Argel. La ceremonia de inauguración de la Conferencia sobre el Progreso en el Mundo Islámico se vio interrumpida por un ataque mortal con cohetes que dejó treinta y dos muertos y una cantidad mayor de heridos, incluyendo al presidente egipcio Mohamed Khaled, que estaba de visita. En represalia, Zaoui, el primer ministro de Argelia, ordenó ataques por tierra y por aire sobre enclaves de Hassan Hattaba en Z’Barbar y en Tipaza.
Luego, en una entrevista en CNN, Zaoui denunció a «los comerciantes de la sangre de Francia y de los Estados Unidos» por vender armas de última tecnología a los insurgentes.
Historia completa - Antiterrorismo en la agenda de la Conferencia sobre el Progreso en el Mundo Islámico - Khaled habla a la conferencia desde el hospital
Ninguno de los tres hombres que esperaban inquietos en la antesala de la Oficina Oval era extraño a la Casa Blanca, pero ninguno de ellos estaba acostumbrado a ser tratado como un mendigo por la puerta de atrás.
Antes de que sus actividades antiarmamentistas lo convirtieran en un leproso político, Grover Wilman había sido una de las estrellas nacientes del Partido Republicano. Habiendo llegado tarde a la política, Wilman ofrecía una visión madura sin el peso de una larga dinastía legislativa, y se vio tratado como un héroe de gran sensatez. Entre los informes del Congreso, las reuniones de estrategia legislativa y los eventos mediáticos, había realizado más de sesenta visitas a la avenida Pennsylvania 1600, la mayoría de ellas durante el primer mandato del presidente Evans.
Dado que el poder siempre y en todas partes había cortejado la riqueza, y la riqueza siempre devuelve el favor, también Aron Goldstein conocía bien la Casa Blanca. Había recibido invitaciones a eventos sociales y a cenas de Estado de cuatro presidentes sucesivos, incluyendo a Evans. Moviéndose con habilidad y precisión, Goldstein se las había arreglado para preservar su rectitud sin perder sus intereses y las posibilidades de acceso. Sin mendigar los favores ni comprarlos, logró una reputación de integridad que lo hizo aún más bienvenido en esos círculos que cualquier hombre de dinero.
En contraste, Karl Brohier sólo había estado en la Casa Blanca en dos ocasiones, pero en ambas oportunidades se había tratado de eventos de gala. La primera cuando el presidente Engler hizo la campaña de convocar masivamente a los ganadores del Premio Nobel. En ese evento bochornoso que ahora le parecía infame, Engler había tratado de adjudicarse el mérito por mandato de los logros científicos de los Estados Unidos. Minutos más tarde, Bartlesmann, el ganador del Premio Nobel de medicina, señaló del mismo podio del sector sur de la Casa Blanca que Engler había recortado el presupuesto federal de ciencia por la mitad, y había matado el programa bajo el cual Bartlesmann había recibido su formación doctoral.
La segunda ocasión, cuando Brohier recibió la Medalla Nacional de la Ciencia de parte del presidente Evans, había sido un asunto más tranquilo pero considerablemente más digno.
Pero todo eso había sido antes de que Mark Breland se instalara en la Oficina Oval.
Como el primer hombre desde Kennedy en pasar directamente del Senado a la presidencia, y el primer «presidente del pueblo» desde Teddy Roosevelt, Breland violó o reescribió, para bien o para mal, la mayor parte de las reglas acerca de la manera de trabajar de Washington. Ni Evans ni Engler hubieran permitido que gente como Wilman, Goldstein y Brohier esperaran afuera durante aproximadamente dos horas por una audiencia concertada. Pero ésta era la Casa Blanca de Mark Breland, donde nada era como antes.
El carisma personal de Breland era comparado frecuentemente con el de John F. Kennedy, pero la semejanza terminaba ahí. Venía del Senado, pero no pertenecía a él, y su riqueza era reciente y hecha por él mismo. Breland había sido un lanzador de los Philadelphia Phillies durante más de una década. Con una sonrisa cautivante, una ética de trabajo a la antigua, y una técnica demoledora que consistía en un lanzamiento muy veloz con un deslizamiento engañoso de la trayectoria, Breland llevó a los Phils a tres series del mundo, y ganó dos premios C y juveniles en la cúspide de su carrera.
Pero a Breland no le impresionaba la fama, ni siquiera la propia. Durante su carrera desdeñó todos los tratos para hacer publicidad, aunque eso habría duplicado o triplicado su voluminoso salario. Luego una malograda compañía de calzado deportivo intentó utilizar la fama de Breland sin usar su nombre ni su imagen en una serie de publicidades que mostraba imágenes borrosas, figuras desdibujadas, vestuarios oscuros, el sonido de un hombre corriendo, y un narrador con voz de abuelo que empezaba cada publicidad, que decía lentamente: «Sí, señor, fue el mejor que conocí…». En lugar de demandar a la compañía, Breland se ocupó de humillarla con una memorable conferencia de prensa en donde pronunció una aún más memorable frase: «¿Por qué le debería importar a alguien qué calzado uso? Yo soy el único que está en mis zapatos. Y ¿acaso no saben todos aquí que es la manera de caminar, y no los zapatos, la que lo lleva a uno a donde quiere llegar?».
La audiencia nacional tuvo en esa ocasión el primer atisbo del populismo llano y de sentido común que habría de definir la reputación pública de Breland. Y no fue la última vez que quebrantaría las reglas. En una época en que los jugadores de la liga cambiaban por completo en un lapso de dos o tres años, él jugó durante toda su carrera para un solo equipo, y cuestionó a sus compañeros por estimar más el dinero que la lealtad diciendo que «Jamás un mercenario fue un héroe. No pueden esperar ser aclamados cuando se cambian de uniforme en el medio de la batalla».
Y después de anunciar su único fracaso en lo que fue una temporada infernal para todo el equipo, pidió disculpas públicamente a los simpatizantes y devolvió su salario en reembolsos, entregando 2,71 dólares por cada entrada al campo de juegos, por correo o acreditado a todos los compradores de boletos de los que se tenía registro.
La nota que acompañaba el cheque de reembolso decía: «Soy lo suficientemente afortunado como para ser un hombre mayor que juega un deporte de niños. Volveré a recibir su dinero cuando lo haya ganado en el campo de juego». Ocho compañeros de equipo siguieron su ejemplo, y en la temporada siguiente, el equipo recuperó su estado competitivo y volvió a ganar el primer lugar.
Debido en parte a momentos como ése, Breland era el jugador más visible para el público de los deportes profesionales cuando una herida de muñeca fuera de temporada terminó prematuramente su carrera. En la cobertura de prensa de su retiro, los adjetivos más frecuentemente utilizados eran «genuino» y «honorable». Y su fama se había derramado sobre la conciencia cultural del pueblo, que lo había ubicado en ese grupo exclusivo de atletas que son inmediatamente reconocidos por millones de personas que jamás lo vieron jugar.
Cuando Breland llamó al presidente del acosado Partido Demócrata del estado de Pennsylvania y le dijo que quería presentarse como candidato por el estado, los funcionarios del Partido recibieron la noticia exultantes, pensando que finalmente tenían un caballo que podría llevarlos a ser respetados nuevamente. Pero en algún momento, los papeles del caballo y del jinete se invirtieron. Además de su reputación dorada, Breland tenía un título en literatura y otro en ciencia política, una mente incisiva y capaz de tomar decisiones y una convicción firme de que los problemas del país eran solucionables por medio de una generosa dosis de dedicación y compasión.
El día de la elección dijo: «Ésos son los valores de mi familia, los valores que fueron el mayor regalo que me dejaron mis padres, los que ellos me enseñaron con el ejemplo. Trabajar duro, proteger y ocuparse de la familia, anteponer las responsabilidades a los deseos, dar una mano a quien está luchando, escuchar y apoyar a quien sufre, hablar claro a quien necesita una guía, ponerse de pie cuando la verdad necesita un amigo». Las palabras sonaban nuevas en sus labios.
«Nada de esto necesita explicación ni justificación. Todos aquí entienden. Todos saben qué es lo que hay que hacer. Éstos son los valores de las comunidades que trabajan, de las tribus, de los pueblos, de los barrios, de las ciudades. Nuestro desafío es extender esos valores a comunidades del tamaño de estados y países, y luego al mundo entero».
Era un mensaje que quería una audiencia mayor, y la halló seis años después, cuando Breland pidió que se le confiara la tarea de ser presidente de los Estados Unidos.
Se dirigió a la gente, no sólo al Partido Demócrata. Un período había sido más que suficiente para dejar claro que las cualidades que hacían a Breland querido para sus seguidores fastidiaban y enfurecían a la dirigencia del Partido. Era demasiado directo pero no lo suficientemente agradecido hacia ellos. Breland no jugaría El Gran Juego, no se inclinaría ante los iconos ni pronunciaría los elogios melosos, no se mantendría en su lugar ni refrenaría su lengua. No necesitaba al Partido, y ambos lo sabían.
El Partido, en cambio, lo necesitaba, y ambos sabían eso también.
Aunque quienes frecuentaban los caminos laterales del Partido despreciaban a Breland por ser un peso liviano y no creían que pudiera abrirse paso en una convención por la nominación presidencial, era una novedad, y era una fuente de citas, y muy quijotesco. Y sus palabras hacían vibrar una cuerda no solamente entre los primeros simpatizantes, sino entre la agotada prensa que cubría su campaña no convencional. Lo que era un chiste en febrero se convirtió en una apuesta arriesgada en mayo, en un candidato nombrado sorpresivamente en agosto, y en un presidente electo pese a las predicciones de las encuestas en noviembre.
El primer acto de Breland a la mañana siguiente fue anunciar que no aceptaría el salario anual del presidente de 250.000 dólares. «Estoy en mi primer año como profesional en esta liga», dijo. «Esperemos y veamos cómo me va este año».
Y hasta el momento había sido un año extraño y maravilloso. Breland continuó rompiendo las reglas y exasperando las expectativas de todos.
Canceló la mayor parte de la pompa del día de la inauguración, incluyendo el desfile, y enfatizó en cambio el milagro democrático de la transferencia pacífica del poder y el tema de su discurso: «Podemos hacerlo mejor». En el lapso de dos meses, la prensa que había adorado a Breland el candidato golpeaba al Breland jefe de Estado en la cabeza y en los hombros por esa frase, burlándose de su administración idiosincrásica por una serie de pequeños y grandes errores.
Pero en lugar de recurrir a la táctica usual de la Casa Blanca de desmentidas y evasivas, Breland salió al cruce de la prensa y les dio la razón.
—Sí, hemos cometido algunos errores. ¿Acaso alguien esperaba que yo jugara un partido perfecto el primer día? —preguntó ante una sala llena de periodistas y una audiencia nacional de holovisión—. Porque yo no esperaba eso. Simplemente no puede ocurrir, y estoy seguro de que ustedes saben eso, ya que la mayoría de ustedes han seguido este deporte por más tiempo que el que yo lo he jugado. Pero les diré algo: más de una vez en mi carrera yo he sido un poco impetuoso al principio, he perdido algunos puntos para un buen equipo, y luego he continuado hasta ganar. Déjeme en este equipo, entrenador. Haré bien mi trabajo.
La prensa de Washington, alérgica a las metáforas campechanas que no fueran de su invención, permaneció indiferente, pero el público quedó encantado. El porcentaje de aprobación de Breland subió ocho puntos, y permaneció alto pese a los mejores esfuerzos de sus enemigos.
«Pero aún no embocas a la base meta con ese tiro veloz», pensó Wilman, enfadado, mientras se levantaba para ir a preguntar al secretario de audiencias una vez más. Pero antes de que él y todo su enojo pudieran hacerlo, fue interceptado por Richard Nolby, el secretario de Breland, quien había concertado la reunión.
—Senador —dijo Nolby sin aliento—. Lo siento muchísimo. Esta situación de Argelia nos tuvo bailando toda la mañana. Pero Mark está libre ahora. ¿Me acompañan?
Una cosa que no había cambiado durante la gestión de Breland en la Casa Blanca fue la geometría del poder de la Oficina Oval.
Los visitantes que estaban ahí para ser adulados, impresionados, intimidados o burlados encontraban a Breland detrás de un escritorio de roble rojizo de un metro y medio de ancho, instalado frente a las famosas ventanas curvas en lo que él y sus asistentes habían bautizado «la silla caliente». Los visitantes que iban a negociar, discutir ideas, debatir o conspirar se reunían con Breland en lo que él llamaba «el hoyo», un par de sofás grandes con patas curvas, enfrentados a cada lado de una mesa con una tapa de vidrio. Un armario que hacía juego, que Nolby nunca había visto que Breland usara, convertía al hoyo en una U y lo volvía más íntimo que la sala que lo rodeaba.
Durante más de una hora Breland estuvo sentado en el borde de un sillón, escuchando absorto a sus visitantes, quienes desplegaban los detalles de un asombroso descubrimiento. La ciencia estaba más allá de su habilidad de comprender, pero no las implicaciones del hallazgo. Todas sus metas, todos los problemas que enfrentaba, todas las esperanzas que abrigaba, se convirtieron súbitamente en irrelevantes. Estos tres hombres, de apariencia poco impresionante e ingenua, con una presentación deslucida, barrían de un movimiento todos los planes de Breland y escribían el futuro frente a sus ojos.
«Todo lo que sabes está mal…»
—Veo que no voy a poder dormir una noche entera por un tiempo —dijo Breland, moviendo la cabeza—. Espero que entiendan cuando digo que me gustaría ver este efecto Gatillo con mis propios ojos, tan pronto como sea posible.
—También yo —dijo Wilman.
—Todo lo que le hemos dicho es la verdad —dijo Goldstein con un dejo de indignación.
—¿Acaso yo he dicho otra cosa? Ustedes me han escuchado —dijo Breland—. Usted y el doctor Brohier llegaron a mi puerta con la suficiente credibilidad para contarme algo increíble y yo los he escuchado. Pero confieso el deseo infantil de tocar el milagro.
—Con mucho gusto dispondremos una visita cuando usted pueda —dijo Goldstein con alivio.
—Bien, no es de ninguna manera lo más importante ahora —dijo Breland, y miró a Nolby—. Supongo que debemos comunicar esto al general Stepak y a Carrero —dijo, refiriéndose a los secretarios de Defensa y de Estado.
—Por lo menos —dijo Nolby—. Aunque tendremos que cuidarnos de mantener esta información muy en secreto. Doctor Brohier, ¿quién más sabe acerca de esto?
—¿Acaso eso tiene alguna importancia? —preguntó Brohier levantando una ceja—. A la larga, no hay secretos en la ciencia. El universo no cooperará en un ocultamiento.
—Richard no estaba pensando en un ocultamiento, estoy seguro —dijo Breland—. Pero no tengo dudas de que ustedes ya…
—¿Ah, no? —preguntó Wilman rápidamente—. Señor Presidente, hay una sola razón por la cual estamos aquí. Y eso es porque usted, más que cualquier otra persona, tiene la posibilidad de lograr que este descubrimiento sea usado por el beneficio de la especie humana, por el avance de la civilización. Estos hombres son patriotas, como lo soy yo, pero ninguno de nosotros vino aquí para ofrecerle algo tan transitorio como una ventaja tecnológica sobre nuestros enemigos. El Gatillo no es algo que pueda ser «ocultado», es algo que tiene que ser compartido, para que se desparrame por todo el mundo hasta que esté en las manos de todos los que puedan beneficiarse de él. Y si usted no piensa de la misma manera, le pediremos disculpas por habernos equivocado, y nos retiraremos.
—Que no estemos en guerra no significa que no tengamos enemigos —dijo Nolby, inmutable—. Que no haya tropas apiñándose por invadirnos ni buques de guerra no significa que nuestros enemigos no pueden amenazarnos. Y con las viejas armas nucleares soviéticas en por lo menos veinte países, la amenaza es extremadamente potente. Acuérdense de Srvestibad —dijo, mencionando la primera ciudad desde Nagasaki que desapareció bajo un hongo atómico—. No queremos algo así en Florida, o en Texas, o en California.
—Me acuerdo de Oklahoma —dijo Wilman—. Las armas que más nos amenazan son las nuestras. Los fanáticos que más nos amenazan son internos.
—No —dijo Breland, negando con la cabeza—. Esa amenaza está allá.
—No es simplemente una amenaza —dijo Wilman—. Simplemente nos hemos vuelto insensibles a la matanza cuando ocurre de a uno o de a dos. Diez muertos en un restaurante o en una oficina de correos llaman nuestra atención por una tarde. Cincuenta muertos por volar un puente ferroviario y el City of Chicago llama nuestra atención por una semana. Pero once mil asesinatos por año con armas de fuego nos pasan inadvertidos… hasta que se trata de un hermano, un amigo, un hijo.
—Si estuviéramos perdiendo once mil jóvenes por año en tiroteos en arrozales, o en la selva, o en el desierto, no le quitarían importancia —dijo Goldstein—. Pero como ocurren en terrenos baldíos, en habitaciones y bares…
—No le resto importancia —dijo Breland—. Aunque quizás hay algo de cierto en la acusación de que somos insensibles a la matanza, o por lo menos distraídos. Pero ojalá les pudiera decir (ojalá pudiera contarle a CNN) cuánto han hecho nuestras agencias de inteligencia por este país en los últimos diez años, cuánto dolor nos han ahorrado, manteniendo esas armas lejos de nuestras fronteras. Ha habido tantos sacrificios, tantos héroes de los que nadie ha oído hablar nunca.
—El Gatillo puede facilitar el trabajo de la CÍA —dijo Wilman—. Pero si todo lo que hacemos es proteger lo propio, será una vergüenza. Hay inocentes que mueren todos los días en Panamá, en Corea, en Angola, en Bosnia debido a los restos de guerras que terminaron hace medio siglo. Cien millones de minas que esperan en la oscuridad que un niño ponga el pie. Hay lugares en el mundo que no han conocido un día de paz en cien años, porque las armas y las bombas aniquilaron toda otra forma de diálogo.
Breland sonrió irónicamente.
—Usted es un hombre apasionado y convincente, senador. Uno pensaría que usted ha hecho este tipo de cosas antes.
—La ventaja del terreno conocido —dijo Wilman—. No pido disculpas por eso.
—Por supuesto que no. —Breland miró de lado a Nolby, y luego fijó su mirada en Brohier—. Ustedes quieren que yo empiece una carrera por el desarme.
—Sí —dijo Brohier—. Exactamente.
—Discúlpeme, señor Presidente, pero ésa es la peor tontería —intervino Nolby—. No se puede cambiar la naturaleza humana. No se puede eliminar el conflicto. No se trata de las armas, se trata de nosotros. Es la codicia, la lujuria, la ira y alguien que se ponga en el camino de lo que queremos. La guerra fue inventada mucho antes que la pólvora, y el asesinato mucho antes que la guerra. Si se sacan las armas se usarán cuchillos y palos. Si se sacan las bombas se usará veneno y fuego. Esto no afecta el impulso que lleva al asesinato, que lleva a la orden de que la infantería avance.
—Siento pena por usted —dijo Goldstein, aunque su rostro expresaba desprecio—. Usted vive por elección en un mundo desolado y sin esperanza, y usa su pesimismo como una excusa para la inacción. —Se dirigió al Presidente con una mirada firme y desafiante—. Pero aun si el señor Nolby estuviera en lo cierto, y si nuestra especie estuviera condenada a crear asesinatos y señores de la guerra, lo menos que el resto de nosotros puede hacer es lograr que sea lo más difícil posible para ellos.
Fue Wilman quien respondió al desafío, y sus palabras hicieron que Goldstein y Brohier lo miraran maravillados e incrédulos.
—El señor Nolby está en lo cierto. No es justo fingir que no —dijo Wilman—. Sin la guerra, apenas habría historia. Sin el asesinato, apenas tendríamos ficción. Somos imperfectos, y la imperfección es la falta de empatía. Somos incapaces de dar al sufrimiento de los otros la misma importancia que a nuestra pequeña incomodidad. Impedimos que el dolor de los otros nos alcance para que no nos veamos compelidos a hacer algo para aliviar ese dolor.
»Pero el señor Nolby también se equivoca. Él descarta el valor del aprendizaje, la posibilidad del esclarecimiento. Ahora yo no podría hacer por usted, presidente Breland, lo que hice gustosa e irreflexivamente por otro presidente, hace mucho tiempo, en un mundo diferente. He aprendido de mis experiencias, y todos debemos hacer lo mismo. ¿Tiene hijos, señor Nolby?
—Tres varones.
—Bien, entonces por lo menos tiene cierto fundamento para su pesimismo —dijo Wilman—. Si usted llega a su casa por la noche y halla a sus hijos golpeándose con palos en el jardín, usted les hablará sobre el respeto, sobre otras maneras de solucionar las disputas, sobre las reglas de su hogar. Pero mientras ellos intentan absorber la sabiduría de sus palabras, ¿no les quitará los palos? En realidad, ¿no haría eso primero?
No esperó una respuesta, y se volvió a Breland.
—Yo le doy la bienvenida a esta revolución —prosiguió—. Quiero ver cómo cambian las cosas si nuestros presidentes no pueden bombardear una selva con napalm o ametrallar a una multitud, si toda la amenaza de un tanque es para lo que pueda aplastar, si lo peor que los aviones del gobierno pueden hacer es arrojar piedras. Quiero ver si un comandante enviará a la batalla un ejército sabiendo que las mismas armas que sus soldados llevarán probablemente los matarán a ellos mismos. Quiero ver si ese ejército irá a la batalla desarmado.
—Entonces, ¿no ha convertido al hombre más fuerte en rey? —preguntó Breland.
—Es probable, en algún aspecto —dijo Wilman—. Señor, no le prometo un mundo igualitario. Las jerarquías de dominio no desaparecerán. Al contrario, se fortalecerán, y así debe ser.
—¿Y eso es algo bueno?
—Es la vía rápida al camino de la paz. Una de las cosas más insidiosas de las armas es cómo inspiran las ambiciones de los hombres débiles, cómo los llevan a pelear cuando deberían someterse, y a seguir luchando cuando deberían aceptar que están rodeados. La naturaleza ha sido puesta patas para arriba por estas armas. Imagínese qué agitado sería todo si las cabras tuvieran armas de fuego.
Breland mostró una sonrisa triste, y Goldstein rio, algo incómodo. Para entonces, Nolby los miraba con malhumor.
—Entonces, ¿ustedes quieren traicionar a su país, entregar el planeta a los chinos? —preguntó Nolby—. Porque nuestra tecnología militar es el contrapeso a sus números. Si nos quitan nuestra tecnología, el balance del poder se inclina hacia su lado. Y los romanos construyeron un imperio sin más que la falange y la galera a remo.
Brohier intervino, y así relevó a Wilman.
—Presidente Breland, le puedo decir que los físicos chinos son tan capaces de hacer este descubrimiento como nosotros. En realidad, no le puedo ofrecer ninguna garantía de que no lo hayan hecho hace cinco años. Es tan probable que estemos un poco atrás como un poco adelante.
—Entonces, pueden estar construyendo estos dispositivos en este momento.
—Es completamente posible.
Volviéndose a Nolby, Breland dijo:
—No está claro para mí qué otras opciones hay, Richard. Pero escucharé tus sugerencias.
—No tengo ninguna —confesó Nolby—. Pero todo este asunto me parece perturbador, profundamente perturbador.
—«Perturbador» es una buena palabra, una palabra muy adecuada —dijo Breland—. Esto va a «perturbar» bastante. Doctor Brohier, ¿se puede quedar en Washington por unos días?
—¿En qué términos? —preguntó Wilman.
Nolby y Breland se miraron.
—Me temo que Richard insistirá en que yo obtenga sus firmas bajo juramento de seguridad —dijo el Presidente.
—Puede insistir cuanto le parezca conveniente —lo interrumpió Brohier—. No me da más ni menos confianza firmar un papel.
—Por supuesto —dijo Breland—. Pero comprenderá…
Brohier no tenía paciencia para los bálsamos verbales.
—Señor Presidente, usted no es mi propietario y nadie es propietario de un descubrimiento científico. No corresponde que me exija que me comprometa cuando usted no está dispuesto tampoco a comprometerse. Cuando decida qué piensa hacer con lo que le contamos hoy, entonces estaré en condiciones de saber qué haré yo. Mientras tanto, me alojaré en un hotel y le daré algunos días para pensar. Pero sólo unos pocos, porque odio codearme con los turistas y odio entablar relación con los abogados, lo cual limita en gran medida cuánto puedo permanecer en esta ciudad.
—¿Le interesaría ir a Camp David, señor Brohier? —le preguntó Breland, quien ni se inmutó ante las quejas—. Allí no hay turistas y puedo hacer que echen a los abogados antes de que usted llegue. Usted es un hombre de Vermont, si mal no recuerdo. Creo que le gustarán las montañas y los bosques.
—¿Una cárcel con vista panorámica?
—El doctor Brohier se quedará conmigo en Hollow Oak —interpuso Goldstein—. Si todos están de acuerdo.
—Teniendo en cuenta lo que está en juego, me gustaría que los Servicios Secretos se mantuvieran cerca —dijo Nolby.
—Para vigilar o para vigilarnos —comentó Brohier con tono tajante—. No tiene importancia. Aron, ¿por esta vez me dejaría tomar las riendas?
El Presidente estaba confundido, pero Goldstein frunció la nariz en actitud contemplativa y respondió:
—Pero sólo por un rato.
Brohier asintió y miró a Breland.
—Estaremos en Hollow Oak.
—Aceptaremos una escolta, si insisten en proporcionárnosla —manifestó Goldstein con cortesía—. Pero nada de agentes en los alrededores —agregó cortante—. Ése es mi hogar, señor Presidente. Y elijo no vivir en una fortaleza. Le recomiendo que haga lo mismo.
Por lo general, Mark Breland no tenía dificultad para tomar decisiones. La indecisión era un defecto fatal en los deportes de competición. La seguridad y la firmeza que había mostrado en el campo de juego ya eran parte de su naturaleza.
Sin embargo, sus decisiones no eran siempre las correctas. Breland prefería equivocarse rápido que agonizar en la ambivalencia. Al poco tiempo de su desembarco en Washington, tanto sus asesores como la prensa habían registrado su asombrosa habilidad para evaluar rápidamente las opciones y sus posibles consecuencias, y tomar una decisión de la que estaba dispuesto a hacerse cargo. Los admiradores de Breland, al analizar sus mejores decisiones, lo definían como «incisivo»; sus detractores, al analizar las peores, lo llamaban «impulsivo».
Pero la decisión a la que se enfrentaba Breland ahora hacía que los engranajes de su motor de análisis se atascaran.
Las opciones eran bastante claras. El gobierno podía hacerse cargo y construir el Gatillo para sus propios fines, hacerse a un lado y permitir que Brohier y Goldstein lo lanzaran al mercado o bajar la cortina negra y enterrar el secreto en los sótanos de Yucca Fíats.
Pero las posibles consecuencias de esas opciones eran aterradoramente complejas: como tratar de hacer cincuenta avances en un partido de ajedrez en el que en cada lado había quinientas piezas. Para cuando Brohier y Goldstein se marcharon, Breland se sentía apabullado por la situación y poco preparado para afrontar la responsabilidad.
No era la primera vez que se sentía de ese modo, pero hacía mucho tiempo que no le sucedía. Cuando era un estudiante de dieciséis años de edad, tuvo que ser el lanzador de un partido en un torneo estatal, debido a que se descompuso el auto donde viajaban los dos principales lanzadores del equipo. No esperaba jugar, no había estudiado a los oponentes; de hecho, no estaba ni mental ni físicamente preparado. Además, la alineación principal erró cada tiro durante lanzamientos que parecieron durar eternamente.
En la soledad de un vestuario desierto, Breland, con los ojos llenos de lágrimas, se juró que nunca más haría algo para lo que no estaba preparado ni en lo que no pudiera dar lo mejor de sí. Hasta ese día, había dependido exclusivamente de su talento físico y jamás se había esforzado más de lo necesario. Desde ese día en adelante, siempre se ocupó de estar preparado para enfrentar el siguiente nivel, la siguiente oportunidad o desafío.
Breland trabajó más duro que nadie ese otoño y ese invierno. Ingresó en el All-State First Team cuando era casi un niño; fue seleccionado para jugar en un equipo profesional al egresar de la secundaria, pero prefirió una beca del estado de Florida en vez de un contrato millonario. Jugó cuatro años y se graduó con ocho trofeos, un título más seis créditos para acceder a un master, un contrato multimillonario y un sobrenombre: «Brisa», porque todo para él parecía tan fácil.
Nunca le gustó el sobrenombre porque pensaba que implicaba que no se veían sus esfuerzos. Era un sobrenombre que mejor describía al niño que había sido que al adulto en el que se había convertido. Sin embargo, cuando a Breland lo convocaron para un importante club después de vencer a bateadores durante media temporada, sintió que estaba preparado. Nada cambió cuando del juego pasó a la política y de la cancha a Washington: el día que se postuló estaba dispuesto a ganar y el día que ganó estaba dispuesto a trabajar. Incluso sus críticos más acérrimos reconocían que era un incansable trabajador.
Pero en ese momento él era su crítico más acérrimo y la única respuesta que tenía ante la incómoda sensación de estar enfrentándose a un problema que parecía superar sus recursos era trabajar más aún.
Breland pasó la mayor parte de la tarde consultando la Biblioteca del Congreso, a través de la computadora de su oficina privada. Los principales temas eran criminología e historia militar, aunque química industrial y el Proyecto Manhattan también merecieron su atención. Para comienzos de la noche ya había definido unos cuantos interrogantes que quería plantearles a los expertos. Levantó el teléfono y comenzó el desfile hacia la puerta de la Casa Blanca.
Siempre que podía, indagaba a los visitantes sin revelarles la existencia del Gatillo. Ahorraba una cantidad considerable de tiempo en una noche en que la mayoría de los hombres y de las mujeres que Breland había convocado pasaban una hora o más esperándolo impacientes en una antesala, preguntándose sobre qué sería tan urgente como para que interrumpiera sus horas de descanso.
Cuando se agotaban las formas de plantear las preguntas, Breland hablaba a grandes rasgos sobre el desarme, sin especificar los medios, o sobre generalidades relacionadas con el futuro de la tecnología de las armas. Sólo a sus últimos dos visitantes les dio una explicación completa como preámbulo.
Su conversación con el director del FBI Edgar Mills comenzó antes de la medianoche y era más de la una de la madrugada cuando Breland finalmente planteó la primera de sus dos preguntas al ex agente de campo de rostro sombrío.
—Director, si personas comunes pudieran acceder a esta tecnología, ¿qué clase de impacto tendría sobre el delito?
—¿A qué se refiere con «pudieran acceder»? ¿Al precio de un nuevo Mercedes o al precio de un traje barato?
—No me sorprendería ver los dos extremos de esa escala dentro de unos años.
Mills asintió y se acarició la cabeza, casi por completo calva.
—Estallaron noventa y tres bombas el año pasado, murieron casi doscientas personas. Un año tranquilo, comparativamente. Al precio de un Mercedes, quizás alteremos el plan de acción de cincuenta de esos incidentes… y terminemos con quinientos muertos.
—¿Cómo?
—No todas las bombas son para matar. Pero de todos modos tendrá noventa y tres explosiones, excepto que ahora algunas de ellas serán en las calles, en la hora pico, en vez de en una clínica desierta en la mitad de la noche.
Y no habrá tiempo para hacer la llamada y vaciar el edificio. De hecho, quizá terminemos la semana con tres o cuatro bombas en vez de dos, porque no tendremos la oportunidad de atrapar a algunas de estas personas antes de que estalle la bomba y porque este aparato va a sacar de las sombras a los mejores diseñadores de bombas, mientras que en la actualidad a veces los atrapamos porque los principiantes se equivocan.
—Pero una vez que empiecen a enterarse de que sus propias bombas van a matarlos, ¿eso no alterará la ecuación?
—Más bien pienso que va a alterar las tácticas —respondió Mills, frunciendo el entrecejo—. Hay muchas formas de entregar una bomba del tamaño de un paquete, además de llevarla hasta la puerta uno mismo. Servicios de mensajeros, UPS, traficantes de poca monta, y demás. Sólo es necesario buscar a alguien que vaya donde uno quiere llevar la bomba y colocársela debajo del auto. Ahora bien, a un precio accesible para la clase media, quizás alteremos el plan de acción de setenta incidentes y terminemos con doscientas explosiones y tres mil muertos.
—¿Por qué?
—Porque la gente de clase media vive y trabaja más cerca que la gente de los Mercedes. Según lo que usted dice, este dispositivo es un detonador que está activado todo el tiempo, con cables invisibles que se extienden a cientos de metros. Usted y su bomba pasan frente a un dispositivo instalado en el portón principal de una mansión, y usted y tal vez un guardia de seguridad y un jardinero mueren. Si pasa en auto frente a un dispositivo instalado en la entrada de un edificio, tal vez usted y cien residentes mueran. La cuestión es que cuantos más dispositivos haya circulando en la calle, mayor será la carnicería. Este aparato hará que las bombas sean más peligrosas para todos, no sólo para los potenciales colocadores de bombas.
—¿No cree que la gente cambiará su comportamiento cuando se enfrente a diferentes circunstancias?
Mills suspiró.
—Señor Presidente, hemos estado cambiando las circunstancias durante dos mil años y todavía queda mucha gente que tiene ganas de delinquir.
Breland asintió lentamente.
—Pero este dispositivo también hará que las armas sean menos peligrosas. ¿Cómo encajaría esto en lo que acaba de decir?
—Ahí es donde el verdadero problema comienza —dijo Mills, sacudiendo la cabeza—. En parte porque ésta es la manera en que el dispositivo va a terminar en las entradas de los edificios de departamentos en primer lugar: la gente estará pensando en armas en vez de en bombas. Pero en gran medida porque hay quinientos millones de armas en este país y las personas que las poseen están aferradas a la idea de que funcionarán cuando las necesiten. La Segunda Enmienda es un cable de alto voltaje, señor Presidente. Tiene una enorme carga de energía. No lo toque. Si lo hace, su presidencia se electrocutará.
—¿Usted cree que los dueños de las armas están igualmente aferrados a esas cincuenta mil muertes por disparos por año?
—Señor, esto puede sonarle frío, pero en tanto y en cuanto sea la familia de otro la que esté sangrando, sí. Le dirán que un tercio de esos disparos son suicidios y ¿de quién es la culpa? Le dirán que un tercio de esos disparos son chicos de pandillas que se disparan entre sí. Problema de ellos. Y tratarán de decirle que las víctimas que quedan son una tragedia, pero nada comparado con la cantidad de personas que habrían sido víctimas si no hubieran estado armadas, si los chicos malos no tuvieran nada de que estar asustados.
—¿Tienen razón?
Mills terminó la taza de café antes de responder.
—Sabe, cuando recorro el este de Los Ángeles o cualquier zona peligrosa pienso como un policía cínico y me pregunto cómo pude ser tan ingenuo como para creer que somos algo más que salvajes. Y cuando visito Sydney o Toronto, siento que descubro un mundo perdido llamado Civilización y me pregunto por qué diablos nosotros, los norteamericanos, no esperamos algo mejor de nosotros mismos. Pero no importa, señor Presidente, porque ellos creen que tienen razón. Nunca los hará cambiar de idea y nunca lo perdonarán por tratar de sacarles las armas. Además, si usted puede desarmarlos, ellos pueden desarmarlo a usted, y no podemos permitir eso. Ni aquí ni ahora.
Breland se recostó sobre el respaldo de su sillón y suspiró cansado.
—Director Mills, iba a pedirle un consejo sobre cómo manejar esta situación, pero me parece que ya dejó en claro su opinión. De todos modos, si no le molesta resumir su postura…
Mills se puso de pie y se preparó para partir.
—Hablando en nombre del FBI, preferiría enfrentar los problemas que tenemos ahora antes que los problemas que esta tecnología va a causar. Piérdala. Destrúyala. Déjela de lado.
La conversación del Presidente con el último visitante, el asesor nacional de seguridad, el general Anson Tripp, fue mucho más breve. Ahora que contaba con mayor información, Breland pudo reducir su exposición a diez minutos. Tripp pudo resumir sus respuestas aún más.
—General, si esta tecnología se aplica al campo de batalla…
—Más vale que seamos quienes la introduzcamos allí.
—Entonces, ¿cuál sería su recomendación?
—Constrúyanla, aprendan cómo aplicarla y luego cúbranla con una lona.
—Un arma secreta.
—Sí.
—¿Sería de algún modo disuasivo que hiciéramos saber que contamos con este dispositivo?
—Señor Presidente, no hay nada más efímero que una ventaja táctica que sea resultado de un avance tecnológico. Tampoco hay nada que sea de mayor valor. Si no lo mantenemos en secreto, no servirá como arma.
Cuando Tripp se marchó, la antesala quedó finalmente vacía. Breland inició una caminata por el oscuro parque para ordenar sus confusos pensamientos. Al detenerse en la fuente, miró hacia Ellipse y la sobresaliente punta del Washington Monument, que estaba bañado por un suave resplandor amarillo reminiscente de la luz de la luna. Trató de mirar no sólo hacia la calma noche, sino hacia el ensombrecido futuro.
Breland tenía casi cincuenta años. Demasiado viejo como para tener vanas ilusiones sobre la profundidad de las pisadas que estaba imprimiendo sobre Washington. Al igual que la mayoría de sus predecesores, había recibido una intensa educación sobre los límites de las atribuciones presidenciales. Cuando necesitaba aclarar sus ideas, a menudo terminaba sus días en bata, en su oficina privada, leyendo de su colección de memorias presidenciales, en especial aquéllas que pertenecían a hombres para quienes las guías de turismo no incluían ningún monumento. Había llegado a la conclusión de que si bien los presidentes a veces se perdían la oportunidad de alcanzar el esplendor, ningún presidente podía crear esas oportunidades. Esos momentos llegaban a ellos atraídos por hechos externos a las paredes de la Casa Blanca.
Con una seguridad que no podía explicar, Breland supo que éste era su momento. En los próximos cincuenta años, la única huella de su paso por la presidencia serían las consecuencias de su decisión sobre el Gatillo, duplicadas si no había hecho lo correcto.
Se dijo a sí mismo que le importaba menos que lo recordaran bien que hacer el bien, y era probablemente cierto. Les había dicho a los votantes: «Podemos hacer las cosas mejor» y ahora su profunda y osada convicción de que el mundo podía ser mejor sería desafiada, con una prueba diseñada por un malhumorado genio y entregada por un magnate idealista, quienes lo miraban con el escepticismo con que se observa a un joven inexperto. En cuanto al orgullo involucrado en la toma de decisiones, estaba vinculado a su deseo de no decepcionar a quienes lo eligieron para gobernar, ya fuera que parecieran admiradores o sonaran como padres.
Pero era mucho más importante estar a la altura de las circunstancias y aferrarse a las oportunidades que ofrecía. Era importante actuar con sensatez. Cada vida afectaba a diez más, y la línea entre la vida y la muerte, entre la salud y la enfermedad, entre la felicidad y el miedo, podía cruzarse en un abrir y cerrar de ojos. Los monumentos no eran importantes. El sufrimiento sí era importante, porque era real y muy a menudo innecesario.
Y al analizarlo bajo esa luz en los desiertos jardines de la Casa Blanca a las tres de la mañana, Breland se dio cuenta, con un cansado alivio, de que no era necesario apresurar una decisión. Podía permitirse un descanso, cerrar los ojos con el problema aún sin resolver y retomarlo al día siguiente. El mañana llegaría pronto.
La Casa Blanca estaba repleta de espías y algunos de ellos pertenecían al bando del secretario de Estado Devon Carrero.
Después de veintidós años en el cuerpo diplomático, incluyendo destinos importantes como Bonn, Beijing y Tokio, Carrero había aprendido cuál era el valor de la información y dónde obtenerla. Cualquier cambio en la agenda del Presidente, cualquier visitante inesperado, cualquier reunión que no aparecía en el boletín diario que se le proporcionaba a la prensa eran informados rápida y discretamente a Carrero. Dado que sabía que la mayor parte de lo que verdaderamente importaba en Washington ocurría fuera de la vista, Carrero estudiaba la ciudad como si estuviera al frente de una legación en la capital de una potencia extranjera, siempre alerta a aquellos indicios que inevitablemente anunciaban cambios.
La prensa señalaba a Carrero como uno de los miembros de la «vieja guardia» del equipo de Mark Breland. Breland no había estado en el mundo de la política lo suficiente como para acumular muchos amigos o compromisos y había integrado su gabinete con personas con antigüedad en la función pública, quienes ocupaban sus puestos no por amistad con el Presidente ni por lealtad al Partido, sino debido a su experiencia, conocimientos y conexiones. El hecho de que esto se considerara extraordinario hablaba sobre las prácticas y las prioridades de los predecesores de Breland.
Como recién llegado, Breland no les daba demasiada importancia a los rituales y la etiqueta del círculo más cercano. Carrero había sufrido los primeros desaires en silencio. Pero cuando lo excluyeron de la intervención a Ruanda —el embajador ante las Naciones Unidas se convirtió en el centro de atención en vez de él y, además, no supo estar a la altura de sus responsabilidades—, Carrero elevó su nivel normal de exagerada curiosidad a categórico espionaje.
—Quiero hacer todo lo que esté a mi alcance para evitar futuros desaires —les dijo a sus informantes—. Aquéllos que hace más tiempo que estamos aquí tenemos que ayudar para que el Presidente tenga éxito en su gestión. Pero no puedo lograrlo si el Presidente me hace a un lado; tampoco puedo ofrecer mi ayuda si no sé lo que está sucediendo.
Pero en esa mañana gris y ventosa de primavera, las piezas del rompecabezas estaban encajando lentamente. La creciente lista de visitantes era sin duda un misterio; entre ellos, se encontraban dos sociólogos, un psicólogo, el historiador principal de la Biblioteca del Congreso, el vicepresidente de la Sociedad Norteamericana de Química, el presidente de una empresa de demoliciones, media docena de hombres del Pentágono (incluyendo a un mayor general de la Escuela de Guerra del Ejército) y el coordinador de Carrero en contraterrorismo, Donald Lange.
Carrero, más preocupado que enfurecido, convocó a Lange a su oficina.
—Don, me gustaría que me informara sobre su reunión con el Presidente —le dijo y recurrió a toda su experiencia para esbozar una sonrisa convincente y simular un tono de voz casual y conmovedor.
—No hay mucho para contar, señor secretario —respondió Lange—. El Presidente me pidió algunos datos y cifras sobre tendencias en el terrorismo internacional…
—¿Qué tipo de datos y cifras?
—Cantidad de grupos antiterroristas activos, cantidad de incidentes por año, muertes por año; nada que no incluya en el informe anual, excepto que el informe anual está seis meses desactualizado. Estaba muy interesado en tendencias y patrones en cuanto a metodologías. Me hizo unas cuantas preguntas sobre eso.
—¿Quién más estaba allí?
—La mayor parte del tiempo, sólo yo. El secretario Nolby entró y salió algunas veces. Vi al secretario de Defensa cuando estaba por ingresar en la oficina, pero se había ido para cuando terminamos.
—¿Estaba presente un estenógrafo?
—No, no se hizo un acta de la reunión. El Presidente tomó algunas notas, eso es todo. Ahora que lo pienso, eso es bastante extraño, ¿no es cierto?
Carrero no respondió la pregunta.
—¿Cómo se arregló esta reunión?
—Recibí una llamada esta mañana en la que me pidieron que fuera a ver al Presidente. Pensé que se trataba de una broma. Aun en Washington, las llamadas que empiezan con «Habla el Presidente» no son demasiado frecuentes. ¿No sabía sobre la reunión? Lo habría notificado si hubiera sabido que no iba a formar parte.
—Sí, estaba enterado —dijo Carrero de inmediato—. Quería estar seguro de que todo hubiera salido bien teniendo en cuenta el poco tiempo con el que se organizó.
—Entonces, ¿puede decirme de qué se trata?
—Lo siento, Don —contestó Carrero con una sonrisa a modo de disculpa—. No puedo responderle eso ahora. Comprenderá.
—Por supuesto. Bueno, si puedo ayudarlo de algún otro modo…
—Gracias.
Caminando de un lado a otro en su oficina, Carrero analizó la lista: el secretario de Defensa, el secretario de la Presidencia, contraterrorismo, la primera plana militar, psicología y sociología, líderes industriales. La conclusión era una amenaza terrorista: una creíble e inminente amenaza, probablemente a una planta de químicos. Extrajo el teléfono de un bolsillo interno de su saco y llamó a su secretaria.
—Clara, ¿podría comunicarme con Richard Nolby? —Mientras aguardaba, se acercó a la ventana y desplazó la mirada por la ciudad hacia la Casa Blanca. «Principiantes», pensó bruscamente. «Demasiados principiantes».
—Señor secretario, tengo al señor Nolby en la línea.
—Gracias, Clara. —Oprimió un botón y oyó el sonido que indicaba la acción de los dispositivos de decodificación digitales—. ¿Qué sucede allí? Quiero ver al Presidente, y pronto. Si lo que he oído se sigue esparciendo, podríamos estar enfrentándonos a una situación muy seria…
Nolby se opuso, pero Carrero estaba dispuesto a no dejarse disuadir. El secretario de la Presidencia era un peso liviano, un portero. No era su función decidir sobre políticas o controlar el acceso de los miembros del Gabinete al Presidente. Y si pensaba que lo era, entonces se merecía que lo pusieran en su lugar aquéllos que entendían cómo funcionaban las cosas.
—Voy a su oficina —anunció Carrero—. Avísele al Presidente que voy para allá. Y ni siquiera se le ocurra dejarme plantado en la puerta, a menos que quiera que este entredicho cuente con un público más grande, porque no pienso marcharme en silencio.
Un destello de esperanza reemplazó la sorpresa en la mirada del Viejo León mientras escuchaba a Breland. A medida que ese destello se volvía más intenso, las décadas iban desapareciendo de su rostro.
—Esto es fantástico. Va más allá de cualquier cosa que hubiera esperado. Señor Presidente, debemos contar con estos dispositivos en nuestras embajadas. ¿En cuánto tiempo estarán disponibles?
Breland sacudió la cabeza.
—No he decidido aún si vamos a fabricarlos y, en caso de hacerlo, cómo los usaremos.
—¿No lo ha decidido o no lo ha anunciado? No, eso no es propio de usted. Entonces, voy a decirle algunas palabras, señor Presidente, teniendo en cuenta que mi opinión no ha formado parte de sus deliberaciones.
—Adelante.
—Gracias. —Los ojos del diplomático se entrecerraron y el peso de los años volvió a dibujarse en su semblante—. Señor Presidente, no me agradan los funerales. En especial no me gusta, como hombre mayor, asistir al funeral de un hombre o mujer joven. Y los peores días de mi vida son cuando debo asistir al funeral de un hombre o mujer joven que murió cumpliendo con un trabajo encargado por mí.
»Señor Presidente, nuestras misiones están sitiadas. No tenemos grandes adversarios, sino miles de enemigos declarados. Hay incidentes todos los días, heridos todas las semanas y tenemos conciencia en forma permanente de que somos el blanco principal de nuestros enemigos. Una embajada es un puesto de avanzada en territorio hostil. Cuando nos olvidamos de eso, hacemos que la gente que trabaja allí lo haga en situación de riesgo.
»El cuerpo diplomático en el extranjero paga el precio de las decisiones que se toman aquí. Y una puerta de acero y un marine como guardia no son protección suficiente. No creo que necesite recordarle, pero igualmente lo haré, porque la que está muriendo es nuestra gente. Once fueron asesinados por un misil en Atenas; tres de ellos habían sido huéspedes en mi casa. El embajador Warton murió a causa de un francotirador. Un auto bomba en Ankara, con la seguridad estatal mirando para otro lado. Sofía. Tashkent. Jakarta. Mis recuerdos se remontan hasta Nairobi y Dar es Salaam.
—Los míos también —reconoció Breland.
—Entonces, quizá se habrá dado cuenta de que ya no nos sorprendemos cuando ocurren estos ataques, ya no sentimos furia. Mi departamento ha repatriado cadáveres de doce países en los últimos diez años. —Carrero dudó; su boca hacía un esfuerzo por pronunciar las palabras—. Uno de esos cuerpos era del hombre que estaba comprometido para casarse con mi hija. Era un analista de nombre John Dugan, asesinado cuando un grupo invadió la embajada en Ammán. Un hombre brillante, gentil y alegre. Me hubiera agradado tener nietos de él y de Jeanne.
Al referirse a la pérdida de su propia familia, Carrero pareció hundirse en la tristeza por un momento. Pero acechando detrás de esa tristeza, estaba su ira; en el momento que se tomó para beber el vaso de agua, esa ira volvió a aflorar.
—Señor Presidente —dijo con una voz suave que era todo acero—, no puede pedirle a esta gente que arriesgue la vida por servir a su país y no hacer todo lo que está en su poder para minimizar ese riesgo. Todo lo que no se haga para mejorar esta situación es vergonzoso, indigno. Si este dispositivo puede desarmar a un grupo terrorista, detonar una bomba mientras todavía está lejos de la puerta principal, destruir un misil en vuelo, entonces debemos fabricarlo y debemos usarlo. Eso es lo que nos exige nuestra conciencia.
Carrero hizo un esfuerzo para ponerse de pie, y rechazó la mano que le ofreció ayuda.
—Me ha escuchado cortésmente, señor Presidente. No lo obligaré a ser descortés. Sé cuando tengo que irme. Sólo le pido que antes de decidir, piense en cómo se sentirá cuando explote la próxima bomba o haga impacto el próximo misil, y debamos juntos asistir a los funerales. Que tenga un buen día, señor Presidente.
La puerta recién se había cerrado tras la salida de Carrero cuando volvió a abrirse para que ingresara Nolby.
—¿Todo bien, señor Presidente?
—Mantuvimos una conversación productiva. Necesitamos agradecerle al secretario Carrero por señalarnos nuestros descuidos. Debemos salir de esta pecera.
—¿Qué le diremos a la prensa?
—Invente algo —respondió el Presidente. Levantó el teléfono y en instantes estuvo comunicado con Hollow Oak—. Señor Goldstein, habla Mark Breland. He tomado una decisión. ¿Podrían usted y el doctor Brohier reunirse conmigo en Camp David para hablar sobre el paso siguiente? Bien. No, yo notificaré al senador. Sí, dispondremos el transporte.
Colgó y levantó la mirada y vio que Nolby lo observaba con ceñudo descontento.
—¿Qué?
—Vamos a fabricarlo.
—Sí. ¿Aún tiene dudas?
—Más que eso. Me da un pánico terrible. No creo que estemos lo suficientemente preparados como para comprender todas las ramificaciones.
—Hay mucho que hacer —dijo Breland asintiendo—. Pero estoy convencido de que debemos llevar adelante este proyecto. Daremos un paso por vez y mantendremos a Wilman y a Goldstein a raya. No los dejaremos a cargo de todo. Este proyecto me resulta tan abrumador como a usted, Richard, pero es lo que debemos hacer. Y voy a necesitar su ayuda si vamos a hacerlo como corresponde.
—Estoy a su disposición. Aún soy parte del equipo —respondió Nolby, aceptando sin demasiado entusiasmo.
—Bien. Entonces, reunamos al resto del equipo y empecemos con esto. Quiero que estén Stepak, Carrero, Mills y también Davins, de la Agencia de Seguridad Nacional.
—Deberíamos convocar a la vicepresidenta.
—No. Toni no puede aportarle nada al proyecto en esta instancia.
—Bien. Harvey Tettlebaum entonces, el asesor científico —sugirió Nolby.
Breland sacudió la cabeza.
—Reunamos a todos los que ya saben sobre esto alrededor de una mesa al mismo tiempo antes de empezar a hablar sobre quién más debería integrarse al equipo. Nadie que no sea indispensable va a formar parte de esto.
—¿Ya ha logrado que el senador Wilman apruebe esto? —preguntó Nolby con tono desafiante—. El hombre es una verdadera amenaza para la seguridad. El doctor Brohier también podría ser una amenaza.
—Ellos vinieron a buscarnos, por lo tanto, es probable que quieran algo de nosotros —dijo Breland cuando se ponía de pie—. Ya veremos cómo lo resolvemos. Empecemos a calentar los motores.
El lugar de la primera reunión de lo que Nolby había burlonamente bautizado la «Guardia del Gatillo» era tan ruinoso como cualquiera que Karl Brohier hubiera imaginado. Como la madera desgastada y las múltiples capas de pintura demostraban, la Cabaña C era de la época de los orígenes de Camp David, un refugio juvenil en la cima de la montaña. La superficie de la extensa mesa estaba tan arruinada que era imposible escribir sobre ella y un vidrio descuidadamente dispuesto estaba en peligro de caerse.
Los hombres que se sentaron a la mesa no desentonaban con la informalidad del entorno. La camiseta de béisbol que Breland vestía junto con unos jeans estaba manchada y descolorida. Goldstein tenía una remera de la Universidad de Georgetown, con las mangas levantadas por encima de sus huesudos codos. Nolby ocultaba su incipiente calvicie con una gorra negra de béisbol, con el logo de Chevrolet, y su comunicador sobresalía del bolsillo delantero de su camisa de leñador. Un B-25 de la Segunda Guerra Mundial amenazaba a los concurrentes desde la camisa del general Stepak. Incluso Carrero, siempre muy formal, había reemplazado el traje y la corbata por una remera de buena marca, si bien sus zapatos negros de etiqueta no quedaron en buen estado después de pisar el barro que dejó una lluvia nocturna.
También se dejó de lado todo tipo de ceremonial y protocolo. Cuando un agitado Edgar Mills finalmente apareció, el Presidente se dirigió a su silla y esperó a que los otros se dieran cuenta e hicieran lo mismo.
—El señor Nolby ha aceptado tomar nota —dijo Breland—. Ustedes pueden hacer lo mismo, pero deben comprender que sus notas serán documentos confidenciales y deberán manejarlos de esa manera.
»Algunos de ustedes me recomendaron que el Gatillo no sólo debía ser confidencial, sino completamente destruido. Pero el hecho es que no tenemos tanto poder como para anular este descubrimiento. Podemos negárnoslo a nosotros mismos, pero no negárselo a los chinos o a los hindúes o a los rusos.
»Por lo tanto, he decidido que actuaremos con la mayor rapidez posible para desarrollarlo y, al mismo tiempo, haremos todo lo posible para controlarlo por todo el tiempo que podamos. Pero no nos engañemos. En mi primera reunión con los servicios de inteligencia como presidente, me dijeron que debía considerar que aquel material clasificado como “Confidencial” dejaría de serlo en seis meses, “Secreto” en dieciocho y “Máxima confidencialidad” en tres años. Entonces ése es nuestro margen de ventaja. En tres años, todos van a contar con esta tecnología.
»Estoy autorizando un extenso trabajo de investigación, un extensivo programa de pruebas y la producción inmediata —dijo Breland y logró un gesto de aprobación con la cabeza por parte del doctor Brohier—. Quiero que los construyamos como armas tácticas para las fuerzas armadas. Los construiremos como escudos contraterroristas para dependencias del gobierno tanto aquí como en el exterior. Y si la investigación da resultados, existe la intención de usar el Gatillo en el dominio público.
»Les pido a los Laboratorios Terabyte que proporcionen dos prototipos cuanto antes, para que podamos empezar a investigar cuan útil es en su estado actual de desarrollo. —Breland miró a Brohier.
—Creo que podremos lograr eso en dos semanas, señor Presidente.
—Pienso que necesitaremos todo ese tiempo para decidir quién estará a cargo de ellos y dónde se llevarán a cabo las pruebas. Doctor Brohier, quería preguntarle si cree que sería posible colocar una unidad del Gatillo en órbita.
—¿Para defensa contra misiles?
—No, enfocado hacia la Tierra. Para atacar un foco de insurrección, del mismo modo que el Servicio Forestal combate el fuego con tanques aéreos. Imagine cuan diferente habría sido el desarrollo del conflicto en Kosovo si simplemente hubiéramos podido desarmar a los serbios.
Una inusitada ola de optimismo encendió la mirada de Brohier.
—Sin duda, hay una cuestión de alcance de la que debemos ocuparnos; la versión actual no nos da la opción de apuntar. Tendremos que ocuparnos de eso, señor Presidente. No puedo asegurar que sea posible, pero es un punto interesante.
—Entonces, incluyámoslo en la lista —dijo Breland—. Doctor Brohier, quiero que su gente se ocupe de esto. Propongo que le paguemos a Terabyte la inversión hasta el momento en esta investigación y que hagamos un contrato con usted y su equipo de investigación para que sigan prestándonos sus servicios. No estoy seguro de quién va a supervisarlos, pero no veo razón alguna para que usted no continúe personalmente dirigiendo la unidad. Sin embargo, es imprescindible que crezca y rápido. Y no creo que Columbus sea el lugar para eso. ¿Aún está interesado?
—Estaba dispuesto a pelear si usted trataba de hacerme a un lado, señor Presidente.
Breland rio y se dirigió a Goldstein:
—Señor Goldstein, necesitaremos construir estos sistemas en algún lugar. Quizá podamos persuadirlo de que proporcione las instalaciones apropiadas para la producción.
—Estaremos encantados de competir por lograr el trabajo, señor Presidente.
—Eso no será necesario. Ahora bien, senador Wilman… —Sacudió la cabeza—. Le estoy agradecido por haberme puesto en contacto con estos hombres. Pero honestamente no sé cuál puede ser su función en este proyecto de ahora en adelante.
—Hágame caso, señor Presidente. Yo seré su conciencia —respondió Wilman—. Necesita a alguien que no le deba nada para que se asegure de que juega dentro de los límites, para asegurarse de que recuerde que esto no se trata de la Casa Blanca o del Washington Post o de la próxima elección o de la posteridad o de poner contento al Pentágono. Creo que ya sabe todo eso, pero las buenas intenciones a veces se desvirtúan.
—Eso es cierto —admitió Breland—. Muy bien. Acepto su oferta. Todos van a participar, ¿no es cierto? —Cuando todos asintieron, se puso de pie—. Richard tiene algunos papeles para que firmen y, una vez que hayan terminado con eso, podemos comenzar a ocuparnos de los detalles. Hay mucho para hacer.
Cuando el Presidente se retiró, Nolby deslizó una pila de papeles frente a Brohier y colocó una lapicera sobre ellos.
—Tres documentos, tres firmas —dijo el secretario. Mientras Brohier acercaba el primero hacia él y miraba las hojas, Nolby agregó en voz baja—: Nunca respondió a mi pregunta. ¿Quién de su personal sabe? Necesito una lista antes de que termine el día.
Brohier alzó la vista y sostuvo la mirada de Nolby.
—Señor Nolby, no le prometo nada a nadie excepto a mí mismo. La gente de la que habla trabaja en Terabyte, no para Terabyte; no son de nuestra propiedad. Les comunicaré su oferta. Y ellos tomarán sus propias decisiones.
—Pero Terabyte es el propietario de este descubrimiento, ¿no es cierto? Tiene ese control sobre ellos.
Brohier se rio con sorna, garabateó su nombre y deslizó el juramento de seguridad por la mesa.
—No es tan simple, señor Nolby, no con gente que está acostumbrada a pensar por sí misma. Puede lograr que firmen todos los papeles que quiera, pero será como pedirle a un caballo que se quede en el establo.