4: Investigación

Dale City, Maryland. Los investigadores se basan en la grabación de una llamada a un centro de emergencia 911 para echar luz sobre el tiroteo producido anoche por un auto que pasaba por un barrio mayormente blanco. Los gritos y llantos de los invitados de una fiesta puntúan los 100 segundos que dura la grabación, que comienza justo antes de que las balas entraran por una ventana de la cocina y mataran a Gil Dellard, el dueño de casa, mientras intentaba informar a la policía acerca de un auto lleno de adolescentes que estaba cruzando el jardín del frente de su casa.

Historia completa - Grabación 911

Durante varias de las siguientes semanas, la vida en el laboratorio Davisson fue muy apresurada, aunque engañosamente calmada.

La unidad generadora o de emisión fue puesta en otro lugar, alineada nuevamente y dedicada otra vez al propósito de detonar las muestras entregadas cuatro veces por día por Pete McGhan. Debido al peligro a que se exponía McGhan si llegara a acercarse al laboratorio mientras se estaba desarrollando una prueba, sus idas y venidas dictaban el ritmo del programa de pruebas y los horarios cotidianos del equipo de Horton.

La primera entrega era a las 08:00, y las demás seguían con intervalos de tres horas. Había interrupciones de media hora programadas en Mano Firme para recibir cada entrega. Como medida de seguridad, McGhan llamaba por una línea especial cuando se acercaba al campus Terabyte para verificar que el emisor estaba frío y la cámara de pruebas preparada.

—¿El doctor puede verme? —preguntaba cada vez.

—Sube a la oficina —era la respuesta que le indicaba a McGhan que procediera—. Lo siento, no hay turnos disponibles. —Ésta era la respuesta que le decía que se quedara afuera del radio de seguridad.

McGhan nunca se quedaba más que lo necesario para poner las muestras en la cámara de pruebas y para entregar a Horton los restos de las muestras y los datos de la temperatura de fusión de los materiales. Luego volvía a desaparecer a alguna dirección fuera del campus que estaría usando para recibir, almacenar y preparar las muestras.

—Gracias por recibirme —decía siempre cuando se alejaba del radio de seguridad.

—Por favor, vuelva —era la contraseña.

El aire de novela de espías y misterios tendía a provocar risas pueriles y chistes sarcásticos del equipo de Horton, especialmente de Lee, a quien se le había asignado la tarea de responder a los llamados.

—Suena como si fuera un hipocondríaco adicto a alguna droga —se quejaba ante Horton—. Y yo sueno como una señora de Cincinnati. Y si tú pones una sola palabra acerca de esto en el artículo, todos nosotros sonaremos como unos paranoicos aspirantes a James Bond.

—Sólo porque tú eres paranoica… —comenzó Greene.

—Lo sé, lo sé. —Se encorvó sobre su consola y echó un vistazo furtivo a ambos lados—. ¡Nosotrros debemos tenerr mucho cuidado! —dijo con un acento exageradamente alemán de historietas—. El enemigo puede estarr escuchándonos aun ahorra. Cualquierra de nosotrros puede haber arreglado con ellos…

Aparte de las entregas y llamadas de McGhan, había unas pocas intrusiones en su trabajo. El personal administrativo los protegía de las preguntas de rutina, desviaba a los contactos personales con un escudo de excusas plausibles, y asumía un amplio espectro de obligaciones mundanas, desde ir a buscar el nuevo auto del doctor Greene hasta poner comidas listas en la heladera de la casa del doctor Horton.

Karl Brohier iba todos los días al principio, luego desapareció de la vista después de anunciar que estaría lejos del campus por un tiempo. El lugar exacto y el propósito de su viaje eran materia de mucha especulación, pero ni siquiera Horton pudo obtener información de la gente de Brohier.

—Él no sería capaz de vendernos, de hacer un trato a nuestras espaldas, ¿no? —preguntó Greene.

—No —respondió Horton con firmeza—. No creo que haga eso nunca. Está en misión Diógenes, y le llevará un poco de tiempo.

—Diógenes —dijo Thayer con evidente disgusto—. Podrías haber elegido una alusión más agradable, jefe.

—¿Está buscando un hombre honesto? ¿No es eso lo que necesitamos para el sexto hombre?

—Lo único que todo el mundo sabe acerca de Diógenes —dijo con un suspiro— es que fue el fundador de la secta de los cínicos, jefe.

El rostro de Greene se iluminó.

—¡Ajá! ¡Te encontré por fin!

Thayer lo miró frunciendo el ceño.

—Su apodo era Kayo (es decir, «perro» en griego), porque dormía en la calle. Enseñaba a sus alumnos a despreciar la civilización. Abandonó todos los bienestares mundanos, en un rechazo del mundo. Jefe, si vamos a ponerle al doctor Brohier el apodo de algún filósofo griego, ¿no podría ser al menos uno de los jonios? Tales, o Anaximandros, por ejemplo.

—Yo tenía un Anaximandro cuando era chico —dijo Greene—. Lo guardé en un recipiente de vidrio hasta que murió.

Thayer tomó el trozo de papel más cercano, hizo una bola con él y se la arrojó a Greene en la cabeza.

A medida que pasaban los días los datos se acumulaban.

La primera vuelta de pruebas se centró en munición similar a la que había habido en la pistola de Eric Fleet, es decir, munición que contenía carga con hexanitrato de celulosa, o algodón-pólvora. Dada la poca experiencia que tenían con las armas, Thayer y Greene se sorprendían por el aparentemente interminable desfile de variedades que McGhan les llevaba. Solamente el catálogo de Winchester ofrecía once polvos diferentes y más de doscientos cartuchos.

La mezcla, el tamaño y la forma del grano, la carga, el fabricante, el calibre… cualquiera de esos factores podía ser la diferencia que hiciera diferencia, que separara una prueba positiva de una negativa. Pero como las primeras veinte muestras duplicaban, todas, la anomalía con enorme fiabilidad, el equipo comenzó a llamar al último clic del ratón del protocolo de la prueba «tirar del gatillo».

Cuando las pruebas positivas llegaron a treinta y dos en ocho días, Thayer y Greene lograron finalmente contagiar a Horton de la impaciencia que tenían por hacer la prueba con otros materiales. Desde ese momento empezaron a acelerar las pruebas poniendo tres muestras de munición en la cámara a la vez.

No había ninguna diferencia en los resultados. Magnum y ACP, el fuego en el borde o en el centro, rifle o pistola, Bee calibre 218 a Winchester calibre 458… en todos los casos, en una fracción de segundo después de que el emisor llegara al diez por ciento del nivel de energía, los cartuchos hacían descarga, la débil envoltura de cobre se abría y se retorcía y la bala terminaba chocando débilmente contra la caja receptora.

Después del decimoséptimo día de pruebas, y de haber cargado ciento cuarenta muestras, el aburrimiento amenazaba con reemplazar a la saludable impaciencia de la curiosidad; como no había señales aún de Karl Brohier, Horton reclamó para sí el control del proyecto.

—Ya es más que suficiente —se dijo a sí mismo. Cerró el diario de investigación y llamó a McGhan—: ¿Pete? Hay un cambio en el cronograma. Quiero hacer la pólvora en bruto mañana y el sábado, y empezar los materiales de la Serie Tres el primer día de la semana que viene. ¿Puedes acomodar eso? Bien. Gracias. Hasta mañana.

Mientras cortaba, oyó un suave aunque serio aplauso detrás de sí, y se dio vuelta para hallar a Greene y a Thayer, que habían estado escuchando disimuladamente la conversación.

—Buena decisión, doctor Jota —dijo Greene—. Ya me estaba aburriendo tanto que pensaba sacar el auto nuevo hasta Tennessee este fin de semana.

—¿Por qué la testosterona ama las explosiones? —preguntó Lee con un suspiro, sin aguardar una respuesta—. Jefe, si hacemos pólvoras por la mañana, deberíamos probablemente verificar los sistemas de extinción y supresión de incendios esta noche.

—No —dijo Horton—. Ya hemos terminado por hoy. Y me los llevo a los dos a comer una comida decente.

Greene asintió con aprobación.

—Segunda buena decisión. Estás en una racha.

—Espera a oír la número tres —dijo Horton—. Los dos, tómense un minuto para asearse y prepararse, y luego vamos yendo. Tenemos media hora de viaje hasta Zanesville.

—Yo manejaré —propuso Greene con entusiasmo.

—No, no lo harás —dijo Horton, y Lee respiró aliviada.

Camino a la cena, Horton les contó sus otros planes.

—Con nuestro emisor de pruebas funcionando solo, no creo que esté sacando el mejor provecho posible de ti, Gordie. Así que mañana quiero que empieces a trabajar en un emisor de segunda generación.

—Suena divertido. ¿Algún parámetro?

—Toma todo lo que hemos aprendido hasta ahora y trabaja con eso. Ahora sabemos que no necesitamos todo el espectro, de cero al infinito. Simplifícalo. Intenta traerme algo más pequeño, más eficiente, más fuerte y que esté más contenido en sí mismo. En una palabra, algo portátil.

—¿Portátil? —preguntó Thayer, levantando una ceja.

—No podemos probar el rango del emisor en el laboratorio, puesto que el campus no es lo suficientemente grande. Alguien podría resultar herido en esa gran subdivisión en el lado sur de la avenida Shanahan, o aun alguien que pase cerca en auto. Necesitamos poder llevar un aparato de pruebas a una enorme nada en alguna parte, sea hacia el oeste o en el medio del lago Erie. Puedes construir al Bebé Dos en la parte de atrás de la caja de un camión, si prefieres.

—Sólo por curiosidad, ¿el Gatillo hará explotar la gasolina?

—Buena pregunta. No creo que aceptes una suposición como respuesta.

—Seguro que sí, si es tu camión —dijo Greene con una sonrisa.

—Tendríamos que probar con gasolina la semana que viene, entonces. Le diré a McGhan.

—Probablemente deberíamos hacer la prueba con queroseno y diesel al mismo tiempo —intervino Thayer—. A menos que no les importe tener algunas sorpresas, ya que hay mucho de ambos combustibles alrededor.

Horton asintió.

—Sí. Y había una buena cantidad de los tres combustibles el día de la anomalía, y ninguno fue afectado a ese nivel de energía. Quizá mayores niveles de salida afectarán algunos de los materiales que ahora pensamos que son estables en un campo de Gatillo. Si lograra algún avance en la teoría, probablemente podría responder a esa pregunta. Por el momento, todo lo que podemos hacer es seguir haciendo pruebas. La otra ventaja de tener una segunda unidad es que podríamos acelerar el programa de pruebas.

—Cada vez que encendemos al Bebé hacemos pruebas con más de una muestra en la cámara —dijo Thayer—. Ya sabemos que no afecta el plexiglás, el concreto, el pomelo, los cordones negros, el jabón Spandex, las gaseosas, la pila en el reloj barato de Gordie…

—¿Piojos y jabón Espadol?

—Te lo explicaré cuando seas mayor.

Durante el resto del viaje los tres pasaron revista a una lista de materiales que sabían que habían estado expuestos al campo del Gatillo por el simple hecho de haber sido parte de la estructura, el montaje o los contenidos del laboratorio Davisson. Pero cuando ya estaban en el camino de entrada del Oíd Market House Inn, Horton confiscó la lista.

—Basta ya de hablar de trabajo. Ni una palabra más. Si no podemos pensar en una conversación civilizada, comeremos en silencio, por el amor de… quiero decir, para disfrutar de la comida. Después de todo, no todos los días me pongo una corbata.

—O comes algo que no está servido en un papel de colores y una taza de plástico que conserva el calor —dijo Greene mientras buscaba el picaporte—. Estoy de acuerdo. Vamos, estoy famélico.

Con sorprendente facilidad, hablaron sólo de placeres culposos de la cultura popular, de la desaparición del fútbol profesional de mujeres y de vacaciones soñadas mientras consumían carne tierna, verduras exóticas y casi dos botellas de vino en una cena que duró dos horas. La única violación al edicto de Horton fue cometida por él mismo en un brindis:

—Por la mayor arma de fuego de tiro a tiro, cargable a mano, con desviación de la trayectoria, peligrosa para los niños, y por el equipo que la construyó —dijo serenamente—. Ojalá descubramos para qué sirve, y cómo lograrlo.

—Eres un borracho sentimental, jefe —dijo Thayer, chocando las copas—. Por todo lo que dijiste, de todos modos.

Sea por la hora, por el efecto tranquilizante de la comida y del vino, o el efecto serenador del brindis, apenas hablaron durante el viaje de vuelta a Columbus. Horton condujo el auto hacia el carril de alta velocidad de la autopista y lo dejó ir hacia el oeste por la noche sin luna mientras miraba hacia las granjas oscuras. Greene dormitaba, roncando a veces suavemente. Thayer observaba el tráfico de los carriles individuales, y se sobresaltó cuando un sedán oscuro de cuatro puertas los pasó violando todos los límites de velocidad y desapareció fundiéndose en la oscuridad.

—¿Un auto sin patente? —dijo Horton—. ¿Desesperado por llegar al próximo descanso?

—Una unidad del Servicio Secreto del gobierno que lleva un alienígeno capturado a la base de la Fuerza Aérea Wright-Patterson —dijo ella ligeramente.

—Por supuesto. Cómo no se me ocurrió.

El silencio parecía alargar el viaje, así que Horton encendió la radio satelital y halló un programa de jazz de las grandes bandas para aligerar el paso del tiempo. La última mitad de Kansas City Suite de Count Basie los vio llegar a la entrada del barrio para solteros de Horton, quien había decidido ir en taxi a la mañana siguiente antes que pasar otra hora en la ruta, y Stan Kenton los llevó al predio de Terabyte donde esperaba el auto de Thayer.

—Un lugar muy bonito, una buena cena, jefe. Muchas gracias. —Aunque sonó como una despedida, ella no hizo ningún movimiento para abrir la puerta.

—De nada. ¿Nos vemos mañana por la mañana?

—¿Puedo decirte algo?

Algo confundido, Horton se dio vuelta en su asiento para ver el rostro de ella.

—Por supuesto.

—No lo pasé muy bien esta noche.

—Lo siento…

—No es tu culpa —dijo—. Jefe, yo estuve nerviosa durante todo el viaje de ida y de vuelta, como nunca me ocurre cuando cada uno vuelve a casa por la noche. No podía dejar de pensar, un choque de auto, y el estado de cosas quedaría a salvo.

—Creo que el doctor Brohier ya tiene lo suficiente como para continuar con el trabajo aun si algo nos ocurriera a nosotros.

—Supongo que sí, pero ¿acaso los de afuera se darían cuenta de eso?

—¿A dónde quieres llegar, Lee?

—Toda la noche estuve pensando acerca de cómo este trabajo amenaza la base del poder de mucha gente que no nos va a querer mucho por lo que hacemos, y que con toda seguridad querría detenernos si pudieran. Todo el tiempo quería que Gordie y tú bajaran la voz en el restaurante, aun cuando estaba encendido el cartel de «Prohibido hablar de trabajo». Simplemente no quería que nadie se diera cuenta de nuestra existencia. Quería ser invisible.

Ella suspiró, y continuó:

—Y no sé cómo dejar de estar asustada ahora que estos pensamientos se instalaron en mi cabeza. Cada sonido que oiga fuera de mi casa, cada vez que mi gato se ponga a curiosear en medio de la noche, cada vez que gire la llave para encender mi auto, voy a estar pensando en lo mismo. Jeff, no vamos a estar seguros hasta que dejemos de ser las únicas personas en el mundo que saben cómo hacer esto.

—No sé qué…

—Sabes que hay gente ahí afuera que matará sólo por cálculos, para aumentar sus intereses o protegerlos. No son sólo un invento de Hollywood.

—Supongo que no. Confieso no haber pensado mucho en eso.

—Yo sí —dijo con una voz tensa de emoción—. Mi hermana de Cleveland ha tenido problemas con bandas porque su hijo no quiere unirse a ellas. Han baleado tres veces su casa. —Suspiró nuevamente—. Y cuando yo tenía doce años mi tío Ted fue jurado en un caso de un robo de Banco contra el jefe de una de esas agrupaciones de blancos nacionalistas. El jurado decidió condenarlo. Una semana después mi tío fue encontrado muerto, con dieciséis balazos, con una leyenda que decía «traidor» pintada en el parabrisas de su auto.

—Recuerdo eso —dijo Horton, sorprendido—. Recuerdo haber visto eso en las noticias. No tenía idea…

—Me prometí a mí misma… —Ella movió la cabeza, turbada, y volvió a comenzar—. Me dije que nunca me dejaría acorralar por gente así y por lo que querían y que solamente me agacharía entre las malezas y dejaría que los leones lucharan por arriba.

—Lee, ¿qué puedo hacer yo?

—Pienso que me gustaría empezar a vivir en el laboratorio. Con Ernie, si no hay problema.

—¿Ernie es el gato?

Lee asintió.

—Sólo hasta que hayamos publicado, y no implica demasiadas complicaciones. Yo podría usar la antigua oficina de Barton, ya que está cerca del salón de mujeres, y el sofá es lo suficientemente grande para mí.

—Te conseguiremos una cama y un armario —dijo Horton con firmeza—. Y un sillón viejo para que Ernie lo arañe.

El rostro de Lee se iluminó con una sonrisa de alivio.

—Gracias.

—¿Quieres que te acompañe hasta la entrada? ¿Quieres empezar hoy?

—No, Ernie se pone loco cuando no vuelvo a casa. —Se quedó pensando un instante—. Pero lo llevaré a él mañana, y también una maleta, si no hay inconveniente.

—Por supuesto. Estoy seguro de que los servicios de Terabyte podrán conseguir una cama para la hora de salida, si soy enérgico.

Ella asintió y abrió su puerta.

—Gracias por no hacerme sentir una miedosa paranoica.

—Hay mucho de que estar asustado ahí afuera. La mayoría de nosotros se las arregla haciendo de cuenta que no hay nada. A ti te arrebataron esa ilusión demasiado temprano —dijo Horton con fastidio—. Y pienso que yo acabo de perderla. Quizá pida dos camas a los servicios.

—Lo siento, jefe.

—No, no lo sientas. El doctor Brohier trató de advertirnos. No pudo ser más directo acerca de esto. Y yo lo ignoré, y no tuve pensamientos más que para el enigma, para la ciencia. —Movió la cabeza—. Es tarde. Hora de ir a casa.

Ella empezó a salir, luego se detuvo y miró atrás a Horton con una mirada muy seria y penetrante.

—¿Jeff?

—¿Qué?

—Vamos a publicar, ¿verdad? Dime que no estamos trabajando para Dow Chemical o para el Departamento de Defensa. Dime que el doctor Brohier entiende que no podemos simplemente vender el Gatillo al mejor postor, y que habrá una oportunidad de usar este trabajo para quitar las garras a algunos de los leones. Por esa única razón no salí huyendo la primera semana. —Sonrió con tristeza—. Yo quería, pero tío Ted no me hubiera dejado.

—Vamos a publicar —dijo Horton firmemente—. Y los leones van a llevarse la sorpresa de sus vidas.