Hong Kong, China. En una medida extrema para terminar con las demostraciones en contra del gobierno de Beijing que se extendieron durante dieciséis días seguidos, el nuevo gobernador militar del Distrito Especial de Hong Kong declaró hoy un toque de queda de veinte horas que permite los desplazamientos sólo entre el hogar y el trabajo. El gobernador Han Lo anunció que los soldados del ejército chino estaban autorizados a tirar a matar si «alborotadores traicioneros» desafiaban la orden. Por lo menos doce manifestantes y cinco agentes de policía murieron en enfrentamientos anteriores en los Jardines Botánicos de la ciudad y en la costa de Victoria en el área universitaria.
Historia completa - Hong Kong desde la unificación - Han Lo Bio - Siga esta historia con Sky-Scan
La oficina de Grover Andrew Wilman en el edificio Humphrey de oficinas del Senado era en general la primera de ese piso en cobrar vida todos los días, y la última en cerrarse por las noches. La jornada de trabajo de su primer secretario administrativo y de su primer secretario legislativo comenzaba a las siete de la mañana, lo cual ya era bastante temprano para lo normal en el Congreso. Pero frecuentemente encontraban a su jefe que se les había adelantado una hora o más, y que con una eficiencia terrorífica había hecho ya el trabajo de una mañana entera antes de que ellos llegaran.
La mayoría de las mañanas la primera tarea que Wilman se imponía era responder lo que él llamaba «el correo de los perros locos». Los esfuerzos de su coalición prodesarme, Razón sobre la Locura, por educar y aprobar leyes de su coalición generaban una corriente constante de correo crítico y frecuentemente hostil, en forma de vídeo, audio y texto. Aun después de filtrar las diatribas anónimas e imposibles de responder quedaban cientos de mensajes por día de gente que sentía la obligación de contarle a Wilman simplemente que estaba engañado, mal aconsejado, y equivocado, o que era un ignorante y desleal.
—Me hace correr la sangre mejor que cualquier cantidad de café —explicaba cuando se le preguntaba por qué se tomaba la molestia de responder mensajes que otros ignorarían—. Y les sorprende tanto cuando reciben algo personalmente de mí que a veces se detienen a reconsiderar su posición. Aparte, tengo una confianza irracional en el poder de la razón.
Las primeras horas de la mañana eran un buen momento también para hacer teleconferencias con sus aliados en Europa. Razón sobre la Locura tenía sedes en cuarenta y un países, y socios legislativos que habían firmado las Declaraciones del Sentido Común de la agrupación en casi la mitad de ellos. Por supuesto, esa alianza convirtió a Wilman en un blanco favorito de los ultranacionalistas cristianos y de los grupos extremistas que creían en las conspiraciones internacionales.
De alguna manera, Wilman salvaba esos obstáculos de paso. A un nivel, era sólo ruido. En otro nivel, era la confirmación de que su mensaje estaba llegando. Eso, sumado a la corriente paralela de cartas de apoyo y la ocasional conversión de un oponente, era suficiente para confirmarlo en su dirección. Su cruzada no estaba guiada por las encuestas ni tenía un horizonte corto ni era un truco mediático para la reelección. Era un compromiso de principios, de largo plazo, para cambiar la manera en que la gente pensaba acerca de los conflictos. Conocía muy bien el progreso de ese esfuerzo por el correo de los perros locos.
La oficina de Wilman era tan poco convencional como su política y tan obstinadamente confrontativa como su personalidad en el recinto del Senado. El adorno típico para el escritorio de un senador era una gran bandera norteamericana, ubicada donde las visitas no pudieran ignorarla y las cámaras no dejaran de tomarla. En la oficina de Wilman ese espacio principal era ocupado por una foto ampliada y enmarcada de un aviso de Razón sobre la Locura: el polémico «collage de cadáveres» con fotos de la morgue y de crímenes con una leyenda en negrita que decía «Las armas no matan a la gente», y un sarcástico «¿Hay alguien que se crea esto todavía?» debajo.
En el resto del salón, faltaban los típicos títulos honorarios y la galería personal de fotos, y en su lugar había palabras e imágenes de héroes y pioneros de los movimientos por la paz y el desarme. Era el Salón de los Famosos privado de Wilman, un templo para un ideal filosófico que durante más de un siglo y medio había perdido siempre detrás del espíritu de la época: el hombre como un simio asesino, y la evolución sangrienta con garras y dientes.
Las únicas imágenes de Wilman eran las caricaturas en dos historietas políticas y una fotografía cubierta por un vidrio de Wilman con la cuadrilla de su tanque en las arenas fuera de Ay Najaf en Irak. Al lado de la fotografía se veían los galones militares, medallas de servicio y un certificado de exoneración honrosa.
«Tengo el derecho moral», rezaba la fotografía. «No pueden invocar cobardía, o deslealtad o miedo, y luego ignorarme. Tienen que asumir la cuestión moral que hay en nuestro desafío». Y un año antes, esa fotografía había hablado lo suficientemente fuerte en los afiches de campaña y le había dado a Wilman una victoria muy ajustada y otros seis años como senador principal del estado de Oregon.
—Ningún otro estado de la Unión lo hubiera enviado a usted a Washington —dijo su oponente demócrata en una conversación privada—. Y ningún otro estado lo hubiera vuelto a enviar tras darse cuenta de lo que habían hecho. Con todo, por el problema que usted le ocasiona a la dirigencia republicana, y por el bien que hace al intentar restregar nuestras narices en la mierda, casi no me importa perder ante usted. Y si usted le dice al presidente de mi partido que yo dije eso, me ocuparé de que su incestuoso nidito de maricones tecnócratas moralmente quebrados no vuelva a recibir jamás ni cien dólares de mi esposa en donaciones.
Ésa era, esencialmente, la paradoja Wilman, y que resumía no solamente la campaña, sino toda su carrera en política. Sus amigos y aliados se ofendían con él y sus enemigos lo admiraban por la misma razón: su obstinada franqueza, la aspereza al servicio de una mente penetrante y perspicaz y su compromiso intransigente con los principios por sobre la practicidad. Como dijo la principal revista de actualidad In Touch, era el prototipo de antipolítico.
«Él viola reglas consideradas sacrosantas, pero a sabiendas, por necesidad, no por simple provocación —escribió el redactor de política de la revista al presentar la personalidad de Wilman—. Comete errores que se consideran fatales, y sin embargo sobrevive, porque la pasión es algo raro y por lo tanto muy preciado en esta ciudad normalmente fría».
«Grover Wilman nos hace sentir inmediatamente orgullosos e incómodos, como si conociéramos la verdad de sus palabras pero no tuviéramos esperanzas de poder vivir a la altura de sus ideales. En ningún momento, en mi experiencia de treinta años en estos corredores, ha habido un iconoclasta tan grande o un intelectual de comparable influencia en el Congreso. Claramente inelegible como presidente, se halla en este momento en la cima de su poder. Y cuando las masas se cansen de su mensaje que tiene algo de prédica, como lo harán inevitablemente, la Ciudad de los Niños, el pulso de este corresponsal y el diálogo nacional se verán más pobres con su ausencia».
Indiferente al elogio, Wilman le envió al editor una copia del artículo con «como lo harán inevitablemente» marcado en rojo y una nota manuscrita garabateada abajo: «Si la civilidad es pasajera, la civilización es una fantasía. ¿Esto es lo mejor que puede ofrecer a sus hijos?».
—Para mí, esto es lo mejor —dijo Toni Barnes. La diseñadora gráfica cambió el marco y mostró otro esbozo en la pantalla de vídeo gigante del salón de conferencias: una fotografía monocromo de ocho adultos en círculo, cada uno apuntando con un revólver a la persona de la izquierda—. Podemos usar algo así como «¿Se siente seguro ahora?» como la frase anzuelo, y luego «La matanza termina cuando nosotros terminamos con ella» como el remate.
—Me sigue gustando la primera —dijo Evan Stolta, el consultor estratégico de Razón sobre la Locura. Alcanzó y trajo a la pantalla una foto de un niño de tres años en uniforme militar con un rifle de asalto—. Gancho y remate en cinco palabras: «Ahora es todo un hombre». Simple, y poderoso.
—Deja de pensar como un presumido liberal egresado de Yale —dijo Barnes—. Hay mucha gente por ahí que no va a pescar el tono y que pensará que es una imagen muy dulce.
—No hay nada que podamos hacer para ayudar a los que carecen de ironía —dijo Stolta, algo molesto por la observación—. ¿Qué quieres? ¿Humo saliendo del caño y otro niño tendido sobre un charco de sangre?
—Déjame verlo —dijo el senador Wilman, que estaba sentado en su silla, atento a la discusión.
Con la mirada seria, Barnes volvió a su panel. En instantes la imagen blanco y negro adquirió color. No mucho después, un cadáver.
Wilman movía la cabeza cuando Barnes se volvió para pedirle su opinión.
—No, no, no. Nunca hemos falsificado una víctima en nuestro material y esto ni siquiera es lo suficientemente efectivo como para hacer una excepción. Pero me gusta el color. ¿Por qué últimamente caemos en este camino trillado de arte culto estilo Wiesenthal o Bergman? Esta gente a la que queremos llegar no vive en un mundo blanco y negro, y tenemos que conectarnos con el lugar donde vive.
—Nosotros… —comenzó Stolta, pero no pudo seguir.
—Toni, tu círculo de inseguridad funcionaría igualmente bien en color —prosiguió Wilman—. Mejor, porque la gente los mirará como familiares y vecinos, en lugar de personajes de una película negra de misterio y asesinato. Puedes mover la fuente de luz alrededor si quieres para jugar con el subtexto emocional. Muéstrame algo para el fin del día.
Barnes asintió y empezó a cerrar su marco. Apenas un instante después, Wilman volvió su atención a Stolta.
—Evan, ¿qué ocurrió con lo que hablamos la semana pasada? ¿Lo de ir a los proveedores de contenidos? No podremos de ninguna manera comprar o mendigar suficiente ancho de banda para competir con las bibliotecas de programas de Turner, Sony y Bertelsmann. Van a tener que hacer algo para ayudarnos.
—No quieren hablar con nosotros —dijo Stolta, encogiéndose de hombros.
—Por supuesto que no —dijo Wilman poniéndose de pie—. Están sentados sobre cientos de miles de horas de material de programas que están basados en la premisa de que el entretenimiento es ver a hombres que mutilan, torturan y matan a otros hombres. Pero tu tarea es lograr la manera de que hablen con nosotros.
Stolta movía la cabeza.
—Tienen una inversión enorme de inventario.
—Un inventario de veneno. Necesitamos que empiecen a mirar esas bibliotecas como riesgos, no como ventajas —dijo Wilman de manera cortante—. Tenemos que ayudarlos a ver que hay una dimensión ética en lo que están haciendo que va más allá de la oferta y la demanda.
Y si eso significa golpear en puertas cerradas y mentes cerradas hasta que se abran, eso es lo que deberemos hacer. Ahora, si ustedes están demasiado quemados para esa clase de lucha…
—Ponme en tu agenda para el viernes —dijo Stolta—. Intentaré tener algunas ideas para ti para entonces.
—Bien. —Wilman miró su reloj—. Tarde para mi reunión. ¿Sistema?
—Listo —dijo la voz sintetizada del controlador de la sala de reuniones.
—Fin del diario de reunión.
—Verificado —dijo la voz de la sala—. ¿Quieres que haga un resumen y distribuya notas?
—No. Sólo guárdalo. —Luego Wilman levantó los ojos y lanzó una mirada de simpatía a los demás—. Este camino es cuesta arriba todo el tiempo. Y eso es difícil. A veces cuando me siento desanimado, pienso en cambiar el nombre de la coalición por el de «Sociedad Sísifo». Hasta ahora me las he arreglado para evitar eso haciendo redactar documentos, gracias al cielo, puesto que es un nombre que sólo un presumido liberal egresado de Yale podría apreciar. —Le guiñó un ojo a Stolta, y su sonrisa brilló hasta poner un poco de humor travieso en sus ojos.
—Una oportunidad perdida —dijo Stolta—. Sólo piensa en el llamativo logo animado que podríamos haber tenido para nuestros sitios en la Web.
Wilman levantó su portafolio, lanzando una carcajada.
—Estaré de vuelta en la oficina en una hora. Si aparece algo urgente antes, Marina sabe cómo contactarse conmigo.
Una brisa suave soplaba por el Cementerio Nacional de Arlington, mitigando un poco el caluroso día que amenazaba con convertirse en un típico día de verano opresivo y húmedo en Washington. Aun así, Wilman estaba transpirado cuando pasó por la entrada Sheridan para ir a la colina baja donde descansaban los restos de Dayton Charles Arthur Deich a la sombra de un arce centenario. El árbol interrumpía una línea de lápidas blancas de mármol, y sus raíces habían torcido en su avance la lápida de Dayton unos grados.
Durante el último año, la única visita a la tumba de Dayton había sido un soldado del Tercer Regimiento de Infantería, quien se detuvo poco tiempo allí para colocar una pequeña bandera norteamericana frente a la lápida como preparativo para el día de homenaje a los soldados muertos en campaña. Por medio de esta tradición anual, la Antigua Guardia recordaba y honraba el servicio y el sacrificio del soldado. Pero probablemente nadie más lo hacía.
Dayton había muerto a medio mundo de distancia y más de medio siglo antes. Fue un cabo conscripto que cayó durante un duro invierno en Corea en una derrota aún más dura: la sangrienta retirada a Húngnamni. Murió a los veintiún años y no dejó descendientes. El más cercano de sus primos vivos estaba a tres generaciones y cinco estados de distancia.
Pero no sólo Dayton desapareció de la vista de todos. Después de que murieran los veteranos más jóvenes de Corea, la guerra de Dayton pasó de ser un recuerdo a ser historia. Luego, empezó a ser considerada apenas una escaramuza de la Guerra Fría que no ostentaba canciones patrióticas ni imágenes triunfantes, hasta perder todo su dolor y pasión.
La conciencia colectiva ignoraba hasta los hechos más básicos acerca de ella. Era raro que un ciudadano supiera de Corea más de lo que se podía entrever a partir de la típica telecomedia situada allí. Ridgeway y MacArthur, Pusan, Inch’ón y el Yalu ya carecían de resonancia emocional.
Pero era igual para todos los vecinos de Dayton en las viejas tumbas sobre la colina en la Sección 20. Aun aquéllos que lucharon en una buena guerra no podían contar con tener visitas que interrumpieran su continua soledad.
«Les damos este pedacito de tierra, les concedemos este pequeño derecho en un reino que ya no habitan más. ¿Para qué? Para hacer un ejercicio de propaganda, para volver aséptica la verdad», pensó Wihnan mientras se acercaba a los dos hombres que lo esperaban al lado del arce. «Los muertos son honrados en su descanso final, y nadie sabe lo que hicieron ni lo que sufrieron para merecer ese dudoso honor. No hay sangre, no hay cuerpos desgarrados y quebrados, no hay armas, solamente filas y filas de estériles piedras blancas que yacen junto al silencio de ellos. Odio este lugar más que cualquier otro que conozca…»
Karl Brohier frunció el ceño.
—¿Es él?
—Es él —dijo Aron Goldstein, asintiendo con la cabeza.
—No parece un hombre muy feliz.
—No espero que lo sea.
—Quizá deberíamos haber pasado a buscarlo en tu auto para ir a dar una vuelta por el camino de circunvalación —dijo Brohier—. Eso hubiera sido lo suficientemente privado, ¿no? Más privado que esto. Con un audiotelescopio barato…
—Sé qué siente él acerca de Arlington —dijo Goldstein—. Ésta es una mejor manera. —Se movió hacia Wilman con una sonrisa y extendiéndole la mano—. ¡Grover! Gracias por recibirnos.
—Dijo que era urgente que habláramos —dijo Wilman, mirando al acompañante de Goldstein—. A usted lo conozco. ¿De dónde lo conozco?
—Eso no es importante —dijo Goldstein—. Vamos, sentémonos. Karl, traiga la manta.
Se instalaron en la sombra sobre una lona roja y negra. Para el resto del mundo eran tres hermanos pasando el rato junto a una tumba familiar.
—¿Qué tiene para mí, Aron?
—¿Le alegraría el día si le ofreciera la posibilidad de que no se va a excavar una tumba más en este cementerio, excepto para un hombre viejo como yo?
—No sé qué quiere decir —dijo Wilman, mirándolo con ceño—. Pero la tasa de bajas en las fuerzas armadas de los Estados Unidos es la menor que jamás ha existido. Pues aun cuando ponemos fuerzas en el campo de batalla, las máquinas hacen la mayor parte del combate, y las muertes en combate son tan raras que cuando ocurren son noticia. La mitad de la batalla está casi ganada, Aron. Las bajas ya no son aceptables. —Hizo un gesto con la cabeza hacia el Pentágono, escondido tras los árboles distantes—. Ahora, si sólo pudiéramos lograr que se preocuparan del mismo modo por los hutus o por los brasileños…
—Eso es demasiado pedir —dijo Brohier.
—¿Por qué? —preguntó Wilman.
—Los hombres han matado a los hijos de otros de buena gana durante diez mil años. Así logran más espacio para sus propios hijos.
—Por Dios, no me invoque a Darwin —dijo Wilman, fastidiado—. Los boxeadores se sacan el cerebro a golpes y luego se abrazan. Los jugadores de defensa golpean a un defensor durante el juego y le compran una cerveza después. Conozco todas esas tonterías sobre El Otro, pero lo que yo le digo es que lo que eso significa es que a veces no podemos oír el llanto de las esposas y de las mujeres.
—¿Qué quiere decir?
—Con gusto le diré. Dígame qué recuerda sobre Tormenta del Desierto.
—¿Tormenta del Desierto? Qué gracioso, eso fue… bueno, hay algunos agujeros en mi conocimiento de los acontecimientos de los últimos sesenta años. Yo pasaba por una crisis en los Laboratorios Bell, me parece.
—Yo estaba en un Abrams Mi-Al —dijo Wilman—. Continúe. Lo que recuerde.
—Seguramente piensa que debería recordar más, porque todos los televisores en cualquier lugar al que fuera parecían estar sintonizados en CNN durante lo que pareció un mes —dijo Brohier seriamente—. Teníamos los aviones que no podían ser detectados por los radares, las bombas inteligentes, y teníamos a Schwarzkopf. Ellos tenían a Saddam Hussein, los misiles Scud y una fuerza aérea que huyó a Irán. No fue un gran combate, según recuerdo.
—No, no lo fue.
—Y los iraquíes incendiaron los campos de petróleo, ¿verdad? Cuando abandonaron Arabia Saudita.
—Kuwait.
—Eso. Kuwait. Entonces, ¿cómo estuve?
—Recuerda lo mismo que la mayoría —dijo Wilman con naturalidad—. Fue una Buena Guerra. Nuestra causa era justa, ganamos con facilidad y casi todos regresaron a casa. —Hizo un gesto hacia el campo de lápidas aparentemente infinito que los rodeaba por todos lados—. No hay muchos aquí que hayan muerto ese invierno. Y eso está mal.
—¿Por qué?
—Porque la Buena Guerra es una mentira. Tormenta del Desierto fue una horrible guerra pequeña. Y lo más horrible de ella fue cuan poco del horror llegó a Frogleg, Mississippi. Fuimos a la guerra por el Gran Petróleo y el derecho divino del rey de otro pueblo, no por defensa propia, no por principios democráticos. La prensa la trató como un juego de vídeo, y la gente la trató como una miniserie atrapante de un mes.
»En el término de seis semanas —continuó Wilman moviendo la cabeza—, la Coalición mató al menos el doble de soldados y civiles iraquíes de los que los Estados Unidos perdieron en quince años en Vietnam. Pero no vimos a las madres llorando, así que no significó nada para nosotros. La Buena Guerra. —Lanzó una risotada despectiva—. La Buena Guerra significa que solamente los extranjeros con nombres raros fueron volados en pedazos.
—Grover, ¿qué te parecería si todo eso pudiera evitarse? —preguntó Goldstein—. ¿Si los kuwaitíes hubieran tenido una frontera que no pudiera ser cruzada por un tanque iraquí sin que éste explotara, una frontera que un soldado no pudiera cruzar a menos que estuviera desarmado?
—¿Y qué te parecería si los iraquíes hubieran sabido eso de antemano? —agregó Brohier.
Wilman estudió sus rostros un largo rato antes de responder como para tratar de aprehender su seriedad.
—Los iraquíes tenían una excelente artillería de largo alcance, y mucha. Una frontera fortificada no hubiera detenido a su ejército, simplemente hubiera alterado la táctica. ¿Me están preguntando cuan alto hubiera sido el precio de disuadir a Saddam?
—No —dijo Goldstein—. Pregunto si hubiera habido guerra en el caso de que los cartuchos de los tanques y las granadas de la artillería hubieran volado antes de alcanzar sus objetivos, o que las bombas y misiles hubieran explotado en el aire, o que los cargadores de rifles y pistolas se hubieran incendiado cuando los infantes habían llegado a unos mil metros de la frontera.
Con una mirada perpleja, Wilman respondió lentamente.
—Bueno, también hay otras cosas, como flechas, catapultas y la falange. No creo que el siglo n haya sido mucho más pacífico que el siglo XX. Con todo, el escenario que ustedes describen habría malogrado muy probablemente los planes de muchos, incluyendo los de Saddam. Pero eso, ¿es algo más que una fantasía?
—Es una pregunta interesante —dijo Goldstein—. Llamémoslo un ejercicio del pensamiento, más que una fantasía, y juguemos con él un poco más. Supongamos que existiera el medio tecnológico por el cual pudieran alcanzarse estos resultados. ¿Cómo harías para introducirlo en la escena mundial, si tu objetivo fuera poner fin a las guerras? ¿En manos de quiénes lo pondrías?
—No quiero jugar a este juego —dijo Wilman—. ¿Lo tienen, o no?
—Lo tenemos, senador —dijo Brohier tranquilamente—. Lo llamamos el efecto Gatillo. Llamamos al aparato mismo el Gatillo.
—¿Es algo teórico o…?
—No —dijo Goldstein rápidamente—. El prototipo es operacional.
El cuerpo de Wilman se estremeció involuntariamente. Miró más allá de los otros dos hombres con la mirada perdida, y finalmente dijo:
—Dios mío. Un arma antiarmamentista. La herramienta esencial que el ejército de cascos azules de las Naciones Unidas necesitó durante cincuenta años.
—Y la herramienta que todos los tiranos querrán para desarmar a la oposición —dijo Goldstein—. ¿Cómo la mantenemos alejada de los tiranos?
—Quizás haciéndola asequible a la oposición —dijo Wilman—. ¿Cuán difícil es hacer el dispositivo? ¿Cuán caros son los componentes?
—Es demasiado pronto para responder verdaderamente a esas preguntas —admitió Brohier.
—Eso no es muy útil.
—Pero es la verdad. Escucha, los primeros láseres eran grandes, consumían mucha energía, eran melindrosos y caros. Pero después de unas pocas décadas de desarrollo se podía comprar uno por veinte dólares, que funcionaba con baterías pequeñas y que entraba en un bolsillo. No sabemos hasta cuánto podemos agrandar o reducir la escala a partir del prototipo. Probablemente no lo sabremos por un tiempo.
—Este descubrimiento, ¿ocurrió completamente dentro de Terabyte? ¿Ustedes son los dueños absolutos y libres de este descubrimiento?
—Terabyte nunca recibió un solo dólar del gobierno —dijo Goldstein con un tono orgulloso y solemne.
—Bien —dijo Wilman—. De todos modos, eso no importa a largo plazo. Si ellos te quieren a ti, tú les perteneces. Y ellos los querrán a ustedes. ¿Cómo ha sido su seguridad?
—Tan estricta como pudimos hacerla —dijo Brohier—. Esta conversación es el mayor riesgo que hemos corrido.
—¿Y cómo se las arreglaron para probar su prototipo en cartuchos de artillería y en tanques?
Brohier y Goldstein se miraron.
—Bueno, no lo hemos hecho, en realidad —dijo Brohier—. Por un problemita de acceso.
—Van a tener que resolver ese problema. Si no conocen los límites y las capacidades de su sistema, van a terminar matando gente… a la gente equivocada.
—Por eso es que vinimos a verte, Grover —dijo Goldstein—. Porque sabemos que tú compartes nuestra visión sobre cómo debería usarse esto. Y porque tú conoces tanto Washington como el Pentágono desde adentro. Por eso queremos que te subas al barco. Por eso queremos tu consejo.
Wilman lo miró frunciendo el ceño.
—El primero que les daré es éste: si algún día estos Gatillos fueran tan baratos como los televisores y tan comunes como los relojes de pulsera, bien, ojalá pudiera vivir lo suficiente para ver ese mundo. Pero que yo conozca Washington o el Pentágono tan bien como para ayudar a que ello ocurra… eso es bastante cuestionable. Lo cual convierte a cualquier consejo que yo les pueda ofrecer en algo de dudoso valor.
—¿Por qué no dejarnos a nosotros juzgar eso? —preguntó Brohier—. No te hemos prometido que seguiremos tu consejo, después de todo.
Eso hizo estallar una risa sorprendida de Wilman.
—No, no lo han prometido, ¿verdad? Muy bien. Pienso que es su deber informar al Presidente, así como Einstein informó a Roosevelt acerca de la posibilidad de la bomba atómica.
En ese punto fue Goldstein quien se sorprendió.
—Pero, Grover, cinco minutos después de que lo hagamos el Pentágono le colocará una etiqueta de «Estrictamente Confidencial».
—Así es.
—¿Y todavía piensas que tenemos la obligación de entregárselo a ellos? —preguntó Brohier—. ¿En qué nos ayuda eso a progresar hacia un desarme? Es más probable que nos dirijamos así a una Pax America. Si somos el único país que tiene el Gatillo, terminaremos siendo el único país que tenga ejércitos.
—Karl tiene razón, Grover —dijo Goldstein con el rostro ruborizado—. Yo soy tan patriota como cualquiera, y amo este país, pero estoy completamente seguro de que no le voy a dar a ningún joven César la fórmula mágica para construir un imperio. Y no me puedes decir que el presidente de la Junta de Jefes va a compartir tu entusiasmo de hacer a los Gatillos tan comunes como televisores.
—No. No puedo —dijo Wilman—. Pero escúchenme. Necesitamos tener claro el objetivo. Éste no es mantener el descubrimiento lejos de nuestro gobierno y de sus fuerzas armadas, porque ustedes no pueden hacer eso. Si nuestra inteligencia evalúa que no hay que sacarlo a la luz, ellos lo arrebatarán cuando ustedes empiecen a repartirlo. ¿Ustedes piensan que eso les dará más influencia, más autoridad moral, más poder de negociación que el que conseguirán yendo a ellos primero?
—Probablemente no —dijo Brohier—. Pero…
—Por supuesto que no —dijo Wilman—. Ustedes no están intentando mantener esto lejos de ellos. Ustedes están tratando de asegurarse de que ellos no se lo quiten a ustedes. Si hacemos que ellos nos descubran, nosotros justificaremos todas sus peores sospechas. Pero si nosotros vamos a ellos con esto, y les recordamos todas esas misiones de paz que no fueron tan pacíficas, algunos de ellos pensarán «Podemos usar esto para salvar a nuestros muchachos». Y luego haremos que el Gatillo sea probado de manera que ustedes nunca podrían por su cuenta, con todo el rango de las municiones militares.
—Al costo de perder el control de él —dijo Goldstein—. Esto no debe estar en manos de la gente que apunta las armas. Debe estar en manos de la gente que está en la mira.
—Ustedes nunca tuvieron el control sobre esto —dijo Wilman—. Es conocimiento científico, pertenece a todos. ¿Cuántos laboratorios hay en el mundo que puedan empezar a construir un Gatillo hoy, si tuvieran acceso a la información que ustedes tienen?
Goldstein miró a Brohier.
—No lo sé —respondió lentamente el científico—. ¿Treinta? ¿Cuarenta? Tal vez más.
—¿Y cuántos de esos laboratorios tienen la capacidad de hacer el descubrimiento fundamental solos, el mes que viene, o el año que viene?
—Probablemente un tercio. Tal vez la mitad.
—Entonces, ¿qué significa realmente la etiqueta «Estrictamente Confidencial»? —preguntó Wilman—. Es un tranquilizante vacío para nuestros gobernantes.
—Representa un año de adelanto, o más —dijo Brohier—. Un año en el cual podríamos marchar sobre México y destituir a Cardeña, o anexar Canadá Occidental, o volver a tomar el Canal de Panamá.
—Pero, Karl, podríamos hacer cualquiera o todas esas cosas hoy —dijo Wilman—. Nuestras fuerzas armadas tienen lo mejor de lo mejor, y más que suficiente como para dominar en todos los campos de batalla en cualquier continente. Pero no hacemos ni un décimo de lo que podríamos con ese poder. ¿Por qué? Porque sabemos que seríamos pésimos conquistadores, pues daríamos golpes sin fuerza cuando llegara el momento de matar a los disidentes y acorralar a la resistencia. Y porque las democracias modernas industriales no inician guerras, puesto que éstas son malas para los negocios. ¿Piensas realmente que hay alguien en la avenida Pennsylvania 1600 que abrigue el secreto deseo de marchar triunfante sobre Vancouver?
—No quiero correr el riesgo de averiguarlo. Ha habido aventureros en la Casa Blanca en el pasado. Puede volver a haberlos, antes de lo que imaginamos.
—No hay alternativas que no supongan un riesgo, Karl. Y te diré esto: si yo tuviera que elegir cualquier gobierno actual o cualquiera de los principales poderes para confiarle esto un año, o dos, o cinco, elegiría éste. Quizá no hagan lo correcto según nuestro punto de vista, pero me arriesgaría a decir que no tomarán la decisión equivocada.
—Ojalá compartiera tu confianza.
—Conozco a esta gente, Karl. Aron también. Pregúntale su opinión sobre el Presidente —dijo Wilman—. Y hay algo más que debemos considerar. Si este descubrimiento de ustedes llega a Bagdad y a La Habana y a Phnom Penh y a Kiev antes de que llegue a nuestra gente, seguramente habrá alguien que lo use contra nosotros mientras nosotros estemos tratando de alcanzarlos. Tienes que imaginar el Gatillo en las manos de la gente que trata de herirte, y no solamente en las manos de aquéllos a quienes intentas ayudar.
—Creo que Grover está en lo cierto, Karl —dijo Goldstein suavemente—. Necesitamos hablar con el Presidente.
Brohier negó con la cabeza.
—Esto no es lo que yo me figuraba, en absoluto.
—Bien, no hubiera pensado que te imaginabas que yo era un inocente confiado, Karl —dijo Wilman—. Aron, si tú decides hablar con el Presidente, yo me ocuparé con gusto de organizarlo. Pero antes de ese día, hay dos pasos que les insisto que hagan. Uno es usar el procedimiento de solicitud segura para conseguir una patente para la tecnología del Gatillo. Eso complicará cualquier intento de apartarlos a ustedes.
—¿El Pentágono versus la Oficina de Patentes? ¿De qué se trata esa pelea? —preguntó Brohier sarcásticamente.
—¿Cuál es el otro paso?
Wilman ignoró a Brohier y se dirigió a Goldstein.
—El otro es que me den a mí —a Razón sobre la Locura— una copia de los planos, toda la información técnica. Y una lista de esos laboratorios también.
—¿Por qué? —preguntó Brohier.
—Porque no pueden apagar una campana que empieza a sonar —dijo Wilman sombríamente—. Porque ellos pueden obligarlos a mantener el secreto bajo la amenaza de prisión por traición, pero no pueden guardar las palabras que ya salieron de sus labios. Porque yo puedo estar equivocado acerca de todo esto, y puedo tener que hacer algo para intentar deshacer el daño. Ustedes pueden querer hacer planes por su cuenta en esta línea, por si acaso.
—¿Y eso no sería traición también?
—Quizá —dijo Wilman, volviéndose hacia las lápidas—. ¿Qué ocurrió con nuestra brisa? El aire se puso pesado de repente. Ahora temo volver caminando. —Se puso de pie, y los otros lo siguieron—. Doctor Brohier, fue un placer conocerlo. Como ve, me acordé, después de todo. —Se dio la vuelta y esbozó una sonrisa amable—. Mis felicitaciones por su nuevo descubrimiento. Quién sabe, quizá su próximo Premio Nobel será el Premio Nobel de la Paz. Aron, ven a verme en unos días y dime lo que hayan decidido. El doctor Brohier no está listo para tomar hoy una decisión.
—¿Es eso tan poco razonable? El precio por equivocarse es muy alto —dijo Brohier.
—Sí, lo es —dijo Wilman—. Y no puedo prometerle que yo tenga razón. Sé que estamos preparados para ser la policía del mundo. Pero ¿estamos preparados para hacer eso con una pistolera vacía? Eso no lo sé. Cuando cambias las reglas cambias el juego. Caballeros. —Los saludó con un gesto de la cabeza, y se alejó descendiendo la colina.
Brohier lo miraba irse, y se pasó los dedos por el cabello. Suspiró.
—Aron, ¿se hizo cargo de todo?
Goldstein dejó de doblar la manta.
—No. Pero lo haría, si se lo pidiéramos, o si perdiéramos el rumbo, o nuestra voluntad.
—Entonces va a estar de pie detrás de nosotros con una lanza, exhortándonos a la gloria.
—Algo así.
—¿Y esto era parte de tu plan?
—Él es un tigre —dijo Goldstein, echando un vistazo hacia donde Wilman se había ido—. Necesitamos su fuerza. —Se quitó la transpiración de la frente con el dorso de la mano—. Y yo necesito un trago. Vamos.
Emprendieron el camino en silencio a través de las muchas filas de lápidas antes de doblar y seguir el pasillo entre dos filas. En diez minutos sofocantes llegaron al auto, estacionado como uno más en la multitud de autos cerca de Arlington House.
En el camino a West Gate, una señal hacia Roosevelt Drive capturó la mirada de Goldstein.
—¿Se sabe si Einstein hubiera hecho lo que hizo si Hitler no hubiera ya invadido Polonia para ese entonces? —preguntó.
—Sí —dijo Brohier, tomando un puñado de hielo y colocándoselo en el cuello—. En realidad él escribió la carta a Roosevelt acerca de la bomba el mes anterior. Le llevó tres meses a Sachs entregársela.
—Oh —dijo Goldstein—. No importa, entonces.
—No, no, ésa es exactamente la pregunta correcta —dijo Brohier—. Estuve leyendo En mis últimos años en camino hacia aquí, y me preguntaba qué hubiera pensado Einstein sobre esa carta después, después del Proyecto Manhattan, después de Hiroshima. Y me enteré de algo que no sabía y no hubiera adivinado. Einstein y la conspiración húngara (Szilard, Teller y Wigner) querían detener a Hitler, es cierto. Pero también eran idealistas, pacifistas. Pensaron que el descubrimiento que le llevaban a Roosevelt iba a poner fin a todas las guerras, no simplemente a esa guerra.
—No.
—Sí. Creían que la bomba atómica traería un gobierno mundial, y a través de él, la paz mundial. —Brohier miró hacia un lado a su compañero y sonrió con pesar—. Da que pensar, ¿no?
La única respuesta de Goldstein fue una expresión abatida y el sonido de la ginebra cayendo sobre el hielo crujiente.