—Vox —le dijo Jeffrey Alan Horton a su auto. El indicador del comando de voz se encendió en el panel de instrumentos y un menú apareció en el parabrisas—. Noticias, nacionales.
—… Se espera que el procurador general del Estado John Woo finalmente decida cuándo se iniciará el juicio por asesinato, ya pospuesto dos veces, contra Melvin Hills y otros ocho miembros del grupo antiabortista Asesinos de Dios. Los acusados se enfrentan a cinco cargos por asesinato en el feroz ataque a las instalaciones de Paternidad Planificada en San Leandro.
—Les prometemos a los acusados un juicio justo; a la corte, un juicio seguro, y a las víctimas una condena justa.
—Este inusitado juicio virtual se va a realizar por completo a través de la G2Net. El juez, los miembros del jurado, los fiscales y los abogados defensores se encontrarán dispersos en lugares secretos. En enero, se excusó al primer jurado cuando varios de sus miembros recibieron amenazas de muerte…
—Vox —dijo Horton—. Noticias, locales.
—… Aquéllos que proporcionan servicios de salud para mujeres del área de Columbus no se mostraron dispuestos a debatir medidas adicionales de seguridad, pero la subcomisaria Jeanne Ryberg prometió «máxima vigilancia» durante el juicio.
—Sabemos de qué son capaces los Asesinos de Dios y no permitiremos que se salgan con la suya aquí…
Horton suspiró. Si bien el juicio de San Leandro no había comenzado aún, ya estaba cansado de oír sobre él. Pero la historia estaba recibiendo una enorme cobertura y la única manera de evitarla era manteniéndose alejado de los programas de noticias durante todo el mes siguiente.
—Vox. Apagar radio —dijo al mismo tiempo que hizo girar el volante hacia la derecha para tomar la avenida Shanahan.
Era el momento del año y el tipo de mañana límpida de Ohio cuando el sol se elevaba directamente sobre las calles que van en dirección este-oeste como una bola de fuego, saludando a los conductores con un brillo deslumbrador.
En algún momento en el último día y medio, Jeffrey Alan Horton había puesto en el lugar equivocado sus lentes de uso habitual. Sus ojos, todavía con sueño, extrañaban mucho los anteojos espejados mientras hacía los tres últimos kilómetros por la avenida Shanahan. Intentando esquivar el sol y haciendo sombra sobre sus ojos con la mano, Horton se sintió aliviado cuando finalmente llegó a la entrada arbolada del campus de Laboratorios Terabyte.
Con un generoso colchón de bosques y un parque que separaba el complejo de investigación del barrio que lo rodeaba, la entrada al complejo se asemejaba más a la de un parque que a un centro de ciencia aplicada de primer nivel. Para mantener la ilusión, la seguridad en el perímetro era discreta. No había portones ni guardias ni barreras, apenas un cartel no muy llamativo.
Pero las apariencias eran engañosas. Cien metros más adentro el camino se estrechaba para seguir a los visitantes a distancia, y pasando esa calle un sensor de pavimento examinaba la parte de abajo del auto de Horton, un Honda Passport, y un transmisor a la vera del camino se dirigía a su radio-tarjeta de identificación.
Horton sabía por experiencia lo que podía ocurrir si no pasaba alguno de los dos controles: sería interceptado apenas después de la primera curva por una barrera de acero que se levantaría desde el camino y aparecería un jeep amarillo de seguridad. Si alguien trataba de avanzar o de entrar en el campus por el parque sería recibido por las armas del pequeño grupo de seguridad y su característica falta de humor profesional.
Al comienzo, Horton no estaba demasiado de acuerdo con la seguridad. Se oponía a la insistencia de Brohier en denominar «campus» a las instalaciones de Terabyte, debido a que las cercas y los puestos de control no habían sido parte de la experiencia universitaria de Horton en Stanford, Purdue o el estado de Tennessee. Sin embargo, últimamente había comenzado a apreciar la calma vigilancia del personal de seguridad, en especial después de que el laboratorio recibió un paquete bomba de «Ned Ludd» en un envío de suministros de oficina.
Ahora, Horton ya conocía todos los rostros y nombres de pila de los guardias. A su vez, le representaban una presencia reconfortante cuando, como sucedía a menudo, trabajaba muy temprano, muy tarde o durante los fines de semana. El único problema que Horton tuvo con ellos fue durante su primer invierno en Terabyte, cuando, un día en que su auto estaba en el taller para una reparación de frenos, llegó al trabajo en el Saturn eléctrico de su novia que no estaba registrado.
Su novia… ésas eran dos palabras que Horton no usaba desde hacía mucho tiempo. Su última relación seria había sido con Kelly Braddock, en Stanford. Durante el año y medio que salieron, nunca tomaron la decisión de irse a vivir juntos, pero entre la precaria situación emocional y la actitud defensiva de Kelly y su osado desenfado sexual, esa relación le consumió tanto espacio y energía como las relaciones de convivencia a sus amigos. Para cuando Karl Brohier apareció en su puerta, Horton había empezado a cansarse. Ya estaba evitando a Kelly y contemplaba la posibilidad de interrumpir la relación.
La oferta de Brohier le resolvió ese problema, si bien no de la manera en que Horton esperaba que lo hiciera. Unas semanas más tarde, Kelly anunció que había obtenido una beca en la Universidad de Texas. Eso le permitió abandonar Palo Alto un mes antes que Horton. De esa forma, se demostró a sí misma que no había puesto en riesgo su independencia por haberse acostado con él. Se despidieron sin lágrimas ni promesas concretas.
Por un tiempo, siguieron comunicándose por Internet. Pero el sexo por la red les resultó un insatisfactorio sustituto del sexo real. Más aún, se dieron cuenta de que el sexo real constituía la energía aglutinante de su relación. Ante la ausencia de la lujuria, poco quedaba que evitara que se alejaran el uno del otro y, en unos pocos meses, se convirtieron en «viejos amigos», camino a transformarse en simples extraños.
De todos modos, la desaparición de Kelly de la vida de Horton lo privaba de una agradable pasión y un reconfortante factor sorpresa. Hizo algunos esfuerzos poco fructíferos y poco entusiastas por reemplazar ambos.
De las varias relaciones que mantuvo ese primer año, la unión con Moira, la dueña del Saturn, fue la que duró más tiempo. Moira, una sociable nativa de Toledo, de treinta años de edad, que vivía en el edificio de Horton, tenía bastante de la fogosidad de Kelly pero era más suave y complaciente. Sin embargo, carecía del entusiasmo de Kelly por la independencia, y su principal ambición era una muy anticuada: casarse y tener hijos. Esperó muy poco tiempo antes de empezar a hablar sobre la posibilidad de comprar una casa juntos. Cuando supo que Horton no compartía sus ambiciones, no perdió más tiempo con él.
Desde entonces, más por inercia que por decisión, Horton había permitido que su trabajo lo absorbiera por completo. Sus momentos de ocio se limitaban a visitas a un polígono de tiro o al cine, además de un viaje durante un fin de semana cada año para recorrer a pie un parque nacional. Sus relaciones sociales más allá del trabajo se limitaban al chateo por Internet y a dos o tres visitas a sus padres en su nueva casa de Columbia, Carolina del Sur.
Se decía a sí mismo que no le importaba su soltería, que el trabajo era suficiente… pero no tenía a nadie lo suficientemente cerca como para que desafiara esa teoría. Se decía que no le importaba dormir solo, comer solo, viajar solo, pero la verdad era que tampoco lo disfrutaba mucho.
Se decía que habría más tiempo, más risas, una vida más plena en el futuro, cuando hubiera tenido la oportunidad de demostrar que servía en lo que hacía, cuando el trabajo y el ocio se repartieran en un mayor equilibrio. Sin embargo, ya hacía seis años que venía repitiéndose lo mismo. En un mes cumpliría treinta años y de repente entrevió la posibilidad de que su vida siguiera siendo como hasta ahora cuando cumpliera treinta y cinco, cuarenta y más también.
El catalizador de toda esta melancolía, Horton sabía, era el experimento programado para esa mañana. Y el mejor antídoto en el que Horton podía pensar era en un éxito largo tiempo esperado.
Al final del camino serpenteante estaba la principal playa de estacionamiento y la puerta que daba al complejo cercado de Terabyte. Como director asociado, Horton tenía derecho a uno de los lugares de estacionamiento dentro de la doble valla. Dirigió el Passport hacia la puerta mientras bajaba su ventanilla.
—Buenos días, doctor Horton. No esperaba verlo de nuevo por la mañana —dijo Eric nariz torcida, quien estaba de guardia cuando Horton se fue a las tres de la mañana—. ¿Esa siesta le sirvió de algo?
—No mucho —le respondió Horton, haciendo un esfuerzo por sonreír—. ¿Oyó algo sobre los arreglos?
—Acabo de hablar con el jefe. Estaremos listos a las siete y cuarto —respondió Eric—. Excepto por mi presencia y la de Tim, su equipo tiene todo el campus a su disposición. El ingeniero comenzará a retirar los sistemas no esenciales a las siete. Lo haremos en el mayor de los silencios posibles.
—Gracias —le dijo Horton y asintió. Luego, avanzó.
—Buena suerte —le deseó Eric.
Horton esbozó una sonrisa. Suerte. Su equipo había tenido un montón de suerte, pero siempre mala.
El trabajo teórico y de diseño del Bebé había insumido casi un año, y la construcción del aparato para el experimento había llevado poco menos de seis meses. Ahora, más de dos años después, el equipo tenía todavía que terminar con éxito una serie de pruebas. Había ocurrido un incendio, deficiencias de computación, problemas de alimentación y una serie de incomprensibles problemas que finalmente hicieron que tuvieran que volver a diseñar en gran parte el detector, construir parcialmente el emisor dos veces y reemplazar la mayor parte del dispositivo de prueba y de medición.
Con toda seguridad, el proyecto era de avanzada. Era un trabajo en territorio inexplorado, y debían esperarse algunos reveses. Pero aun en la atmósfera apacible de Terabyte, Horton se sentía presionado, sobre todo por sí mismo. Si realmente había gastado los últimos cuarenta meses y cuarenta millones de la fortuna de Aron Goldstein persiguiendo una quimera, Horton podía hacer esa evaluación y clausurar el proyecto. Y si el laboratorio 1 no producía algunos resultados positivos pronto, Horton podría ser forzado exactamente a eso, y a admitir que se había equivocado.
Las ecuaciones Hong-Jaekel-Mussermann de campo unificado habían significado el cambio de paradigma que la física teórica había anhelado durante el último tercio del siglo XX. Los cosmólogos se apresuraron por abrazar el llamado «sistema CERN», ya que éste proveía soluciones atractivas tanto para el problema de la desaparición de masa y la paradoja de expansión de edad.
Pero la física misma quedó patas arriba y se sumergió en la vorágine de la revolución científica. La reputación de algunos se desmoronó como un rey caído, y surgieron nuevos héroes anónimos para guiar el camino. Los últimos cinco premios Nóbel en física fueron dados por trabajo con el sistema CERN, y nadie creía que ése fuera el final de la cadena. Era un momento apasionante para ser físico.
Horton habría podido perderlo. Si los Estados Unidos hubieran construido su superacelerador como previsto, los elementos esenciales del sistema CERN podrían haber sido revelados casi dos décadas antes. Y si existían los medios para hacerlo, alguien ya hubiera hecho lo que Horton estaba intentando hacer. La ventana de la oportunidad se habría cerrado antes de que Horton hubiera terminado la escuela primaria. La nueva historia de la física se escribía a un ritmo asombroso.
Pero el Congreso de los Estados Unidos, una institución que históricamente fue abundante en abogados pero escasa de visión, había cancelado el superacelerador cuando era poco más que un agujero en el llano de Texas. Irónicamente, la falta de miras del Congreso había dado la oportunidad a Horton, si él y su equipo podían enseñar a caminar al bebé.
Cuatro años antes, en el congreso de la Sociedad Americana de Física en Honolulu sobre el sistema CERN, Horton se había dado cuenta de que una de las ecuaciones de campo en el nuevo paradigma daba lugar a (aunque no requería) un fenómeno hasta entonces tío observado. Jeff Horton intentaba entonces la emisión inducida de gravitones, las minúsculas partículas elementales que eran los vectores de la gravedad universal.
Las ecuaciones que él, por su parte, llevaba a cabo indicaban que lo que era impensable en la antigua física era quizá posible en la nueva: construir algo análogo a un láser para la gravedad. Aunque un dispositivo tal todavía aguardaba su demostración, ya tenía un nombre, heredado de las historias de la ciencia ficción, donde se había convertido en parte del aparato tecnológico: el rayo transportador.
Y no terminaría ahí. La gravedad artificial para vuelos espaciales de larga duración, para la propulsión sin fricción, para grúas de techo sin cables y sin partes móviles, cámaras de gravedad cero en la tierra… Horton y Brohier ya tenían una lista de más de doscientas aplicaciones patentables.
Cuando el Bebé llegara a la mayoría de edad, todos querrían jugar con él.
Pero Horton no podía pensar que él era el único físico que hubiera mirado sin prejuicios las ecuaciones del equipo del CERN y percibido la misma oportunidad. Vivía con el temor de conectarse con el servidor de Los Álamos, mirar los nuevos artículos sobre nueva física de alta energía, y de encontrar a su descubrimiento hecho realidad en las palabras y ecuaciones de otro.
Temía esa posibilidad tanto como la de estar equivocado, y de que todos hubieran estado perdiendo el tiempo.
Las luces en el laboratorio Davisson del Centro Planck ya estaban encendidas, puesto que los dos directores asociados del proyecto ya disponían los preparativos para la prueba.
El doctor Gordon Greene estaba tendido boca arriba en el suelo, medio escondido tras la plataforma del transformador, que tenía el tamaño de una heladera, del generador de campo. A su lado se veía un extremo de una bolsa de herramientas descolorida y manchada, y también el número 4 en el panel de Faraday.
La doctora Leigh Thayer estaba sentada en una silla con el respaldo frente a sí, ante la consola de recolección de datos, acariciándose la nuca con una mano mientras examinaba los dos indicadores de datos. Estaba de espaldas a Horton cuando éste entró en la habitación.
De muchas maneras, Gordie y Lee eran diametralmente opuestos. La tez de él era oscura y recubría un cuerpo de boxeador de peso mediano; ella era alta, de tez clara y delgada. Las cortas raíces de la familia de Gordie se remontaban a Nkrumah de Ghana y habían sido regadas en gran medida con la esperanza, mientras que las profundas raíces de ella se remontaban a los elegantes mercaderes de Inglaterra que alguna vez habían entregado como parte de pago a sus ancestros. Él era las calles de Oakland, California, y ella era los refinados suburbios de Connecticut. Él necesitó una beca estatal para asistir a la universidad, mientras que ella pudo elegir entre las universidades más prestigiosas antes de decidirse por Cornell.
Pero tenían en común el haber podido desafiar las expectativas de su entorno. Gordie se había destacado tanto en la universidad como para poder acceder a los programas para graduados en ingeniería electromecánica en CalTech. Después de un año, Lee decidió que tanto Cornell como sus compañeros de estudio eran un absoluto tedio y, despreciando el chantaje financiero de sus padres, se transfirió al Politécnico Rensselaer, con el firme propósito de «ensuciarme un poco las manos». Incluso el sobrenombre elegido por ella era una manera de rechazar lo que Lee denominaba «afectaciones de las familias de dinero».
Horton sabía que era afortunado al haberlos atrapado. Gordie había ingresado en Terabyte después de que Hugues ITT cerró su empresa de prototipos para favorecer los prototipos virtuales. Y Lee, ocho años mayor que Horton, se había desilusionado en Fermilab después de que tres proyectos consecutivos fueron víctimas de un hachazo presupuestario.
—Gordie, Lee, ¿alguno de ustedes volvió a su casa? —preguntó Horton mientras dejaba su portafolio en un extremo de su mesa de trabajo.
Thayer levantó la mano.
—Yo sí —respondió sin mirar a Horton—. Me di una ducha, me cambié la ropa interior, junté mis fetiches y amuletos de buena suerte y me vine directamente a terminar de calibrar los detectores.
—¿Y tú, Gordie?
—Me dormí una siesta de dos horas en su oficina —dijo Greene desde debajo del aparato—. Tuve una pesadilla con otro fuego en la plataforma del transformador, así que decidí echar un vistazo a todo otra vez.
—¿Estoy percibiendo un aire de superstición infiltrada? —preguntó Horton con una sonrisa inquisitiva—. No importa, no me respondan, tengo que ir a encender una vela en la gruta de Niels Bohr.
Greene ahogó una risa.
—¡Cuéntanos de tus exóticos fetiches!
—Eres un ser patéticamente vulgar —dijo Thayer moviendo la cabeza—. Si no fueras el mejor golpeador de metales que he conocido te haría echar.
—Tú me quieres —le respondió Gordie, clavando sus talones en el suelo y arrastrándose de la plataforma del transformador—. Me doy cuenta. Si no, ¿por qué te cambiarías la ropa interior?
—Eres un troglodita.
—Y tú una actriz.
—¿Ves con qué me las tengo que ver cuando no estás aquí, jefe? —Thayer hizo girar su silla—. Si esta criatura y yo perteneciéramos a la misma especie, podría elevar una queja de acoso sexual tan grande como su ego.
—Al escucharlos, se ve que les hace falta unas diez horas de sueño —dijo Horton—. En camas separadas —agregó enseguida—. Me pregunto si no deberíamos posponer esto hasta mañana, y volver frescos…
—Jefe, yo espero irme de aquí en tres horas y dormir una semana —dijo Thayer negando con la cabeza—. O ir a casa y emborracharme una semana, depende. En cualquiera de los dos casos…
—Bueno, no me gustaría tener que pedirte que cambies tus planes —dijo Horton con una sonrisa torcida—. Gordie, ¿qué te parece? ¿Estaremos listos para la partida?
—Bastante.
—Se supone que tú debes decir «Doctor Horton, le aseguro que hoy es el día».
—Puedo asegurar que si se rompe hoy, será algo que nunca se ha roto antes. ¿Eso alcanza?
—Supongo que tendrá que alcanzar —dijo Horton con impaciencia—. Lee, ¿cuánto tiempo más necesitas?
—Estoy lista. Todos los registradores están sincronizados, y todos los sensores están en cero. Estoy mirando solamente para asegurarme de que Gordie no arruine todo mi laborioso trabajo en el último minuto.
—¿Gordie?
—Diez minutos para terminar de vestir al Bebé. Luego podemos empezar a calentar el generador en cualquier momento.
Horton echó un vistazo al reloj sobre su mesa de trabajo.
—Muy bien. Necesito ir abajo a buscar un poco de cafeína y azúcar, y actualizar el diario del experimento antes de olvidar lo que hicimos anoche. Empecemos a revisar los pasos del experimento a las 07:15, para empezar las series de pruebas a las 07:30.
—¿El doctor Brohier viene? —preguntó Thayer.
Una sonrisa triste apareció en el rostro de Horton.
—Dijo que se daría una vuelta por acá esta vez, y que como estuvo presente en todos los desastres anteriores, quizá nos traía mala suerte. Estoy seguro de que estaba hablando metafóricamente, no metafísicamente…
—Y yo estoy segura de que no quería levantarse tan temprano —dijo Thayer con desdén—. Yo, que tengo menos de la mitad de su edad, no quiero estar levantada tan temprano.
—Algo me dice que va a lamentar no haber estado aquí —dijo Greene, y se recostó boca arriba y desapareció bajo la máquina con el panel de Faraday en la mano—. No me pregunten cómo lo sé —continuó con una voz que se asemejaba a la de una película de terror—. Hay un poder desconocido que maneja los hilos de mi conciencia, una inexplicable compulsión de mis pensamientos… De repente, estoy en manos de una fuerza misteriosa e irresistible…
—Testosterona —murmuró Thayer.
Horton lanzó una carcajada, y fue en busca de una rosquilla.
En principio, por lo menos, el detector primario era la simplicidad misma.
El objetivo era identificar una mínima y temporaria variación local en la atracción gravitacional entre el objeto y el emisor. El método consistía en medir el desvío del objeto mismo, que era una cortina de cintas extremadamente finas, hechas cada una de un diferente metal elemental.
En teoría, cuando el objeto era sometido al barrido completo de la radiación electromagnética, de kilohercios a gigahercios, de rayos X de onda larga a onda corta, producidos por la antena emisora, la combinación mágica de material y frecuencia haría que cada una de las cintas se contrajera hacia la antena. Horton no podía predecir cuáles serían las frecuencias mágicas. Sus ecuaciones requerían una constante teórica que no podía ser derivada, sino que tenía que ser determinada experimentalmente.
En la práctica, cuanto más sensible era el detector más frágil era, y más frágil a la influencia externa. Aun la corriente de aire creada por alguien que pasara caminando era más fuerte en varios órdenes de magnitud que la estimación más optimista de Brohier del efecto de arrastre a nivel de fuerza experimental. El primer grupo de cintas fue desgarrado por la mitad por la vibración cuando alguien chocó contra la mesa de trabajo donde se lo estaba ensamblando.
Desde entonces se había hecho todo lo posible para aislar el detector. Fue encerrado en una gruesa campana de vidrio de la que se evacuó el aire hasta lograr una fracción infinitesimal de la presión normal del aire. Luego todo el montaje fue sujetado rígidamente a un cubo de tres toneladas de granito negro de Ohio que flotaba sobre un colchón de aceite.
Brohier entró un día en el laboratorio, donde halló a Horton, Greene y Thayer reunidos en círculo alrededor del cubo de granito, saltando con fuerza sobre él. Con su característica serenidad, comenzó a silbar el tema Zarathustra de 2001, Odisea del espacio mientras se retiraba sin decir una palabra al pasillo.
Horton se rio como no lo había hecho en mucho tiempo.
—¿Gordie?
—El suministro de energía es constante y está estable. Dedos cruzados, estamos listos.
—¿Lee?
—El panel está en cero, en todos los sensores. Sin supersticiones.
Horton miró rápidamente hacia el detector, ahora oculto a su vista por un semicírculo de pantallas portátiles de radiación.
—Adelante. Secuenciador de arranque.
—Registradores en marcha —informó Lee desde su puesto.
—Energía de salida al cinco por ciento —dijo Gordie un momento después—. Frecuencia de salida a 100 hercios y en ascenso.
Horton se reclinó en su silla giratoria, los codos apoyados en los brazos, con las manos sobre la falda. El experimento estaba ahora bajo el control de un programa llamado Mano Firme, que corría en Alfa 3 en la consola de Lee. Indiferente tanto a la angustia como a la ansiedad, Mano Firme se ocupaba de las tareas fundamentales de mantener la energía de salida constante en cada paso de la serie, y asegurar un barrido lento y suave a través del espectro operacional del emisor.
Nadie dijo una palabra durante varios minutos. Thayer y Horton estaban mirando atentamente los indicadores de datos que se actualizaban a cada instante ante ellos. Ambos podían detener el secuenciador por un instante o finalizar la prueba con sólo mover un dedo.
—Llegando a la muesca infrarroja —anunció Lee.
Horton asintió. Debido al problema de calentamiento de las cintas, que eran delgadas como un tisú, se debía saltear gran parte del espectro infrarrojo.
—Acá va el primer espectro.
Desde atrás de las pantallas de radiación llegó un brillo de luz roja pálida. La luz cambió rápidamente hacia el naranja y siguió transformándose hasta que desapareció con un tono de violeta pálido.
—Comenzando la serie de rayos X —dijo Thayer.
—Espero que la ropa interior que te pusiste sea de plomo —dijo Gordie.
—Nunca lo sabrás —respondió animadamente—. Jefe, todo me parece que está bien y estable por ahora.
—A mí también. Pero no me molestaría ver alguna contracción aquí o allá en algún momento.
—¿Hizo alguna apuesta consigo mismo acerca de dónde va a ocurrir?
—El extremo inferior, las longitudes de onda muy largas. El doctor Brohier piensa exactamente lo contrario. Cree que el emisor no puede alcanzar las frecuencias necesarias, hasta alrededor de 10 en el segundo 20. Como el espectro intermedio ha sido tan estudiado, es muy probable que uno de nosotros esté en lo cierto…
—Primer intento completado —lo interrumpió Thayer—. Resultados negativos.
—Por lo menos terminamos el primer intento —dijo Gordie—. Energía de salida ahora al diez por ciento. Una vez más tengo una sensación…
—Ya hemos pasado por esto —dijo Thayer con desconfianza—. No me voy a entusiasmar hasta que no hayamos superado el mejor nivel logrado antes.
Eso era a los veintiocho minutos y seis segundos, o casi tres intentos completos, desde el experimento del 12 de diciembre. Ese intento terminó cuando el acondicionador de energía de estado sólido falló, lo que provocó en Mano Firme un estado avanzado de parálisis digital.
—Llegando a la muesca infrarroja —dijo Thayer con voz serena.
Horton asintió.
Un arco iris relumbró en el techo del laboratorio.
—Me pregunto si en este momento no habrá algún físico francés sentado en el salón de control del CERN —dijo Greene, como pensando en voz alta—, bombeando partículas Z en una nebulosa protoestelar simulada y terminando con eso su artículo sobre gravedad inducida.
Horton giró su silla hacia Greene y se encogió de hombros.
—Si es así, más poder para ellos, y no es chiste. Si se descubre que hacen falta bosones pesados para bombear un láser de gravedad, no seremos nosotros quienes lo hagamos. Fermilab, CERN, KEK, hasta Stanford y Brookhaven[1] lo harán. Nosotros no podemos llegar hasta ahí, y no podemos competir con ellos.
—Todavía creo que perdimos una apuesta al no hacer un trato con alguno de los pequeños laboratorios de alta energía —dijo Greene—. Siempre hay alguien que busca dinero. Macdonald, Elettra. Escuché que Protvino está en venta.
—Tú solamente quieres tener la oportunidad de jugar con un trillón de electrovoltios —dijo Thayer.
—¿Y quién no?
Horton se puso de pie y se estiró.
—Yo no. Eso no nos ayudaría. Yo busco un efecto que se pueda aplicar en el mundo real. La física de los primeros tres segundos del universo no es de uso práctico para nadie. Si nosotros… —Horton se interrumpió en la mitad de la frase y se inclinó hacia el indicador de datos—. ¿Qué diablos es eso?
Thayer miró los datos confundida, y acercó su silla a la consola de control.
—Es como un temblor de tierra. Mire el sismógrafo.
Antes de que Horton pudiera responder, una alarma estridente se oyó en la habitación desde el intercomunicador del laboratorio.
—¿Qué es eso? ¿El aviso de cierre? —Horton miraba sorprendido la puerta del laboratorio—. Vuelvan a poner todo como estaba al principio de este intento —ordenó levantando la voz sobre la alarma—. Confirmen sus calibraciones…
La voz de Horton competía ahora no con la alarma, sino con otra voz.
—A todo el personal de laboratorio. Les habla Seguridad. Está en vigencia un cierre precautorio del campus. Se han invocado protocolos de aislamiento para energía y comunicación.
—Y aquí está el problema —dijo Greene con fastidio.
—Por favor, permanezcan en sus lugares. No abandonen el edificio. Manténganse alejados de las ventanas.
Cuando Horton llegó a la puerta del laboratorio, la barra de datos de la cerradura electrónica ya estaba roja, y la puerta misma era imposible de mover. Manoteó el teléfono que estaba al lado en la pared y marcó con fuerza los dos dígitos del código de emergencia para llamar a Seguridad. Sonó extraordinariamente once veces antes de que atendieran.
—Habla el doctor Horton. ¿Qué pasa?
—Doctor Horton, habla Tim Bartel. ¿Están todos bien, usted y su equipo?
—Estamos bien.
—¿Dónde están en este momento?
—Laboratorio Davisson, en el Centro Planck.
—Por favor, quédense allí, doctor Horton. Iremos a buscarlos tan pronto como estemos seguros de que no hay peligro.
—¡Maldición, dígame por favor qué ocurre!
El hombre de Seguridad titubeó.
—Hubo una explosión.
—¿Qué pasó? ¿Una bomba?
—¡Qué horror! —exclamó Greene, al enterarse de lo que sucedía.
—No sé qué la provocó —dijo Bartel con calma—. Hay dos focos de incendio y algunos heridos. Creemos que ya está todo bajo control, pero por favor quédense allí hasta que estemos seguros. —La línea quedó muerta, y la comunicación se cortó.
Horton volvió a poner el teléfono en el aparato y lanzó un suspiro de exasperación. Sus hombros se hundieron. Se volvió hacia los rostros expectantes de sus colaboradores y dijo con cansancio:
—Apaguen todo. Hemos terminado por hoy.