EPÍLOGO

—Sigue hablando, papá —pidió Zoraida—, habla…

—Sabes, el obelisco… llegó a París. No me gusta esta Babel moderna que me mina la salud, pero me alegro de no estar demasiado lejos de esa piedra mágica. Y he dado una tarjeta de visita a la posteridad, mi gramática…

—Sigue hablando…

—Que me den otros dos años —dijo Champollion, golpeándose la frente—, ¡hay tanto aquí dentro!

Zoraida le miró fijamente para retenerle un poco más con ella. Él encontró nuevos recursos para transmitirle su fe.

—Recuerda… sólo el entusiasmo es la verdadera vida. El corazón tiene que inflamarse, el ser tiene que animarse con un deseo que le supere y le absorba. Sé fiel a tu entusiasmo. Dale de qué alimentarse…, y que puedas decir, en tu último suspiro: no tengo que avergonzarme de una sola hora de mi vida.

Luego se calló, agotado por aquel último esfuerzo.

Y su cabeza quedó inerte sobre la almohada.

Aquel 4 de marzo de 1832, a los cuarenta y dos años, Jean-François Champollion acababa de morir.

Zoraida no lloró. A pesar de la aflicción que le quemaba por dentro, a pesar de aquel fuego que sabía no se apagaría nunca, sentía una extraña alegría por su padre. Había visto su alma-pájaro emprender su vuelo hacia Egipto, allí donde algún día se reuniría con él.

Zoraida dio la vuelta a la habitación de su padre. Contempló el diario de familia donde habían sido inscritas las palabras pronunciadas por el curandero que había asistido al alumbramiento de Champollion: «Le predigo el nacimiento de un chico prometido a los más altos destinos. Será la luz de los siglos venideros».

Luego tocó cada uno de los objetos que su padre había traído de Egipto y que tanto quería. Se detuvo ante un papiro del Libro de los Muertos, que colocó sobre el corazón del difunto. Subió a la cama y se durmió a su lado, con la cabeza sobre el papiro, cuyos jeroglíficos, traducidos por Champollion, decían: «Un dios semejante a la luz se ha manifestado. Vivirá para siempre».