5: Química

Kupang, Timor. Una pacífica «Marcha de los olvidados» se convirtió en una sangrienta masacre el miércoles cuando las fuerzas de seguridad de Timorese, leales al asediado presidente Gusmao, le dispararon a una multitud de más de dos mil manifestantes al tiempo que se acercaban a las oficinas del gobierno en Kupang central. El número de víctimas fatales se calculó en «más de cuarenta» y hubo otros 200 que resultaron heridos. Un vocero de Gusmao dijo que los manifestantes eran «forajidos» y «terroristas indonesios» que se estaban aprovechando de los problemas económicos de la isla.

Historia completa - Momento histórico: Relato confuso - El Premio Nobel de 1996 «no le trajo paz a nadie»

Cuando comenzaron a hacer pruebas a otros materiales, empezaron a emerger las primeras claves sutiles sobre la naturaleza del efecto gatillo.

Una muestra de pólvora de nitrocelulosa disgregada se encendió en una sola llama brillante. Según les mostró McGhan encendiendo con un fósforo una muestra de ejemplo en la mesa de trabajo, esa llama representaba una combustión mucho más veloz que la que se esperaría normalmente.

—Es como si no hubiera demora de convección, como si cada grano en el montón alcanzara el umbral de encendido virtualmente en el mismo instante —dijo Horton—. Como la diferencia entre calentar agua en una olla al fuego y calentar agua en un horno de microondas.

—Eso podría ayudar a explicar por qué Eric quedó tan malherido —dijo Greene—. Y por qué mi auto explotó como una bomba. El Bebé es muy eficiente en lo que hace.

—Ojalá dejaran de llamarlo «Bebé» —dijo Thayer, irritada—. Ya no tiene nada de tierno ni de mimoso, si es que alguna vez lo tuvo.

—¿Qué te parece «Niño con Problemas»? ¿Mejor?

—¿No deberías estar en la sala, trabajando en el Hijo de Niño Con Problemas?

—Sólo vengo aquí cuando están tirando del Gatillo —dijo, un poco a la defensiva mientras retrocedía hacia la puerta—. Diez minutos cada tres horas. Me siento solo ahí, sin compañía. Bueno, sé que tienen un par de horas de limpieza por delante, así que los dejo.

La siguiente muestra era pólvora negra, el primer explosivo del mundo, y soporte principal de todos los ejércitos desde China a Inglaterra durante más de trescientos años. Para sorpresa de todos, la muestra de la prueba simplemente echó humo y se volvió de un color gris amarronado. Una segunda prueba al siguiente nivel de energía produjo el mismo resultado, y los restos no reaccionaban ante un fósforo.

—Debería encenderse —dijo Horton, moviendo la cabeza—. La pólvora negra se enciende con una chispa. Esto es como intentar encender un gato húmedo.

—Tendremos que llevar nuestras muestras para un análisis químico enseguida —dijo Thayer—. Algo raro está ocurriendo a nivel del compuesto.

—Tendríamos que tener un químico instalado en el laboratorio de al lado —dijo Greene de mal humor—. ¿No hay nadie en el cam-pus que podamos arrastrar de los cabellos hasta aquí?

—Es prioridad uno para cuando regrese el doctor Brohier —dijo Horton—. Pero no necesito un químico para que me cuente que lo único que tienen en común la pólvora y la pólvora de algodón son los nitratos. Y pienso que estamos viendo que la diferencia entre el hexanitrato de celulosa y el nitrato de potasio es la diferencia entre un fogonazo y un chisporroteo.

—Pienso que vamos a necesitar un químico físico también —dijo Thayer con seriedad—. Algo raro tiene que estar sucediendo a los lazos de los electrones.

—Y yo pienso que vamos a necesitar un ejemplo de Polvo B Explosivo —señaló Horton. Como los demás lo miraban intrigados, agregó—: La misma composición básica que la pólvora negra, excepto que contiene nitrato de sodio. Y eso nos proporcionará otra gran pieza del rompecabezas.

Esa tarde, Horton y Thayer vieron cómo los cinco gramos de Polvo B Explosivo llenaban la cámara de pruebas de un humo perfumado y gris. En ningún momento hubo llama ni en la muestra ni en el residuo.

—Interesante —dijo Horton.

—Así es, señor Spock —dijo Thayer, estudiando sus indicadores—. Pero quiero apartar esa maldita excusa de la cámara de pruebas y reconstruirla de la manera correcta. Es absurdo que no podamos tener un espectrógrafo para ese humo.

—Lee, ¿podrías mirar el informe del señor King acerca de la anomalía?

—Claro. ¿Qué necesitas?

—Fíjate si hay una lista de los fuegos artificiales que Gordie dijo que había en su auto.

—Está ahí, recuerdo haberlo visto. —Su pantalla relampagueó rápidamente—. Dos docenas de petardos en botella. Una caja de cohetes M-60. Un surtido de cohetes «Celebración devastadora».

—¿Eso es todo?

—Eso es todo. —Luego sus ojos se encendieron y comprendió—. ¡Oh! Tenemos un pequeño problema, ¿no?

Horton asintió, como aceptando los hechos a pesar de él, y dijo:

—Si la pólvora negra no se encendió, y la pólvora de explosión no se encendió, ¿por qué se dispararon los fuegos artificiales del auto de Gordie? —Empujó su silla, alejándose de la estación de monitoreo—. Necesito estirar las piernas. Vuelvo en unos minutos.

La unidad emisora móvil ya estaba tomando forma sobre un par de carretillas de aluminio de la sección de Mantenimiento. Horton vio que la geometría del módulo de energía y control ya estaba bien definida, y que Greene estaba anclando la sección de soporte del cilindro de emisión en posición vertical.

—Nunca he visto a nadie soldar metal más rápido que tú —dijo Horton—. ¿La orientación vertical no nos creará algún problema?

—No para mí —dijo Greene, incorporándose y pasándose una mano sobre la frente para quitarse la transpiración—. Después de media hora de tirar líneas con el cursor, el taller de fabricación asistida por computadora empezó a dar vuelta las partes.

—Pero lo que es misterioso para mí es lo que se te pasa por la cabeza antes de tocar el cursor —dijo Horton mientras se instalaba en un banco cerca del lugar de trabajo de Greene—. Gordie, tenemos un problema.

Greene frunció los labios sin decir nada.

—Vamos, Gordie, no quiero ser malo contigo —dijo Horton—. Tienes que saber que nos hemos dado cuenta.

Greene se limpió las manos en el overol, pensativo. Luego levantó la cabeza y esbozó una sonrisa triste.

—En realidad no. Hasta esta mañana pensaba que la pólvora era pólvora. ¿Quién podía saber?

—¿Qué había en tu auto?

—Una pistola sin licencia —dijo lanzando un suspiro—. Mi sistema de seguridad contra los asaltos. Una pequeña Ruger de nueve milímetros con armazón de plástico.

—¿Otro souvenir de Tennessee?

—De Kentucky, en realidad —dijo Greene—. Allí siempre encuentran todavía la manera de ignorar cualquier ley federal que no les guste. Y supongo que nunca les gustó la Trigésima Enmienda. —Se inclinó hacia delante, apoyando los codos sobre los muslos y restregándose las manos lentamente—. Doctor Horton, lo siento. No sabía que lo del fuego se iba a mantener entre nosotros. Tenía miedo de la condena obligatoria de cinco años. Y una vez que ya había dado una versión de los hechos, me sentía ya demasiado avergonzado para admitir que había mentido.

Horton estaba de pie.

—Supongo que podemos soportar esta pequeña sorpresa. Pero por favor, no me traigas sorpresas mayores. ¿Reemplazaste tu sistema de seguridad junto con tu auto?

—No. Lo estuve pensando —dijo Greene moviendo la cabeza—. Decidí esperar hasta que las cosas estuvieran más claras aquí antes de poder evaluar los riesgos.

—Pienso que está bastante claro que el laboratorio no va a reemplazarte el auto dos veces —dijo Horton, con el rostro ya más relajado con una sonrisa perezosa—. Así que si no te sientes lo suficientemente seguro afuera sin una pistola en la guantera siempre puedes elegir la solución de Lee, o la mía.

—¿Cuál es la tuya? —preguntó Greene con un gesto con la cabeza.

—Usar un auto tan poco atractivo, a prueba de ladrones, para que nadie piense jamás en robarlo.

Un día de pruebas con los fuegos artificiales con pólvora negra confirmó que aunque el arma de Greene contribuyó a acelerar el incendio del auto, no pudo haberlo provocado.

Luego el equipo de Horton apartó su atención de los explosivos de combustión de bajo alcance para dedicarse a los explosivos de detonación de alto alcance. Pete McGhan los reunió a todos para darles una breve clase antes de entregarles las primeras muestras.

—Cartucho de rifle 30-30 —dijo, colocando un cilindro de cobre brillante sobre la mesa—. Tres centímetros cúbicos de carga de proyección de pólvora de algodón. El polvo se quema en unas pocas milésimas de segundo y desarrolla una presión de detonación máxima de unos cientos de kilogramos por centímetro cuadrado.

Ubicó un pequeño cilindro del color de la masilla a su lado.

—Tres centímetros cuadrados de RDX, O ciclonita. La detonación ocurre en millonésimas de segundo y desarrolla una presión de detonación de millones de kilogramos por centímetro cuadrado. Si un rifle puede disparar una bala 30-30 doscientos metros, un cartucho RDX del mismo tamaño podría casi poner uno en órbita, si existiera un arma que no explotara en pedazos primero.

»Hay más clases de altos explosivos que lo que cualquiera de ustedes probablemente conoce. Más de un centenar de fórmulas disponibles, probablemente otro centenar que ha sido usado en el pasado y abandonado, más una veintena más que son secretos militares o industriales. Pero la mayoría de ellos están construidos alrededor de uno o más de un grupo de más o menos seis componentes básicos (nitrato de amonio, ácido pícrico, nitroglicerina, PETN, RDX, TNT). Las instrucciones que el doctor Brohier me dio eran proveer muestras apropiadas de cada familia en la más pura y simple formulación disponible, y que luego los resultados guiaran la selección de las mezclas a investigar.

»Casi todo lo que les he dicho sobre los explosivos con los que han experimentado hasta hoy no se aplica a lo que viene a partir de ahora. La dinamita puede encenderse sin explotar. Pero la nitroglicerina en la dinamita explotará con un golpecito no mayor que éste —dijo, rompiendo un lápiz contra el borde de la mesa. Todos se sobresaltaron—. Pero el Nitromex, en cambio, es tan estable que uno puede disparar sobre él o activar un cable detonador debajo.

»En realidad, los explosivos detonadores son tan diferentes de los explosivos de combustión, y una familia es tan diferente de otra, que yo he hecho una apuesta conmigo mismo: no creo que el aparato de ustedes los afecte. A ninguno de ellos.

»De todos modos, ustedes no van a tocarlos. Yo me ocuparé de la preparación, el transporte, la colocación y la limpieza (estas dos últimas operaciones las haré con mi traje mono Kevlar —dijo McGhan mirando a los presentes sentados ante la mesa—). El doctor Brohier fue muy específico y dolorosamente directo en este punto: yo puedo ser reemplazado, pero ustedes no. Así que yo no vendré más al laboratorio. Cargaré la cámara de pruebas afuera, y ustedes mantendrán esa puerta de acceso cerrada y asegurada.

»Los procedimientos de seguridad que hemos estado utilizando, las llamadas de radio, los cortes de energía, han sido apenas un entrenamiento para lo que viene —agregó, mientras se levantaba y reunía sus notas—. Es posible que yo sobreviviera si ustedes hicieran disparar un cartucho de rifle en mi baúl, pero es posible que no si detonaran una muestra de Torpex. Y aunque yo sea reemplazable, estoy casi seguro de que el programa de investigación se vería perjudicado si hicieran volar por los aires a su correo en el medio de la avenida Shanahan.

Luego se colocó el cilindro color masilla en la boca y comenzó a masticarlo.

—Menta, sin azúcar —dijo—. Volveré con el auténtico dentro de media hora.

McGhan perdió su apuesta hacia el mediodía. Un cubo de un centímetro cubico de algo llamado edna explotó dejando seco el silenciador de agua y rajó el visor de plexiglás de la cámara de pruebas.

—Eso estuvo por encima del alcance normal —dijo McGhan sombríamente, estudiando el daño con el casco de su traje de explosivos de cuello alto doblado bajo un brazo—. Voy a tener que reducir todas las muestras en un cuarto o un tercio para recuperar el margen de seguridad.

Horton, algo conmocionado, coincidió en que era una buena idea que se imponía.

Al final de esa semana Karl Brohier regresó.

Su reaparición fue tan disimulada como su partida, y ocurrió con menor preaviso que ésta. La primera noticia que tuvo Horton fue cuando el director asomó la cabeza en el laboratorio Davisson, llamó la atención de Lee con un saludo, y dijo:

—¿Jeff? Ven a verme cuando tengas un minuto libre.

Su tono y actitud eran tan naturales como si nunca se hubiera ido, como si sus pensamientos estuvieran ocupados solamente con mundanas cuestiones administrativas.

Horton se quedó un instante azorado, pero se las arregló para emitir unas palabras antes de que Brohier volviera a desaparecer:

—Allí estaré.

—No hay apuro —dijo Brohier con entusiasmo—. Mi asistente me dice que tengo quinientos catorce mensajes prioritarios esperando en mi casilla de correo.

Pese a esa frase tranquilizadora, Horton se tomó sólo el tiempo de llamar a Greene del taller de prototipos para después seguir a Brohier por el campus hasta el Centro Edison, el edificio administrativo.

—Ah, Jeffrey —dijo Brohier con tono vivaz cuando Horton entró en su oficina—. ¿Cómo va el trabajo? Todos conservan todos los dedos, espero.

—Sí. Pete fue una buena incorporación —dijo Horton mientras se instalaba en el sillón—. Es meticuloso, puntual y entrometido sólo en lo que respecta a su trabajo, que hace muy bien. ¿Dónde lo encontró?

—Tengo un nieto, Louis, en la Infantería de Marina —dijo Brohier, dividiendo su atención entre Horton y el indicador que tenía frente a sí—. Él no está autorizado a decirme en qué unidad está, pero creo que es la que está entrenada para operar detrás de las líneas enemigas para fines de sabotaje y terrorismo. McGhan fue instructor en esa unidad hasta que cometió el error de acostarse con la mujer de un oficial de mayor rango. Fue acusado de violación y aceptó una exoneración general.

—¿Violación? ¿Cómo…?

—Aparentemente el oficial de mayor rango le proporcionó a su mujer los golpes necesarios para corroborar el hecho, y también el incentivo para mentir. —Brohier sonrió con tristeza—. Pienso que el hecho de que ese oficial todavía vive es una prueba de que el señor McGhan es un hombre de disciplina personal y de principios.

—Eso diría yo. Un pequeño cazabobos —dijo Horton moviendo la cabeza—. Me preguntó cómo iba el trabajo. En general, es una bomba. Parecería que fuera así: si hay un compuesto de nitrato, el Gatillo lo detona.

—Fascinante —dijo Brohier levantando la mirada—. ¿Qué hay de los compuestos de nitrato que no son explosivos?

—Todavía no hemos llegado a ellos.

—¿Y los explosivos que no son nitratos?

—No hay efecto. Pero no hay muchos así. Todos los explosivos más utilizados, militares y civiles, tienen nitratos. Todas las municiones estándar usan nitratos.

—Como los usan la mayoría de los granjeros —dijo Brohier—. Como mucha gente con diarrea. Yo mismo tuve que tomar subnitrato de bismuto una vez, después de un viaje a Brasil. ¿Pensaste en ello?

—¿Granjeros?

—Fertilizantes. Un camión cisterna de una firma agrícola y apareceremos en «noticias de último momento» en CNN.

—Dios mío —dijo Horton con el rostro pálido—. Nitroglicerina. ¡Nitroglicerina! Nunca pensé en medicina.

Una sonrisa asomó en el rostro de Horton.

—Entonces tenemos suerte de que yo contraté tantos jóvenes pollitos, y que nuestro generoso plan de salud incluye controles obligatorios de corazón.

Horton no podía entender por qué el director parecía tan despreocupado por lo que a Horton le parecía una negligencia imperdonable.

—Doctor Brohier, hemos estado jugando a la ruleta rusa. Tenemos que suspender las pruebas ya mismo, hoy —dijo, aún agitado—. No podemos hacer más este trabajo en esta ubicación. Vamos a necesitar ir a otro lugar más aislado y averiguar los parámetros de control, el rango, la direccionalidad… Quizás entonces podamos retomar.

—Tal como son las cosas, ya he estado haciendo negociaciones por una propiedad en el oeste. Pero Jeffrey, por favor, no nos aflijamos por un desastre que no ocurrió.

—Podría haber ocurrido, y hubiera sido mi responsabilidad.

—Necesitábamos datos —dijo Brohier con un gesto—. Aun si lo hubiéramos sabido desde el principio, era un riesgo aceptable. Ahora el panorama está más claro, y podemos ajustamos de acuerdo con ello. Ahora, dime cuánto ha progresado el aspecto teórico.

Con un suspiro, Horton se instaló en una silla.

—No ha progresado. El Gatillo no se ajusta al modelo CERN del átomo. No se ajusta al modelo cuántico, o al de Bohr. Por lo que yo puedo ver, no se ajusta siquiera al modelo convencional de la termodinámica, ya que los alcances están por encima de los valores que aparecen en los libros.

—Si es así… Bien, pronto voy a estar en condiciones de dedicarle más tiempo a esto, y confieso que estoy contento de que hayas dejado algo para que yo haga —dijo con una sonrisa torcida—. Supongo que podría haber expresado eso de una manera más diplomática.

—No, está bien, mi ego no morirá hasta que sea el momento de discutir el nombre del autor del artículo. Por el momento el problema es todo. Estaré muy contento de tener a alguien con quien comentar ideas —dijo Horton.

—El nombre del autor no será un problema —dijo Horton con un tono severo—. Para ese entonces probablemente estemos más interesados en esquivar la culpa que en reclamar el mérito para nosotros, y «Anónimo» podrá cubrirnos a todos.

Horton asintió, pensativo.

—Quiero traer un químico, alguien que pueda analizar el residuo de nuestras muestras de prueba y que nos diga qué pasa a nivel molecular, cómo la reacción Gatillo es diferente de una detonación iniciada por una chispa común o un golpe. Puede que exista alguien en el personal, en alguna de las otras unidades de investigación. Si no, conozco a alguien en el estado de Ohio que puede ocuparse de eso.

—No necesitamos traerlos hasta aquí —dijo Brohier—. En realidad, podríamos distribuir las muestras en varios de los laboratorios contratados.

—No quiero tener que tomar un curso intensivo en química física. Preferiría tener una persona con experiencia que entendiera el contexto, alguien que pudiera ayudarnos a nosotros dos a sentar los cimientos bajo la teoría.

—Y ya es un edificio lo suficientemente frágil, ¿no? Muy bien, déjame pensar en esto un día. Dame el nombre del tipo del estado de Ohio y haré algunas averiguaciones.

Horton le entregó una hoja de papel doblada.

—Todo lo que necesita está ahí —dijo, e inclinó la cabeza hacia la puerta—. Mejor vuelvo al laboratorio y desenchufo todo.

—Por supuesto —dijo Brohier—. Y ya que no tienes nada que hacer por el resto del día, podrás venir a mi casa a cenar. —Al ver la mirada sorprendida de Horton, agregó—: Tengo un huésped en casa que está ansioso por conocerte.

Había un coupé negro al final del camino de entrada de la casa de Karl Brohier, y dos hombres en trajes negros de pie detrás de ella. Observaron a Horton cuidadosamente, pero no hicieron ningún movimiento cuando él pasó a su lado, salvo volverse y mirarlo.

«No son de la seguridad del laboratorio», pensó Horton, mirándolos por el espejo retrovisor. «Seguridad privada, guardaespaldas. ¿Para Karl, o para su invitado?»

Un Mercedes sedán plateado estaba estacionado en el semicírculo de canto rodado al lado de la casa, y una mujer delgada en un elegante uniforme de chofer se acercó desde el sendero a la puerta de entrada. La mujer se detuvo junto a la puerta del conductor del Mercedes mientras Horton paraba junto a éste, luego se ubicó junto a la rueda y se apartó mientras él subía. Horton miró con curiosidad el interior del sedán mientras hacía un giro amplio y se dirigía hacia el sendero, pero sólo pudo ver al conductor.

La presencia de los guardias en el sendero mitigó su sorpresa cuando la puerta del frente fue abierta por una persona que no era Brohier. En realidad, se trataba de otro hombre de espaldas anchas en un traje sobrio. Nuevamente la mirada fija, la evaluación instantánea, la calma alerta.

—Pase —dijo el hombre, invitando a Horton a entrar—. Los encontrará en el porche abierto.

Más alto que ancho o profundo, el espacio de dos pisos que daba al norte, que Brohier llamaba el «porche abierto» miraba al bosque empinado y al cielo a través de grandes paneles inclinados de permaglás. Un par de árboles de palta y una diefembaquia traían el bosque dentro de la casa y separaban una bañera hundida de un lugar informal para sentarse.

Allí Horton encontró a su anfitrión con el invitado, un hombre delgado con una barba completamente blanca recortada y muchas marcas debidas a la sonrisa alrededor de los ojos oscuros y profundos. Estaba vestido de manera informal, con shorts de golf, polera y unas sandalias gastadas. Tenía los pies apoyados sobre el borde redondo de una mesita ratona de piedra.

—Nunca he controlado los detalles de tu presupuesto, Karl, y no empezaré ahora —decía el invitado cuando Horton se acercó—. Ah, aquí está.

Brohier giró sobre su silla para mirar por sobre su hombro, y se puso de pie.

—Jeffrey, quiero presentarte a Aron Goldstein.

Horton ya había adivinado la identidad del visitante. Nunca había conocido al principal inversionista y poseedor de la mayor parte de Terabyte, pero había una foto de Goldstein y Brohier en la oficina del director, y Horton había buscado en la red información sobre Goldstein poco después de llegar a Columbus.

La información más útil provenía del sitio de Fortune, que esquematizaba las extensas propiedades de Goldstein: treinta y una compañías en once grupos industriales, entre ellas una gallina de los huevos de oro, Advanced Storage Devices, Inc., la licenciataria exclusiva de las patentes de Brohier de memoria de estado sólido. La información más interesante estaba en las chismosas páginas de Microscope, que lo habían bautizado «el solterón más inelegible» y agregaban el comentario sarcástico de que «nunca antes en nuestra memoria alguien con tanto dinero se las arregló para disfrutarlo tan poco».

Goldstein se puso de pie para darle la mano a Horton y se volvió a sentar.

—¿Te gusta la comida china, Jeffrey? —preguntó.

—Sí, un poco —respondió, algo perplejo.

—Bien. Toma asiento, por favor. —Goldstein siguió hablando apenas Horton hizo un movimiento—. Quiero felicitarte por tu descubrimiento. Es fabuloso. Apenas he podido hablar de otra cosa desde que Karl me contó. Lo que ha sido una gran carga para él, porque no hay nadie más con quien yo pueda hablar.

»Claro que ahora te tengo a ti también. Y lo primero que quiero decir es “bien hecho”. Esto es algo revolucionario, como fueron revolucionarios el motor de Watt, el telégrafo sin cables de Marconi y la tabuladora de Hollerith. —Sonrió—. Me gustan esos ejemplos porque cada uno de esos hombres pudieron hacer dinero mientras estaban cambiando el mundo.

—Debo confesar que no he podido ver ninguna manera de hacer dinero a partir de esto —dijo Horton.

—Está bien, yo sí —dijo Goldstein gesticulando—. El cambio siempre crea oportunidades. He adquirido tres compañías y doscientas patentes en los últimos diez días. —Luego sus ojos abandonaron ese brillo de alegría, y se inclinó hacia adelante sobre su silla—. Pero eso es completamente irrelevante. ¿Sabes por qué fundé los Laboratorios Terabyte, Jeffrey?

—Por lo que el doctor Brohier me dijo cuando me contrató, supuse que era por más o menos la misma razón que los granjeros plantan semillas y los inversores compran operaciones a término —dijo Horton.

—Tienes razón sólo en parte —dijo Goldstein—. Lo que yo quería era crear los Laboratorios Bell del siglo XXI.

—¿Los Laboratorios Bell?

—Sí, el brazo de investigación del que una vez fue el monopolio de Teléfonos Bell. Uno de los beneficios no lo suficientemente valorado de ese monopolio fue que pagaba las cuentas de un proyecto de investigación sin igual. Y el siglo XX fue inventado ahí.

—El transistor —acotó Brohier—. El láser. La radio celular. Las celdas solares. La radioastronomía. Los CCD y los diodos de emisión de luz. La radiación del Big Bang.

Goldstein asintió y continuó:

—Ocho galardonados con el Premio Nobel. Treinta mil patentes, es decir, un promedio de una por día. Y todo eso fue el producto del capitalismo iluminado. En su apogeo, los Laboratorios Bell eran el equivalente, y más, de cualquier departamento universitario, cualquier centro de investigación del gobierno y cualquier laboratorio regido por ganancias y pérdidas trimestrales en cualquier lugar del mundo.

—Me temo que nos hemos quedado un poco cortos —dijo Horton.

—En absoluto —dijo Goldstein en el momento en que sonaba un timbre distante—. No podría estar más complacido. Jeffrey, hace mucho llegué al punto en que tengo el suficiente dinero para satisfacer algunos deseos comunes de toda la vida. Y en ese punto surge la cuestión algo pesada de qué hacer con el exceso. El consumo ostentoso no tiene ningún atractivo para mí. Ni la caridad en el sentido usual, y así es como no existe la Fundación Goldstein para conceder becas para estudiantes judíos de maestrías en administración de negocios (MBA) ni para mediocampistas lentos, ni para los hijos de burócratas de la ciudad. No doy dinero para salvar a las ballenas o para alimentar a los pájaros o para auspiciar conciertos en los parques.

En ese punto reapareció Bárbara y Goldstein guardó silencio mientras ella colocaba la heladera azul y blanca que traía sobre la mesa de piedra. La mujer empezó a quitar la tapa, pero Goldstein hizo un gesto para detenerla.

—Nosotros lo haremos —dijo—. Gracias, Bárbara. Creo que será todo por esta noche.

—Sí, señor. Voy a quedarme adentro igualmente, así que si cambia de idea…

—Buscaremos en el salón de juegos de Karl primero —dijo, con una sonrisa apacible. Después de que ella se fue, Goldstein miró a los demás y preguntó, como ausente—: ¿Dónde estábamos?

—Conciertos en los parques —dijo Brohier.

—Conciertos en los parques —repitió Goldstein con seriedad—. Jeffrey, el dinero te susurra al oído como una prostituta y te dice lo que puede hacer por ti si sólo abres tu billetera. Y si no tienes vergüenza, te puede convencer de casi cualquier cosa. —Se puso de pie y se movió hasta la heladera, y empezó a sacar bolsas de papel marrón de ella y luego cajas blancas de dentro de las bolsas marrones—. Karl, vamos a necesitar tres platos y algunas cucharas.

—Voy a buscarlos —dijo Brohier poniéndose de pie.

Goldstein rompió la tapa de un recipiente y aspiró profundamente el vapor que salía.

—¿Qué haces con mil millones de más? —preguntó—. ¿Coleccionar obras de arte, como Hearst? ¿Coleccionar mujeres, como Hughes? La mayoría de los ejemplos que se conocen son bochornosos. Cuando Bill Gates financió la misión Ares a Marte, eso fue simplemente un truco, algo para gratificación de su ego solamente. Fue seducido por la idea de comprar la inmortalidad para sí mismo y para el logotipo de su compañía robándose un acontecimiento histórico. Me prometí a mí mismo que nunca sería tan débil… pero luego caí bajo el hechizo de una tentación aún más veleidosa.

»Jeffrey, tengo casi cien mil personas trabajando para mí en dieciocho estados y siete países. He invertido en ellos para hacer dinero. Pero he invertido en ti para hacer una diferencia. Ahora me has dado esa oportunidad.

Goldstein se sentó en el borde de la mesa más cercano a Horton y se inclinó hacia adelante como si estuviera por revelar un secreto.

—Armas y bombas han sido el vector del poder durante cuatrocientos años. Alguien dice que un arma es el gran igualador, pero sin embargo con mucha mayor frecuencia las armas son los grandes desigualadores. En el siglo pasado, las armas y las bombas confinaron a los judíos, a los homosexuales y a los gitanos en Buchenwald, hicieron caer a tres presidentes norteamericanos, mataron a cincuenta millones de personas en guerras y otro tanto en tiempo de paz, exterminaron a decenas de tribus y cientos de especies. Cuantas más armas, cuanto más grandes las bombas, más dispuesto está el hombre a tirar del gatillo. Esos fueron los beneficiarios de la ingenuidad de Nobel, Colt y Winchester.

—Por supuesto, eso fue un negocio también —dijo Brohier. Traía una bandeja de platos y utensilios para la mesa y volvió a su silla.

—Sí, y un negocio tan vergonzoso como necesario —prosiguió Goldstein—. No puedes razonar con un rifle disparado del otro lado del campo de batalla. No puedes negociar con un casquillo de artillería lanzado desde el horizonte. No puedes negociar con una cabeza nuclear que te amenaza desde el otro lado del mundo. La única respuesta a las armas, la única defensa para las armas ha sido tener más armas. Tú nos has dado otra respuesta, Jeffrey. Nos has dado una manera de arrancar esta herramienta terriblemente inhumana de nuestros puños apretados de primate.

—Si quitamos el poder de las armas del mundo, ¿qué aparecerá a ocupar su lugar? —preguntó Horton, confundido.

—Quizás el caos —dijo Goldstein—. Quizá la paz. Imagina a dos ejércitos enfrentados uno al otro en un campo de batalla con las manos vacías. ¿Los hombres del siglo XXI se lanzarán a luchar con bayonetas por Dios y la patria? Imagina al terrorista, al posible asesino, incapaz de asestar su golpe cobarde y anónimo a la distancia.

»Ahora imagina Tel Aviv, Belfast, Sarajevo, Los Ángeles, como oasis de paz, con uno de tus aparatos irradiando desde la torre en el corazón de cada ciudad. Imagina cuántos arados podríamos fabricar si dejáramos de comprar armas. ¿Dices que nos quedamos cortos? Oh, no, Jeffrey, en absoluto. El Gatillo es un don de valor incalculable. Y te aseguro por mis hijos y los tuyos que me ocuparé de que su promesa se vea cumplida. Empeñaré mi fortuna y mi vida en ello.

Luego Goldstein se incorporó y echó su cabeza hacia atrás, los ojos cerrados.

—Tantas palabras, atropellándose unas a otras para salir —dijo, inhalando y soltando un profundo suspiro—. Te lo advertí, ¿no es cierto? Vamos a comer, eso me hará callar un rato, por lo menos.

Pero la comida apenas detuvo el torrente de palabras, ya que Goldstein no era el único que carecía de interlocutores para los pensamientos que ardían y que debían ser comunicados. Y alrededor del pescado de cristal, cordero Hunan y té negro empezaron a esbozar juntos el bosquejo de una revolución.