París. ¿Busca un regalo especial para su hogar? La Exposición Europea de Defensa, celebrada cada dos años, abrió sus puertas a una nómina de clientes bien forrados, con invitación solamente. Usted puede probar y comparar tanques iraníes, cohetes anticoraza franceses y minas antitanque chilenas. «Es como cualquier otra exhibición comercial», dijo Henri Foucault, organizador del evento que se realiza durante toda la semana. «Puestos muy atractivos, hombres de negocios de traje, hermosas modelos y regalitos. Salvo por las demostraciones de productos, es bastante aburrido, en realidad».
Historia completa - Los primeros diez exportadores de armas - Los discretos visitantes de la Exposición Europea de Defensa: palabras amables y grandes chequeras
El primero de los sistemas Mark I salió de la planta de Sombrero de Bronce en North Sioux City cinco días antes de la Navidad. Tenía una designación formal e impronunciable del Pentágono (XM9M1, es decir, Munición Experimental 9, Mark I) y un número de serie 0001-1, pero en todos los otros aspectos era casi un gemelo del prototipo portátil construido a mano. Los únicos cambios notables eran el reemplazo de los tres generadores DuoCat Caterpillar por el Generador Táctico Suave del ejército, probado en combate, y el agregado de mecanismos de seguridad militares estándar en lo que ahora se llamaba el controlador de fuego.
Los números 1 a 10 fueron entregados sin ceremonia a la custodia del Batallón Táctico 41, Tercera División de Ingeniería de Combate. El Batallón 41 había sido reorganizado últimamente para ocuparse del transporte y despliegue de los Mark I. La tarea de protegerlos recaería en una división de seguridad de diferentes servicios que todavía estaba siendo organizada. La primera parada para las diez unidades era un campo de aterrizaje en Dakota del Norte de la época de la Guerra Fría, reabierto, donde fueron sometidos a un control de sistemas vivos y a dos días de intensas pruebas.
Para el día de Año Nuevo, el Número 1 estaba instalado en el sótano de la Casa Blanca. Varias veces durante la semana siguiente fue activado por varios segundos cada vez, de manera que su salida pudo ser completa, y su halo protector protegía toda la Casa Blanca, el frente este del edificio de la oficina ejecutiva, el frente oeste del edificio del Tesoro, el paseo de peatones de la avenida Pennsylvania, el camino de East Executive y la mitad del jardín sur.
La decisión difícil fue cómo usarlo, si como defensa primaria o como respaldo a sistemas y procedimientos de seguridad primaria ya existentes. Después de largas discusiones con el secretario del Tesoro y el jefe del Servicio Secreto, Breland decidió en contra de lo que pensaban ambos y aprobó un plan para una operación día y noche.
—Siempre he pensado que los norteamericanos deberían poder mirar estos parques y ver una casa, no una fortaleza —dijo—. ¿Qué tipo de ejemplo da, qué tipo de mensaje envía si yo les pido a otros que depongan sus armas, les pido que confíen en esta tecnología, pero me niego a confiar yo mismo en ella?
Eso significaba que Breland debía ser mantenido «en la burbuja» por una unidad especial de agentes del Servicio Secreto que había recibido entrenamiento intenso con varas y armas de aire comprimido. Al mismo tiempo, los francotiradores cedieron sus puestos de tiro a agentes armados con ballestas de 225 kilogramos de fuerza, pertenecientes a un cuerpo de élite que luego habría de tomar no oficialmente el nombre de «Compañía de San Jorge», por la sociedad medieval de ballestas que una vez protegió la supremacía inglesa.
Las armas convencionales no fueron abandonadas del todo en el nuevo esquema de seguridad, sino que fueron empujadas fuera del perímetro del alcance del Gatillo. La unidad de defensa aérea de la Casa Blanca, armada con el nuevo misil antiaéreo Raven que podía lanzarse apoyado en el hombro, fue desplazada a los techos del Departamento de Comercio y a la Administración de Servicios Generales. Y para proteger a la «Élite del Servicio Secreto», fueron apostados equipos de respuesta rápida con armas de fuego tradicionales en el edificio de la oficina ejecutiva y justo dentro de la cerca del jardín sur.
Después de semanas de ejercicios y de pruebas, el nuevo sistema de seguridad reemplazó tranquilamente al antiguo durante el discurso del Estado de la Unión de Breland.
El destino del Gatillo Número 2 era la parte posterior de un furgón negro brillante con vidrios esfumados, placas oficiales y su propio generador incorporado de un kilovatio. Llamado «el furgón», su misión era seguir de cerca la limusina presidencial en todas las caravanas, integrando así la protección de ésta.
Aunque no habían hecho pruebas de intercepción aérea, los Números 3 y 4 estaban ubicados en las bodegas del primer y segundo regimientos de la Fuerza Aérea, es decir, en los aviones del presidente Breland y, en caso de guerra, sus puestos de comando de vuelo. Dado que los dos 747-200 eran aviones sin armas, hicieron falta sólo unos pequeños cambios en los procedimientos operativos, que afectaron solamente al personal del Servicio Secreto y a la selección del equipo de supervivencia que se almacenaba normalmente a bordo.
El Número 5 fue enviado a Camp David, en Maryland, y fue instalado en una antigua estación de coches junto al edificio principal, que fue convertido en una zona libre de armas, con el límite marcado por un anillo de pequeños banderines azules. Las fuerzas de seguridad de retirada retuvieron sus armas, mantuvieron sus vallados y respetaron el límite del Gatillo. Una demostración con seis rondas de balas nueve milímetros apretadas en un pomelo que fue arrojado rodando dentro de los límites fue suficiente para reforzar las advertencias.
El Número 6 fue a parar a las entrañas del Capitolio, aunque no sin algunas bromas acerca de si el Congreso representaba realmente un bien nacional muy valioso, o no.
El Número 7 fue instalado dentro del edificio de la Corte Suprema y calurosamente recibido por el jefe de seguridad del lugar. La lucha sobre el Registro Nacional de Armas de Fuego y el Acta de Responsabilidad, conocida por los que la apoyaban como la «ley de la pequeña Brenda» y por quienes se oponían a ella como la «licencia de los manipuladores de armas», aún no había terminado. Era de una ferocidad igual o aun mayor que la lucha sobre el aborto, y daba toda la impresión de que, como aquélla, persistiría también por mucho tiempo. Habían pasado ocho años desde que la Corte Suprema presidida por Souter había decidido la constitucionalidad del Registro Nacional de Armas de Fuego y el Acta de Responsabilidad en el caso Jefferson contra los Estados Unidos de América, y las amenazas de muerte y las manifestaciones apenas habían menguado. En realidad, la marcha anual y carrera «Muestra tu arma», realizadas el aniversario de la decisión, se había vuelto más numerosa y alarmantemente ruidosa año tras año.
El Gatillo Número 8 había sido asignado al Pentágono, y el Comando Conjunto había desarrollado cuatro planes diferentes para usar el sistema en el famoso edificio. No obstante, decidieron finalmente no implementar ninguno de ellos. La razón oficial fue que no podía hacerse sin destruir demasiadas tradiciones ni herir tantos sentimientos que el Gatillo se convertiría rápidamente en el secreto peor guardado de la historia militar.
Pero Breland sospechaba que detrás de esa verdad innegable los jefes expresaban una profunda afición por lo que les era familiar. Aunque había en ese momento una cantidad mucho menor de armas de fuego dentro de las paredes del Pentágono que lo que la mayoría hubiera esperado, tratándose de los cuarteles de las cuatro fuerzas. Los jefes y los generales sencillamente no estaban listos, según pensaba Breland, para ver a sus subordinados montando guardia con palos de escoba, y menos para entregar sus propias armas de servicio.
Con ese precedente, hubo menos sorpresa cuando el director del FBI declinó el ofrecimiento del Mark I para proteger el cuartel de este organismo en la calle 10 y avenida Pennsylvania. Pero solicitó cuatro unidades para evaluación táctica, un pedido que fue ubicado cerca de los primeros de la extensa lista de candidatos a recibir una unidad confeccionada por el comité de Sombrero de Bronce.
No hubo ninguna sorpresa cuando la directora de la CÍA tampoco aceptó el ofrecimiento de un Gatillo para su complejo de cuarteles bien protegidos río arriba en Langley, Maryland. Pero aparentemente también ella vio el potencial del sistema y solicitó diez unidades para el Directorio de Ciencia y Tecnología. Breland tomó esa solicitud con cierta reticencia, y se preguntó qué garantía podía tener de que esas unidades serían mantenidas fuera de las manos del Directorio de Operaciones.
Las armas principales de la Agencia de Seguridad Nacional eran la tecnología y la criptología, a las que el Gatillo no podía amenazar. Sin embargo, dado que la mayoría de las instalaciones de la Agencia estaban dentro del perímetro de Fort Meade, perteneciente al Ejército, la respuesta del director fue «no, gracias».
Así que los Números 8, 9 y 10 fueron reasignados a las siguientes más altas prioridades obtenidas de la Evaluación de Amenaza Terrorista Interna oficial del FBI y del Plan de Recuperación en Desastres Nacionales de la época de la Guerra Fría, es decir, la Junta de la Reserva Federal, la Administración de Seguridad Social y el centro de registros centrales del Servicio de Ingresos Internos.
—Hacer el mundo más seguro para los cobradores de impuestos no era exactamente lo que yo tenía en mente cuando empezamos esto —dijo Breland con sequedad cuando firmó las autorizaciones para las transferencias—. Recibí los últimos números de las estadísticas nacionales esta mañana. Treinta y cinco mil muertes por armas el año pasado y cien mil heridas de bala. Quiero hacer algo para proteger a esa gente, no a la élite, puesto que nosotros ya estábamos más seguros que ellos. Que alguien me asegure que no hemos perdido nuestro rumbo ya.
—Las próximas cincuenta unidades Mark I (es decir, la producción de un mes) van a ir directamente a Utah para ampliar el programa de pruebas —dijo Richard Nolby—. No tendremos una posibilidad real de dirigirnos a los civiles antes de marzo.
Breland lanzó un suspiro.
—Sé que yo estaba ahí cuando esto fue decidido, pero ¿realmente necesitan tantos a la vez?
—Sí, señor Presidente —dijo el general Stepak—. La verdad es que podrían usar cien o más. Hasta ahora no han podido hacer pruebas que pudieran dañar el único ejemplar que tienen, pruebas que simulen verdaderas condiciones de combate. Y en cualquier caso, a las unidades especiales de seguridad aún les faltan unas semanas para estar listas. Vamos a necesitarlos cuando empecemos a salir de los ambientes estrictamente controlados donde se utilizaron estos primeros diez Gatillos.
Con la mano contra la barbilla, Breland hizo girar su silla y miró por la ventana la nieve que caía.
—Creo que simplemente estoy impaciente, general —dijo—. Apenas puedo soportar ver las noticias ahora. Cada disparo, cada bomba terrorista, cada uno de esos tiroteos del Tercer Mundo me parecen ahora mucho más absurdos, mucho más trágicos, al saber que hay algo que podría hacerse para evitarlos.
A más de ciento cincuenta kilómetros al oeste de Provo, Utah, las vastas extensiones del desierto del Great Salt Lake pertenecían a los engranajes de la guerra. Durante décadas, cientos de armas nuevas y exóticas habían llegado al Campo de Pruebas y Entrenamiento de Utah para ser probadas. Oculta a los ojos curiosos por una soledad absoluta, la blanca planicie salada había sido bombardeada, incendiada, ametrallada desde el aire, cañoneada, cubierta de gases y químicos nocivos, y cubierta con los restos de las naves teledirigidas destruidas, tanques destrozados y aviones irrecuperables.
En el remoto extremo sudoeste del Campo había un amontonamiento de hangares, talleres, garajes y barracas llamado por residentes la «fortaleza de la soledad». Ahí eran examinadas las armas más nuevas y secretas. Las que eran aprobadas pasaban a formar parte del inventario. Las que no, por lo general desaparecían en el anonimato de «archivar y olvidar». Era el destino de los proyectos secretos que ni siquiera interesaban al enemigo.
El teniente coronel Roger Adams, comandante del Centro de Pruebas del Desierto, esperaba que el Gatillo XM9M1 fuera uno de esos proyectos olvidados. Si podía hacerlo sin violar los protocolos de las pruebas, estaba determinado a ver fallar el sistema, porque su éxito sería una pesadilla para un comandante de batalla.
Sería mucho mejor para todos si su informe pudiera resumirse en cuatro palabras: No confiable. No efectivo.
Hasta entonces, los relojes de la Prueba de Operación Continua habían alcanzado el umbral de las 200 horas con todos sus ocho sistemas encendidos y funcionando. Pero aun esa prueba era realizada de la manera más exigente posible, con dos unidades montadas sobre transportadores vibratorios, otras dos alimentadas con energía sucia, y dos reguladas entre el 1% y el 100% cada treinta segundos. Con suerte, todas las unidades estarían fuera de uso antes de llegar a su objetivo planeado inicial de mil horas.
La prueba más decisiva, no obstante, iba a comenzar esa mañana. A las 07:00, tres vehículos preparados para terrenos desparejos salieron del Edificio 9 y se dirigieron hacia el norte al área de pruebas. El primero era un vehículo Hummer preparado como una plataforma para una cámara. El último era un vehículo Bradley para combate que llevaba una pequeña jungla de antenas en lugar del típico cañón de 25 milímetros.
Entre el Hummer y el Bradley estaba el Artículo 1 para Prueba de Campo, un transporte de tropas acorazado M113, que tenía forma cuadrada y el frente inclinado. Era controlado a distancia por un operador en el Bradley. Y dentro del Artículo 1 para Prueba de Campo estaba el Gatillo 00013. (Adams no dejaba de considerar la importancia de la superstición para favorecer su causa.)
El área de pruebas estaba a sesenta kilómetros de la fortaleza de la soledad, pero el ajetreado viaje de dos horas a toda carrera por el campo era en realidad el primer obstáculo. Del otro lado había un desafío mortal que no debía sobrevivir: primero un campo minado de alta densidad, y luego una serie de cinco zonas de fuego, cada una de las cuales tenía artillería de mayor capacidad que la anterior.
A las 08:30, Adams y la coordinadora de pruebas, la capitana Dionne Weeks, subieron a un helicóptero Black Hawk UH-60M, del cual podían observar la prueba en persona. En poco tiempo alcanzaron a la caravana de la prueba, que estaba esperando inmóvil en el desierto fuera de un límite indicado por banderas. Ambos oficiales llevaban auriculares para controlar la frecuencia de mando, y fueron hacia las grandes ventanas laterales del helicóptero con binoculares en la mano.
—Control de Prueba, éste es el Comando de Prueba —dijo Weeks—. Procedan. Cambio.
—Roger, al Comando de Prueba. Todas las estaciones, prepárense para activar el Artículo 1 para Prueba de Campo, a una señal mía.
Adams y Weeks observaron desde el helicóptero cómo el Hummer y el Bradley retrocedieron unos cientos de metros del M113. Cuando llegó la orden de activación, tenían una vista inmejorable para ver cómo un gran semicírculo de minas delante del M113 explotaba, lanzando por lo menos cincuenta columnas de cristales blancos y polvo desde el antiguo lecho del lago. El área afectada medía por lo menos trescientos metros de un extremo al otro. Cuando el M113 avanzó, el círculo se amplió unos cincuenta metros, y luego se convirtió en un gran arco que se movía adelante del vehículo como una onda curva.
—Eso es increíble —dijo Weeks a Adams a los gritos—. Me parece que la única manera en que una mina pudiera tocar ese transporte de tropas acorazado es si el conductor lo dejara en el campo minado antes de encender el gatillo. Una columna armada con uno de ésos en el lugar ni siquiera tendría que aminorar la velocidad. Diría que el M58 es ya obsoleto —añadió, refiriéndose al sistema vigente de retirado de minas de los ingenieros de combate.
—No hay sorpresas —le respondió Adams malhumoradamente—. Esto es exactamente lo que hubiéramos esperado a partir de las pruebas estáticas.
—Sí, señor, pero hay que verlo.
Hubo una breve pausa cuando el M113 despejó el campo minado, que permitió que la cámara y los demás sistemas de grabación fueran ajustados nuevamente. El Black Hawk se dirigió oblicuamente a la primera zona de fuego. Luego irrumpió en los auriculares la orden de proceder y el viejo transporte de tropas acorazado avanzó estruendosamente. Tan pronto como pasó la primera bandera que delimitaba la zona, un artillero a quinientos metros de distancia abrió fuego con un lanzagranadas automático de 40 milímetros, lanzando primero disparos separados, luego cortas descargas y finalmente una descarga de fusilería sostenida de diez segundos de más de 100 disparos.
Al sargento del ejército que disparaba le pareció que cada disparo había dado en el blanco, pero después de que el destello desapareció y el viento despejó el humo, el transporte de tropas acorazado aún seguía avanzando. Pero el personal de la cámara que seguía al Hummer y los observadores que estaban arriba vieron algo bastante diferente. Desde su posición, las granadas explotaron a más de doscientos metros del vehículo, como si chocaran contra una pared invisible. El M113 no sufrió más daños que una suave lluvia de metralla.
—Bien, estoy muy impresionada —gritó Weeks—. Se supone que un Mark 19 debe poder despejar un transporte de tropas acorazado.
Adams, con una expresión seria, no dijo nada.
En la siguiente zona de fuego había más soldados de infantería armados con dos misiles antitanques Silver Dragón dirigidos por cables. Su puntería fue impecable, las explosiones fueron más ruidosas y más espectaculares, pero el efecto neto fue el mismo. Seguro dentro de su misterioso escudo, el Artículo 1 para Prueba de Campo siguió avanzando con comodidad.
En la tercera zona de fuego esperaba un vehículo Bradley de combate que llevaba el arma antitanque más poderosa disponible a la infantería: el misil TOW 2 guiado por cables. Su ojiva de combate era lo suficientemente poderosa para penetrar la armadura frontal de un tanque de batalla principal, y debía haber destruido completamente un vehículo ligeramente armado como el MI 13. Pero también éste derrochó todas sus energías contra el campo del Gatillo, con una explosión que quedó tan enmudecida por la distancia, que todo lo que hizo fue golpear por un instante el transporte de tropas acorazado de lado.
—Si no lo estuviera viendo con mis propios ojos… —musitó Adams casi sin aliento—. Control de Pruebas, habla el Comando de Pruebas. ¿Qué frecuencia usa el Abrams?
—Combate 1 para c&c, Combate 2 para el monitor, señora.
Mientras el transporte de tropas acorazado se movía hacia la cuarta zona de fuego, Adams se inclinó hacia adelante y cambió la frecuencia de la radio a Combate 2. El sonido estridente de otras voces llegó a sus oídos mientras el tanque Abrams M1A2 se preparaba para disparar a quemarropa su cañón mortalmente preciso de 120 milímetros.
—Artillero de transporte de tropas acorazado, alto explosivo antitanque —ordenó el comandante del tanque.
—Transporte de tropas acorazado, alto explosivo antitanque, sí.
—El blanco está despejado —dijo Control de Pruebas.
—¡Artillero, fuego!
—Fuego, sí.
Una nube grisácea atravesada por una lengua de fuego rojo carmesí surgió en oleadas del cañón del tanque cuando la granada avanzaba hacia su blanco. La detonación del proyectil altamente explosivo fue estruendosa y aterrorizadora, y la onda expansiva sacudió por un instante al Black Hawk. Pero aunque el estallido dobló una antena y empujó lateralmente el transporte de tropas acorazado medio metro en la planicie salada, no le causó heridas críticas.
—Artillero, transporte de tropas acorazado, tiro con calibre reducido.
Al oír eso, Weeks giró súbitamente para mirar a Adams.
—¿Quién agregó eso a la rutina de la prueba? —preguntó.
—Yo.
—Transporte de tropas acorazado, tiro con calibre reducido, sí.
—Pero no hay carga explosiva en una carga de calibre reducido. Es estrictamente un arma de energía cinética. Usted sabe perfectamente lo que va a ocurrir.
—¡Artillero, fuego!
—Sí, capitán —dijo Adams.
—¡Fuego, sí!
Momentos más tarde, todo lo que quedaba del artefacto de pruebas era una mancha aceitosa y chamuscada a una decena de metros, una alta columna de humo negro y una suave lluvia de fragmentos de metal sobre el desierto.
Sobre el fondo de las exclamaciones de alegría que provenían de la tripulación del tanque se oyó el mensaje:
—Comando de Prueba a todas las unidades, hemos terminado por hoy. Aseguren todas las armas, cierren todos los registradores de datos y vuelvan a la base.
—Coronel Adams, no entiendo —gritó Weeks, arrancándose sus auriculares—. Teníamos un Apache cargado con misiles Hellfire que esperaba en la zona cinco.
—No hagamos esto aquí, capitana —dijo Adams—. Quitándose sus auriculares, Adams se inclinó, palmeó al piloto en el hombro y le indicó que emprendiera el regreso.
—¿Dónde, entonces?
—Espere al interrogatorio de las operaciones.
Cuando el helicóptero aterrizó, Adams le indicó en silencio que lo siguiera, moviendo la cabeza en dirección a su oficina. Detrás de las puertas cerradas, se volvió hacia ella con los brazos doblados sobre su pecho.
—En primer lugar —le dijo—, vamos a asegurarnos de que ambos entendemos que no estoy en absoluto obligado a darle explicaciones a usted.
—Entendido, señor.
—Bien. Entonces, éste es el interrogatorio de las operaciones. ¿Cuál es su inquietud?
—Dado que yo soy la que firma la primera línea en el informe de la prueba que vuelve al cuartel central, esperaba que quizás usted pudiera ayudarme diciéndome lo que piensa.
Adams miró por la ventana.
—¿Cuál piensa que hubiera sido el resultado con los Hellfire?
—Bien… —comenzó, y se mordió los labios—. Si el alto explosivo antitanque de 120 milímetros no pudo hacer el trabajo, probablemente los Hellfire tampoco.
—En cuyo caso ahora habría unos ciento veinte soldados que habrían presenciado un milagro, una caja de lata transformada en un tanque indestructible con un tanque invisible. Ciento veinte mentes que comenzarían a volver sobre la idea de que hay algo por ahí que puede recibir sus mejores disparos y seguir adelante. No estoy acusando a nadie de deslealtad, capitana Weeks, pero no creo que todos puedan evitar hablar de aquello. Y no quiero que esa idea llegue a las filas. No me puedo imaginar nada más destructivo para la moral.
—Así que usted les dio un gran final para tranquilizarlos.
—Así es —dijo Adams—. Quizá no pueda hacerlos olvidar todo lo que vieron ahí, pero medio milagro no es una historia tan interesante, y la diferencia podría ser lo suficiente para ayudarlos a mantener la boca cerrada. En cuanto a su informe, cuente absolutamente todo, pero de manera simple: yo tomé una decisión sobre el protocolo de la prueba en contra de su opinión porque quería incluir todo el inventario de municiones.
Weeks se tomó unos instantes para digerir eso.
—Usted sabe, señor —dijo lentamente—, que si el Gatillo tuviera un rango mayor, el Abrams se hubiera incendiado.
—Asegúrese de incluir eso en su informe también —dijo el coronel—. Pero no lo repita en ningún otro lugar.
En una mañana despejada y fría de enero, dos aviones recorrieron una pista de aterrizaje en la Base Nellis de la Fuerza Aérea y se elevaron al cielo azul aterciopelado de Nevada. Eran una pareja despareja de la Prueba 2 (un F-14 de la Marina y un F-22 de la Fuerza Aérea), pero se formaron juntos y fueron hacia el sudeste con la gracia de pilotos bien entrenados que realizaban una tarea conocida.
La misión de prueba estaba cuidadosamente planeada y los pilotos, bien informados. Sin embargo, no todas las preguntas tenían una respuesta y algunas ni siquiera podían plantearse.
Una se refería al avión que sería el blanco. En tanto que la mayoría de los aviones que se usaban como blancos eran naves de combate en desuso, la misión de la Prueba 11 era contra un QT-1 Jay-Hawk, un jet de motores gemelos que se utilizaba para transporte o como avión cisterna. Incluso el director de la prueba se dio cuenta de esa anormalidad e hizo una broma.
—Va a parecer como si estuviéramos detrás de un avión de línea —había dicho el general—. Así que, por favor, asegúrense de que no sea así.
El misterio se acentuó con las armas, que eran inusitadamente pesadas para una prueba que involucraba a un solo avión. El Tomcat del capitán «Mojo» Thorne estaba equipado con misiles Phoenix y Sparrow, mientras que el Raptor del capitán «Rhino» Oatley tenía tanto Sidewinders como AMRAAM alojados en sus compartimentos internos. Todos los misiles tenían ojivas activas. Cada bombardero también transportaba municiones para su cañón Vulcan de 20 milímetros en una mezcla altamente explosiva de plomo.
—Cargado para disparar, Mojo —dijo uno de los armeros, preguntando sin preguntar.
—Traeremos de vuelta lo que no usemos —respondió Thorne. En privado le dijo a su compañero, sentado atrás—: Parecería que quisiera datos de más de un mes con una sola misión.
Sin embargo, las perspectivas de lograrlo eran escasas. Les habían dicho que el blanco llevaría un paquete electrónico experimental, al cual se referían simplemente como «el paquete». Sus principios y capacidades no se habían mencionado y mucho menos revelado. Pero, a pesar del experimento, nada en el aire tenía la capacidad de resistir el ataque programado en el plan de la misión, mucho menos un blanco tan endeble.
Pero no era su función preguntar o exigir una explicación. Llevarían a cabo la misión como profesionales, destruirían el avión y dejarían el resto a los encargados.
Los aviones de combate supersónicos cubrieron la distancia hasta el primer punto de control de derrota hacia el noroeste de Utah en pocos minutos. Girando hacia el sur, encendieron sus radares de ataque y alcanzaron la altura especificada. Casi de inmediato, localizaron al avión que sería el blanco, el cual volaba dentro de su alcance. El Raptor se colocó detrás del Tomcat, que tenía la orden de dar el primer disparo.
—Flagman, Mojo —dijo Thorne, llamando al controlador.
—Mojo, Flagman. Adelante.
—La Prueba 11 está dentro de la mira. Llamando a Judy. —Con. esa palabra, Thorne asumía el mando del control de intercepción.
—Roger, Mojo, Proceda. El blanco está a su alcance.
—Contacto, veinte izquierda, cuarenta y cinco millas.
—Ése es su enemigo.
Cuando la oficial de intercepción del radar dijo treinta y cinco millas, Thorne seleccionó un misil Phoenix. Cuando estaba a treinta millas, dijo:
—Zorro uno. —Luego oprimió el botón de disparo.
Cuando el enérgico proyectil salió de los compartimentos y aceleró hasta alcanzar su velocidad de crucero supersónica, los dos bombarderos giraron hacia la izquierda, manteniéndose a distancia del blanco, como se les había indicado. El Phoenix recorrió la distancia con tanta rapidez que sólo la oficial de intercepción del radar del Tomcat, moviendo la cabeza hacia un costado, pudo ver la explosión.
—¡Un golpe directo! —exclamó entusiasmada cuando el brillante fogonazo amarillo se convertía en una pequeña nube negra—. Blanco destruido.
Pero al instante siguiente se dio cuenta de que el blanco seguía apareciendo en su radar.
—Mojo…
—Lo veo. Flagman, Prueba 11. ¿Tiene registros del avión?
—Prueba 11. Flagman, negativo. El blanco sigue vivo. No está a buen alcance. —Dos largos minutos más tarde, el controlador agregó—: Prueba 11. El avión está a su alcance ahora. Proceda.
Unos segundos después, el segundo Phoenix salió disparado con un rugido hacia el horizonte. Una vez más, se produjo un fogonazo amarillo y también una pequeña nube de humo negro; también una vez más el blanco siguió volando, aparentemente intacto.
Acercándose a una distancia de veinte millas, el Tomcat descargó su primer misil Sparrow de alcance mediano. Pero el blanco siguió volando.
—Rhino, verifica al vencedor —dijo Thorne y encendió su propia radio a la frecuencia de ultravuelo VHF.
—Rhino, sea lo que sea lo que le han puesto a ese pájaro, yo quiero uno.
Antes de que Rhino pudiera contestar, se oyó la respuesta aleccionadora de una nueva voz, perteneciente al general Tom Vannigan del la Oficina de Tecnología de Defensa.
—Prueba 11, habla Goldenrod. Basta de charla.
—Entendido, Goldenrod —respondió Thorne y tragó saliva.
El último de los misiles del Tomcat fue tan poco efectivo como el primero, y el avión viró para darle paso al Raptor. A esa altura, Thorne había decidido que «el paquete» no sólo estaba afectando la dirección, sino que además hacía que las ojivas de los misiles detonaran prematuramente. Esperaba que los AMRAAM del F-22, con su ojiva de fragmentación dirigida, terminaran con la prueba.
Pero no fue así. Cuatro veces se abrieron los compartimentos de las armas del Raptor y cuatro veces el controlador de la prueba informó:
—Ataque negativo.
—¿Qué diablos es eso? —Thorne le murmuró a la oficial de intercepción de su radar—. ¿Ocho intercepciones directas, ocho ojivas y aún se mantiene intacto?
—Tal vez no esté allí —sugirió ella—. Tal vez es una fantasma.
—Lo averiguaremos en un instante si respetan lo planificado.
Sólo después de cinco órbitas, el oficial de seguridad y el controlador de la prueba dieron su aprobación.
—Prueba 11, Flagman.
—Flagman, Mojo.
—Mojo, disparen al blanco.
Casi con desesperación, los bombarderos avanzaron a toda velocidad por la estela que sus impotentes misiles habían dejado. A los pocos instantes, el punto en el círculo de seguimiento se convirtió en una silueta roja brillante y luego esa silueta se transformó en un avión reconocible.
—Realmente es un T-1 —comentó Thorne mientras disminuía lentamente la velocidad—. Un maldito Beechcraft.
—No es un avión de caza, Mojo —dijo la oficial de intercepción del radar.
—Entonces no hay placer en la victoria —respondió el piloto del Tomcat.
Los auriculares emitieron un crujido.
—Prueba 11, el blanco está dentro de su alcance. Está limpio para ser embestido. Cuidado cuando se separen.
—Voy a embestir al blanco. Rhino, dame espacio.
Cuando el Raptor le dio espacio, Thorne se dirigió hacia el blanco. Gritando «fuego, fuego, fuego» empezó a dispararle la prescripta ráfaga cada un segundo, al máximo nivel de efectividad de su cañón. Le pareció que las primeras ráfagas estallaban en el aire como fuegos artificiales chinos, como si hubiera una pared invisible.
Pero algo estaba penetrando, porque empezaron a volar trozos del Jay-Hawk en todas las direcciones. Un instante antes de que Thorne se alejara, la parte de adelante de los fuselajes del motor del blanco se desintegró; sus partes destruidas se estremecieron en el aire y fueron a caer sobre el desierto de sal congelada, a dos mil quinientos metros abajo. Al dar un cerrado giro en dirección a Nevada, la silenciosa tripulación miraba hacia abajo en busca de una explicación.
Rhino finalmente hizo la llamada.
—Flagman, blanco destruido. Prueba 11 regresando a la base, cambio —comunicó y luego miró hacia los costados a través de la burbuja de la cabina mientras se unía al Tomcat.
—Rhino está tan perplejo como yo. ¿Qué diablos acabamos de ver? —preguntó la oficial de intercepción del radar.
Thorne sacudió la cabeza como respuesta a sus palabras y a la expresión inquisidora de Rhino.
—Lo que sí sé es que no va a ser fácil no poder contarlo.
Para Jeffrey Horton, los olores del desierto de Nevada eran los del asfalto caliente y el polvo de concreto. Los sonidos eran los de las remachadoras, trinquetes y motores diesel. El Anexo de los Laboratorios Terabyte había estado en construcción durante seis meses sin interrupción, y no se avizoraba cuándo finalizaría. La parte terminada ya no daba abasto, y había setenta técnicos e ingenieros contratados más que aún no habían llegado simplemente porque no había lugar para ellos.
Todo había cambiado y seguía cambiando. El ajetreado viaje campo traviesa que Horton había tenido que soportar era parte del pasado. Una ruta de ancho adicional con dos carriles atravesaba la zona de matorrales, y era utilizada diariamente por más de una decena de tractores de remolque para llevar más material y equipamiento para la construcción. Había cinco edificios de laboratorio nuevos dispuestos hacia el sur y el este de la estructura original, y todo un pueblo de departamentos rojos había crecido dentro de la puerta principal para alojar a las más de sesenta personas que ya vivían en el Anexo.
Todo era diferente de lo que Horton había pensado que sería, y pocas de las diferencias le gustaban. Las semanas cuando él había sido el único miembro del personal de Columbus en el Anexo habían sido duras: largas horas de trabajo aburrido, un clima demasiado caluroso, una vivienda temporaria con pocas comodidades, una carga de responsabilidad sofocante, y un aislamiento que lo abatía a medida que pasaban los días. Había sobrevivido a ese tiempo con sorprendente buen humor, diciéndose a sí mismo que era temporal, que pronto el antiguo equipo volvería a reunirse y que sería divertido otra vez.
No había sido así.
Lee Thayer ahora dirigía su propio reino de novecientos metros cuadrados y un equipo de Instrumentación y Mediciones de dieciocho personas. Los tenía a todos trabajando en el problema decisivo pero hasta entonces esquivo de detectar y medir un campo de Gatillo sin pirotecnia. Fuera del laboratorio era reservada. Horton apenas la veía fuera de las dos reuniones semanales de equipo, donde ella raramente mostraba una sonrisa y nunca se reía. Horton no tenía ni la menor idea de qué le había arrebatado su presencia y buen humor, y hasta entonces ella no le había dado la oportunidad de preguntar.
Mientras que Lee estaba allí sólo parcialmente, Gordon Greene nunca había aparecido por Nevada. Según Brohier, había decidido no participar en el último minuto, diciendo que prefería cambiar de trabajo antes que cambiar de domicilio. El director le había preguntado espontáneamente si en esa decisión había influido una mujer. Todo lo que Horton supo fue que le dejó tres mensajes a Greene que nunca fueron respondidos.
El nuevo físico ingeniero, Val Bowden, tenía el doble de espacio que Lee, y lo había convertido en un taller de ensamblaje experimental completamente equipado, con operadores de fabricación asistida por computadora, ingenieros de hardware, programadores de memorias programables de sólo lectura, ojivas compuestas y tanques quemados. Hasta entonces, el equipo de Bowden había construido rápidamente cuatro variantes del Mark I, una para Lee, otra para Horton, y dos para pruebas. Bowden era agradable y talentoso, y había reunido un equipo igualmente capaz. Su cuarto Mark I era un cuarenta por ciento más liviano que el primero que hizo, y un tercio más eficiente. Pero en este punto, era estrictamente un colega para Horton, quien extrañaba a su amigo con sus salidas chistosas o cínicas.
Inclusive Brohier había cambiado. En Columbus parecía satisfecho detrás de su escritorio, descansando en sus considerables laureles y dejando que los científicos hicieran el trabajo pesado. Sus visitas a los diferentes laboratorios eran amables y superficiales, y en general mostraba más interés por los resultados que por el trabajo. Pero desde que había llegado al Anexo, Brohier había recuperado vitalidad. Había reclamado para sí el problema de dar forma, buscar y proteger un campo de Gatillo, y había aplicado un enfoque agresivamente experimental que tenía bailando al taller de Bowden.
Horton presidía el espacio y el equipo más pequeño. Su grupo de modelado teórico ocupaba seis oficinas que rodeaban un modesto salón de conferencias. Había traído dos investigadores técnicos, un matemático, un asistente administrativo para mantener los archivos y los registros de investigación al día y un joven físico con algunas ideas interesantes sobre la teoría informática aplicada al sistema CERN.
Se reunían informalmente todas las mañanas durante una hora o dos para compartir ideas y generar otras nuevas. Las sesiones de intercambio de ideas los ayudaban a mantenerlos mentalmente frescos, pero la presión era enorme, porque cualquier progreso significativo tendría resultados inmediatos en el trabajo de todo el Anexo. Aunque la insistencia en las secciones experimentales había dado algunos frutos, una sensata comprensión teórica seguía siendo la piedra fundamental del edificio que estaban tratando de construir.
Pero, lamentablemente, el progreso era lento. Horton solía caracterizar a su grupo como «química buena, física mediocre», y se culpaba por lo último. Muchas veces se refugiaba en su oficina, abrumado por la tarea que tenía en sus manos, luchando contra la convicción de que estaba perdiendo la capacidad de pensar claramente y de que el impulso de inspiración que necesitaba para resolver el rompecabezas estaba más allá de su capacidad.
Las inseguridades personales sufrían altibajos, pero nunca desaparecían. Cada vez más, Horton pensaba que el descubrimiento del Gatillo había sido un accidente con suerte, y que alguien más tendría que ser el que pudiera explicarlo. Por eso había empezado a presionar al director sobre la posibilidad de publicar sus hallazgos, o por lo menos difundirlos en privado entre colegas que podrían estar interesados. Pero Brohier no consideraba esa posibilidad.
—A Mathematical Physics no le interesan las anécdotas, y no veo en qué avanzaría nuestro trabajo si publicáramos en Aunque usted no lo crea, de Ripley —dijo Brohier—. En cualquier caso, nuestro contrato con el Departamento de Defensa nos impide publicar sin su bendición, que no llegará; no en esta coyuntura.
—No puedo entender por qué usted aceptó eso.
—¿No entiendes el concepto de «secreto nacional»? Publicaremos cuando eso no entrañe un riesgo tan alto contra los esfuerzos del Presidente o contra la estabilidad internacional.
—Lo cual puede ser dentro de cincuenta años, o nunca.
—Mientras tanto, el gobierno aceptó no anular ni discutir nuestras solicitudes de patente del dispositivo Gatillo.
—Aceptaron que siga siendo nuestro, tanto tiempo como no le contemos a nadie de él —dijo Horton—. De alguna manera, no puedo ver la paridad acá.
—Si piensas que eso fue una concesión pequeña, no has tenido el suficiente contacto con las jerarquías superiores del gobierno, de cualquier gobierno —dijo Brohier—. Tomar lo que ellos quieren y decir que es en el interés de todos es un reflejo muy incorporado. Sólo los más honorables pueden resistirlo. Tenemos la suerte de que uno de ellos es el Presidente actual.
—¿Y en tres años, si Breland no es reelegido?
—Dentro de tres años será un mundo diferente, y no me preocuparía en firmar ninguna predicción más específica. No, si necesitas más poder de cráneo, puedes reclutarlo. Apenas tienes la mitad de las cabezas autorizadas, y te digo que con mucha seguridad nadie cuestionará una solicitud tuya para duplicar ese número si lo quisieras.
—No se puede conseguir a la mejor gente para participar bajo estos términos, no cuando ni siquiera puedo decirles para qué los quiero, ni dónde es el trabajo, excepto que no es en Cambridge ni en Palo Alto.
—Quizá no puedas, y quizá ni siquiera yo pueda —dijo Brohier—. Pero apostaría a que el Presidente sí puede. Si conoces a alguien que quieras…
—Ojalá fuera tan fácil —dijo Horton—. Ojalá pudiera entregarle una lista de diez personas que sé que pueden ayudar. Pero ¿cómo sé qué tipo de conocimiento necesito cuando ni siquiera puedo definir correctamente el problema? Podríamos buscar expertos en metafísica.
—Quizá —dijo Brohier entre risas—. De todas maneras, quiero que consideres otra opción. Washington ya tiene un gran número de científicos contratados, trabajando para todas las ramas de la burocracia civil, el Pentágono y todas las agencias y contratistas. Y aunque puede haber muy pocos físicos teóricos genuinos, estoy seguro de que debe de haber alguien entre ellos con la capacidad que buscas, y que Breland estaría más que contento de enviarlo a nosotros. La posición tampoco será un problema. Podemos ir al escalón más alto de cualquier equipo. Piénsalo.
Una interrupción rescató a Horton de tener que admitir que la idea activaba su territorialidad profesional. La interrupción llegó en la forma de un mensajero de la estación de comunicaciones seguras, o, como se decía en la jerga local, la oficina del telégrafo.
Los cuatro empleados asignados a la casa de comunicaciones constituían, por lo que sabía Horton, el único personal militar en el Anexo. Horton llamaba a éste «el sastre», dado que su traje de ejecutivo y su corbata azul estaban tan fuera de lugar que bien podría haber estado de uniforme.
—¿Quiere que me retire? —preguntó Horton a Brohier.
—No hay nada aquí que no vaya a contarte mañana en la reunión —dijo Brohier, mientras firmaba para recibir el sobre cerrado magnéticamente. Antes de que el mensajero terminara de salir de la habitación, Brohier ya había entrado su código de seguridad y estaba sacando los documentos. Miró rápidamente la portada, lanzó un gruñido, y echó un vistazo a la página siguiente.
—Bien —dijo, y se sentó en la silla detrás de su escritorio.
—¿Qué? ¿Qué pasa?
—La lista de deseos del Pentágono —dijo Brohier—. Por el momento en que la envían, supongo que refleja los resultados de sus pruebas con las primeras unidades de producción.
—¿Y? —Horton se instaló en una silla.
—Oh, nada muy sorprendente. Lo quieren más pequeño, más liviano y con menor consumo de energía. Quieren un rango más amplio, de mil quinientos metros lo antes posible, y luego de tres mil metros.
—No hay ni una pista de que sepan que sus primeros dos deseos son inherentemente contradictorios.
—Ni una pista —coincidió Brohier—. También quieren una manera de proteger o anular el efecto Gatillo, o una manera de hacerlo direccional. O, en el mejor de los casos, ambas cosas.
—Así no tienen que abandonar sus armas para utilizarlo.
—Supongo que sí. —Brohier recorrió rápidamente la página hasta abajo—. Éste está firmado por el Presidente, no por Stepak.
—Karl, no podemos darles lo que quieren.
—Es una lista de deseos, como te dije. No esperan que les preparemos todo para mañana.
—No es eso lo que quise decir —dijo Horton, acomodándose—. En el instante mismo en que les demos la direccionalidad, el Gatillo deja de ser un arma defensiva, deja de ser un arma para el desarme. Si nuestras fuerzas armadas tienen un Gatillo direccional, ellos consiguen mantener todas sus armas y retirar las de los demás. Si las instituciones que deben hacer cumplir las leyes tienen un Gatillo direccional, estamos jugando el mismo juego: ellos mantienen todas sus armas, y nos quitan las nuestras. Karl, ése no era el plan. ¿O sí? ¿O ése era el plan?
—No.
—Entonces, ¿qué vamos a hacer?
—Trabajar en la lista de deseos —dijo Brohier, colocando el memo del Presidente sobre su escritorio—. Pero cuando llegue el día de Navidad, sólo para ser justos, entregamos regalos a todos.
—¿Usted está realmente preparado para hacer eso?
—Supongo que puedo disculpar tu escepticismo —dijo Brohier con una sonrisa triste—. Pero yo también tengo una conciencia, Jeffrey, aunque ésta tenga incluida una lista compleja de lealtades. Quiero darles a mi Presidente y a su gente todas las oportunidades de vivir a la altura de la opinión que tengo de ellos. Pero no soy tan ingenuo como para no prever la posibilidad de que me desilusionen. Sí, estoy preparado para esa eventualidad. He estado preparándome.
Horton respiró profundamente, y dejó salir despacio el aire. Reclinándose en su silla, le dijo:
—Pienso que debería contarme más acerca de eso.
Brohier lo miró con una expresión decepcionada.
—No me había dado cuenta de que sospecharas tanto de mí, Jeffrey.
—Oh, no, no es eso lo que quiero saber —dijo Horton—. Ya ve, me he preguntado varias veces si no me estaba deteniendo a mí mismo, sin permitirme llegar a las respuestas, porque no puedo controlar lo que otros harán con ellas. Y envidiaba su aparente confianza en sí mismo, sin darme cuenta de que hay más que optimismo precipitado. Si yo sé lo que usted sabe…
—Entonces podrás abordar el problema con la conciencia limpia.
—Con una conciencia más limpia, por lo menos —dijo Horton, y sonrió—. Además, si algo le ocurriera a usted, debería haber por lo menos alguien que sepa dónde puso el traje de Santa Claus.
—Ése es el modo de fallo catastrófico —dijo Brohier, pensativo—. Muy bien, doctor Horton, bienvenido a mi pequeña conspiración.