Windsor, Carolina del Norte. La policía informó que hay pocas pistas en el horrible triple asesinato en una tienda de materiales en Be-Lo. Las grabaciones de cámaras de seguridad del crimen muestran cómo dos asaltantes enmascarados ataron a sus seis víctimas con cinta para tubos, hicieron una pila con ellos y luego les dispararon «como si tuvieran todo el tiempo del mundo», de acuerdo con fuentes policiales.
Historia completa
El campus de Terabyte Corporation en Columbus permaneció oficialmente cerrado durante diecinueve días. Pero cuando finalmente lo reabrieron, fue inmediatamente claro para quienes volvían a su lugar de trabajo que el campus no había estado sin actividad durante ese tiempo.
—Los marroncitos estuvieron ocupados, con toda seguridad —dijo Gordon Greene, mirando con curiosidad la ventana de la derecha del Skystar cuadrado de la doctora Leigh Thayer.
—¿Marroncitos?
—O quienquiera que hizo todos esos zapatos para el zapatero mientras éste dormía.
Ésa fue la reacción de Greene ante la visión de un nuevo guardia y una nueva puerta en el camino principal, al lado del nuevo predio de estacionamiento de asfalto negro que había sido tomado de lo que fue un campo con césped con algunos árboles.
Cerca de la caseta del guardia, y tapando lo que había sido el sendero de salida del camino principal, había una nueva dársena de carga. Monolitos de concreto flanqueaban el sendero de distribución, que en ese momento estaba ocupado por un furgón de carga marrón de Seguridad UPS. En la dársena, del lado del campus, había un remolque plano acomodado contra la pared, y dos hombres en uniformes de seguridad pasaban paquetes de un camión al otro.
La puerta y la dársena de carga estaban una a cada lado de una nueva cerca que separaba Terabyte de la avenida Shanahan.
—Parece como si no fueran a permitir de aquí en más que ningún vehículo que viene de afuera esté estacionado en ningún lugar cerca de los laboratorios —dijo Lee.
—Me parece que están exagerando un poquito, ¿no crees?
La suposición de Leigh fue confirmada un momento después por los dos guardias de la puerta, quienes los condujeron al estacionamiento.
—Doctora Leigh Thayer, espacio 8 —dijo el primer oficial, fijando la correspondiente calcomanía en la parte interior del parabrisas—. Doctor Greene, cuando tenga su nuevo auto estará en el espacio 9. Puede esperar por un chofer-escolta en el pabellón.
El guardia señaló bruscamente con su pulgar en dirección de un recinto cubierto y con paredes de plexiglás que estaba unos pocos metros más allá de un pasillo de seguridad como el que hay en los aeropuertos. Al lado del recinto había unos carros endoselados que no hubieran estado fuera de lugar en una cancha de golf (o, como Greene pensó, en un episodio de El prisionero).
—Creo que hay algo que todavía no sabemos —dijo Lee, mirando atentamente el parabrisas del Skystar—. Vamos hasta allá y averigüemos si ellos tienen intenciones de contarnos.
Antes de que pudieran pasar por el portón, Lee y Gordie tuvieron que entregar sus antiguas tarjetas de identificación de Terabyte para recibir unas tarjetas nuevas y más grandes que se llevaban en una cadenita alrededor del cuello.
—Si hubiera querido usar un collar de ovejas habría ido a trabajar a IBM —gruñó Greene mientras cruzaban rumbo al pabellón.
Otra afrenta menor los esperaba en el pabellón. No estaban autorizados a subir solos hasta los laboratorios. Eso requería una llave especial, otorgada solamente al «escolta», en este caso una mujer de unos treinta años con hombros de atleta y mirada amigable pero cautelosamente alerta.
Ni Lee ni Gordie intentaron hablar sobre el zumbido de los motores eléctricos del vehículo que los llevaba y del viento que fustigaba la cubierta. Pero a mitad de camino, Gordie señaló en silencio la extraña pistolera del conductor, que contenía un objeto rectangular negro que no se asemejaba en nada a un arma.
Fueron conducidos directamente a través del que antes era el portón principal, que había sido refaccionado con una caseta armada hexagonal.
—Al Capone —dijo Gordie cuando el vehículo pasó por la entrada de «esclusa», que tenía en el portón de barras de acero reforzado armas que parecían lo suficientemente sólidas para detener por lo menos a un vehículo militar.
—¿Qué?
—Se refiere al nuevo puesto del portón —dijo la conductora por sobre su hombro—. Es como las casillas armadas que las pequeñas ciudades solían construir para rechazar a los asaltantes en la década del 30. Yo vi una en una ocasión, en Goshen, Indiana, justo en la esquina de la plaza de los tribunales. Ametralladoras en la avenida principal. ¿Se lo imaginan?
—¿Tengo que hacerlo? —preguntó Lee.
Mientras eran aceptados por la esclusa, le indicó con un gesto silencioso a Gordie que la cerca interna había sido electrificada en su ausencia.
Él asintió.
—Un cambio en la realidad. No estamos más en Columbus, Dorothy.
La escolta los condujo directamente a la entrada principal del Centro Planck, donde tuvieron que soportar otro control más de sus nuevas tarjetas de identificación, esta vez con una varita que leía tanto el código de barras como la cinta magnética del borde inferior, de modo que el registro de seguridad pudiera comparar sus contenidos.
—Doctor Greene, doctora Thayer —dijo el guardia un momento después—. El director y el doctor Horton están esperándolos en el salón de conferencias.
—¿No quiere acompañarnos hasta ahí? —preguntó Lee con sorna.
—No, señora, doctor —dijo el guardia, moviendo la cabeza enfáticamente—. No estoy autorizado a entrar en este edificio.
El rostro de Jeff Horton se iluminó cuando sus asistentes entraron en el salón de conferencias.
—Lee, Gordie, me alegro de verlos.
—Y yo a ti, jefe —dijo Greene—. Pensaba con preocupación que llegaría aquí y vería a Patrick McGoohan.
Horton y Karl Brohier lanzaron una carcajada, y Greene se dio cuenta de que había una tercera persona en el salón, un hombre delgado con rasgos angulares y un aire de tranquilidad casi palpable. Brohier se levantó de su asiento y le indicó al hombre que se acercara.
—Doctor Greene, permítame presentarle al nuevo miembro de su equipo —dijo el director—. Pete McGhan, éste es el doctor Gordon Greene, y la doctora Leigh Thayer. Le hemos dado a Pete el título de Coordinador de Materiales Especiales.
—¿Materiales especiales? —Greene lanzó una mirada inquisitiva hacia Horton.
—Un eufemismo para su declaración de impuestos —dijo Brohier—. El señor McGhan (antes, coronel McGhan, del Cuerpo de Infantes de Marina de los Estados Unidos) se encargará de obtener, almacenar, manipular y preparar las muestras para su nuevo programa de pruebas. Lo que me recuerda otra cosa, doctor Greene: ¿recibiste el cheque? ¿Algún problema con respecto al reemplazo del coche?
—Me están haciendo esperar otra semana para conseguir el color que yo quiero, lo que yo no llamaría un problema. Quiero agradecerle una vez más…
—No hay ninguna necesidad. Lo que ocurrió fue responsabilidad nuestra.
Greene lo miró con ceño. Mientras tanto, Thayer avanzó un paso.
—Doctor Brohier, doctor Horton, ¿alguno de ustedes sería tan amable de empezar desde el principio? ¿Por qué todo el aumento de seguridad? Y con todo respeto por el señor McGhan, ¿por qué necesitamos a alguien nuevo para manipular nuestras muestras?
—Porque tiene catorce años de experiencia de trabajo con municiones y explosivos que nosotros no tenemos —dijo Horton—. Gordie, fuimos nosotros quienes hicimos volar tu auto: tú, yo, Lee y el Bebé.
—¿Cómo? —preguntó Thayer.
Horton y Brohier intercambiaron sonrisas irónicas.
—No lo sé aún, Lee. Por eso es hora de volver al trabajo.
Primero hubo nuevos y aún más rigurosos acuerdos secretos para firmar. Luego Brohier y Horton mostraron a los recién llegados la grabación de las pruebas de medianoche, y los llevaron al laboratorio Davisson para mostrarles los cambios.
El primer cambio, y el más obvio, fue que todo el ensamblaje del blanco, incluyendo el pedestal de mármol, había desaparecido.
—Hemos construido una nueva cámara de pruebas afuera —dijo Horton señalando una nueva puerta hecha completamente de metal y un visor de plexiglás en la pared más alejada.
—Paredes de 30 centímetros. Cubiertas de un armazón de planchas de Kevlar y de acero, selladas y atravesadas por un silenciador de agua de quinientos litros —agregó McGhan—. Ayer lo probamos. Una gran salpicadura, pero muy poco ruido o humo.
—Queremos mantener nuestra reputación de buenos vecinos. Cuantas menos preguntas haya, mejor —dijo Brohier.
—Parece que necesitamos dar vuelta al Bebé, entonces —dijo Greene, estudiando la geometría del aparato—. Ahora que sabemos que debemos ser muy cuidadosos acerca de a dónde lo apuntamos.
—En realidad, no lo sabemos. Ésa es tu prioridad uno: descubrir cuál es el efecto envoltorio. Pete va a conseguirte algún material de prueba que no te pondrá en peligro a ti ni al laboratorio —dijo Horton—. Lee, tu prioridad es pensar qué tipo de recolección de datos podemos hacer dentro del puerto y a través de él, y armarlo para Mano Firme.
—¿Qué tipo de muestras vamos a probar?
—Más munición, primero. Todos los calibres y cargas. Luego todo el catálogo de explosivos, desde Amatol a Torpex —dijo McGhan—. Todo lo que mis licencias cubran y mis contactos puedan proveerme.
—Y luego todo el Manual de química —dijo Brohier—. Necesitamos saber exactamente qué compuestos son afectados, y qué compuestos no. Una necesidad muy práctica, a falta de una base teórica.
—Lo cual es justamente mi prioridad uno —agregó Horton—. Tenemos que entender qué es lo que está ocurriendo aquí. Por qué lo que salió de este laboratorio provocó algo que la radiación natural no. O no lo provoca donde podamos verlo, en todo caso.
—¿Y el índice de artículos de investigación de ciencias físicas o del JPSI no pueden ser de alguna ayuda? —preguntó Thayer.
—Estuve buscando en la bibliografía toda esta semana, y parece como si este efecto nunca hubiera sido observado antes, o no hubiera sido nunca descrito, por lo menos. Así que empiezo con una página en blanco.
—Entonces tendremos que llenarla con algunos datos buenos, así tienes algo con lo cual trabajar —dijo ella, y luego miró expectante a Brohier—: ¿Hay alguien aparte de nosotros cinco que sabe con qué nos hemos topado?
—No todavía —dijo Brohier—. Y ése es el problema que me toca a mí. Porque cuando elijamos al sexto integrante, y compartamos esto con él, el mundo empezará a cambiar. No puedo ser lo suficientemente enfático en este punto: nuestra discreción nos comprará el tiempo necesario. La indiscreción nos costará la oportunidad de moldear lo que venga a continuación.
Sus palabras tranquilizaron los rostros de los demás. Su mirada medía el peso que había puesto en ellas, y le pareció insuficiente.
—No pueden cometer un error —prosiguió—. Nadie podrá controlar el futuro una vez que este descubrimiento salga de este cuarto. Estaremos en la esfera de la política y de la psicología, o de las seudociencias y la inescrutable idiosincrasia de la especie humana. Este descubrimiento escribirá otra vez las reglas del poder que han regido los asuntos mundiales desde que el trabuco de chispa desplazó la espada y la lanza. Y no seremos los únicos en escribir las nuevas reglas. Nosotros somos simplemente la razón por la cual ellas serán necesarias.
»No hay vuelta atrás. Nosotros no elegimos esta responsabilidad, pero no podemos rechazarla. Lo que podemos descubrir, otros inevitablemente lo van a descubrir. Ustedes recordarán con cariño este día como uno de los últimos días en que el mundo era ordenado y familiar. Sus hijos conocerán una realidad diferente. —Brohier echó un vistazo a través de la sala hacia los aparatos y hacia atrás, con una cálida sonrisa que aflojó la solemnidad—. Ojalá sea una realidad mejor.