PRÓLOGO

El doctor Brousset apuró un vaso de ron. Su cara ensombrecida tenía las facciones descompuestas.

—¿Cuál es su diagnóstico, querido colega?

El doctor Robert se secó la frente con su pañuelo.

—Ataque de gota originado en el estómago, tisis, indicios de apoplejía, parálisis de la médula espinal, enfermedad hepática debida a la absorción de aguas del Nilo… Champollion va a morir. Esta vez el potro brioso que siempre pedía ración triple ha gastado demasiada energía.

—Un análisis excelente. El organismo está agotado. Su fatigoso viaje, el arte funesto de las tumbas de los faraones, el ardor de su cerebro, las continuas preocupaciones de su espíritu le han calcinado la sangre y están cavando su tumba. Yo añadiría una hipertrofia miocárdica. No creo que pase de esta noche.

Champollion va a morir.

Zoraida, la niña de ocho años, escondida detrás de una cortina había oído la terrible predicción. Sabía que su padre iba a abandonarla para siempre. Ya se había marchado lejos muchas veces. Sobre todo cuando dejó Francia por ese Oriente misterioso que tanto le gustaba y cuya huella llevaba ella en su nombre.

Desde su vuelta de Egipto, Champollion estaba doliente. Ya no podía soportar París. Sólo pudo dar unos pocos cursos en el Collége de France donde ocupaba la primera cátedra de egiptología creada en el mundo. Repetidos malestares le habían obligado a interrumpir su enseñanza, a ahogar la voz clara y apasionada que hacía resurgir la luz del Antiguo Egipto.

Zoraida no necesitaba la ciencia de los dos médicos que, desde hacía varias semanas, intentaban inútilmente curar a Jean-François Champollion. Zoraida era vidente. Sabía que aquella noche del 4 de marzo de 1832 iba a ser la última.

Desoyendo las órdenes de los doctores, entró en la habitación del moribundo.

—Papá… ¿estás dormido?

Jean-François Champollion abrió los ojos y musitó:

—Ven… ¡Rápido!

Zoraida corrió hasta la cama y se abrazó al cuello de su padre. Lloró un largo rato, con la cara sobre su pecho.

—Tráeme mi traje egipcio —pidió él con voz muy débil.

Zoraida obedeció. Abrió el armario donde su padre guardaba sus recuerdos de Oriente, largos vestidos abigarrados, turbantes, sandalias. En su apresuramiento, hizo que se derrumbara una pila de cuadernos de apuntes cuyas páginas estaban cubiertas de una letra fina y viva.

—Papá, ¡he encontrado esto!

Champollion, con mano temblorosa, cogió el cuaderno que le tendió su hija. Allí estaban los primeros apuntes que había tomado en Egipto durante aquel viaje en el que había alcanzado el apogeo de su vida.

—Papá, ¿por qué nunca me has contado…?

—Contado… ¿quieres decir de allí?

—Sí, de allí, tu verdadero hogar. Quiero que me lo digas todo. Todo lo que nunca me has dicho.

Champollion se estremeció de dolor. Zoraida le besó las manos.

—A ti no podría negarte nada… Apoya tu cabeza sobre mi hombro.

La niña lo hizo. Daba gusto obedecer a aquel padre cuya suave voz empezaba a contar el más famoso de sus viajes.