquí, para asegurarnos de que usted esté al tanto de las circunstancias especiales en que se realiza esta solicitud, y para ver si podemos llegar a un entendimiento, y así asegurar…

Mientras Brohier hablaba, Wayne levantó su tarjeta y la miró atentamente.

—Circunstancias especiales, sí. Discúlpeme, pero ¿exactamente en calidad de qué está usted aquí?

Brohier lo miró con sorpresa.

—Soy el director de Laboratorios Terabyte.

—Pero usted no es un inventor mencionado en esta solicitud, ¿verdad? ¿O piensa corregir esa parte también?

—No puedo ver la razón…

—Bien. Usted entiende que poner su nombre no agrega nada a la solicitud, ya que los defectos en ella no dejarán de verse afectados. En cuanto a que ustedes participen de la reexaminación… —Wayne se encogió de hombros, y prosiguió—: Es un poco irregular, pero puedo pasarlo por alto. Doctor Horton, ¿dónde está su abogado de patentes?

Ofendido en nombre de Brohier, y tomado por sorpresa por el estilo de preguntas de Wayne, similar a un interrogatorio policial, Horton tartamudeó al responder:

—Yo, eh… el abogado de patentes de la corporación está en Cincinnati. Yo entendía que los temas, los temas a tratar eran técnicos y científicos, no legales. Tenemos el permiso del abogado…

—Como gusten —dijo Wayne—. Simplemente indicaré que ustedes se negaron a tener su abogado presente. Ahora, acerca de la solicitud corregida, como ustedes vieron en la notificación, les solicito que presenten un ejemplar que funcione con cualquier solicitud corregida. También he señalado que las especificaciones técnicas eran inadecuadas. Esta vez, tendrán que proveer citas en artículos publicados en revistas, con referencias que establezcan la validez de sus principios operativos.

La superioridad presumida del tono de Wayne alimentaba la leve ira que sentía Horton.

—Me temo que no será posible mostrarle un ejemplar que funcione…

—En ese caso, ¿por qué no ahorran mi tiempo, y su dinero, y presentan una declaración de abandono de la solicitud?

—… sin una autorización del Comando Conjunto —continuó Horton—. Entregarle uno a usted es imposible.

—¿Se trata de un proyecto del gobierno? No vi nada de eso en la solicitud. Si usted es un empleado del gobierno federal, quizá ni siquiera esté en condiciones de presentar una solicitud de patente.

—Es un proyecto privado de una firma de investigación privada —dijo Brohier—. Ahora es secreto por orden del Presidente de los Estados Unidos. Por eso el doctor Horton solicitó una patente secreta.

—No veo cómo se podría otorgar una patente. Esto es sumamente irregular.

—Ambos nos sentimos extraños con respecto al otro —dijo Horton, pensando que la arrogancia de Wayne tambaleaba—. ¿Cómo podríamos ayudarnos mutuamente?

La insinuación recibió un rechazo cortante.

—Esto no es una sociedad de socorros mutuos, doctor Horton. Para otorgar una patente válida, tengo que certificar que la invención que describe es tanto nueva como útil. Dado que dice que no me puede ofrecer ni una demostración ni una explicación de su funcionamiento…

—¿Aceptaría una certificación del general Tom Vannigan, jefe de la Oficina de Tecnología de Defensa del Pentágono? —preguntó Horton.

—¿Usted me está diciendo que ya han entregado ejemplares de esta invención al gobierno?

—Sí.

—¿Ejemplares que funcionan?

—Sí.

Una mueca de sorpresa apareció en el rostro de Wayne.

—Entonces díganme cómo funciona. Si su explicación es satisfactoria, quizá ya pueda dejar de lado el requisito de que muestren un ejemplar.

Horton se permitió una risa pequeña.

—No sabemos cómo funciona aún. Sólo sabemos que funciona.

—No puedo aceptar eso —dijo Wayne—. No puedo aceptarlo. Una patente debe ser específica…

Brohier se reclinó en su asiento y musitó:

—Te dije que sólo le dijeras que era secreto.

—Doctor Brohier, si ésta es su contribución a esta reunión…

—Doctor Wayne, ¿qué hubiera hecho usted con una solicitud de patente de la bomba atómica en 1945? ¿O de un radar en 1939?

—Los hubiera aprobado —dijo el examinador sin dudar—. Constituían significativos avances técnicos con una sensata fundamentación teórica. Usted, en cambio, está sacando un conejo de debajo de un sombrero, y no me quiere mostrar el conejo ni el sombrero. Yo tengo las manos atadas. Su patente nunca podría hacerle frente a un desafío. Dudo seriamente de que cualquier otro país signatario del Tratado de Cooperación de Patentes emita una patente recíproca.

—No planeo buscar protección de patente en otros países —dijo Horton.

—¿Ni siquiera si su patente norteamericana es publicada?

—No.

Wayne, ya completamente perplejo, se cruzó los brazos sobre el pecho.

—Entonces, ¿cuál es exactamente el objeto de su solicitud? Si la tecnología es secreta, ustedes no pueden obtener una patente, de cualquier modo, puesto que su único cliente será el Pentágono. ¿Se trata simplemente de una cuestión de ego? ¿O de dinero? ¿Están buscando algún beneficio de Terabyte?

Horton echó un vistazo hacia el director antes de responder.

—Doctor Wayne, no creo que mis razones sean relevantes para el proceso de solicitud y de examinación.

—No, tiene razón. No son relevantes. Pero pensé que ustedes podrían ofrecerme alguna motivación para leer el manual de procedimientos tan creativamente como ustedes escribieron su declaración técnica. —Se cubrió la boca con la mano derecha y suspiró—. ¿Tiene esa certificación del general Vannigan con usted?

Horton sacó un sobre con sello de seguridad Tyvek y se lo alcanzó.

—Es una carta para leer solamente una vez —advirtió.

Wayne desgarró el sello y estudió la carta. Cuando la carta ya estaba empezando a desintegrarse, volvió a suspirar y la colocó sobre su escritorio. En menos de un minuto, se deshizo en un fino polvo blanco, ilegible e imposible de reconstruir.

—Lamento la suciedad —dijo Horton, rompiendo el silencio.

Wayne hizo un gesto para rechazar la disculpa.

—Éstas son… circunstancias especiales, como usted dijo, doctor Brohier —dijo lentamente—. Tecnología secreta, un área teórica inmadura, una patente que no será publicada a menos que y hasta que el Pentágono apruebe la divulgación. Todo lo que realmente se necesita es preservar su fecha de precedencia en el caso de que esto se transforme en una patente abierta. —Tamborileó sobre la mesa, e hizo saltar el polvo—. Sobre la base de la… eh… documentación suplementaria presentada aquí, puedo aprobar una patente provisional, provisional y condicional.

—Con la condición de…

—Tendrán que proveer una declaración técnica corregida, explicando las bases teóricas del dispositivo. Si no lo hacen antes de que se levanten las restricciones y la patente sea enviada para publicación, la patente será inválida, será retirada. —Wayne se reclinó en su silla, con las manos sobre la rodilla—. Eso es lo mejor que podrán obtener de mí, caballeros. Les sugiero que lo tomen.

Mientras Horton escuchaba sus palabras, sintió el peso de las expectativas presionándolo con un peso mucho mayor que nunca. Pero Brohier se puso de pie y ofreció a Wayne su mano y una sonrisa.

—Muy bien. Muchas gracias, doctor Wayne. Eso alcanzará, sí, eso funcionará bien.

Brohier había incluido un momento de tiempo libre para el regreso. Lo suficiente para permitirles una cena temprana pero relajada en Mamarand, en Alejandría.

Después de siete meses, cada comida fuera del Anexo (aun su almuerzo apurado en un bar del aeropuerto de Denver) era un placer para el paladar. Pero Mamarand era un placer superior en cualquier circunstancia, un hito de cuatro estrellas que había recibido la bendición de las personas notables de Washington durante más de dos décadas.

Horton se arriesgó y optó por una de las conocidas especialidades «para cardíacos», el filet doble envuelto en panceta.

—Si supiera que esto va a tener mañana la mitad del gusto que tiene hoy, pediría otro para llevar —dijo a Brohier.

—Si pensara que mi peso me perdonará mañana, yo pediría uno ahora —dijo Brohier, mirando arrepentido su propia entrada liviana de pescado.

Las paredes de Mamarand estaban empapeladas con caricaturas de clientes famosos. Los pocos turistas con la suficiente suerte como para conseguir una mesa (siempre antes de las siete) invariablemente se delataban con una risa nerviosa. Los clientes asiduos sólo se enteraban de nuevos ajusticiamientos.

—¿Está aquí? —preguntó Horton, después de entretenerse con un tercer vaso de cabernet y un pequeño juego de ver cuántos rostros podía reconocer sin mirar los autógrafos.

—¿Yo? —dijo Brohier—. Jeffrey, afuera, en el mundo real, el típico ganador de un Premio Nobel es una noticia de doce horas. No soy famoso. En el mejor de los casos, soy la respuesta B en la pregunta número ciento noventa de un examen cultural.

Pero, en una refutación directa, fueron interrumpidos media decena de veces antes del final de su cena por gente que llegaba tarde que se detenía para saludar a Brohier por su nombre.

Horton no conocía a ninguno de ellos. Después de las presentaciones rituales, se dio cuenta de que tampoco sabía de ninguno de ellos. Pero cuando Brohier explicó quiénes eran después de que fueran a sus mesas, se reafirmó en Horton la sensación de vivir una vida desconectada. Cada saludo entusiasmado lo empujaba suavemente a un hosco malhumor. Se quedó en silencio, y Brohier tomó equivocadamente ese silencio por cansancio.

—Tú sabes, pensaba que no es realmente necesario que volvamos hoy —sugirió—. Podemos tomar unas habitaciones en el Northwind, y volver por la mañana. Nos hará bien que nos mimen un poco: un Jacuzzi, un masaje, toallas de felpa, una cama grande. —Se rio—. Pienso que cuando volvamos contrataré a alguien para que ponga chocolatitos en las almohadas.

Horton dudaba de que una sola noche de lujo lo dejara con más ganas de volver al Anexo.

—Hagamos eso. El Northwind, quiero decir, no los chocolates.

Brohier se cubrió la boca con la servilleta. Sacó de un bolsillo interno su comunicador.

—Veremos lo que puedo arreglar.

Pero nada atenuaba la melancolía de Horton. Ni la vista espectacular y brillante de monumentos de su ventana de hotel, ni el calor burbujeante del baño con cuatro chorros, ni el capricho de un servicio de habitación consistente en un cóctel de camarones para dos a medianoche, ni la comodidad aterciopelada de la larga bata blanca del hotel, ni siquiera los quinientos canales de música, teatro y cine dados por una holopantalla.

Cuando Horton se dio cuenta de que ni siquiera después de nadar en la pileta quería ir a la cama a dormir, entendió que estaba prolongando el día como una manera de posponer la mañana. En ese mismo momento de claridad también se dio cuenta de qué tenía que cambiar. Así fue como Horton se encontró en el pasillo en su bata a la una menos cinco de la mañana, golpeando a la puerta de la otra suite.

—Será sólo un minuto —prometió cuando Brohier finalmente abrió la puerta y lo miró de soslayo.

Brohier lanzó un gruñido y retrocedió de la puerta, dejando pasar a Horton.

—Hubiera pensado que hace dos horas que estabas durmiendo, como yo. ¿Esto no podía esperar hasta mañana?

—Realmente tengo que resolver esto ahora, Karl. Si no, no sé si estaré aquí mañana por la mañana. Tal como están las cosas ahora, no creo que tome ese avión contigo mañana.

La puerta se cerró detrás de Horton, dejando sólo el pálido resplandor de una lámpara que tenía la intensidad de un velador.

—Muy bien —dijo Brohier. El enojo había desaparecido de su voz—. ¿Qué necesitas de mí?

—Un cambio. No me divierte mucho estar golpeándome la cabeza contra la pared. No sé cuál es la razón, y ya no me interesa saberla. El hecho es que no sé qué hacer. He envejecido mentalmente. No, es peor que eso: he desarrollado una mala actitud hacia todo el asunto.

—¿Quieres renunciar?

Horton se sintió tentado, pero apartó la idea.

—Me preguntaba si podía interesarle intercambiar los problemas.

Brohier ahogó una risa ronca.

—¿Por qué piensas que yo tendría más éxito que tú? No tienes idea de cuánto más difícil es para mí concentrarme ahora que cuando tenía tu edad. La madurez no tiene nada que ofrecer al físico, Jeffrey. Nada que compense el desgaste de los instrumentos.

—¿Por qué piensa que creeré que usted no está interesado, que no lo ha estado pensando todo este tiempo? —contraatacó Horton—. Puede dejar de respetar los límites territoriales; yo acabo de borrarlos. Me dio todas las posibilidades de descubrirlo yo. Bien, no puedo hacerlo. Le estoy pidiendo ayuda, exactamente como dijo usted. Debí haberlo hecho hace meses.

—¿Piensas que me hubiera quedado callado si se me hubiera ocurrido algún pensamiento interesante? Realmente, Jeffrey, eres muy generoso en tu estimación de mi persona, y demasiado estricto en tu evaluación de ti mismo.

—No lo creo. Aun si usted no puede resolver esto solo, puede traer a la gente que pueda hacerlo. Usted conoce a todos en este campo, y ellos lo conocen a usted. No hay nadie que no quiera recibir sus llamadas, respetar sus secretos, o confiar en su palabra.

—Oh, hay algunos —dijo Brohier, con una sonrisa apesadumbrada—. Más que algunos.

—Pero no tantos como los que harían lo que yo hice, y que se abalanzarían sobre una oportunidad de trabajar con usted. Sé que usted esperaba más de mí.

Brohier lanzó un suspiro.

—Si dijiste eso, hay un problema aquí. Necesitas un cambio de ambiente. Esforzarte demasiado es un error que puede sabotearte en casi cualquier campo. Así que, muy bien. Acepto tu propuesta.

—Gracias. —La ráfaga de alivio fue más intensa de lo que Horton había esperado.

—No porque piense que el problema retrocederá ante mi cerebro superior —agregó Brohier enseguida, palmeando a Horton en el hombro—, sino porque me interesa realmente, y porque somos amigos.

Y tienes razón en algo más. Estamos separados por dos generaciones, y puedo llegar a mis pares y a los físicos más jóvenes con mayor facilidad que tú. Así que yo me ocuparé de eso, y veremos qué encontramos. —Brohier se encogió de hombros—. Puede ser simplemente que aún no es el momento.

Después de eso, Horton se quedó dormido enseguida.

Las sesiones de intercambio de ideas durante las cuales había sido redactada la mayor parte del Manifiesto de Asentamiento y Despliegue del Sitio habían sido algunas de las reuniones más vivas y agradables del equipo Sombrero de Bronce. Pero cuando llegó el momento de asignar prioridades a los más de catorce mil candidatos, se vio que el consenso era imposible después de los primeros cien lugares. Al final, la asignación de prioridades fue primariamente el trabajo del general Stepak, después de consultas con el Presidente y los secretarios de los servicios.

Escoltados por sus equipos T y por sus unidades de operaciones, los Gatillos fueron llevados a la Fuerza Aérea para su instalación en aviones teledirigidos de inteligencia de campo Global Hawk, estaciones volantes de radar E-8D Joint Stars y tanques cisterna KC-10B Extender, todas aeronaves desarmadas fundamentales para el concepto de guerra del siglo XXI. La Marina tenía planeado convertir cuatro submarinos de ataque de tipo Sturgeon en interceptadores de torpedos para sus preciosas fuerzas operativas de transporte de aviones, y jugaba con la idea de revivir el buque de petróleo aerodeslizador Pegasus como plataforma de ataque y como defensa contra los misiles crucero aéreos.

Sobre el terreno, el ejército quería que todos los escuadrones de caballería tuvieran dos transportadores personales armados MI 13 A3 equipados con un Gatillo para servir como vehículos para despejar minas de combate. El Cuerpo de Infantes de Marina evaluaba la utilidad del sistema en un asalto anfibio, como manera de despejar el camino por playas fortificadas y con emboscadas. Planeaban crear pruebas utilizando rotores pivotantes, helicópteros Súper Cobra y su avión LCAC de aterrizaje a colchón de aire, operado por la Marina.

Durante años, diferentes reparticiones en los organismos ejecutivos y de inteligencia habían invertido muchos miles de horas-hombre en la creación de listas exhaustivas de los posibles blancos de alto riesgo de ataque por parte de terroristas y fuerzas hostiles. Estas evaluaciones de amenaza y análisis de los blancos equivalían a un catálogo secreto de posesiones nacionales vitales, desde infraestructura de comunicación y transporte a centros de investigación y archivos claves. El FBI y el Pentágono habían entregado sus listas al comité de Sombrero de Bronce, y a partir de ellos Stepak seleccionó sitios militares y civiles en casi todos los estados.

La industria espacial de los Estados Unidos fue considerada prioritaria, desde los centros de lanzamientos Venture Star en Florida, California y el sur de Texas, hasta las fábricas de antenas satelitales en nueve estados. Y Stepak quería ir aún más allá, hasta la órbita. Estaba presionando al administrador de la NASA para que equipara a sus seis orbitadores SSTO con Gatillos y para que ordenara a la flota comercial que hiciera lo mismo. Sólo en los últimos dos años, había habido un caso confirmado y tres sospechados de aviones de línea a los que se había disparado en el despegue o en el aterrizaje por misiles lanzados del hombro de tipo Stinger.

Pero el administrador de la nasa se resistía. Argumentó que ninguno de esos incidentes había ocurrido en los Estados Unidos, y que cada kilogramo de carga aérea era precioso ahora que había dieciocho personas viviendo en la Estación Espacial Internacional ampliada. Stepak había organizado una reunión entre el presidente Breland y el jefe de la nasa para resolver la disputa.

El secretario de Estado no tuvo esas reservas. Se esperaba que todas las embajadas norteamericanas de Dhaka a Gaborone recibieran dos Gatillos junto con el agregado de su contingente de guardias de Marina. La mayoría de esos Gatillos serían desplegados en frío, como póliza de seguridad contra las impredecibles vicisitudes de la política del Tercer Mundo. Pero media docena irían activados desde el comienzo para prevenir la violencia impredecible de los terroristas políticos.

Ni Breland ni Stepak estaban preparados para entregar el control de una unidad Gatillo a cualquier organismo ejecutivo, aun a uno como el FBI. Pero estaban preparando depósitos de estacionamiento (llamados «oficinas de alquiler» por Richard Nolby) en seis ubicaciones desparramadas por el continente. Cada uno sería la base de doce equipos Gatillo móviles, disponibles para préstamo a la policía local y estatal, y al FBI para salidas específicas e investigaciones.

La idea favorita de Breland era usar el Gatillo como «un filtro en la corriente» para interceptar armas en tránsito.

—Hay lugares donde la gente sabe que no puede portar armas, lugares donde la gente espera que se la registre y revise —dijo a Stepak—. No necesitan más advertencias de nuestra parte. Basta de tiroteos furiosos en la ruta. Basta de cartas bomba. Basta de tumultos en la corte y de pandillas en patios de escuela.

Nolby intentó convencer a Breland de que el número real de tales incidentes era demasiado pequeño, y la cantidad de unidades desplegadas demasiado alto para justificar que fueran prioritarios. Pero Breland no cambiaba de opinión.

—Quizá las cifras sean pequeñas, pero su impacto no —dijo—. Cada asesinato de ese tipo es noticia. Cada asesinato como ésos permanece en el recuerdo de la gente. Niños disparándose después de la clase de matemática, cartas bomba que matan profesores maduros, aviones de línea llenos de estudiantes franceses que explotan en el aire… ésos son los momentos que dicen a la gente que la vida es demente, que su mundo está equivocado. Eso es lo que los asusta.

Al oír eso, Nolby recordó que Willamsport, la ciudad donde Breland pasó su infancia, estaba a unos kilómetros de Montoursville, la aldea que fue tan afectada por la tragedia del vuelo 800. En lugar de volver a argumentar contra ese veredicto controvertido o discutir con los recuerdos emocionales del joven Breland, Nolby accedió. Gatillos con poder limitado y cajas de explosivos Kevlar pasaron a integrar los sistemas de manipulación de equipaje de cuarenta y cuatro aeropuertos, y los sistemas de clasificación de las instalaciones centrales del correo.

Pero Stepak logró convencer a Breland de que las escuelas tendrían que esperar hasta que pudieran recibir abiertamente las unidades. La presencia de soldados no podría ser explicada fácilmente, y, como observó Stepak:

—Por absurdo que sea, los niños heridos son casi siempre vistos como víctimas inocentes. Y si ellos son los chicos buenos, nosotros somos los chicos malos, y ocultos. Y no queremos presentar así el Gatillo a la gente.

El senador Grover Wilman siguió todos estos desarrollos a través de su reunión mensual con el Presidente y de las actualizaciones cada dos semanas enviadas por el equipo de Sombrero de Bronce, que luego fue la base de sus propios informes secretos al Comité Conjunto de Seguridad del Congreso.

Lo hizo con una insatisfacción creciente que las garantías del Presidente cada vez mitigaban menos. Wilman tenía su propia lista y sus propias prioridades, y a medida que pasaban los meses sin que él viera reflejadas esas prioridades en los despliegues, empezó a preguntarse si alguna vez ocurriría. Para cuando se acercaba el momento de la reunión de julio, Wilman desconfiaba completamente de las promesas que Breland le había hecho en aquel trascendental primer encuentro.

Antes de fines de ese mes, los quinientos Mark I saldrían de la planta de Dakota del Sur y estarían en manos de la Brigada Táctica 641. Considerando ese hecho, Wilman decidió que ya había sido lo suficientemente paciente y razonable.

—Señor Presidente, ¿ha estado jugando conmigo? —dijo Wilman cuando se sentaron juntos en la Oficina Oval.

—¿Perdón, senador?

—Pienso que me ha oído perfectamente bien. ¿Me ha estado manipulando? ¿Estas pequeñas reuniones son su manera de neutralizarme, dado que usted no aprobaría una orden de hacerme matar simplemente?

—Nadie ha sugerido jamás eso, senador —dijo Breland, mirándolo con ceño—. No donde yo pudiera oírlo, por lo menos.

—¿Ninguna discusión acerca de si yo podría quedarme tranquilo y jugar con sus reglas? ¿Ninguna insinuación de que yo tengo una lealtad más fuerte hacia Razón sobre la Locura que hacia el Congreso, de que soy un hippie internacionalista vestido de héroe norteamericano? Si no, deberían haber existido. Todo eso es verdad. Me he estado portando muy bien, señor Presidente. Mejor de lo que yo hubiera pensado. Sentarme sobre algo tan grande durante ocho meses… Bien, señor, sólo puedo decirle que me siento muy embarazado.

—¿Es esto el comienzo de una confesión? ¿Va a llegar a los nueve meses?

—Me parece que eso depende de su respuesta a mi pregunta, señor.

—Senador Wilman, estoy muy agradecido por su paciencia.

—Estoy seguro —dijo Wilman—. ¿Pero será recompensada, o todo el ejercicio del Sombrero de Bronce no es más que una broma ampliada a expensas de la gente que a mí me importa?

—Me temo que no entiendo.

—Lo diré claramente. ¿Alguna vez va a hacer algo constructivo con el Gatillo?

—Sé que usted recibe todos los informes de despliegue, así que todo lo que puedo pensar es que usted y yo entendemos de manera diferente esa palabra —dijo Breland frunciendo el ceño.

—Entonces con mucho gusto explicaré lo que entiendo yo. Activo más que pasivo. Promovedor de acciones, más que algo que actúa por reacción. Intervenciones positivas, afirmativas, transformadoras, arriesgadas, que hagan algo, que afecten la vida humana, y que salven vidas humanas. Pensé que usted tenía una comprensión visionaria del poder y potencial del Gatillo. Todavía estoy esperando saber si estaba en lo cierto. Usted tiene el martillo y el yunque frente a sí. ¿Piensa usarlos alguna vez?

Una ráfaga de ira surcó el rostro de Breland.

—Tenemos más de cuatrocientos Mark I en el campo. No están guardados en un armario.

—Podrían estarlo, por el bien que están haciendo —dijo Wilman—. Usted ha convertido un descubrimiento importantísimo en la póliza de seguro de unos malditos propietarios. Estamos protegiendo millones de millones de dólares de concreto y metal, salvaguardando todas nuestras preciosas colecciones de juguetes y recuerdos, y nos olvidamos de la gente. Dios mío, la mayoría de los Gatillos que han desplegado ni siquiera están encendidos. Si hay cien de ellos activados en este mismo instante, voy a dar saltos de alegría, desnudo, en el Malí.

—Cada lugar debe ser considerado de manera diferente, senador. Realmente no entiendo lo que espera de mí.

—Intente pensar en dieciocho mil cuatrocientos nueve cadáveres.

—¿De dónde sale ese número?

—Del Centro de Estadísticas de Salud del Centro de Control de Enfermedades, ayer por la tarde —dijo Wilman—. Ésa es la cantidad de gente que ha intentado detener balas con sus cuerpos desde el día que el doctor Brohier y yo vinimos a verlo a usted. Indica cuántos asesinatos, suicidios y accidentes fatales usted ha tolerado. Es el precio de la timidez, del secreto y de la pasividad.

»Por supuesto, esa cifra se refiere solamente a los norteamericanos, y ni siquiera estamos oficialmente en guerra con nadie. No puedo ni empezar a contarle cuántos europeos, africanos y asiáticos se han topado con minas de guerra o se han encontrado en el medio de una disputa limítrofe o de una pequeña revuelta civil. Creo que nuestros veinte mil son sólo la seña.

El rostro de Breland delataba cuánto le molestaba que le dieran una conferencia.

—Ahora usted suena como un Creyente Convencido, senador, aunque tenía una opinión más elevada de usted. No puede esperar que terminemos con todas las matanzas…

—Podemos hacer un esfuerzo mucho mayor que el de ahora. Pero tenemos que querer hacerlo. Tenemos que intentar.

—Estamos intentándolo…

—¡Maldición, no, señor Presidente! No. Sólo estamos negándonos al cambio. Sólo estamos intentando asirnos del borde. Tenemos terror de darnos cuenta de que Mao tenía razón, y de que todo poder político surge del cañón de un arma, y de que estamos por perder nuestro poder.

Breland se pasó el revés de la mano por la boca. No dijo nada. En el silencio, Wilman se cambió de asiento para estar más cerca de él.

—Es lo más natural del mundo, señor Presidente, querer proteger lo que es de uno —dijo, sentado en el borde de su sillón—. Pero eso no es lo suficientemente bueno para este siglo, ni para esta oficina. Tenemos que preocuparnos tanto por la muerte de un adolescente negro en Atlanta como por la muerte de un bebé blanco en Beverly Hills. Tenemos que preocuparnos tanto por una bomba en un comercio de Londres como por una bomba en un autobús en Nueva York. Tenemos que preocuparnos por los morteros disparados contra Kinshasa a través del río Congo como si fueran disparados contra Kansas City a través del Mississippi.

»¿Cuán grande es su tribu, señor Presidente? ¿Quién tiene el privilegio de ser miembro de ella? ¿Sólo los soldados y los políticos?

—No, no, por supuesto que no.

—Entonces, ¿por qué estamos protegiendo nuestra riqueza y poder cuando podríamos estar protegiendo a nuestra gente?

Breland lo miró, atónito.

—Usted me advirtió que se ocuparía de incomodarme, lo sé —dijo—. Grover, no estamos parejos aquí. Su ética y la mía podrían llevarse bien de cerca. Pero la gente es más importante que las cosas. La vida es más importante que la ideología. Y creo realmente que la humanidad es una familia, aunque sea una familia con problemas.

—Usted dice eso, pero ha enviado nueve décimos de la producción del Gatillo a direcciones que incluyen la palabra «fuerte» o «base».

—Porque ellos están preparados para hacer uso del sistema ahora. La población civil, no. Tenemos un enorme trabajo de educación por hacer.

—¿Es ésa su excusa por avanzar tan despacio?

—¿Avanzar despacio? ¿De qué habla? Estamos desplegándolos con tanta velocidad como la gente de Goldstein puede producirlos.

—Entonces, ¿por qué no hemos pedido todavía mil más, y luego otros mil? ¿Por qué no estamos empujando a Goldstein a aumentar la capacidad tan rápidamente como pueda? ¿Por qué somos tan timoratos?

—¿Timoratos?

—Timoratos —dijo Wilman con énfasis—. Son pasos de bebé y medidas incompletas. Mire, su idea de filtrar la corriente… eso es lo que deberíamos estar haciendo ahora. Pero usted ni siquiera llegó tan lejos.

Breland volvió las palmas hacia arriba.

—Dígame qué se me escapó.

—Para empezar, todas las armas cargadas en las guanteras y bajo los asientos. El Congreso aprobó la Ley Merck-Martinson hace diez años, y todavía hay gente que muere por disparos después de un pequeño choque, o que es asesinada por ponerle mala cara a alguien en la autopista. ¿Por qué Merck-Martinson no terminó con eso?

—Pienso que es por algo llamado «causa probable» —dijo Breland, e intentó una sonrisa irónica.

—Porque Merck-Martinson no ayuda a la policía a hallar esas armas antes de que pase algo. Pero el Gatillo puede hacerlo. Puede darle dientes a lo que ha sido hasta ahora una ley sin fuerza. Puede ser para el control de armas lo que el radar y la autopista automatizada significaron para el control de tránsito.

—¿Qué es exactamente lo que está proponiendo?

—Nada diferente de lo que hizo con las oficinas de correo y los aeropuertos. Todos los que manejan tienen finalmente que cruzar un puente, atravesar un paso superior o un túnel, pasar por una cabina de peaje. Si pone suficientes Gatillos en los puntos de estrangulamiento, podría quitar todas las armas del camino.

—Sólo destruirá las armas que estén cargadas. Y causará algunos muy bonitos choques en el medio.

—No es que nunca hayan oído hablar de Merck-Martinson —dijo Wilman encogiéndose de hombros—. No se puede llevar un arma cargada en un vehículo en movimiento.

—Así que piensa que podemos seguir adelante y destruir las municiones de todos, aun si están obedeciendo la ley, aun si las municiones están guardadas de manera segura en una caja cerrada que el conductor no puede alcanzar, y aun si causa un fuego que destruye el auto de la familia.

—Se pueden marcar las zonas de monitoreo. Se las puede iluminar como a las balanzas de los camiones. Grandes señales rojas cada doscientos metros durante un kilómetro. Grandes franjas rojas que crucen la ruta. Que sepan lo que viene. Se les dará un lugar para sacar su munición antes de que lleguen al borde de la zona, pues no queremos que nadie muera. Eso es…

—No podemos hacer eso, Grover. Usted sabe que no podemos.

—¿Por qué? Y no me diga que por la Segunda Enmienda. Pregúntele al procurador general por Miller contra los Estados Unidos de América.

—Porque no estamos listos para la CNN —dijo Breland—. El Pentágono se opone firmemente a cualquier divulgación de los hechos hasta que tengan una defensa efectiva y un sustituto de la pólvora a mano.

—¿Y desde cuándo es ésta la decisión de ellos?

—No es la decisión de ellos. Es mi decisión.

El rostro de Wilman se relajó, y mostró una expresión pensativa. Wilman volvió a sentarse en el sillón, y pasó un brazo por el respaldo.

—¿Era ésa la decisión que usted quería tomar, señor Presidente?

La sorpresa apareció en los ojos de Breland. Sin responder, se puso de pie y fue a su escritorio, donde sacó un caramelo con gusto a cerveza de un bol.

—No sé por qué, pero no es una pregunta fácil de responder, Grover —dijo por fin.

Wilman asintió.

—Señor Presidente, creo que le debo una disculpa. Cuando insinué que había intentado «manipularme», creo que erré el blanco. Quiero decirle con todo respeto que creo que usted es quien ha sido manipulado. Y no es motivo de vergüenza, señor, pues ellos son expertos.

Se oyó el ruido crujiente del caramelo en la boca de Breland.

—Sabía que lo intentarían. Sabía que no sería tan fácil. Sabía que si me adelantaba demasiado a ellos, no me seguirían. Pero pensé que yo manejaba la situación, Grover. —Lanzó un suspiro, y el caramelo se desintegró—. Quizá me trabajaron mejor de lo que yo pensaba.

—Fue un buen discurso. Usted mantuvo la atención de ellos. El programa de despliegue es una prueba de eso: tiene el sello de ellos por todas partes. Y ellos le dicen cosas perfectamente razonables acerca de que si se hicieran las cosas de otro modo se desataría un infierno. —Wilman pudo esbozar una pequeña sonrisa—. Un argumento que se ve fortalecido por el hecho de que tienen razón. Eso es lo que ocurrirá, y espero ansiosamente ese momento. Ellos lo temen. Usted… —Dejó que la palabra quedara como una pregunta.

Breland se hundió en su silla.

—Déme una idea. Algo que podamos hacer ahora, así usted sabrá que mi corazón todavía está en su lugar.

—Se me ocurren una decena por día al leer las noticias —dijo Wilman—. Denis Sassou-Nguesso está en el primer lugar de mi lista ahora. Me gustaría ver que usted lo llame y le diga que tiene doce horas para sacar a todas sus fuerzas de sus complejos Cobra, y luego envía un F-117 al Congo con un Gatillo arriba. ¿Ya logró la Fuerza Aérea poner un Mark I dentro de una sección de un avión?

—Aún están trabajando en eso.

Wilman parecía decepcionado.

—Es casi igual. Probablemente llenará los campos con rehenes de la oposición, en caso de que encuentre alguno que no haya muerto en los Cobra. Por supuesto, siempre podríamos hacerlo sin la advertencia…

—Otra idea —dijo Breland firmemente.

—Bien, si aún no está preparado para hacer público el descubrimiento, ¿qué le parecería desparramar un poco de desinformación?

—Continúe.

—Hay demasiada gente que participa en Sombrero de Bronce como para que se la pueda mantener como una operación secreta mucho más tiempo. Yo no recibo sus informes de inteligencia, pero apostaría a que todos los gobiernos que se preocupan ya saben de Sombrero de Bronce, y algunos han llegado a obtener la historia de tapa: que esto es una continuación de Short stop, la operación destinada a despejar las minas de guerra. —Hizo una pausa, esperando una confirmación de Breland para continuar—. Usted siempre tuvo una buena imagen deportiva.

—Sólo para entender esto, supongamos que tiene razón.

—Bien, el siguiente paso obviamente es apoyar esta historia con una demostración —dijo Wilman—. Llevamos a los muchachos al Comando de Inteligencia y Seguridad del Ejército para cocinar una propaganda de algún tipo que podamos meter en un Black Hawk: mucho metal brillante, muchas antenas y luces parpadeantes. Hasta un campo magnético y emisiones de radio podemos darle para hacerlo convincente para los chinos.

—¿Y dejamos el verdadero Gatillo dentro de un helicóptero?

—Exactamente. El modelo L del Black Hawk debería poder levantar ambos sin problema. Usted llama a una conferencia de prensa, anuncia su iniciativa contra las minas terrestres, dice que ha establecido una unidad especial del ejército dedicada al retiro humanitario de minas, y hace una señal a los helicópteros. Será un gran espectáculo, señor Presidente. Noticia principal. Y le dará al Pentágono unos meses más de encubrimiento. Un poco de verdad puede ser una maravillosa mentira.

Breland estaba pensativo, mordiéndose los labios.

—Al general Madison y al Comando Conjunto no les gustará dejar saber ni siquiera tan poco.

—A la mierda con ellos —dijo Wilman, sorprendiendo a Breland con su grosería—. Pregúnteles cuándo fue la última vez que visitaron una clínica de prótesis en Bosnia, o que fueron a un funeral en un pueblo en Afganistán. Pregúntele a Madison si piensa que esos secretos valen su pierna derecha, o la vida de su nieta Macey. Ciento cincuenta millones de minas están esperando en el terreno, y producen mil bajas por semana. Y ambos números han seguido creciendo de la manera equivocada durante veinte años. Usted puede hacer algo acerca de esto, señor Presidente. Por favor, haga algo.

Breland se levantó de su escritorio y señaló a Wilman con un dedo acusador.

—Esto es lo que usted quería cuando entró aquí.

—Sí, señor —admitió Wilman con entusiasmo.

—Así que usted es quien me está manipulando ahora.

—No, señor. Yo soy quien lo está avergonzando.

Breland lanzó un suspiro.

—Lo hace bien. Supongo que usted sabía que acabo de tener una nueva sobrina nieta.

—Quizás oí algo sobre eso.

Con una sonrisa abatida, Breland rodeó su escritorio.

—¿Sabe cuál ha sido la mayor sorpresa de este trabajo, Grover? Lo difícil que es hacer lo correcto, aun con la mejor de las intenciones. Lo difícil que es hacer cualquier cosa. Es casi como si cada vez que se abre una de esas puertas entrara un poco más de basura del fondo del río Potomac. Antes de que uno se dé cuenta, está hundido hasta la cintura, y apenas puede moverse. —Inclinándose hacia adelante, presionó el botón del intercomunicados— Señora Tallman, ¿podría ubicar al general Stepak y decirle que necesito verlo?

—¿Quiere que me quede para eso? —preguntó Wilman.

Breland dijo que no con la cabeza.

—No, a menos que usted haya traído una pala con usted. ¿Conoce la historia del hombre de ciudad, el granjero y la mula?

—«Primero, tiene que llamar la atención de ellos» —dijo Wilman entre risas—. Buena suerte, señor Presidente.

Esa tarde, siguiendo un impulso, Wilman envió un presente a la Casa Blanca: una pala de mango largo con una punta y una unión con brillo cromado. Originariamente, había sido hecha para dar un golpe inicial a la tierra en ceremonias oficiales. Wilman hizo agregar una gran calcomanía del sello presidencial a la punta.

Pero no pudo saber si se había equivocado en el hombre o en el momento hasta su próxima visita a la Casa Blanca, cuando halló la pala colgada de la pared, a la derecha del escritorio de Breland. Había un cartel negro y amarillo más apropiado para una fábrica colgado al lado de ella. Decía: «Para emergencias. No quitar».

Una sonrisa de sorpresa y deleite surgió en el rostro de Wilman cuando Breland le alcanzó el último informe sumario de mitad de mes de Sombrero de Bronce.

—Punto número dos —dijo; luego hizo una pausa para dejar que los ojos de Wilman lo miraran—. ¿Tiene algún país favorito?

El título del punto dos era «Proyecto de retiro de minas de Sombrero de Bronce». Wilman levantó la mirada, agradecido.

—No tengo un favorito, señor Presidente —dijo con énfasis—. Pero siempre he querido ver más de Camboya.

Breland asintió.

—Que sea Camboya, entonces. Y supongo que está bien si lo incluyo en el viaje.

—No quisiera perdérmelo.

—No debería —dijo Breland—. Pienso agradecerle públicamente a usted, y quiero ver si se sonroja.