Filadelfia. Una disputa familiar sobre el menú de la cena se convirtió en una escena de violencia doméstica y terminó en un tiroteo mortal en un suburbio del sur el viernes por la noche. Docenas de personas vieron cómo Malia Jackson, de 24 años, huyó de su casa en la calle Cuatro llorando y luego abrió fuego contra su novio, Raymar Rollins, cuando él la siguió. «Esa chica no tenía otra alternativa», afirmó indignado un vecino cuando la policía detuvo a Jackson. «Su novio le pegaba todos los fines de semana. Era un mal tipo».
Historia completa - Líneas de emergencia de violencia familiar - ¿Asesinato o defensa propia? Una encuesta de Newsline.
El teléfono despertó tanto a Leigh Thayer como a Gordon Greene de un profundo sueño, como era esperable en esas circunstancias. La llamada fue anunciada por la alarma especial de alta frecuencia por el código de emergencia, que pasaba por encima de todas las instrucciones que Lee había dado para filtrar y derivar las llamadas personales.
Sólo tres personas tenían el código de emergencia de Lee: su hermana Joy y su medio hermana Bárbara, y su padre. Solamente su padre lo había utilizado, para contarle que su madre había sufrido un ataque al corazón. El sonido chillón y estridente resonó a través de la oscuridad del dormitorio improvisado anunciando noticias igualmente calamitosas. Las manos de Lee temblaban cuando manoteó el teléfono plegable. Los pequeñas letras amarillas en la pantalla le indicaron que la llamada era de Bárbara.
—¿Hola? ¿Bárbara?
Las palabras que escuchó quedaron tapadas por un lamento de dolor interrumpido por un sollozo.
—Bárbara, ¿qué ocurre? ¿Qué pasa? Háblame, amor…
Gordon había encendido un velador y estaba sentado en el sofá. No dijo nada, pero su mirada y su expresión delataban su preocupación.
Los sollozos de Bárbara nuevamente taparon sus palabras. Lee apenas pudo entender «Elise» y «ventana», pero el resto no decía nada más que la profundidad del miedo de su hermana, de su shock y su terror.
—No puedo entender tus palabras, amor. Trata de tranquilizarte. Respira hondo, y suelta el aire lentamente. Eso es. Tú puedes. Tranquilízate. Tranquila. Respira. Acuérdate de respirar. Ahora dime lo que le ocurrió a Elise. ¿Está herida?
—Está… está… —Su voz luchaba por no estallar en llanto nuevamente—. No. No. No está herida. No está herida.
—Eso está bien. ¿Toni está bien?
—Sí, sí, Toni está bien.
—¿Y tú no estás herida?
—No, nadie está herido. Pero pasó tan cerca…
—¿Estás en tu casa?
—Sí. Sí. Los chicos ya están dormidos por fin. Los mudé al sótano. Lee, pensaba que se había acabado. Pensaba que ya habíamos terminado con esto. Pero está ocurriendo otra vez. Casi la mataron, Lee, casi mataron a mi Elise. —Estas palabras pusieron a prueba el control que Bárbara tenía sobre sus emociones, pero ella siguió luchando contra los sollozos que la hacían estremecerse—. Ella estaba sentada en el sofá mirando televisión. La bala pasó a quince centímetros de su cabeza. Quince centímetros…
—¿Quién le disparó?
—Esos malditos Reyes Blancos —dijo Bárbara con furia.
—¿Las bandas están detrás de Toni otra vez?
La furia se disolvió en desesperación.
—¿Qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer?
—Cuéntame todo lo que ha ocurrido.
Lee ordenó trabajosamente la historia. Sabía que menos de dos años antes, Toni, quien tenía catorce años entonces, había sido reclutado por una banda liderada por iraníes llamada Las Cimitarras, que controlaba el tráfico de drogas en la escuela de Toni. Cuando se negó a participar, dispararon a las ventanas del auto de diez años de Bárbara cuando éste estaba estacionado en el camino de entrada. Afortunadamente, se había logrado evitar otros enfrentamientos gracias a una unidad antidrogas dedicada a «limpiar las calles», y que había enviado a la cárcel a la mayor parte de los Cimitarras.
Pero una nueva banda que se llamaba los Reyes Blancos había tomado forma en el vecindario últimamente. Los Reyes Blancos se presentaban como protectores de la mayoría caucásica contra los del Medio Oriente y los negros que predominaban en muchos vecindarios cercanos. Todos asistían a la misma escuela secundaria que Toni, quien estaba en su penúltimo año. Los Reyes Blancos trataron de imponerse y se hicieron respetar por medio de golpizas y peleas.
Y otra vez se acercaron a Toni para que se uniera a ellos, y otra vez él se negó. Y otra vez le advirtieron que la negativa era considerada traición y que no sería tolerada. Como antes, la advertencia llegó con disparos. En este caso, dispararon una sola bala por la ventana de la sala una hora después de cenar, que se enterró en la pared sobre el sofá. Elise, de sólo nueve años, quedó aterrorizada y bañada en polvo de yeso, mientras el chillido de los neumáticos en el pavimento indicaba la retirada del tirador.
—¿Llamaste a la policía?
—Llamé a la policía —respondió con una risa amarga—. Media hora después volví a llamar. Finalmente llegaron una hora más tarde, y trataron el asunto como una broma.
—¿Una broma? ¿Qué quieres decir?
—Aparentemente, si no estás vendiendo drogas o derramando sangre, a nuestra policía no le interesa. Uno de ellos dijo «Bien, no hubo daños, ¿verdad?» Me sugirió que pusiera persianas más pesadas en las ventanas del frente y las mantuviera bajas.
—¿No van a perseguir a la banda?
—No van a hacer nada. Oh, no querían admitirlo en mi cara, pero era como si me dieran una palmadita y me dijeran «Bueno, ya está». Tampoco Tony ayudó mucho.
—Déjame adivinar. No les dio los nombres.
—Dijo a la policía que no sabía quién se le había acercado, dijo que no los reconocería, que no había visto el auto. Oh, Lee, por Dios, ésa es la parte más pavorosa. Conoce a estos chicos desde hace años. Algunos estaban en su liga de básquet de la iglesia. ¿Qué voy a hacer? ¿Tengo que decirle a Tony que siga y que se una a ellos, que use su gorra blanca y salga a golpear a negros y amarillos? ¿Tengo que esperar que ellos vuelvan y nos maten?
—No. Ninguna de las dos cosas —dijo Lee—. Esto es lo que vas a hacer. Lo primero que harás en la mañana es poner a Tony y a Elise en el auto y te vendrás acá. Puedes quedarte en mi departamento, yo no lo estoy usando y tendrás mucho espacio ahí.
—No puedo hacer eso —sollozó Bárbara—. Los chicos tienen que ir a la escuela.
—¿Qué es más importante? ¿Su salud o su registro de asistencia?
—Perderé mi trabajo. No tengo más días personales por dos meses. Además, ¿qué sentido tiene? Oh, Lee, es muy generoso de tu parte, pero no resuelve el problema. Los Reyes Blancos seguirán aquí cuando volvamos, y la policía aún será incapaz de protegernos.
—¿Quién dijo volver? Pondremos la casa en venta, e iremos en unos días a limpiarla. No, mejor aun, yo contrataré a alguien para que lo haga. No tienes que pasar un minuto más ahí.
—Esta casa es todo lo que tengo —dijo Bárbara casi en un gemido—. Aunque creo que debo más por ella que lo que vale. No puedo venderla. No tengo recursos para comprar una casa en Columbus.
—Tienes para comprar una en Plain City, o en West Jefferson, en Johnstown, en Carroll. Y hay muchas ciudades pequeñas por aquí, de precios muy razonables. Y yo te ayudaré. Nunca pude entender por qué te quedaste en esa casa cuando Jonás te abandonó.
Bárbara empezó a lloriquear de nuevo.
—Nunca lo entenderás. Mis dos hijos fueron concebidos aquí, nacieron aquí y dieron sus primeros pasos aquí. No puedes tirar todo eso a la basura tan fácilmente.
—Oh, Beebee, madura de una vez —le espetó Lee, ya sin paciencia—. ¿Quieres agregar «mis dos hijos fueron asesinados aquí» a esa lista? Entonces podrías transformarlo en un maldito templo.
—No me merezco esto —dijo Bárbara con voz quejumbrosa—. No deberías hablarme así. Te llamé para pedirte ayuda, Lee.
—¿Por qué no la aceptas cuando se te ofrece, entonces? Haz las valijas, junta a tus niños y ven a empezar de nuevo aquí. Vamos, Bárbara, enfrenta las cosas. No hay nada allí que valga la pena, y eso incluye tu trabajo.
—Lamento que mi vida no llegue a cumplir con tus parámetros —dijo Bárbara con un tono de voz súbitamente frío—. No me respetas en lo más mínimo, ¿verdad? Mi trabajo, mi casa, mis sentimientos, nuestros amigos…
Lee no se dio cuenta de que se había puesto de pie y caminaba por el cuarto apenas iluminado.
—¿Acaso alguna de esas cosas valen la vida de Tony? ¿La vida de Elise? ¿Tu vida? ¿Quieres que Tony tenga su propia arma y trate de resolver tus problemas? Quince centímetros, Beebee. Quince centímetros es todo lo que separa una segunda oportunidad de un funeral.
Su hermana rompió en llanto nuevamente.
—Es demasiado. Es simplemente demasiado. No puedo hacerlo, Lee.
—No tienes que hacerlo sola.
El llanto se volvió más hondo y empezó a robarle sus palabras otra vez.
—¿Cómo podría decírselo a ellos? Sería admitir que toda mi vida es un fracaso. ¿Cómo puedo huir después de dieciséis años? ¿Qué clase de ejemplo es ése? ¿Cómo puedo decirle a Tony que eso es lo que hay que hacer?
—Porque a veces eso es lo que hay que hacer. Te lo ruego, todas esas cosas que estás pensando son solamente el orgullo que se interpone en tu camino. Sé práctica, por una vez en tu vida. No puedes proteger a tus hijos ahí, y la policía tampoco lo hará. No hagas que Tony piense que él tiene que hacerlo por ti. Por favor, ven a Columbus. Ven mañana. Ven esta noche, por favor.
—No lo sé —dijo Bárbara con un susurro—. No lo sé. Tengo que pensarlo. Te llamaré.
—Beebee…
La comunicación se cortó. Exasperada, Lee arrojó el teléfono sobre su cama y miró a Greene.
—Me pone tan furiosa —explicó, y todo su cuerpo estaba tenso y crispado.
Gordon asintió en silencio.
—Cuéntame la mitad que no escuché. Quiero estar seguro de tener el panorama completo.
Pasó media hora antes de que Lee pudiera hablar con él.
Durante los primeros minutos, no podía sosegarse, y caminó por el cuarto, abrió la pequeña heladera sin encontrar nada que sentara a su ansiedad, fue al salón de las mujeres, que estaba al lado, y se frotó la cara hasta quedar colorada, se cepilló el cabello de una manera que Gordon no pudo dejar de pensar que era muy doloroso. Finalmente dejó el cepillo y levantó el teléfono.
—Agente personal —dijo—. Búsqueda: Cleveland Heights, Ohio. Policía. Emergencias. Conectar.
Siguió una clase breve y brutal sobre la naturaleza de la función de la policía y las limitaciones de su poder. Gordon observó en el rostro de Lee la sorpresa, la indignación, incredulidad y finalmente la desesperación.
Sí, la policía estaba al tanto de la actividad de las bandas en Cleveland Heights. Sí, las patrullas de la calle estaban al tanto del incidente del disparo en la casa de Bárbara. No, no podían prometer protección, ya que la policía investiga crímenes, no provee guardaespaldas. No, los detectives no estaban investigando activamente el incidente. En promedio, había por lo menos una docena de denuncias de tiroteos. Sí, en un mundo ideal, pero no, éste no lo era, y apenas había tiempo para investigar los tiroteos que provocan heridos o muertos.
Después de esa serie de conversaciones Lee todavía parecía a la vez inaccesible e inconsolable. Se quedó abrazándose cerca de la puerta, con la cabeza gacha y los ojos que miraban fijo el suelo con la mirada atenta pero sin ver nada. Gordon tuvo la clara impresión de que si hubiera intentando consolarla con un abrazo, Lee lo hubiera rechazado.
Entonces volvió a tomar el teléfono, y llamó esta vez a su hermana más joven, Joy, en Bakersfield, California. Bárbara aparentemente no había llamado a Joy, y de ese modo Gordon recibió la mayor parte de la información que necesitaba, mientras ella ponía a su hermana al tanto de todo. Las dos hermanas se lamentaron de la tendencia constante de su hermana de paralizarse en las crisis, y eso pareció quitar algo de la tensión del rostro de Lee.
—Exactamente, es eso —dijo Lee en respuesta a alguna observación de Joy—. Como si no tuviera instintos de supervivencia. Es la ardilla que se queda sentada en la mitad de la ruta mirando las luces del camión que avanza, en lugar de salir corriendo a la banquina. ¿Cómo? No, ni siquiera creo que espere ser rescatada. Está completamente abrumada.
Pero Joy no tenía ningún consejo que ofrecer, ninguna solución a su dilema. Las hermanas acordaron en que no tenía sentido incluir a su padre, que estaba completamente ocupado cuidando a mamá, y de todos modos estaba en Florida, a mil seiscientos kilómetros. Con ese precedente, rápidamente quedó claro que la única ayuda que Joy podía ofrecer era compasión y una llamada a Bárbara por la mañana para tratar de que aceptara el ofrecimiento de Lee.
Cuando colgó el teléfono, la coraza de ira de Lee había desaparecido y había sido reemplazada por la mirada perdida de alguien que sólo entonces se da cuenta de que la caballería no vendrá. Intentó una última llamada a Bárbara, pero sonó unas diez veces sin respuesta. Dejó un mensaje en el receptor de mensajes en red, pero apenas había vida en su voz:
—Barbara, soy Lee. Llámame por favor —dijo en el mensaje.
Luego se sentó en el borde de la cama, colgó el teléfono y lo puso aparte.
—Quizás eso significa que está en el auto, camino acá.
—No —dijo Lee—. Bárbara no es capaz de salir por la puerta y ocuparse de los detalles cuando llegue. Nunca se irá de su casa sin hablar antes conmigo para confirmar que yo la voy a ir a buscar, para fijar una hora, darle la dirección, decirle si debe traer almohadas, y ese tipo de cosas.
—Entonces piensas que…
—No puedo pensar eso. Lo que hizo probablemente es apagar su teléfono, de modo que los chicos duerman. Necesitan dormir bien, después de todo, si van a levantarse temprano para ir a la escuela. —Lee movió la cabeza—. La amo con todo el corazón, pero a veces me gustaría darle una bofetada de sensatez.
—Pero primero está el pequeño asunto de quitar a la ardilla de la calle —dijo Gordon.
—Tengo que ir allá —dijo Lee con un suspiro de resignación—. Tengo que despertarla de alguna manera. No puedo dejar que ponga en peligro a esos niños otra vez.
—Muy bien. Entonces mejor dejemos de hablar y pongámonos a trabajar.
—¿Qué? ¿Qué estás pensando?
—No sé por qué tú no lo estás pensando también —dijo Gordon—. Estos matones van a querer saber si el mensaje fue recibido. Si mañana por la mañana Tony les dice que se metan en sus propios asuntos, volverán mañana por la noche. Y los estaremos esperando.
—Es una locura, Gordie.
—No, no lo es. Podemos tener a Bebé Dos listo para moverse para el mediodía. Sólo necesito armar el colimador que estuve repasando en mi mente la última semana. Mientras tanto, tú puedes conectar rápidamente un par de controles desprolijos para la cabina del camión. Podemos llegar ahí cuando los niños se bajen del ómnibus de la escuela.
—El jefe nunca estará de acuerdo.
—Razón de más para no preguntarle.
—¿Qué? ¿Piensas que podemos lograrlo?
—Sí.
—Nos dispararán. Y luego Brohier nos despedirá. Y luego sus amigos en la oficina del alguacil enviarán nuestros cadáveres a la cárcel, de yapa.
—Empiezas a sonar como tu hermana, sabes —dijo Gordon con tranquilidad—. ¿Por qué buscas razones para no intentarlo?
Sus ojos se abrieron de la sorpresa. El golpe había dado en el blanco.
—¿Acaso piensas que no quiero ayudarla? Nos detendrán en la puerta, Gordie.
—No, no lo harán —dijo él—. Ya he sacado el camión de aquí tres veces, dos de ellas con Bebé Dos adentro, y la última vez con el remolque del generador.
—¿Por qué?
—Me preocupaba la capacidad de desplazamiento del sistema. Tenía que saber que llevarlo por un paso a nivel no lo inutilizaría.
Lee lo miró azorada.
—¿No estás un poco fuera del programa? Gordie, ¿has planeado robarlo?
—He hecho mi trabajo, eso es todo —dijo, encogiéndose de hombros—. Para asegurarme de que estamos listos para las sorpresas. He intentado protegernos. Por eso lo he llevado todas las noches también. Un poquito de seguridad extra.
—¿Qué? ¿Cómo?
—Controlando el tiempo y el agente. No te sorprendas, tienes que ser mucho más paranoica que lo que quieres ser para haberme descubierto —dijo con una risita—. Aunque casi me sorprendiste el martes cuando te levantaste temprano.
—Hijo de… Pensé que hacía muchísimo calor esa mañana. Hasta miré los controles de temperatura para ver si funcionaban.
—Lo enchufé al generador del remolque esa noche. Los controles de temperatura no pueden mantenerse, realmente —dijo con una sonrisa conspirativa—. Entonces, ¿vamos a hacer lo que hay que hacer, o lo seguro?
—Explícame algo primero. ¿Por qué quieres arriesgarte? Es mi hermana, mi sobrina y mi sobrino, pero tú ni siquiera los conoces. ¿Cuál es tu parte en esto?
Greene se mordió los labios, y respondió:
—Ella te importa a ti, y eso es suficiente para mí. Yo no sumo las cosas como los demás, Lee.
—¿Eso es lo que le dirás al jefe cuando volvamos?
—Le diré que llevamos el sistema afuera para una prueba de campo en el mundo real. Y si proteger a tu hermana y a sus hijos no le parece una razón lo suficientemente buena a él o al doctor Brohier, entonces sabré que ellos no son la clase de gente con la que quiero trabajar, de todas maneras.
—Entonces, ¿por qué no preguntarles?
—Porque nos toparíamos con paredes de preocupaciones, y no tenemos el tiempo suficiente como para derribarlas. Cuando estemos de vuelta y a salvo, no pueden decir «Sí, pero qué pasaría si…» —dijo con una sonrisa—. Que es la razón por la cual es más fácil obtener perdón que permiso.
Lee movió la cabeza.
—Quizá cuando yo esté ahí pueda convencerla de que se mude aquí.
—¿Alguna vez lo has hecho?
—¿Qué cosa?
—¿Alguna vez has intentado convencerla de hacer lo más razonable cuando ella parecía empeñada en hacer lo que le era familiar, o lo que era esperable? ¿Cuántas veces la ha atropellado un auto? ¿Cuántas veces has podido quitarla del camino?
—Nunca he podido hacerlo —dijo ella con tristeza—. El auto la atropella siempre.
—Entonces, ¿por qué estamos aquí hablando tonterías? —Se puso de pie—. Tenemos mucho por hacer.
Como Gordon había predicho, fue apenas unos minutos después del mediodía cuando él y Lee se subieron a la cabina del camión blanco sin patente. Detrás, en el flete, estaba la unidad Gatillo, sobre una capa de espuma y asegurada a los sujetadores con unas cintas anchas. Detrás del camión, y unido con un enganche, estaba el remolque naranja brillante del generador.
Gordon colocó sus manos suavemente sobre el volante, y miró de lado a Lee.
—¿Lista?
Ella asintió, no completamente convencida, pero de todas maneras Gordon buscó la llave de encendido. El gran motor del camión gimió, tosió y volvió a la vida.
—Intenta no parecer tan culpable —dijo, y puso el camión en marcha.
No hubo problemas en la entrada interna. Tim Bartel estaba en la caseta, y los saludó con la mano después de registrar el número negro marcado en un lado del camión. Los guardias de la entrada de la calle no eran conocidos, pero no mostraron especial curiosidad cuando dejaron salir a los dos investigadores y permitieron que el vehículo pasara por las barricadas dobles.
—Te dije —dijo Gordon mientras dirigía el camión hacia la avenida Shanahan. Pero la expresión del rostro de Lee no mostraba signos de alivio.
—¿Qué pasa? —preguntó él.
—Estoy pensando en Eric. Aún está en el hospital, ¿verdad?
—Es lo último que supe de él. Las quemaduras como esas tardan mucho tiempo en curarse.
Lee miró a la ventana.
—No sé si yo podría hacerle eso a alguien… a propósito.
Él se estiró y le estrechó la mano.
—No tienes que hacerlo —dijo Gordon—. Sé cómo te sientes acerca de ese tipo de enfrentamiento. Todo lo que tienes que hacer es llevar a tu hermana y a sus hijos a un motel. Convéncela de que necesita dejar que las cosas se enfríen por unos días. Sólo mantenía alejada de la casa. Tal como hemos pensado las cosas, yo puedo hacer el resto.
—¿Y estás conforme con eso? —preguntó ella volviéndose hacia él.
—Sí. —Retiró la mano y giró en dirección sur hacia la autopista—. Lee, esos matones impusieron las reglas del juego cuando tomaron un arma y la apuntaron contra tu familia. No voy a perder el sueño si eso se les vuelve en contra a ellos. ¿Vamos a herirlos? ¿Quizá matar a uno de ellos? Maldición, espero que sí. ¿Estás tú conforme con eso?
—Parecería que no puedo admitir abandonarme a sentimientos como ésos —dijo ella suavemente—. Lo que no significa que no los tengo.
—Yo estaría más preocupado si no me sintiera de esta manera —dijo Gordon—. Cualquiera que aterroriza a una niña de nueve años o agita un arma frente a un muchacho, o lleva este tipo de miedo a una familia que no se inmiscuye en la vida de los demás, merece sufrir las consecuencias. ¿O no? Todo el mundo de Bárbara está siendo atacado.
—Sí.
—Entonces no seamos tímidos acerca de esto. Esta cosa que llevamos en el camión es un arma, y estamos yendo hacia allí para devolverles el golpe. —Su voz se suavizó—. Pero lo haré sólo si quieres. No tienes que estar ahí. Aún puedo dejarte aquí.
—No —dijo Lee—. Sigue manejando, pero deja de hablar. Quiero seguir engañándome un par de horas más. Quiero mantener mis ilusiones sólo un poquito más.
Gordon y Lee empezaron a hablar de nuevo cuando estaban al norte de Brunswick. Para cuando llegaron a la salida para la ruta U. S. 20 y a Cleveland Heights, ya tenían un plan. El punto central era la decisión de ocultar a Bárbara la razón real por la que estaban allí, y darle de esa manera una coartada que la protegiera de cualquier consecuencia de sus actos.
Estacionaron a la vista de la clínica para trastornos alimentarios donde Bárbara trabajaba como empleada de registros y reclamos, y Lee la llamó desde ahí.
—Con Bárbara Thayer-Cummins, por favor —dijo, mirando de lado a Gordon con una mirada que significaba «Acá vamos a través del Rubicón»—. Barb, habla Lee. Escucha, me vine hacia el norte con un amigo, y estoy a unos pocos minutos. No, sólo quiero hacer lo que pueda para ayudarte. ¿Hasta qué hora trabajas hoy? ¿Hasta las seis? Bien, ¿a dónde van los chicos después de la escuela? Margie está justo enfrente, ¿no? Eso es terriblemente cerca, si ellos vuelven.
»No, realmente no es justo, aunque Margie fue muy valiente en ofrecerte ayuda. Es más que una buena vecina. Escucha, tengo una habitación en un motel en Mayfield Heights que se llama Budgetel, justo saliendo de la autopista 291. ¿Puedes escaparte del trabajo un rato, de modo de buscar a los chicos y llevarlos al motel? Yo los cuidaré hasta que tú salgas de trabajar, y luego podemos cenar y pensar qué podemos hacer. No, aún no sé mi número de habitación. Pero estaré allí antes que tú. Bien. Yo también te quiero.
Un minuto después, vieron que una mujer salía de la clínica, miraba a su alrededor con nerviosismo y luego corría hacia un sedán celeste muy viajado. «Un Saturn del año 2 o 3», pensó Gordon.
—¿Es ella?
—Es ella —dijo Lee, y movió su mano izquierda hacia la caja de control de tipo industrial que estaba en el asiento entre ella y Gordon. Había sólo tres controles en la caja: un botón para encender el generador, un reóstato para activar a Bebé Dos y una perilla móvil para apuntar la nueva cabeza del colimador hacia un blanco.
El sedán de Bárbara se dirigió hacia el sur, y ellos la siguieron. Debido a la altura de la cabina del camión Gordon podía ver un poco más lejos, y seguirla a la distancia. En ese momento fue cuando Gordon se preocupó más, dado que la familia estaba aún en la calle, y él no tenía idea de dónde estaban los Reyes Blancos, o si serían lo suficientemente osados como para atacar de día. Cada vehículo que se acercaba al Saturn era una amenaza potencial, y el margen para reconocer y responder a un peligro real parecía completamente inadecuado. Durante todo ese breve camino, Gordon estuvo muy tentado de activar el Gatillo preventivamente. Sólo la casi completa certeza de que hacer eso dejaría una fila de caos y de inocentes heridos lo detuvo.
En lugar de eso, llevó el camión al carril exterior y se colocó en el punto en el que el Saturn no podía verlo, sin permitir pasar a ningún otro vehículo, y así tuvo una clara visión de cualquier auto que pudiera ubicarse detrás o al lado de su hermana. Cuando Bárbara salió del bulevar y entró en una calle de un carril y de una sola dirección, Gordon la siguió dejando unos autos delante de sí.
—Ésta es su calle, la que sale a la derecha —dijo Lee.
—Enciende el generador —dijo él con aire serio—. Solamente por si hay alguien esperando que el auto de ella aparezca. —Abrió la ventana a tiempo para oír el ronquido sordo del DuoCat, y tomó firmemente el volante para doblar en la calle Seaton.
—¿Cuál es la casa?
—La cuarta a la derecha. Esa cajita blanca, antes del dúplex amarillo.
—¿Ves algo extraño?
—No.
—Sigue observando —dijo él, mirando el gran espejo retrovisor—. Espero que haya llamado antes para decirles a los chicos que la esperen.
—Parece que lo hizo. Aquí vienen. —Una niña delgada y un adolescente más alto y grande aparecieron por la galería de una pequeña casa de una sola planta, y cruzaron corriendo por el jardín donde estaba el buzón hacia el auto de Bárbara, que tenía las luces rojas de los frenos.
—Nadie detrás de nosotros —dijo Gordon—. ¿Ves a alguien en alguno de esos autos estacionados adelante?
Lee acariciaba nerviosamente el reóstato.
—Nada.
En unos pocos segundos, los niños subieron al asiento de atrás, y el Saturn empezó a acelerar.
—No dejes de vigilar. Esa intersección sería un buen lugar para encerrarlos.
Pero el auto volvió al bulevar, donde había muchos vehículos, y dobló en dirección este hacia Mayfield Heights sin ningún problema. Gordon se permitió echar un vistazo a su compañera, y vio que ella estaba transpirando.
—¿Un poquito tensa?
—Sigo pensando que alguien va a sentarse en uno de esos autos, y me quedaré helada y tendré que ver cómo mueren con un disparo frente a mí.
Gordon sonrió.
—Tendrías que haber jugado más al Doom cuando eras chica, para afilar más esos reflejos de combate.
—Yo odiaba ese juego.
—No me digas. —Miró por el espejo retrovisor nuevamente—. Nadie nos siguió después de la subdivisión. A menos que tengamos tanta mala suerte de toparnos con los malos muchachos.
—Finjamos que somos supersticiosos, y no nos quedemos aquí inventando escenarios de desastre para que al cosmos se le ocurra tomar alguno.
—Muy bien —dijo Gordon—. Bien, veo el cartel del motel. Voy a avanzar y pasarla, así puedo dejarte bajar. Esperaré a que ella salga para volver al trabajo, y luego entraré y hablaré con Tony. Asegúrate de que ella estacione lejos de la calle y de atrás. Y dile que tome un taxi para venir aquí después del trabajo, o que alguien la traiga en auto. No veo que esos matones tengan mucha ambición, y sé que un Saturn es el auto que pasa lo más inadvertido, pero no pensemos que son idiotas además de matones.
Tres horas después, Gordon y Lee estaban estacionados en el borde de la acera cerca del extremo oeste de la calle Seaton. Una tranquila y casi fatídica determinación había reemplazado a los nervios. Habían incluido a Tony en su conspiración, y, tal como Gordon había supuesto, el muchacho les había contado mucho más de lo que había admitido ante la policía. Con su ayuda, sabían qué autos buscaban: un Cámaro blanco convertible y un Eddie Bauer Explorer color verde.
—Todos los días hacen una entrada estrepitosa en el estacionamiento de la escuela, dando bocinazos y mordiendo el asfalto. El Cámaro pertenece a Frosty, o Steven Frost. La cuatro por cuatro es de John Nolan. Tienen dos espacios para estacionar permanentes en la primera fila. Todo el mundo lo sabe, y nadie más se atreve a estacionar ahí. Se sientan y calientan los motores ahí durante cinco minutos, y hay veinte chicas, todas muy lindas, que están ahí cuando ellos terminan. No lo entiendo.
También gracias a la ayuda de Tony, sabían que no estaban mirando en vano.
Ellos le contaron lo menos posible sobre lo que planeaban, pero, aun así, lo más difícil fue convencerlo de que se quedara atrás. Con la descuidada arrogancia de los muchachos, estaba ansioso por ser parte de la cacería, y se imaginaba a sí mismo en el momento de la victoria saboreando la humillación de sus enemigos, anhelando su propia redención. Sólo la resistencia combinada de Gordon y Lee pudo mitigar el afán del muchacho.
—Tienes que quedarte con tu familia, y darle tu apoyo y tu protección —le dijeron—. No podemos hacer ese trabajo tan bien como tú, y tú no puedes hacer nuestro trabajo tan bien como nosotros.
Pero se había quedado disconforme, y encontró una manera de tener un papel.
—Quieren estar seguros de que vienen a casa esta noche, ¿verdad? Están vigilando el lugar por si vuelven.
Gordon sólo le confirmó eso.
—Entonces llámenme cuando estén ahí —dijo Tony—. Yo sé lo que los traerá con seguridad.
La llamada había sido media hora antes. La calle Seaton estaba ya en la penumbra. Los niños desaparecían de los jardines, y los adultos de las galerías y los porches. Las luces de seguridad empezaban a encenderse en las puertas de atrás y en los jardines, y los perros entraban en las casas. Las persianas y las cortinas eran desplegadas como una defensa contra la oscuridad, ocultando el resplandor azul de los televisores y de los monitores de las computadoras. Dos de las tres luces de calle empezaron a encenderse lentamente. Cuando alcanzaron el brillo total, la calle estaba desierta, abandonada a las criaturas que poseían la oscuridad.
Asidos de la mano en silencio, Gordon y Lee esperaban que aparecieran.
El tiempo pasaba lentamente. Oyeron una sirena distante, y luego otra.
—Choque de autos —dijo Gordon sin aliento—. O un incendio.
Vio por su espejo retrovisor que un auto entraba en la calle Seaton y se dirigía hacia ellos. Los faros lo encandilaron por un instante, y colocó su mano para proteger los ojos y ocultar su rostro.
—Espera —dijo, sintiendo la ansiedad de Lee a su lado. Cuando el auto pasó, vio que era un sedán rojo de cuatro puertas. Giró hacia un estrecho sendero al final de la calle y desapareció en una cochera.
Un perro zarrapastroso pasó por el círculo de luz vertido por un farol de la calle.
—¿Podrías explicarme qué hace una hermana tuya viviendo en un barrio como éste?
—Medio hermana.
—Responde.
Thayer suspiró.
—Mi padre visitó Cleveland hace alrededor de treinta años en un viaje de negocios y dejó algunos espermatozoides por aquí.
—Entiendo.
—Acostarse con mi padre no fue el único error que cometió la madre de Bárbara. Permitió que los abogados de mi padre la forzaran a firmar un acuerdo que puede haber parecido generoso, pero que no era ni siquiera justo. Incluso la cuota mensual fue un imán para los aprovechadores: dos maridos, dos concubinos, dos niños más. Luego Bárbara recibió veinticinco mil dólares cuando cumplió los dieciocho años, que supuestamente eran para sus estudios universitarios, pero no alcanzaron. En cambio, se compró un auto. Todavía lo tiene.
—Eso quiere decir que no fue precisamente acogida en el seno familiar.
—No. Mi madre nunca la reconoció y mi padre lo hizo a regañadientes. Yo soy la única que tiene una relación estrecha con ella, quizá porque yo también soy una marginada de la familia. Joy es la hija buena. No quiere enojar a mamá ni incomodar a papá. Tiene demasiado para perder.
El sonido de un helicóptero cayó sobre la calle Seaton desde algún lugar alejado.
—¿Vamos a esperar a que empiecen a disparar? —susurró ella.
—Sólo si eso es lo que puede confirmarnos que se trata de ellos —le respondió en un susurro—. Ellos empezaron a disparar, ¿recuerdas?
Un auto entró en Seaton por el fondo, yendo a contramano por la calle de una sola dirección. Gordon empujó a Lee abajo, luego se escondió bajo el tablero del auto antes de que las luces que se acercaban pudieran delatarlos. Gordon siguió el avance del auto por el movimiento de las sombras del borde del parabrisas, y se incorporó justo a tiempo para ver pasar a un furgón pequeño.
—Falsa alarma —dijo—. Era sólo uno que parecía perdido.
Otra sirena ululó en la noche.
Un auto con frenos que rechinaban apareció y estacionó en la calle, a seis autos de distancia delante del camión.
En ese momento, el tiempo pareció detenerse.
—El generador nos va a delatar —susurró ella.
—Shhh —dijo él, y le apretó la mano—. Nunca oirán esto. A estos tipos les gustan los autos ruidosos y la música aún más ruidosa.
—No creo que vengan.
—Van a venir. Es un juego psicológico. Piensan que tienen a Tony sudando de miedo mientras están en alguna parte divirtiéndose.
—¿Cómo sabes tanto de esto?
—Yo me equivocaba mucho con los amigos antes.
Ella miró por el espejo retrovisor.
—Odio esto.
—Espera —dijo él.
Los minutos lentos e interminables habían pasado. Era casi la medianoche cuando Gordon oyó el ronquido de un auto de mando doble con escape corto.
—Convertible en la esquina —dijo él, y le tocó el hombro a su adormecida compañera.
—¿Qué?
Luego el Explorer se deslizó hasta la vista de ellos, siguiendo al Cámaro de cerca.
—Aquí vienen —dijo Gordon—. Agáchate. —Siguiendo su propio consejo, se escondió hasta quedar fuera de la luz de los faros del Cámaro. Su mano derecha asió la izquierda de Lee y buscó los controles del Gatillo.
—Déjame —susurró él.
Les pareció una eternidad hasta que los dos vehículos pasaran por donde Gordon y Lee estaban estacionados. El grave ronronear del Cámaro pareció detenerse justo fuera de la ventana de Gordon, que él había dejado abierta unos centímetros para recibir aire y los ruidos. Durante un minuto agónico, temió que hubieran sido el blanco, y que el camión inspirara preocupación o curiosidad a la banda.
Fragmentos de una animada conversación, llena de palabras de jerga y de groserías, y marcada por risas salvajes, les llegaban por la ventana cerrada. Gordon se esforzó por decodificar lo que oía, y súbitamente se dio cuenta de que detrás de sus bravuconadas estaban algo asustados porque la casa de Bárbara estaba completamente a oscuras. Se burlaban de Tony por cobarde, pero se mantenían quietos y se preguntaban si se trataría de una emboscada.
Fue por si esto ocurría que él tomó el control remoto de la seguridad de la casa del auto de Bárbara mientras ella estaba en el motel. El sistema no era sofisticado, pero él no le exigiría demasiado: simplemente, sería lo que los llevaría adentro. Era como una piedrita arrojada en la oscuridad. Buscó en el bolsillo de su chaqueta con su mano libre, halló el control remoto y apretó el botón de arriba. Las luces del porche y de la sala se encendieron casi instantáneamente.
Eso fue todo lo que les llevó aguijonear a la banda. Hubo un chillido y un grito dentro del Cámaro, que se adelantó, con las gomas chirriando y echando humo.
—Quédate abajo —susurró severamente a Lee, y luego se incorporó después de que pasara el Explorer.
Con una mente fría, Gordon evaluó la situación de adelante. Había cuatro Reyes Blancos en el convertible. Uno estaba de pie en el asiento de atrás, gritando burlas ininteligibles hacia la casa y agitando dos pistolas en el aire. Otro miembro de la banda estaba asomado fuera de la ventana derecha del Explorer, agarrado al techo y con algún tipo de arma más larga. En un instante, ambos vehículos estarían directamente frente a la casa.
Gordon no esperó más. Tocó el botón por un momento largo y el generador se encendió. El colimador sobre el Gatillo ya estaba apuntado a la calle hacia sus blancos. Con un suave movimiento de su muñeca, trajo el Gatillo a la vida, encendiendo la energía.
Hubo una breve explosión de tiroteos, el sonido hueco de una automática de pequeño calibre, que Gordon pensó que provenía del Explorer. Los paneles de vidrio de la puerta cancel de la casa de Bárbara se desintegraron como bajo un golpe de martillo. Una segunda arma con un sonido más profundo y más fuerte, habló una vez, y luego otra. Oyó carcajadas de júbilo.
Un instante después, todo cambió. El Explorer se encendió súbitamente de abajo, con un fuego blanco-amarillento, casi como si muchas llamas hubieran salido del medio del asiento de atrás. No hubo casi ningún sonido de las erupciones, apenas sonido ahogado de una almohada agitada contra un colchón. Pero las carcajadas y los gritos de burla se convirtieron en alaridos cuando el vehículo viró bruscamente y luego frenó. Gordon pudo ver claramente las contorsiones de los pasajeros mientras trataban de escapar del fuego y huir del vehículo.
Al mismo tiempo, el Cámaro empezó a acelerar. Pero no había hecho más que unos metros cuando su baúl explotó en una bola de fuego tan intensa que Gordon sintió el calor en su rostro. Momentos después, el Cámaro fue bamboleándose contra una camioneta con el sonido terrible del metal y del plástico partidos.
—Como ven —dijo Gordon—. Quizás ahora la policía se enterará.
Lee, quien ya estaba a su lado sentada, miraba atónita y pálida, y no dijo nada.
Mientras las llamas se elevaban cada vez más alto y los gritos continuaban, Gordon encendió el motor del camión. Los vehículos en llamas habían obstruido la calle Seaton, así que utilizó el primer sendero de autos para dar vuelta el camión y el remolque. Dejó apagadas las luces del camión hasta que alcanzó la esquina y dobló a la derecha. Desde ese momento, podían aparentar que eran inocentes.
—Eso fue horrible —dijo ella, con la voz ronca y seca.
—Una prueba del caos que vendrá —dijo él.
—Me siento sucia.
—No tienes por qué. Ellos vinieron a herir a tu hermana y a su familia, y fueron heridos a cambio. Simple justicia, repartida inmediatamente. ¿Hubieras preferido que se tratara de Bárbara?
Se dejó caer contra la puerta y miró hacia la noche, observando nerviosamente el espejo retrovisor cuando oyó las sirenas a la distancia.
—Ojalá Tony no nos hubiera dicho sus nombres.