12: Apostasía

Londres. Llamándose a sí mismo «el último dinosaurio», el policía Clarence Whitehead puso fin a una era hoy cuando agregó una pistolera de cuero y una pistola negra Webley & Scott a su uniforme antes de salir a hacer su patrulla diaria a pie en los Docklands. Aunque los reputados policías ingleses han tenido la opción de llevar armas de fuego en patrullas comunes durante años, el asesinato reciente de dos agentes en Shropshire llevó a Scotland Yard a hacer obligatoria la portación de armas. «Me apena», dijo Whitehead, un veterano con 25 años de servicio, y el último agente de calle en Londres en pedir permiso para llevar la nueva arma Webley Metropolitan. «No es lo que se suponía que debía ser. Londres no es Aidensfield. No me parece que el inspector tuviera otra opción».

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El día de la despedida llegó, y Donovan King lo había elegido bien.

Era un sábado nublado de otoño, y el viento fuerte ya parecía invernal. El equipo de los Nittany Lions del estado de Pennsylvania, que estaba en el primer puesto en el campeonato, había llegado a Columbus para un encuentro decisivo con los Buck-eyes, y toda la ciudad se despertó pensando en el fútbol americano. Por toda la región, los simpatizantes del estado de Ohio empezaron los rituales y las abluciones que los llevarían a sus asientos en el estadio y frente a los televisores. Todo era predecible como el amanecer: a medida que los bares deportivos se llenaban, las calles se vaciaban. A medida que se acercaba el comienzo del partido, las tiendas quedaban desiertas. A medida que la cerveza fluía y las salchichas salían de los asadores, la alegre e impetuosa energía de la anticipación iba creciendo. La policía estaba ocupada y la gente entretenida.

En Terabyte, el sábado comenzó con la llegada a las puertas de un tractor amarillo Ryder y un semirremolque. El camión era conducido por un equipo de dos hombres de la fuerza de seguridad ampliada de Terabyte, y estaba acompañado de un auto deportivo Chevy Tahoe color verde oscuro y un Honda sedán plateado. Los tres vehículos llevaban placas de diferentes estados, y los tres conductores llevaban ropa informal, lo cual demostraba la atención que Donovan King había prestado a los menores detalles al planear una mudanza segura y discreta de Columbus oeste al Anexo.

Aun en una autopista con poco tráfico, no hubiera sido fácil darse cuenta de que esos tres autos comunes constituían una caravana, o adivinar que llevaban algo más valioso que muebles de una casa. Para completar la ilusión, los últimos tres metros del remolque iban a ser cargados con cajas móviles que contenían los elementos de lo que había sido el departamento de Leigh Thayer.

Cuando las canastas con el prototipo y su instrumental estuvieron cargadas en el remolque, tres equipos del personal de ingeniería del laboratorio vinieron a trabajar en los vehículos. Trabajando rápidamente para intentar mejorar la marca de veinte minutos que habían logrado, quitaron los rastreadores simples del sistema de posicionamiento global Ryder and Hertz y los llevaron a los vehículos de Terabyte. Esos vehículos, con sus números de identificación cambiados para coincidir con los de la caravana, nunca saldrían de los suburbios de Columbus.

En lugar de los rastreadores que quitaron, los equipos de ingeniería instalaron los propios rastreadores de tipo militar de sistema de posicionamiento global GPS-III. Habían instalado sistemas idénticos de la noche a la mañana en las dos canastas mayores, por la posibilidad de que pudieran separarse del camión o entre sí en el camino. Todo formaba parte de la promesa que King había hecho a Brohier:

—Voy a ocuparme de que sea fácil para usted seguir toda la mudanza, y muy difícil para cualquier otro.

La caravana volvió a pasar por las puertas unos minutos antes del comienzo del partido, y King manejaba el primer vehículo. Brohier los vio salir y cruzó a donde Lee y Gordon miraban y esperaban, cerca de la entrada principal del Centro Planck. Mientras se acercaba a ellos, notó las grandes diferencias en sus posturas: Gordon estaba subido con aire despreocupado sobre una pared baja, con la cabeza descubierta y el abrigo muy abierto, mientras que Lee estaba rígida a unos pasos de distancia, las manos enterradas en los bolsillos cuadrados de su chaqueta de esquí, con el cuello de la campera hacia arriba y un sombrero tejido en la cabeza.

—Ése es, doctor —dijo Gordon.

—Ése es.

—Me sorprendió un poco ver a King salir ahora —dijo Gordon y saltó de la pared—. Yo hubiera pensado que se quedaría hasta que la segunda caravana saliera.

—No, esto es lo que tenía planeado —dijo Brohier—. Oigan. Tenemos una pausa de una hora, más o menos, y yo le arruiné el día a la cocinera, ya que le dije que viniera. ¿Qué les parece un último almuerzo al asador, por los viejos tiempos?

—Seguro —dijo Greene—. Pero yo me comeré el sombrero de Lee si usted puede nombrar tres de los especiales de Josie. ¿Cuándo usted frecuentó la cafetería del campus?

—Siempre que había más de quince centímetros de nieve entre yo y algo mejor —dijo Brohier animosamente—. ¿Lee?

—Tomaría algo caliente —dijo Lee, y se estremeció—. Hasta algo de la Chica del Mordisco de Terror.

La cafetería desierta parecía cavernosa, como una tumba. Cada choque de vidrio con los cubiertos y cada palabra por encima de un susurro llegaba a todos los rincones. Eran las condiciones ideales para escuchar furtivamente una conversación, salvo por el hecho de que la única conversación que había era la de la mesa donde estaba Lee.

Afortunadamente, esa conversación era en gran parte un monólogo de Karl Brohier. El director parecía estar al tanto de cuan incómodos ella y Gordon se sentían el uno con el otro, y de cómo sus burlas habían dado paso a un silencio helado y extraño, y asumió suavemente el peso de llenar el silencio. Lee nunca lo había visto tan locuaz.

Brohier les contó una serie de chistes de físicos tan terriblemente malos que el efecto acumulativo los hizo reír a carcajadas. Les contó su único encuentro casual con Stephen Hawking, cómo se vio en apuros frente a John Wheeler y acerca de su tumultuosa época como pasante bajo la dirección de John Bardeen en los Laboratorios Bell.

—Yo acepté ser pasante esperando obtener con eso un trabajo en el laboratorio, y una vez que estuve ahí no fui tímido, y les dije. —Se rio, encogiéndose de hombros—. Mi padre solía decirme «Siempre pide lo que realmente quieres, pues quizá lo consigas». Tuve que descubrir por mi cuenta que los puntos de estilo eran importantes.

»El doctor Bardeen era brillante, uno de los pocos genios legítimos que he conocido, y acababa de recibir su segundo Premio Nóbel de Física. Y ahí estaba yo, más joven que ustedes, con la tinta de mi doctorado aún fresca, completamente ignorante de la etiqueta y la política a ese nivel, y totalmente enamorado de mis propias ideas, enamorado de nuevas ideas.

»Yo quería impresionar al doctor Bardeen. E intenté hacerlo de la misma manera que lo había hecho durante la escuela, es decir, mostrándoles a mis maestros que yo era tan listo como ellos. O más listo. Seguí considerando la pasantía como el seminario de postgrado de Wilkenson, con un cheque. Bien, ya pueden imaginarse. El doctor Bardeen y yo nunca podíamos estar de acuerdo en nada, incluyendo en cuan listo era yo. Teníamos por lo menos una discusión explosiva y teatral por semana, pero yo nunca gané. Me acostumbré a volver a casa sintiéndome como si me hubieran tratado como un idiota.

»Pero yo era un idiota obcecado. Y cuanto menos éxito tenía, más desesperado me ponía por hallar alguna manera de corregir la opinión equivocada que Bardeen tenía de mí. Para el final, debo de haber sido completamente agresivo.

»Llegué a la oficina del doctor Bardeen ese último día, muriéndome por continuar una discusión que habíamos tenido unas semanas antes (según recuerdo, algo sobre el enfoque de Fahy acerca de la modelación de propiedades de materiales complejos de principios primeros). Noticias viejas, hoy día.

»De cualquier modo, nunca empezó. Me dijo que el laboratorio no me ofrecería un puesto. Luego me dijo que había disfrutado nuestras discusiones y que pensaba que yo había contribuido a que fuera un año “animado”, lo cual yo sólo podía entender como su manera de decir que le había provisto un valioso alivio cómico. Finalmente me dio su carta de recomendación.

»Yo temía abrir la carta frente a él. No quería abrirla siquiera a solas. Me senté en mi cocina, mirando fijo el sobre, y me di cuenta de todos mis errores. En aproximadamente una hora, en el tiempo que me llevó llegar al punto en que pensé que podía leer la carta sin desmoronarme, crecí lo que debía haber crecido en un año.

Tomó un sorbo de su agua helada antes de continuar.

—La carta del doctor Bardeen tenía dos oraciones. Decía: «El doctor Brohier hará un trabajo importante algún día. Recomiendo que sea tomado sin reservas».

—¡No! —dijo Lee entre risas.

—Oh, sí. Pero hay más. Me escribió una nota, y la pegó a la carta. «Un toro viejo y un toro joven no pertenecen al mismo prado. No lo tome personalmente… y no baje los brazos. Buena suerte. J. B». —Sonrió con serenidad—. Aún tengo ese pequeño cuadradito de papel.

—Supongo que reconocía el talento —dijo Gordon.

—Oh, quizá fue simplemente por decir que la profecía se cumplió —dijo Brohier—. Nadie se sorprendió más que yo cuando la predicción del doctor Bardeen se hizo realidad… excepto quizá mis padres. Ellos deben de haberse quedado pasmados al saber que yo terminé haciendo algo importante. Pero ésa es otra historia.

»Yo viví bajo el peso de esas expectativas durante quince años antes de poder transformar una de esas nociones salvajes que el doctor Bardeen había descartado en el primer ejemplo vivo de memoria de estado sólido —dijo Brohier, y sonrió irónicamente—. Me llevó todo ese tiempo ganarle finalmente una discusión.

—¿Lo llamó para decirle «Yo le dije»? —preguntó Gordon.

—Desgraciadamente, no tuve la oportunidad. Había muerto unos meses antes. Por supuesto, yo hubiera admitido por honor que él tenía razón en todas las otras ideas salvajes… así que tal vez esté bien así.

Brohier tomó una servilleta y empezó a limpiarse los dedos, aunque apenas había tocado la comida que tenía frente a sí.

—Me parece que ustedes están viviendo mi vida para atrás. Ustedes ya han hecho su trabajo más importante, y a una edad muy joven. El peso de sus consecuencias sólo ahora está cayendo sobre ustedes y no es fácil ver qué es lo que pueda levantar ese peso.

«El sabe», pensó Lee de repente. El pensamiento tensó los músculos de su tórax, ahogando la salida del aire, y paralizó sus músculos faciales en un rictus de miedo.

—Cometí mis mayores errores —prosiguió Brohier—, aquéllos que provienen de la ingenuidad, del idealismo ignorante y del egocentrismo, aquéllos de los cuales uno dice «Era joven, no sabía», cuando la única persona afectada por ellos era yo. Ustedes no gozan más de ese lujo.

»Quiero que ustedes dos sepan que siento gran simpatía por ustedes, una simpatía limitada solamente por el grado en que sus errores crucen el límite de mis responsabilidades. Les advertí una vez que lo que nos queda por delante es más duro que lo que dejamos atrás. Bien, ¿cómo es el dicho? “Hoy es el mañana que ayer te preocupó”.

Brohier echó un vistazo a su reloj de mensajes, aunque Lee no pudo saber si fue para mirar la hora o el visor.

—La segunda caravana debería estar acá ya —dijo, poniéndose de pie—. Tiempo de concluir esto.

El plan de reubicación parecía lo bastante inocente cuando Donovan King lo presentó a Gordon y a Lee en la oficina del director. Los prototipos viajarían separadamente y bajo escolta. Harían pasar la unidad original del laboratorio Davisson por un mueble, y el camión y remolque de la unidad portátil fue pintado para parecer un furgón de electricista. King prefirió reservarse los detalles del itinerario, pero Gordon supuso que ninguno seguiría una ruta directa ni completaría el viaje en el mismo vehículo en que lo había comenzado.

Lee y Gordon viajarían separados, cada uno en compañía de un guardaespaldas. La primera parada de Gordon fue Atlanta, la de Lee fue Minneapolis, pero todo el itinerario y el destino último aún eran desconocidos para ellos. Sus boletos eran custodiados por sus compañeros de viaje hasta el momento de embarcar. Gordon conjeturó que King tenía algún plan para cubrir sus huellas, como un trueque de boletos, de modo que pareciera que habían ido a algún otro lugar.

—Para el lunes por la tarde estarán todos reunidos en el Anexo —había prometido King.

Pero luego King se fue con la primera caravana, lo que dejó sorprendido a Gordon. Y luego Brohier empezó a hablar como si estuvieran diciendo adiós a algo más que a Columbus, y eso transformó la sorpresa de Gordon en preocupación. Al pasar junto a Brohier en un pasillo, Gordon fue corriendo hasta la entrada y salió al patio. Un solo vistazo le alcanzó para saber cuan mal había salido todo.

El camión y remolque de Bebé II habían sido pintados nuevamente, es cierto. Ahora armonizaba perfectamente con los otros vehículos color parduzco aceitunado que lo rodeaban, y con los soldados de uniforme verde que montaban guardia con M-16 en todas las esquinas. Los vehículos llevaban las inscripciones del Batallón 612 de Ingeniería de la Guardia Nacional del Ejército. Las herramientas de Gordon, que se suponía que debían estar en el camión, aún estaban en el sendero a cincuenta metros.

Con el rostro súbitamente colorado de furia, Gordon giró sobre los talones para enfrentar al director.

—Hijo de puta, me mintió —gruñó.

—Sí —dijo—. Como tú a mí. Y hablaremos de eso en mi oficina, en unos minutos. —Se adelantó rápidamente a Gordon, levantó una mano y gritó—: ¡Capitán Brandt!

—¡Maldición, vuelva! —Dio un paso hacia el hombre mayor, pero entonces Lee lo alcanzó y le tomó el brazo.

—No lo hagas —dijo con la voz tensa—. No lo hagas.

Él se movió para quitar la mano de ella y retrocedió un paso.

—¿No entiendes lo que esto significa? —preguntó, moviendo un brazo hacia el convoy—. Está cediendo nuestro trabajo al maldito Pentágono.

—Entiendo lo que significa —dijo ella bruscamente—. Significa que estamos arruinados, y él lo sabe. Significa que confía en ellos más que en nosotros ahora. Significa que nosotros estamos saliendo, y no podemos decir que no lo merecemos. Vamos, ve detrás de él, quizá puedas lograr que nos entregue a ellos también. ¿Qué sería, Gordie, espionaje o traición? ¿O quizá solamente cinco cargos de asesinato en primer grado?

Tomado por sorpresa por la agresividad de sus palabras, Gordon no pudo hallar una réplica para decirle. Irritado por su impotencia, miraba en silencio mientras Brohier hablaba con quien era obviamente el oficial a cargo del convoy. Cuando ambos se estrecharon las manos, entonces Gordon se dio cuenta de que el uniforme de camuflaje del capitán no tenía una insignia de unidad.

—¿Por qué razón le pedirían a la Guardia Nacional que llevara estos materiales? —dijo en un susurro—. Respuesta: no harían eso, así que no lo hicieron. Probablemente es Inteligencia del Ejército. Pero nadie se sorprendería de ver unos pocos guerreros de fin de semana en la autopista, y pueden ir a Camp Perry o a Camp Grayling, descargar Bebé en un rotor pivotante, y llevarlo a cualquier parte.

—No importa —dijo Lee—. Está fuera de nuestras manos.

—No puedo aceptar eso —dijo Gordon, negando con la cabeza.

Mientras hablaban, el capitán trepó a uno de los tres vehículos militares que esperaban. Aunque nadie gritó órdenes, los motores empezaron a rugir y los cuatro centinelas dejaron sus puestos y subieron cada uno a un vehículo.

—Acéptalo —dijo Lee de modo cortante. Brohier salió del sendero y se acercó a ellos. El primer vehículo se bamboleó hacia adelante y los otros vehículos lo siguieron con firme precisión. Gordon sintió que le volvía la furia cuando el camión de Bebé II pasó frente a ellos tres. Pero ni ellos ni nadie dijo nada hasta que el convoy hubiera pasado por la puerta interna y desapareciera al fondo del camino.

—Vamos a hablar de ustedes —dijo Brohier, y se volvió en dirección a su oficina sin esperar respuesta.

Brohier los esperaba detrás de su escritorio.

—Siéntense —dijo con un gesto—. Tengo una historia más que contarles.

Gordon y Lee se miraron y se ubicaron en las dos sillas más cercanas.

—Anoche recibí una llamada de un miembro del Comando Conjunto —dijo Brohier—. Intentaba evaluar un informe que recibió de la Agencia de Seguridad Nacional, que ahora tiene los oídos atentos a cualquier pista de algo que pueda ser relacionado con su descubrimiento. Por supuesto, no esperaban hallarla en el Cleveland Plain Dealer. —Movió la pantalla de su computadora hacia ellos—. Los registros de seguridad muestran que tú y el camión no estaban en el campus cuando esto ocurrió, doctor Greene. El kilometraje del camión… bien, esto no es un tribunal. Tú y yo sabemos que esto es obra tuya.

Greene echó un vistazo brevemente a las noticias que aparecían en la pantalla.

—Sí —reconoció—. Lamento lo de los fuegos. El colimador no actuó como yo pensé. —Se encogió de hombros—. La verdad es que no entiendo muy bien este campo del Gatillo. O por lo menos no una vez que deja el emisor.

—Entendiste el efecto que tendría en ese auto lleno de niños.

—Ese auto lleno de niños con armas —lo corrigió Greene—. Sí, lo entendí. Pero no se engañe. Esos «niños» no merecen ser llamados con una palabra que evoca críos de nueve años que juegan a la mancha en el patio de la escuela, o chicos de cinco años que dicen «Mami, dame un abrazo».

—Eso dices tú —dijo Brohier—. Pero como yo dije, esto no es un tribunal y no me interesan tus justificaciones.

—¿Por qué sólo le habla a Gordie? —dijo Lee—. Yo también estuve ahí.

Brohier levantó una ceja y la miró.

—No tengo información sobre eso.

—¿De qué está hablando? —preguntó ella, y se sentó hacia adelante—. Los guardias deben de habernos registrado a ambos. Es mi hermana a quien fuimos a ayudar. Es más responsabilidad mía que de él. Él lo hizo por mí.

—No tienes que hacer esto, Lee —dijo Gordie con tranquilidad—. Doctor Brohier, yo conduje el camión, yo pulsé el botón. Yo lo hice por mi iniciativa propia y por mis propias razones. Nada más importa. El peso cae sobre mí.

—Gordie…

Pero ninguno le prestó atención a Lee.

—¿Crees que sabes cuan grande es ese peso? —preguntó Brohier—. Tenemos una oportunidad única de usar el Gatillo de determinada manera, de hacer un uso exclusivo, si quieres. Una oportunidad que desaparecerá tan pronto como su existencia sea conocida por todos. Prefiero no ofrecer ejemplos específicos, pero alcanzará con decirte que hay algunos actores en la escena a quienes no se puede dar la oportunidad de que se rearmen. Y hay una obvia represalia contra el Gatillo que algunos gobiernos son capaces de tomar: ubicar prisioneros o rehenes en sus arsenales como escudos humanos. La vida de la gente honesta está en peligro, doctor Greene, de los buenos soldados y de los civiles inocentes. El tipo de gente que queremos que el Gatillo ayude, no que dañe.

»Bien, puedes pensar que lo de Cleveland Heights fue hecho exactamente en ese espíritu, es decir, un ataque prioritario en defensa de la gente honesta. Pero al actuar unilateralmente, al llevar equipo no probado al campo, al poner el segundo prototipo en la calle, sin protección, al atraer la atención pública y al ofrecer a la policía un curioso rompecabezas puedes haber provocado un daño incalculable. —Brohier dio unos golpecitos sobre la pantalla con su dedo índice—. No se puede decir cuánta gente hay por ahí pensando “Hmm, me pregunto qué habrá sucedido allá”. Y cuando el primero se dé cuenta, nuestra oportunidad empezará a cerrarse.

—Creo que usted tiene demasiadas expectativas en la gente —dijo Greene—. A nadie le importa. Ya es una noticia vieja.

—Estoy seguro de que al departamento de policía de Cleveland Heights sí le importa —dijo Brohier—. Y no podemos darnos el lujo de que su investigación llegue a la puerta de entrada de Terabyte.

—No lo hará —dijo Greene—. Nadie me vio. Ni siquiera los blancos.

—No puedes asegurarme eso. No sabes si no había una cámara de vídeo en una ventana de arriba, o un hombre paseando a su perro.

—Fue muy limpio, se lo aseguro —insistió Greene—. No hay manera de que esto lo alcance a usted.

—¿Ah, no? Entonces explícame cómo la Agencia de Seguridad Nacional me llamó —dijo Brohier—. Tú nos pusiste en un archivo. Todos los elementos esenciales están allí. Y a veces saber que algo es posible es una motivación suficiente.

»Por eso decidí entregar el sistema portátil al Departamento de Defensa. Siempre iba a acudir a ellos para las pruebas, pero pensé que sería mejor que el dispositivo desapareciera ahora en manos de gente que puede cerrar la puerta en la cara de un simple detective curioso de una ciudad.

—Supongo que usted espera que nosotros desaparezcamos también —dijo Lee.

—Si eso fuera todo, estoy seguro de que una llamada habría alcanzado para lograrlo —dijo Brohier—. No, tengo algo más difícil que pedirles a cada uno, ahora que han tenido su momento de egoísmo. Necesito que ambos dejen de lado sus cuestiones personales y hagan lo que es correcto y necesario.

—¿Tal como usted lo define? —dijo Greene en tono desafiante.

—Tal como yo lo defino —dijo Brohier—. Doctora Thayer, ¿te importaría salir a la recámara por unos minutos?

—Puede quedarse, no me importa —dijo Greene.

—A mí sí —dijo Brohier—. Por favor, doctora Thayer.

—No tienes que dejar que te amenace, Lee —dijo Greene, poniéndose de pie junto a Lee.

—No hay problema, Gordie. —Sus yemas rozaron apenas el dorso de la mano de él al pasar.

Cuando la puerta se cerró y los dos hombres se quedaron solos, Greene se volvió al director.

—¿Y bien?

—Eres un excelente ingeniero —dijo Brohier—. Pero eres un pirata informático común y corriente, y la Agencia de Seguridad Nacional tiene edificios enteros que son mejores en eso que tú, mejores que cualquier aficionado. Para ellos es una cuestión de orgullo que no se les escape nada cuando escudriñan en el ciberespacio. Además de esta noticia, hallaron también la copia extra de la base de datos de investigación que depositaste en partes por toda la red. Y uno de los nuestros halló el caballo de Troya que intentaste unir a los registros de empleados de Terabyte, el que hubiera publicado la base de datos en media decena de servidores cuando hubieras enviado su terminación.

—Tenía que intentarlo —dijo Greene.

—No. Tenías que confiar, y no estuviste a la altura de eso.

—¿Va a entregarme? ¿O espera que me entregue?

—Ninguna de las dos cosas. Voy a darte otra oportunidad —dijo—. Otra oportunidad de elevarte por sobre tu cómodo cinismo, y de mostrar que se puede confiar en ti. ¿Aún te importa proteger a la doctora Thayer?

Pensó unos instantes antes de responder.

—Sí.

—¿Aun si ella no lo sabe?

—Sí.

—Entonces necesito que renuncies hoy.

—¿Y con eso qué se lograría?

—Para empezar, significa que no tengo que poner tu nombre en la lista para averiguación de antecedentes del FBI porque nunca serás parte de lo que es ahora el proyecto Gatillo —dijo Brohier—. Significa que no tengo que explicar por qué te despedí. Tú decidiste simplemente que no te interesaba mudarte con el proyecto.

—¿Es eso todo lo que quiere? ¿Evitar el bochorno?

—No. —Brohier abrió el cajón derecho de su escritorio unos centímetros y tomó algo de él. Cuando se lo alcanzó a Greene, el ingeniero vio lo que era: un bloque de datos de estado sólido de diez gigas—. Quiero que mantengas esto.

—¿Qué es esto?

—Es una copia del archivo de investigación del Gatillo, idéntico al que intentaste ocultar, con el mismo esquema de encriptado, el mismo cierre de contraseña —dijo Brohier ante la mirada atónita de Greene—. Si te vas de la manera que te pido, voluntariamente, sin nada oscuro sobre ti, creo que puedo asegurar que nadie con quien nosotros trabajamos se sorprenderá si tú estás ocultando algo… o te ocultas de algo.

—No entiendo. ¿Qué espera que haga con esto?

—Guárdalo. Escóndelo. Espera un año. Si después de un año no ha ocurrido nada, u ocurrió lo que no debía, llévalo al senador Grover Wilman y a su grupo y ayúdalo a darle un buen uso. Pero danos ese año para empezar a mover las cosas. Danos ese año para probar.

Greene se inclinó hacia adelante en su silla y levantó el bloque de memoria, sosteniéndolo cuidadosamente entre el dedo pulgar y el índice.

—¿Cómo sabe que mañana no voy a publicar esto y luego desaparecer?

—Me gustaría poder decir que simplemente elijo confiar en ti —dijo Brohier, y cerró el cajón—. Pero también sé que tú debes darte cuenta de que si lo haces, todo saldrá a la luz y Lee será la que más sufrirá, porque podrán rastrearla. Ella pagará el precio de tu egoísmo.

—Entonces Lee es el rehén en su arsenal, ¿no?

—Te estoy dando la oportunidad de elegir, doctor Greene, que es francamente más consideración de la que te has ganado.

Con un gesto serio, Greene dejó que el bloque de memoria cayera en la palma de su mano.

—¿Qué le dirá a la Agencia de Seguridad Nacional?

—Lo mínimo indispensable. Que se te pidió que archivaras los resultados de la investigación. Podemos dejar sin mencionar el hecho de que intentaste hacer otra copia para ti.

—¿Y la policía de Cleveland Heights?

—¿No me aseguraste que nadie te vio?

—Lo hice —dijo Greene. Se quedó mirando por un instante el bloque de memoria, y luego se lo guardó en un bolsillo—. ¿A dónde enviarán a Lee? ¿Aún irá al Anexo? —Cuando Brohier dudó, Greene golpeó el bulto de su bolsillo, y continuó—: Si me va a confiar esto…

Brohier cedió.

—Si ella está de acuerdo, va a seguir a Bebé II al lugar de pruebas de la Agencia de Proyectos de Investigaciones Avanzadas en Defensa, y va a pasar unas semanas entrenando a alguna gente en la operación y mantenimiento del sistema. Luego vendrá con nosotros al Anexo.

Greene asintió y se puso de pie.

—Eso será duro para ella. Una experiencia fuera del capullo.

—Lo sé —dijo Brohier, levantándose él también—. Pero si tú puedes cargar tu peso, estoy seguro de que ella podrá cargar el suyo.

—Tengo el presentimiento de que usted le hará creer a ella que tiene que intentarlo. —Greene suspiró. Dejó caer sus hombros, y abandonó su tensa actitud defensiva—. Doctor Brohier, si este año las cosas salen como se espera…

—Entonces me tendrás que disculpar —dijo Brohier con una sonrisa irónica.

—Sólo me preguntaba…

—Lo sé —dijo Brohier—. La respuesta es sí. Si no te necesitamos para algo más importante en un año, puedes volver. —Le extendió la mano.

«Un año de libertad condicional. Una pena de un año. Muy poco por lo que hice, y por lo que estaba dispuesto a hacer», pensó Greene, y tomó la mano del director.

—Buena suerte —dijo, con una emoción inesperada—. Lo veré el próximo octubre.