11: Motín

Cleveland Heights, Ohio. Un choque de autos de poca importancia en un tranquilo barrio residencial se convirtió en un incendio mortal el lunes por la noche cuando el baúl de un auto lleno de armas ilegales y de municiones estalló en llamas. Tres miembros de la banda racista Reyes Blancos murieron, incluyendo al supuesto líder de la banda, Steven Frost, alias Frosty. Otros cuatro miembros de la banda fueron ingresados en el hospital con extensas quemaduras y otras heridas. La policía del estado investiga el incidente, que destruyó tres autos y causó daños menores a varias viviendas cercanas.

Historia completa - Lista de heridos - Consejos para la seguridad de las armas - Las bandas racistas venden nostalgia, no drogas.

Dado que los comités son uno de los mecanismos de decisión menos eficientes jamás diseñados, llevó seis días de dos reuniones diarias terminar los detalles de lo que dieron en llamar Proyecto Sombrero de Bronce. Pero por fin terminaron el plan de operaciones, redactaron los memorando con los acuerdos, firmaron las órdenes ejecutivas, hicieron autorizar las órdenes de presupuesto reservado y el comité pudo separarse.

Karl Brohier regresaba a Columbus a empezar a remontar la investigación. Aron Goldstein se dirigía a North Sioux City, en Dakota del Sur, donde el cierre de una planta de ensamblaje de computadoras había dejado a trabajadores calificados en la calle y a once mil metros cuadrados de instalaciones inactivos. Grover Wilman volvía al Senado, donde el Comité Asesor de Defensa integrado por miembros de los dos partidos estaba a punto de admitir un nuevo miembro en sus reuniones ultrasecretas.

Eso dejó al cuarteto de la Casa Blanca (Breland, Nolby, Carrero y Stepak) con lo que parecía la tarea más difícil: vender el Proyecto Sombrero de Bronce al Pentágono. Y la clave era el general Roland Stepak, un oficial retirado de la Fuerza Aérea y el primer secretario de Defensa desde George C. Marshall en llevar el rango de oficial y la experiencia de mando a su puesto.

En una carrera de veintiséis años, Stepak había volado casi diez mil horas en diferentes aviones, incluyendo los aviones de alto vuelo y los de combate. Fue instructor de combate, jefe de un escuadrón F-22 en Namibia y jefe de sección durante la Interdicción de Taiwán, aunque, como era típico de los pilotos de su época, solamente había volado en sesenta y dos misiones y no había matado a nadie en combate. Stepak debía su reputación más a su carácter de confianza sin egolatría y a su liderazgo sin arrogancia que al heroísmo en el aire.

Después de abandonar la cabina del avión, volvió a Keesler a dirigir el Segundo Cuerpo de Aviación en misión de entrenamiento, regresó a Japón como comandante del Quinto Cuerpo, predominantemente de combate, agregó una tercera estrella a su uniforme y ascendió a comandante de la Fuerza Aérea del Pacífico y finalmente volvió para asumir el Comando de Combate Aéreo en Langley, que era el destino más prestigioso entre los grandes comandos.

Entre esos nombramientos había aparecido en tres diferentes momentos en posiciones muy prominentes en el Pentágono, donde su diligencia y su tranquila eficiencia le ganaron el respeto del personal. Hacia el final de su segundo año en Langley era considerado un sorpresivo candidato a ser jefe de Personal de la Fuerza Aérea del Pentágono.

Pero luego su esposa durante veintidós años, Peggy Ashford Stepak, se enteró de que sus persistentes dolores de cabeza que la habían atormentado durante varios meses tenían una causa tangible: cáncer de cerebro. La mañana siguiente a recibir la noticia el general presentó un pedido de licencia inmediata (tenía casi medio año acumulado) y de retiro al terminar la licencia. Sin que nadie pudiera creerlo, dejó su puesto al instante y violó así los protocolos corrientes sobre la transferencia ordenada de mando. Para el mediodía había salido de la base sin uniforme y estaba junto a Peggy para el siguiente informe médico. Fue el único acto egoísta de su carrera.

Los tres años que siguieron fueron los mejores y los peores. El general y su esposa intentaron recuperar el tiempo de una vida, cumpliendo con promesas y sueños pospuestos. Los últimos seis meses de Peggy fueron una agonía para ambos, hasta que finalmente el adiós fue un acto de piedad.

Cinco años más tarde, el presidente Breland eligió a Stepak, quien había caído en el anonimato de la vida privada, y lo rescató de una pena constante y de un desasosiego sin objeto. El nombramiento y el trabajo que acarreó renovaron a Stepak.

Ciertos días la serenidad de Stepak parecía nublarse por la oscuridad de un dolor innombrable o un recuerdo melancólico, pero nunca afectaba su trabajo. Preparó a Breland para la reunión de esa mañana con el Comando Conjunto con la misma diligencia y seriedad que si hubiera estado haciendo un vuelo preliminar con su F-22 para una misión sobre el estrecho de Formosa.

—No espere obtener una lectura límpida del Comando en el primer informe —advirtió Stepak al Presidente—. En particular, de los jefes de servicio. Hay un conflicto inherente en sus puestos, puesto que ellos son asesores de usted, pero son también los oficiales superiores de comando para sus respectivos servicios.

—¿Cómo cree usted que atacarán esto? —preguntó Breland, dando golpecitos a su copia del libro de citas, sobre la funda de cuero que la cerraba con las palabras «Estrictamente Confidencial» bellamente impresas.

—Con toda honestidad, señor, pienso que tendrá problemas —dijo Stepak—. Por encima y más allá de las implicaciones para la política externa y la seguridad nacional, usted está cambiando con esto las condiciones de las maniobras militares de una manera que amenaza la identidad de ellos. Son seres humanos. Tienen treinta años de servicio. Detrás de las estrellas doradas y de los galones, son pilotos y soldados rasos, y patanes. Saben todo lo que está en riesgo para la gente que tiene que hacer el verdadero trabajo, y ellos se identifican con esa gente.

—¿Hasta dónde pueden llegar?

—Supongo que la reacción será «Sí, señor Presidente» mientras se recuperan del shock e intentan conocer toda la información. Pero una vez que hayan tenido algo de tiempo para pensarlo, usted empezará a sentir la resistencia de ellos. Si eso ocurrirá hoy o en algún punto más adelante, no lo sé.

—Primero evaluar la inteligencia del campo de batalla, luego desplegar las propias fuerzas.

—Primero echar un vistazo a la defensa, luego empezar la cuenta regresiva —dijo Stepak con una sonrisa—. Y algo más: siendo realistas, van a estar molestos por no haber sido consultados antes de que ciertas decisiones importantes fueran tomadas. Pueden preguntarse por qué esto no pasó por el Consejo de Seguridad Nacional.

—¿No es obvio acaso? La sola mención del Consejo hubiera espantado a nuestros invitados. Además, el único miembro por ley que no integró el comité del Sombrero de Bronce fue la vicepresidenta.

Stepak asintió.

—¿Tiene pensado que ella participe en el futuro próximo?

—No —dijo Breland, y se encogió de hombros—. Truman no fue informado sobre la bomba atómica hasta después de la muerte de Roosevelt. —Breland pudo ver la sorpresa en la expresión del secretario de Defensa, y agregó—: No es muy difícil para mí imaginar situaciones que terminan con un juicio contra mí por traición, ¿verdad?

—Ojalá pudiera decir que usted exagera los riesgos, señor Presidente.

—Será difícil que compren lo mío. Se me ocurren demasiados tipos en el Congreso que considerarían que mi decisión de que este descubrimiento desarme nuestras fuerzas armadas no es más que traición. Estoy seguro de cuál hubiera sido la decisión de Ben Twilly: destruir la investigación y hacer desaparecer a la gente de Terabyte —dijo con una sonrisa triste—. Y posiblemente se las arreglaría para reunir un grupo armado de ciudadanos con esas mismas ideas.

—Es probable.

—Pero si puedo mantener a Toni a un brazo de distancia, quizás ella podría sobrevivir a mi juicio. Y pienso que eso sería mejor para el país, en lugar de que todos se levanten un día y descubran que tienen un presidente por el que nadie votó. Intentemos evitar ese experimento particular en la democracia representativa.

—Colaboraré para eso, señor Presidente.

—Lo que me lleva a lo que decía antes —dijo Breland, poniéndose de pie y emergiendo de detrás de su escritorio—. ¿Qué formas puede tomar esa «resistencia» de los militares? ¿Piensa que hay alguna posibilidad de que el Comando Conjunto recurra a la acción directa?

—¿Contra usted?

—Contra mí, contra nosotros. Y por favor, quiero una respuesta honesta. Necesito más que una confirmación fácil de que eso no ocurrió nunca aquí.

—No es una confirmación fácil —dijo Stepak—. Estos hombres toman cada parte de sus juramentos con tanta seriedad como usted los suyos. No son como los niños que musitan su oración de fidelidad a la patria antes de comenzar las clases.

—Entiendo, pero eso no descarta la posibilidad de una diferencia fundamental de opinión. El juramento que realizan es por la Constitución y la presidencia, no por un presidente en particular. Tiene que haber un límite al tiempo que pasarán al margen sin hacer nada. Le pregunto cuan cerca piensa que estamos de ese punto.

—No importa dónde está esa línea, de qué lado está usted —dijo Stepak—. No es la función del Comando Conjunto removerlo a usted. Usted podrá no entenderlo, pero ellos sí. Usted habla con razón de la naturaleza humana, pero todo el objeto del entrenamiento de un soldado y de la lealtad es desafiar a la naturaleza humana. Es la única manera de lograr que los hombres corran hacia donde vienen las balas, cuando cualquier persona racional puede ver que lo sensato es correr para el lado contrario.

Breland lo miraba con expresión seria.

—Usted conoce a todos los actuales jefes personalmente, ¿verdad?

—Sí. A dos de ellos los considero amigos. Pero diría lo mismo si todos fueran extraños para mí —dijo Stepak con firmeza—. Señor Presidente, si usted tuviera que enfrentar un juicio y hubiera una turba furiosa acercándose con la intención de acelerar el proceso de removerlo de su puesto, cada uno de esos hombres se ubicarían con gusto y sin vacilar entre usted y esa turba, darían sus vidas si fuera necesario, para lograr que usted viva para ser sometido a juicio. No hubo golpe cuando Johnson y McNamara estropearon la Guerra de Vietnam, no hubo «noche de los generales» cuando Nixon mancilló su presidencia o cuando Clinton la vendió. No tiene nada que temer de ese flanco.

Breland se quedó desconcertado ante la seria pasión de las palabras de Stepak. Retrocedió un paso y se sentó en una esquina de su escritorio.

—Mis disculpas, general Stepak —dijo suavemente—. Por un momento confundí qué equipos usaban qué colores.

—No debe disculparse, señor Presidente. Mi trabajo es asegurarme de que usted no olvide nada importante. Ahora, para responder a su pregunta, usted no necesita la aprobación de ellos. Usted sólo necesita su obediencia, y la tendrá, sean cuales fueren sus órdenes. Usted es el comandante en jefe. Es responsabilidad de usted pensar las cosas bien, y la de ellos ejecutarlas. Además, la cadena de comando no pasa por los jefes de servicio, sino que va directamente de usted a los comandantes mayores, a través de mí. Así que aun si los jefes pensaran frustrar sus planes y desafiarlo (lo cual, repito, no va a ocurrir) tendrían que traspasar su autoridad para hacerlo.

»No, lo que usted puede esperar es una guerra de palabras —dijo Stepak—. Si piensan que está equivocado, discutirán con usted, y un ataque completo de los jefes de acuerdo no es poca cosa. Discutirán tan duramente y por tanto tiempo como usted se lo permita, y es una buena idea dejarlos, porque lo único que pueden hacer para herirlo de gravedad es renunciar.

—Continúe.

—Si usted les presenta una política que ellos piensan que está seriamente equivocada, y si usted les deja la sensación de que no está dispuesto a escucharlos o a defender su posición delante de ellos…

—Los dejaré en una posición donde la única opción que les dejará su conciencia será renunciar.

—Sí. Y la simple verdad es que si usted pierde de repente dos o tres personas del Comando Conjunto, el Congreso tomará nota y también toda la estructura de las fuerzas armadas. Usted no necesita eso. Esto va a ser lo bastante difícil con la completa colaboración de ellos. Técnicamente, usted no necesita el acuerdo de ellos, pero en la práctica usted necesita su experiencia, su visión y su liderazgo, todos comprometidos completamente.

—No basta con que salgan corriendo y tomen sus posiciones —dijo Breland—. Necesito que pongan sus cabezas en el juego y necesito que sean activos en él.

—Exactamente, señor. Y si puedo agregar una opinión personal…

—Por favor.

—Es su deber hacia el país dar al Comando la posibilidad de que lo persuada a usted de que usted se equivoca.

—¿Está diciendo que me equivoco?

Stepak levantó sus manos e hizo un gesto de profunda ambigüedad.

—Señor Presidente, no lo sé. La única manera en que puedo dormir últimamente es diciéndome una y otra vez que podría ser peor. Podría ser mi propia decisión. Quizás el lugar adecuado para el Gatillo sea en el fondo de un pozo de mil metros de profundidad, con quinientos metros de concreto sobre él. Simplemente no lo sé.

Con una sonrisa de soslayo, Breland admitió:

—También yo he estado con problemas para dormir.

—Sería inhumano si no los tuviera —dijo Stepak—. Aun después de una semana de hablar de esto, no puedo decir realmente que haya comprendido el alcance total de los cambios por venir si sigue adelante después de Sombrero de Bronce. Sólo sé una cosa: que la vida de todos se verá afectada. Y si sigue adelante, ninguna presidencia en este país habrá dejado el mando, y el mundo, con cambios tan profundos como usted. Simplemente desearía tener la sabiduría para saber si lo cambiaremos para mejor o para peor.

—Aunque no es ésa la opción que enfrentaremos —dijo Breland—. Podemos actuar, o podemos esperar a que otros actúen por nosotros. Una de esas alternativas nos deja la oportunidad de tratar de controlar los resultados. Y ésa no es una decisión difícil para mí, aun si el intento termina mal. No podemos desear que esto no existiera. ¿Y si algún físico chino se hubiera reunido con el primer ministro el mismo día que Brohier me vino a ver a mí? No avanzar sería una abdicación de la responsabilidad. —Una sonrisa distendida y reconfortante apareció en su rostro—. Para usar una de esas metáforas deportivas que a usted le gustan tanto, Roland, es una situación difícil, y quiero tener la pelota en mis manos.

La puerta oculta a las oficinas externas se abrió apenas para permitir que se asomara la cabeza de Nolby.

—¿Señor Presidente? Es la hora.

Breland miró por sobre su hombro el reloj detrás de su escritorio.

—Debo retirarme, general.

—Estoy con usted, señor Presidente —dijo Stepak, poniéndose de pie—. Y quiero que sepa que lo digo en serio.

—Lo sé.

Una vez que terminaron con la formalidad de pasar lista, el general Donald Madison, presidente del Comando Conjunto, indicó al secretario de registro que se retirara del salón.

Madison carraspeó, acercó su organizador personal desde el borde de la mesa de conferencias y dejó su lapicera junto a un sobre blanco grueso con sello de seguridad. Frente a cada hombre sentado había un sobre igual. Los sobres eran personalizados, estaban fechados y numerados. El que estaba a la derecha de Breland decía «Copia 1 de 8». El contenido había sido preparado por Stepak, bajo la estrecha supervisión de Breland y sujeto a su revisión personal.

—Esta reunión especial fue convocada por solicitud del Presidente —dijo Madison con su voz carraspeante—. La información que ha traído ha sido clasificada como Estrictamente Confidencial, y no se debe tomar nota ni guardar apuntes. Los materiales del informe serán recogidos al finalizar la reunión. —Miró a través de la enorme mesa de madera a Breland—. Señor Presidente, tiene la palabra.

—Gracias, general Madison —dijo Breland asintiendo con la cabeza—. Caballeros, estoy aquí no sólo para informarles, sino para consultarlos a ustedes. Me he enterado recientemente de que ahora existe un medio tecnológico para neutralizar la mayor parte de las armas convencionales. —Ése era un momento natural para hacer una pausa, pero Breland intentaba hacer una presentación desapasionada, no una dramática, y prosiguió—: Este descubrimiento fue hecho por científicos norteamericanos este verano. Construyeron un prototipo que funciona y llevaron a cabo una serie de pruebas preliminares. Esas pruebas confirmaron que el dispositivo, que denominamos «el Gatillo», hace detonar o destruye a la distancia explosivos y cargas basados en nitrato.

»Tras consultar al secretario de Defensa, ordené expandir los esfuerzos de investigación destinados a refinar el dispositivo Gatillo y a establecer los fundamentos teóricos de sus extraordinarios efectos. También ordené la producción inmediata de mil ejemplares de un diseño provisional Gatillo Mark I basado en el prototipo, que tiene un alcance efectivo, según se me ha informado, de “no menos de quinientos metros”.

»Cien de las unidades Mark I están reservadas para una ampliación del programa de pruebas, que será llevada a cabo por la Agencia de Proyectos Avanzados de Investigación de Defensa y el arsenal Redstone en colaboración con los tres servicios. He instruido al general Stepak para que se encargue de que cada arma y munición que actualmente está en inventario, convencional y nuclear, sea puesta a prueba para ver si es sensible al efecto Gatillo. No obstante, tengo que decirles que tenemos la expectativa de que todas las municiones convencionales serán sensibles.

»Ninguno de quienes se sabe que conocen acerca del Gatillo tiene acceso a información técnica detallada sobre el diseño de munición nuclear actual, así que su sensibilidad es menos cierta, aunque de acuerdo con los principios generales de diseños, se la considera probable. Con la ayuda de ustedes, podremos resolver esa cuestión antes del final de este informe.

»Juntas, estas tres operaciones (investigación, producción y pruebas) constituyen el Proyecto Sombrero de Bronce. Pero solamente se ocupan de la necesidad más inmediata de descubrir los límites y las capacidades de esta nueva tecnología. Hay muchas más cuestiones y desafíos que necesitamos enfrentar, muchos de los cuales son preguntas cruciales relacionadas con la seguridad nacional y las relaciones internacionales.

»Tenemos la suerte de tener la oportunidad de ocuparnos de estos problemas antes de vernos atacados por esta tecnología en un campo de batalla. Tenemos una oportunidad para volver a pensar nuestro concepto de campo de batalla y cambiar así nuestra táctica, nuestras combinaciones de armas y hasta la estructura de nuestras fuerzas armadas, a fin de que sigan siendo efectivas en el nuevo contexto de combate.

»Pero eso es sólo el comienzo. A la mañana siguiente a enterarme del Gatillo, me levanté con la certeza de que todo lo que sabía estaba equivocado. Este descubrimiento nos invita a desarrollar un nuevo concepto de “seguridad”, uno que no dependa de que tengamos más y mayores armas que el enemigo. Tenemos la oportunidad de reescribir la definición de “disuasión”, y de reconsiderar la necesidad de los medios tradicionales de proyección de la fuerza.

»Simplemente piense en lo siguiente, almirante Jacobs: un buque de carga con una unidad Gatillo a bordo estaría más seguro en una zona de guerra que el crucero más pesado o el portaaviones más ligero. En realidad, el buque de carga podría ser una amenaza mayor para el crucero que éste para el buque de carga.

»Simplemente piense en lo siguiente, general Moorman: tenemos frente a nosotros el medio de crear un concepto enteramente nuevo de frontera nacional. Con el Gatillo haciendo guardia, podemos crear fronteras abiertas en lugares donde éstas jamás han existido, como el Medio Oriente o el Lejano Oriente. Las fronteras abiertas sin miedo de un ataque. Porque el Gatillo puede darnos fronteras que un amigo puede cruzar en cualquier momento, pero que un enemigo no puede cruzar nunca.

»Más allá de todo eso, también veo una gran oportunidad que trasciende nuestras propias necesidades legítimas de proteger a nuestro pueblo y a nuestros aliados, una oportunidad de salvar veinte mil vidas por año, y de salvar cientos de miles más de una vida de sufrimiento.

»Porque pese a los tratados de 1997 y de 2008, hay aún más de cien millones de minas activas acechando en los suelos de Camboya, Kosovo, Afganistán, Bosnia, Chad, Ucrania… Ustedes conocen la lista tan bien como yo. Pese a la prohibición, hay aún más minas que se colocan en los suelos cada año que las que son quitadas. Y en Europa, en África central, en el sudeste asiático, las municiones sin explotar que están enterradas después de un siglo de guerras aún siguen filtrándose hasta aparecer en la superficie.

»Podemos poner fin a esa amenaza. Podemos detener la matanza de los inocentes. Sólo piense en esto, general Hawley: un escuadrón de helicópteros equipados con el Gatillo podría limpiar un área de cuatro mil metros cuadrados en minutos, y un país entero en unas pocas semanas. Ahora tenemos la capacidad de convertir nuevamente los campos de batalla en granjas, praderas y lugares de recreo, como eran antes de que los ejércitos aparecieran. Los hombres quizá no hayan aprendido aún cómo dejar de pelear entre sí, pero finalmente tenemos el medio de limpiar la suciedad que dejamos. Y beneficiaremos más a más gente, y a nuestro país si somos los porteros en lugar de los policías del mundo.

Pero pese a toda la pasión, la elocuencia y el serio entusiasmo de Breland, seguía siendo una audiencia fría y distante. Las exigencias de la cortesía y la disciplina esperada le aseguraban la atención total de ellos, pero absorbieron sus palabras sin reacciones externas. Breland no fue interrumpido ni una vez por esos jefes con cara de póquer, cuyos gestos, que denotaban atención, no le decían mucho más para continuar.

—He dicho lo suficiente para darles el contexto —dijo, reclinándose en su silla con brazos acolchados—. Por favor, abran los sobres con el informe. Hallarán un bosquejo de Sombrero de Bronce, un resumen de los resultados de las pruebas hasta la fecha, una síntesis de los temas y de las oportunidades y una lista preliminar de cuestiones concernientes al impacto en la defensa nacional. Si el presidente del Comando Conjunto no tiene objeciones, me gustaría invitarles a torrarse todo el tiempo que necesiten para examinar lo que hay ahí, y luego nos reuniremos y empezaremos el trabajo duro.

—No tengo objeciones —dijo el general Madison, y se oyó el sonido de los sellos de seguridad rotos y el crujido de Tyvek.

Breland asintió y se levantó, mirando los vasos y las jarras de agua helada en el extremo opuesto de la mesa. Su exposición lo había dejado con la boca seca, con el primer signo de la muy conocida voz áspera que tenía frecuentemente cuando se hallaba hablando mucho tiempo. Pero cuando se estaba alejando de la mesa, alguien carraspeó y dijo:

—Señor Presidente, yo no necesito más tiempo para saber lo que pienso de esto.

Breland se volvió hacia el general Hawley y vio que estaba en su asiento, tocando con un dedo el paquete con el informe.

—Muy bien. Adelante, general.

—Pienso que esto es una locura —dijo Hawley—. Usted obviamente ha decidido no sólo desarrollar esta arma, sino desplegarla, y no sólo desplegarla sino hacerlo de la manera más pública posible.

—Esa decisión no ha sido tomada aún —dijo Breland—. Pero no quiero engañarlo, general. Es claramente la opción que ofrece las mayores oportunidades de alterar la conducta potencial de un enemigo.

—Puedo decirle cuál es la conducta que se verá alterada primero —dijo Hawley—. Diez minutos después de que esta noticia llegue a Beijing, el primer ministro Denh ordenará desplegar todos los esfuerzos para comprar o robar los secretos del Gatillo. Todos los científicos que estén trabajando en Sombrero de Bronce van a tener que estar encerrados donde nadie pueda hallarlos. Cada una de esas unidades Mark I va a necesitar una guardia de veinticuatro horas conformada por la gente menos sobornable que podamos encontrar. Cada Gatillo que se saque del país necesitará un pelotón de infantes de marina para protegerlo. Y aun si hacemos todo correctamente, en diez años los chinos, los iraníes, los iraquíes, los paquistaníes y todos los que realmente quieran el Gatillo lo tendrán.

—Ése sería el resultado esperable, ¿no es cierto, general Stepak?

Stepak asintió con seriedad.

—No hay nada más transitorio que un secreto militar —dijo—. En mi opinión, cualquier escenario de despliegue lleva a una proliferación universal. La única variable es el tiempo.

En el extremo de la mesa, el general Moorman golpeteaba sobre las páginas del paquete del informe.

—¿La construcción de un Gatillo requiere materiales exóticos, o alguna tecnología excepcional? —intervino—. Quizá podamos demorar la tasa de proliferación controlando los medios de producción, como hicimos con las armas nucleares.

—Me temo que no —dijo Breland—. Una vez que conozcan los elementos básicos del diseño, cualquier país que pueda construir transmisores de alta energía de microondas puede construir gatillos. Lo que significa, esencialmente, toda nación industrializada. Y dado que no se trata de millones de dólares por ejemplar, es probable que aquéllos que no puedan construirlos los compren.

—Estoy más confundido que nunca, entonces —dijo Hawley, alejando el paquete de sí como si fuera algo desagradable—. Señor Presidente, no puedo entender cómo usted propone desmantelar la fuerza militar dominante del siglo XXI.

—¿Desmantelar? —preguntó el almirante Jacobs—. Un submarino equipado con este dispositivo sería prácticamente invulnerable. —Esa idea sonaba muy atractiva, a juzgar por el tono de voz del excomandante de un submarino de ataque rápido.

—Y completamente inútil, Mark. Tu Sawfish no podría llevar ni un arma en la cubierta.

—Pero… se trata de un efecto direccional, ¿no?

—No, señor —dijo Stepak—. El campo del Gatillo es omnidireccional.

—Seguramente existe alguna manera de proteger nuestros arsenales.

—No que nosotros sepamos —admitió Stepak—. Tenemos que hacer más pruebas, pero la evidencia disponible es que el campo penetra todos los materiales comunes. La limitación primaria del Gatillo parece ser el rango, lo cual es una cuestión de poder disponible.

—¿Lo ve, almirante? ¿Lo ve? —insistió Hawley.

—Bien, ¿qué debemos hacer, entonces? —explotó Jacobs, mirando a Breland.

—Les diré lo que se supone que deben hacer: desarmar toda la flota o suspenderla por largo tiempo —dijo Hawley—. Aún más, construir arietes. General Moorman, tendrá que rearmar todos sus tanques con bayonetas. General Brennan, usted haría bien en llamar a su Laboratorio de Guerra y solicitar una provisión de ballestas. Y yo podré enviar a todos, excepto a los escuadrones de reconocimiento, al cementerio de Davis-Montham.

Se volvió a Breland con una mirada furiosa, y prosiguió:

—Si empieza a construir esas cosas, señor Presidente, echará por la borda todo lo que hace fuerte a este país y mantiene a salvo a nuestro pueblo —dijo Hawley—. Tenemos una ventaja tecnológica en cada dimensión de las áreas de combate: aire, agua, tierra, bajo el mar y en el espacio. Gozamos de una absoluta superioridad numérica contra cada adversario posible excepto China. Y aun contra ellos podemos establecer absoluto predominio en el campo de batalla, hasta las puertas de su país, si es necesario. Si agrega esta tecnología a esta combinación, perderemos todo eso.

—Los chinos pueden reunir un ejército de diez millones, de cien millones y casi no se darán cuenta si los pierden —dijo Moorman—. ¿Qué haremos cuando crucen a Corea del Sur, o a Vietnam, o cuando tomen Vladivostok y Taiwán, y empiecen a mirar del otro lado del mar, a Japón?

—Caballeros, me parece que ésas son exactamente las preguntas que ustedes tendrán que ayudar a responder —dijo Breland inmutable.

El vicepresidente del Comando Conjunto, el general Heincer, habló por primera vez desde el inicio de la reunión.

—Tiene que haber otras opciones. Una estrategia intermedia, como el desarrollo rápido, pero sin despliegue. Esfuerzo absoluto en buscar armas alternativas, pero un esfuerzo máximo en retener y suprimir este descubrimiento.

Breland hizo un gesto de negativa, y dijo:

—A menos que alguien haya estado ocultando algo al Presidente nuevamente, no tenemos suficiente gente en China como para impedirles que descubran esto por sí mismos, o para saber siquiera si lo han descubierto ya.

—El Presidente tiene razón en ese punto —dijo el presidente del Comando Conjunto—. Seguimos casi a ocho mil agentes chinos en los Estados Unidos, y apenas tenemos doscientos agentes en China.

—Quizá sea el momento de empezar a nivelar las cosas —dijo el almirante Jacobs—. Hagámoslos marchar hasta el extremo del muelle de Santa Mónica, apuntémoslos hacia Beijing, y que tengan un lindo viaje a nado.

—Y cuando Beijing responda expulsando a todos los hombres de negocios norteamericanos…

—Por mí, no hay inconveniente —gruñó el general Moorman—. Tal como están las cosas, apenas se puede comprar algo por menos de cien dólares que no esté hecho en China. Ellos fabrican nuestros juguetes, nuestras ropas, nuestras herramientas… El mes pasado mi esposa halló inclusive una bandera norteamericana, una de esas banderitas de escritorio, hecha en China. Y eso fue en el Intercambio de Bases. No podía creerlo.

—Créalo, y alégrese. Eso es parte de la respuesta al desafío del general Hawley —dijo Breland—. Somos el mayor socio comercial de China. Y Japón es el segundo. Somos más valiosos como clientes que como conquistas.

—Eso no ayudará mucho a Vladivostok —dijo Jacobs—. Ni a Taiwán. Diablos, ellos toman Taiwán y nosotros solamente tenemos que comprar más productos de ellos.

—Usted no está considerando lo más importante —dijo Breland—. A la larga, no importa si las fábricas chinas están llenas de niños pagados con salarios de esclavos. A la larga, no importa si el círculo del poder está lleno de expansionistas furiosos. El verdadero significado de todos esos millones de dólares que enviamos a China es que ahora hay voces poderosas dentro de China con un fuerte interés en mantenerse en buenos términos con nosotros.

Jacobs respondió con un bufido despectivo.

—Lo único que hemos hecho es pagar la construcción de sus fuerzas armadas.

—Lo que es tan inteligente como pagar el abogado de divorcio de tu mujer —dijo el general Brennan, y estalló en una carcajada que quitó algo de la tensión del ambiente.

Mientras escuchaba, Breland había vuelto a sentarse en una postura deliberadamente relajada.

—Caballeros, respeto la dedicación y experiencia que ustedes traen a la gran responsabilidad de garantizar la seguridad de nuestro país —dijo—. Es su deber ofrecer la visión más oscura posible de nuestros adversarios, la interpretación más cínica de sus actos y la visión más escéptica de sus palabras.

»No obstante, es mi deber contrapesar el peor escenario posible con el mejor, en búsqueda del más probable. No fortificamos nuestra frontera norte por la posibilidad de que algún primer ministro canadiense decida que quiere un puerto en el lago Michigan. No revisamos todos los baúles de los autos ni sus heladeras ni las cajas de sombreros que pasan por el Puente de la Amistad, buscando terroristas canadienses con armas nucleares en un maletín.

»Ahora bien, China no es Canadá. Ellos siguen construyendo misiles intercontinentales balísticos de largo alcance. Siguen haciendo copias de los cruceros para misiles soviéticos y los arman con misiles Silkworm. Siguen actualizando su fuerza aérea con copias baratas de aviones Su-27 y MiG-31. Siguen espiándonos a nosotros y a nuestros amigos. Mantienen a seis millones de hombres uniformados. En resumen, siguen actuando como si esperaran tener una gresca con alguien muy similar a nosotros.

»La pregunta es si ellos esperan empezar esa gresca.

—¿A qué se refiere? —preguntó Moorman.

—Existe una contraparte de cada uno de ustedes en China. ¿Qué le dicen al primer ministro acerca de nosotros? —preguntó Breland—. Cuando ven a los Estados Unidos, con nuestra superioridad tecnológica, nuestro absoluto dominio en el campo de batalla, nuestros aliados a dos pasos de ellos, nuestros misiles supersilenciosos que nosotros juramos que no están acechando en el fondo de la Fosa de Kuril y en la de Bering, nuestros aviones supersónicos que les aseguramos que no son bombarderos, quizás empiezan a sentirse un poco incómodos, o un poco inseguros de nuestras intenciones. Es muy posible que miren con buenos ojos la posibilidad de dejar de gastar el doce por ciento del producto nacional bruto en armas y bombas.

El Presidente se inclinó hacia adelante y apoyó sus manos sobre la mesa.

—Sin ofender, señor Presidente, espero que usted no nos esté diciendo que pertenece a esa escuela de internacionalistas confundidos que creen que la gente es igual en todas partes, y que todos los conflictos son el resultado de los malentendidos.

—No me ofendo, general —dijo Breland—. Espero que usted no me esté diciendo que pertenece a ese club de adictos a la testosterona que están tan enamorados de los juguetes rápidos y las matracas que no pueden pensar en abandonarlos.

—Ahora, un momento… —empezó Jacobs.

—Aún no he terminado, general —dijo Breland con tono cortante—. El hecho es que hemos tenido mucho éxito jugando bajo las reglas del siglo XX. Pero si seguimos luchando la última guerra que pasó, vamos a encontrarnos vestidos de rojo y marchando por los prados mientras nuestro enemigo nos abate desde atrás de un árbol. ¿Hay alguien aquí que quiera pelear una versión del siglo XXI de la batalla de Nueva Orleans, pero en el papel de los ingleses?

»Caballeros, las reglas del juego están cambiando. Ya han cambiado, en realidad. No tienen que gustarles, pero todos tenemos que enfrentar esta situación. Sé que será una transición dolorosa, pero quiero creer que si aplicamos toda la experiencia, la dedicación y el talento que podamos convocar, podemos triunfar también bajo las nuevas reglas.

»Pero tenemos que ser inteligentes, y tenemos que ser flexibles. Tenemos que poder romper nuestras propias tendencias y tenemos que estar ansiosos de redefinir el éxito. Puede no significar superioridad tecnológica o absoluto dominio en el campo de batalla. Podría significar abandonar la capacidad de iniciar una guerra a cambio de la capacidad de impedir una. Podría significar cien pequeñas victorias de las que nadie se entera en lugar de una grande que queda escrita por cien años. Podría significar una nueva clase de conflicto y una nueva clase de paz. Y si somos muy inteligentes, y tenemos algo de suerte, podría significar simplemente un planeta más seguro y más sensato para todos nosotros.

»Eso es simplemente lo que espero de ustedes, caballeros —dijo Breland, mirando a los ojos a cada jefe en orden con su mirada inquisitiva—. Espero que hallen el sendero que nos lleve hasta allí. Espero que ustedes encuentren la manera de mantenernos lo más protegidos posible durante el viaje. Espero que estén a la altura del desafío de la tarea más difícil que cualquier presidente haya tenido, y de la oportunidad más tentadora que el destino haya ofrecido a nuestro país.

»No, no olvidaremos que tenemos enemigos reales, que la codicia, la crueldad y el odio mantienen vivo el mal en el corazón humano. Pero tampoco olvidaremos que nunca ha habido una guerra que haya dejado mejor el mundo, y que aun las “buenas” guerras se cobran un precio terrible en sangre y en oro, en años perdidos y en vidas despilfarradas. Si puede haber otra manera, una manera mejor, seamos nosotros los encargados de descubrirla. Ahora, ustedes podrán llamar a eso idealismo confundido si quieren, pero yo lo llamo obstinada compasión humana. Y si no pueden ubicar una reserva de donde sacar algo de eso, entonces ya han olvidado por qué queríamos las armas en primer lugar.

»Ahora, ¿alguna otra pregunta? ¿General Hawley? ¿General Moorman? —Miró uno por uno los rostros, buscando al hombre detrás de las insignias, la humanidad detrás del deber.

—No una pregunta, sino un comentario —dijo el general Brennan finalmente—. Durante años, el Laboratorio de Combate ha buscado muchas armas alternativas para las Fuerzas Especiales: armas de aire comprimido, armas arrojadizas, aguijones de shock, varios dispositivos de artes marciales y demás. Esos archivos, creo que valdría la pena volver a verlos ahora.

Breland asintió y dijo:

—Lo consideraremos en la lista de cosas a hacer.

—Tengo una pregunta —dijo el general Madison.

Breland hizo girar su silla hacia la cabecera de la mesa.

—Adelante.

El presidente del Comando hizo tamborilear los dedos sobre la mesa durante un largo momento antes de responder.

—En cuanto a esos otros novecientos Gatillos, ¿qué planes tiene para ellos?

—Bien —dijo Breland—. Confieso que la idea de poner uno en cada escuela secundaria de Los Ángeles durante un mes me parece muy atractiva. —Luego se encogió de hombros—. Pero, en realidad, esas decisiones están esperando las sugerencias de todos ustedes.

—Entonces yo tengo algunas ideas al respecto, señor Presidente —dijo Madison—. Algunas ubicaciones que quisiera proponer que reciban prioridad.

Breland se reclinó en su asiento y pudo recibir una mirada de reojo de Stepak que significaba «Creo que pasó lo peor».

—Adelante, general. Es un buen punto para empezar, como cualquier otro.