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El 1 de agosto de 1829, Rosellini y yo decidimos marcharnos del castillo de Gournah, donde habíamos vivido tantas horas felices, para instalarnos en la orilla este, en el recinto mismo del gigantesco Karnak. Después del universo de las tumbas, después de tantas partidas y abandonos, necesitaba el templo de los templos para vivir una nueva serenidad.

Instalé nuestro nuevo cuartel general, como habría dicho L’Hote, en el templo tolemaico dedicado a la diosa Opet, cuya función secreta, según los textos gravados en las paredes, era servir de matriz celeste para resucitar a Osiris, considerado como un nuevo sol.

Aquel pequeño santuario resultó un alojamiento de lo más cómodo, con sus corredores que daban a distintas habitaciones y una sala de columnas alargada. Los cocineros y los criados se instalaron fuera, bajo sus tiendas.

Vivir en un templo, ¿puede haber un sueño más hermoso para un egiptólogo? El frescor que reinaba allí, el recuerdo tan tangible de la presencia de los iniciados, el poder mágico de las fórmulas sagradas que nos rodeaban eran de lo más propicios al trabajo y a la investigación. Mi única contrariedad consistía en un sentimiento nuevo que experimentaba con respecto a mi discípulo, una especie de desconfianza que, sin embargo, no solía sentir con las personas. La pasión del sabio era innegable, pero endurecía la sensibilidad del ser profundo. Cómo añoraba la fraternidad silenciosa de Solimán, el calor de L’Hote, la sabia locura del profesor Raddi, e incluso la fe angustiada del padre Bidant… Sus sombras daban vueltas en la penumbra del templo donde también veía, demasiado a menudo, la sonrisa de una mujer que se confundía con la de Isis.

El mundo de Karnak es el más inagotable que pueda concebirse. Los egipcios lo llamaban con razón el cielo sobre la tierra. Este templo es, en realidad, una ciudad sagrada compuesta por varios barrios, un organismo vivo que nunca dejó de crecer. Ningún arquitecto ha terminado esta obra de construcción donde los constructores de mañana trabajarán durante varios siglos para restaurar los monumentos, enderezar las columnas derribadas, reparar los pilones, hacer resurgir bellezas ocultas bajo la arena, los desechos y la ignorancia humana.

Acabo de enterarme de que monseñor el arzobispo de Jerusalén ha juzgado oportuno condecorarme con la Cruz de Caballero del Santo Sepulcro; de que los diplomas han llegado a Alejandría, donde podré retirarlos mediante los derechos de usos fijados para mí en cien luises cada uno. Parece ser que en las orillas del Cedrón ignoran que los eruditos de la orilla del Sena no son unos adinerados y que la rueda de la fortuna no gira a su favor si no son industriales, aunque sólo sea un poco. Por tanto, ¡por mucho que me entusiasme la idea de ostentar la cruz de caballero para luchar contra los infieles, debo renunciar a ese honor y contentarme con haber sido juzgado digno de obtenerla! La pobre erudición no tiene por qué soportar las cargas del mundo.

Estaba terminando un capítulo de mi gramática, sentado en el fondo del templo, cuando Rosellini, muy seco, casi con afectación, solicitó hablar conmigo.

—Maestro —dijo—, he tomado una decisión importante. Ya no puedo trabajar correctamente en estas condiciones. Tengo que volver a Italia y empezar a organizar allí un museo. El viaje será largo y penoso. Seguramente se romperán o se perderán objetos. Me espera una tarea importante, y mi salud no es buena. El éxito de una expedición como ésta depende primero de la explotación científica de los resultados obtenidos sobre el terreno. Si no, sólo habrá sido un paseo de recreo.

—Un paseo en el que han muerto hombres, Ippolito, y en el que otros han visto cumplirse su destino.

—Esos detalles no me conciernen.

—Es usted libre de hacer lo que le plazca.

Rosellini estaba a punto de salir del santuario cuando cambió de opinión y volvió la cabeza.

—Una última pregunta, maestro: ¿ha logrado realmente descifrar los jeroglíficos?

—Eso creo, y aportaré la prueba de ello.

—¿Por qué, en ese caso, no me ofreció la totalidad de las claves que posee?

¿Cómo habría podido responder, a no ser que mintiera, lo cual me repugnaba, o acusara su personalidad, lo cual no hubiera admitido ni comprendido? Fui incapaz de pronunciar una sola palabra. Dios sabe cómo interpretó mi silencio.

Por tanto, me encuentro aquí solo, con mis obreros, los fellahs y Karnak. Los escribas ensalzaban tan bien aquella benignidad del dominio de Amón y de sus campos que me perdí en ellos, feliz, un día entero, abandonando mis queridas piedras para mezclarme con los campesinos. En los campos, donde las mujeres se pasean sin velo y los niños juegan desnudos, se divirtieron con mi presencia y tuve muy buen recibimiento. Lo cierto es que ya no tenía nada de europeo y que hablaba la lengua de aquella gente sencilla que repetía gestos milenarios, arañando la tierra, sembrando, regando, cosechando, apacentando los rebaños, viviendo en compañía de los camellos, los burros, los búfalos y de sus vigilantes perros amarillos o negros que, dormidos bajo el sol caliente del mediodía, sabían guardar tan bien las aldeas por la noche. Sentado en el brocal de un pozo, en medio de los cultivos, me concedí unas gratas horas de meditación. Muy cerca de mí, bajo un tamarisco, una madre había tumbado a su bebé sobre una alfombra descolorida y jugaba con él. Así aprendí el calor del cielo, la respiración de la tierra cantando su amor por el Nilo, la transparencia de los humanos abandonándose al ciclo de las estaciones. Quisiera abandonarme al placer de no hacer nada y no pensar en nada, pero no…; debemos seguir torturándonos hasta la muerte, trabajando para extraer lo mejor de nosotros mismos, como si este paso por la tierra fuera irrisorio con respecto a la eternidad.

Parece como si mi vida transcurriera en medio de los muertos, removiendo el viejo polvo de la historia. Pero muchos de estos trabajos e investigaciones me ponen en contacto con seres que viven una vida eterna… No hay tantos vivos a mi alrededor. La masa sólo se imagina que existe, cuando ya sólo es, como yo mismo, una sombra devorada por el tiempo.

Cuando vi que los rebaños regresaban, caminando por la llanura verde que bordeaba los campos dorados, creí que había soñado. ¿Era ya la noche que se anunciaba? El viento del norte se levantó, animando el follaje de bosquecillos oscuros formados por las palmeras. La suavidad inefable de aquella brisa penetraba en todo el cuerpo. Salí poco a poco de mi torpor, viviendo esa resurrección del final del día. El verde, cada vez más denso, se oscureció. El calor se disipó, abandonando su violencia para convertirse en caricia sobre la piel. Las colinas perdieron su sequedad para enrojecer bajo los rayos del sol que declinaba.

El cielo explotó en decenas de colores extendidos en grandes pinceladas. Los pájaros volaban en unos surcos de naranja y azul, granate y violeta. A su canto se unían los de los marineros en el río, los fellahs sacando todavía agua, las mujeres volviendo a la aldea. El Nilo celeste y el Nilo terrestre pronto iban a confundirse en un mismo camino hacia el más allá. El paisaje de este mundo se borraba para dejar que lo reemplazara el del alma. Había llegado el momento para mí de regresar al interior del templo de Karnak y vagar por sus galerías.

Los vigías se subían a unas columnas del limo del Nilo para vigilar las aldeas. Acacias, mimosas, palmeras, cebadas y trigos se hundían en la penumbra, disfrutando del frescor nocturno, esperando el milagro de una nueva mañana que tal vez les ofrecería el sol, si lograba vencer el demonio de los abismos subterráneos.

La paz de Atoum, luz secreta del poniente que es la del origen de la vida, se extendía sobre todas las cosas. Apenas se percibía todavía en el aire de la noche el chirrido de un chadouf, emitiendo una queja melancólica. Cuando franqueé el gran pilón de acceso al templo, el sol se había puesto, pero unas luces extrañas llenaban el cielo, procedentes de un horizonte oculto. Una sombra de noche que emanaba de occidente se desplegaba como una bufanda irisada sobre el río que ofrecía al poniente los últimos reflejos plateados.

Era en el interior del santuario donde había que buscar ahora la luz que iluminaría las tinieblas y conduciría a la obra alquímica que se estaba llevando a cabo en las profundidades para gestar un nuevo sol. Entonces se desplegaba el manto de estrellas que brillaban con aquella luz cálida que no poseían en ninguna otra parte.

Recorrí la sala de fiestas de Tutmosis III, donde los faraones eran iniciados a su función, y subí la escalera que conducía al observatorio donde los astrólogos descifraban las leyes del cielo. Gracias a las constelaciones, hacia las cuales volaban las golondrinas, llevándose con ellas el espíritu de los antiguos reyes, el misterio permanecía visible. En el corazón del lapislázuli de la noche, elevaba el alma como una embriaguez alegre, llevándosela en un baile aéreo hasta la Vía Láctea.

Karnak ha cumplido con más de lo que prometía. Me dejé penetrar por la serenidad de sus piedras, decidido a pasar la noche sobre el tejado del templo de Khonsou, cuando un hombre, surgiendo del campo de ruinas como un fantasma, se dirigió hacia mí.

¿Era la muerte? ¿Era el comendador de Don Giovanni de Mozart, que venía a invitarme al banquete del otro mundo?

Caminaba a paso regular. Gracias a la luz lunar, pude ver que tenía en la mano derecha una especie de raedera de tres dientes. Se arrodilló delante de la entrada del templo de Khonsou y se prosternó varias veces, saludando una divinidad oculta en la noche. Luego se levantó y vino a sentarse a mi lado.

—Bonita noche —dijo—, tan tranquila, tan suave… Soy el jardinero de Karnak. Vengo a raer el pie de las plantas, alrededor del lago sagrado, mientras el sol duerme. De día, hago pequeñas flautas con las cañas y toco para que las flores no se mueran. Mi bisabuelo, mi abuelo y mi padre eran jardineros. Ellos me han enseñado los secretos del oficio. Yo se los enseñaré a mi hijo.

La voz era grave, hechicera. Había interrumpido mi reflexión justo cuando tomaba una decisión: dejar mi propia expedición, abandonar a Jean-François el egiptólogo, quedarme en Egipto, fellah anónimo, vivir hasta mi último respiro en este país que es el mío desde siempre.

—¿Tiene hijos? —me preguntó el jardinero de Karnak.

—Una hija.

—Entonces, debe volver. Ella le necesita. Un padre no abandona nunca a su hijo.

Leía mis pensamientos.

—Sé lo que siente —dijo—. Dejar Egipto es morirse. Pero su hija vivirá de su vida. No tiene derecho a privarle de su presencia. Es la única falta que Dios no podría perdonarle.

Me partía el corazón. Me arrancaba a mí mismo como si desenterrara una simple flor. Mi hija… Por ella iba a abandonar mi tierra nutricia, el aire que me revivificaba, el calor que me curaba, los templos y las tumbas donde el sentido de la vida se imponía por sí solo, eliminando lo superficial y lo inútil. Iba a perder el paraíso de Karnak para conocer de nuevo el infierno de París.

—Cuando se vaya —prosiguió el jardinero—, los aldeanos vendrán de todas partes. Dejarán sus casas y se reunirán en la orilla, junto al sicómoro gigante bajo el cual estará amarrado su barco. Un cortejo de plañideras lanzará gritos de desesperación. Usted tendrá la mirada fija en el templo. No verá nada, no oirá nada. Intentará impregnarse de la vida de estas piedras hasta la médula. Y se irá, hermano, para nunca más volver.