26

Un hombre bajo y rubicundo, vestido con un traje europeo, solicitó la entrada en el palacio de Gournah cuando Rosellini y yo estábamos desayunando en el más absoluto silencio. Mi discípulo se reponía mal de su picadura de escorpión. Gemía y se quejaba de dolores difusos que le impedían reflexionar y trabajar correctamente. La desaparición del profesor Raddi no le había afectado en absoluto. Se declaraba incluso feliz de estar sólo conmigo, entre egiptólogos, a la cabeza de equipos de obreros cumpliendo con un programa de excavaciones cuyo desarrollo vigilaba con lupa.

Solimán introdujo al visitante.

—¿Señor Champollion?

—Yo mismo.

—Soy el secretario particular del señor Mimaut —anunció el hombrecito con énfasis, como si estuviera hablando del Papa o del rey de Francia.

Mi ausencia de reacción le decepcionó profundamente.

—Muy bien —le dije—, pero ¿quién es ese personaje?

Nuestro huésped, ofendido, se engalló.

—El señor Mimaut es el sucesor de Bernardino Drovetti.

El cielo de Tebas cayó sobre mi cabeza.

—Pero… ¿desde cuándo?

—La decisión fue tomada el 5 de enero. Se le envió una carta a Alejandría.

—Nunca la recibí.

—¡Es imposible! ¡Se trataba de un documento oficial dirigido al cónsul general Bernardino Drovetti, que tenía por misión hacérsela llegar! Se impone una investigación administrativa de inmediato.

—¿Estaba el pacha al corriente de esta mutación?

—Por supuesto —contestó el secretario—. Incluso fue él quien sancionó a Drovetti, con el cual, sin embargo, estaba en excelentes relaciones antes de su llegada a Egipto. Mehmet-Alí ha sabido que el cónsul general ha tramado muchas intrigas contra usted, sobre todo en lo que concierne a las autorizaciones que tenía que darle sin demora. Lo mismo ha ocurrido con el dinero destinado a las excavaciones. Esos diez mil francos solicitados hace dieciséis meses para las excavaciones en Tebas y bloqueados por Drovetti, se los traigo hoy.

Rosellini olvidó el calor, el cansancio, los escorpiones y los dolores. Me invadió una deliciosa sensación de triunfo. Pero, por desgracia, no duró mucho, ya que las consecuencias de este cambio inesperado eran inquietantes.

—Entonces, Drovetti sabe desde hace varios meses que va a ser sustituido…

—El antiguo cónsul general —indicó secamente el hombrecito— es un hombre apasionado. Ha protestado contra esta decisión que se ha visto obligado a aceptar con mucha amargura. Sin embargo, ha manifestado su buena voluntad aceptando, durante varios meses, desempeñar un oficio del cual ya no era titular, permitiendo así al señor Mimaut tomar tranquilamente sus disposiciones. Este período de transición está llegando a su término.

—¿Sabe dónde se encuentra Drovetti?

—Aquí mismo, en Tebas, de donde se irá esta noche o mañana con un imponente cortejo.

—¿Ha verificado su equipaje?

El hombrecito se indignó.

—¿Cómo se le ocurre, señor Champollion? Bernardino Drovetti es diplomático. Puede ir y venir a su antojo, y llevarse lo que le parezca.

—Justo lo que me temía. ¡Sólo me quedan unas horas para poner fin al tráfico más abominable!

Dejando al emisario y Rosellini estupefactos, me precipité fuera, con Solimán pisándome los talones.

—Hay que intervenir cuanto antes —dije—. Vayamos rápidamente a la necrópolis de Cheikh Abd el-Gournah.

—Coja esto —sugirió tendiéndome un fusil.

—No sé utilizarlo. Pida a dos hombres de confianza que nos acompañen.

Esta vez nuestros burros tuvieron que forzar la marcha. Al llegar a la colina donde estaban excavadas las sepulturas, no sentía ningún temor. Creía saber lo que iba a descubrir, sacando a la luz el abominable secreto de Drovetti. Pensaba que con mi sola presencia evitaría toda violencia.

Hice que mi pequeña tropa se detuviera al pie de la colina perforada por numerosos agujeros que antaño habían contenido tumbas, hoy vaciadas por los saqueadores. Normalmente, ninguna presencia humana poblaba aquel lugar devastado.

—¡Allí! —indicó Solimán.

Una silueta fugaz acababa de penetrar en una tumba a media pendiente.

—Vayamos allí.

—Déjeme ir a la cabeza —pidió Solimán—. Estaría usted demasiado expuesto.

Avanzamos de frente hacia el oscuro orificio que habíamos localizado. Se trataba de la entrada de una auténtica gruta a la cual se accedía por un subterráneo en pendiente empinada. Sin duda alguna, una hermosa y amplia tumba de un gran personaje tebano, saqueada desde hacía tiempo. Apenas entramos en la galería, casi nos alcanzó una pedrada.

Solimán se encaró y disparó un tiro que desencadenó un gran barullo en las profundidades de la tumba.

Tuve que explicar a los dos árabes que nos acompañaban, también armados, que allí no había ni genios ni espíritus malignos, sino ladrones de la peor especie.

Accedimos corriendo a una primera sala de dimensiones bastante amplias. El espectáculo que agredió nuestros sentidos, tanto la vista como el olfato, era tan horrible que tuve que hacer barrera con mi cuerpo para impedir que nuestros acólitos escaparan corriendo.

Más de veinte momias, unas alzadas contra la pared, otras tumbadas en el suelo, formaban la más macabra de las asambleas. Algunas estaban todavía envueltas en sus vendas, pero la mayoría, con las carnes negruzcas, estaban más o menos descompuestas, cabezas, manos y pies yacían en unos cestos.

—Éste es el negocio de Drovetti y de su banda —dije a Solimán, dominando mal mi emoción—: vender a los aficionados carne de momia. Este cargamento tenía que irse con él a Europa. Comprendes por qué quería alejarme de Tebas a toda costa e incluso había deseado mi desaparición. Presentía que descubriría sus crímenes cometidos contra los antiguos egipcios.

Solimán, normalmente tranquilo, perdía su calma.

—Pensaba que este tráfico maldito había sido interrumpido…

—Conoció sus mejores momentos en los siglos XVI y XVII —expliqué—. La gente creía en las virtudes medicinales de la carne de momia. Los campesinos las desenterraban y las llevaban a El Cairo y a Alejandría. De allí, unos traficantes hacían llegar su mercancía a Europa, ya fuera en momias enteras o en trozos. Cuando escaseaban las momias, se fabricaban asesinando a algunos fellahs.

—Hay que detener a los miserables que se dedican a esas prácticas. ¿Por dónde han ido?

Bastaron algunos minutos para despejar la entrada de un pasadizo muy estrecho disimulado apresuradamente con unas piedras. Ya estaba avanzando por él, medio asfixiado por el polvo, cuando Solimán me retuvo por la cintura.

—Ahora me toca a mí hacer frente, por una vez. Estoy armado.

Me empujó sin contemplaciones y empezó el penoso descenso. Otras momias habían sido depositadas en el pasadizo. Al pasar y al apoyarnos en los cadáveres, las hacíamos polvo. Nuestros rostros entraban en contacto con los de viejos egipcios muertos desde hacía siglos. Una cabeza rodó bajo mis pies.

De pronto, un doble disparo.

Solimán se derrumbó ante mí.

Con dificultad, le agarré por los hombros y le subí hacia la sala superior. Enfurecidos por la herida de su jefe, los dos árabes penetraron a su vez en el estrecho pasadizo.

Tumbé a Solimán en el suelo. Su pecho estaba ensangrentado. Respirar le resultaba terriblemente doloroso.

—No intente… tranquilizarme… Fue bueno, Champollion… bueno tener un hermano… como usted.

Solimán murió en mis brazos con la sonrisa en los labios. Estaba demasiado dolorido para llorar. El egipcio que más había querido había muerto por mi culpa.

Sosteniendo el cadáver de Solimán, rodeado por los dos árabes que guardaban silencio, permanecí postrado un tiempo infinito. Mi espíritu vagaba por un mundo sin formas. Curiosamente, las momias me aferraron a la certeza de la resurrección. Eran los testigos de una vida futura, en la cual el alma de Solimán entraría en plena gloria.

Los dos acólitos, en cuanto vieron que recobraba la conciencia, me pidieron permiso para bajar a la parte más profunda del panteón. Allí donde se encontraban los restos mortales del que Solimán había matado.

No era Drovetti sino su fiel intendente, Moktar, que le había servido hasta la muerte.

El pacha había dejado Tebas por Alejandría. Mi intervención ante su representante fue inútil. Me prometió, por supuesto, abrir una investigación sobre los bandidos en fuga empleados por Drovetti, el cual ya se había marchado hacia El Cairo.

Me fue imposible contactar con el secretario del señor Mimaut, que también había regresado a la capital. ¿De qué podía quejarme? Disponía por fin del dinero necesario para emprender excavaciones serias, mi discípulo se encontraba a mi lado, Drovetti ya no me molestaría de ninguna manera… La muerte de un sirviente sólo era un incidente sin importancia, barrido por el viento del desierto.

Nadie sabía que lloraba a un hermano, un ser que había velado por mí durante toda la expedición, que me había dado su existencia para que pudiera transmitir lo que los dioses me habían ofrecido.

La noche que precedió al entierro de Solimán no dejé de trabajar en mi diccionario y mi gramática. Era el mejor homenaje que me sentía capaz de rendirle.

La ceremonia fúnebre comenzó poco después del amanecer, para evitar los ardores del sol. Quise que los restos mortales fueran velados en la gran sala del castillo de Gournah, en aquella humilde morada donde habíamos vivido tan felices.

Un grupo de plañideras se presentó ruidosamente en el umbral. Con tierra sobre los cabellos, se golpeaban el pecho y soltaban gritos a un ritmo de encantamiento, esperando espantar las fuerzas destructoras de la muerte. No estando presente ningún miembro de la familia, Rosellini y yo desempeñábamos esta función. Nuestro papel, contrastando con el de las plañideras, consistía en permanecer inmóviles y serenos. Dos celebrantes desvistieron el cadáver, lo lavaron con cuidado y lo envolvieron en una sábana de una blancura absoluta. Un ulema recitaba unas oraciones extraídas del Corán. Los momificadores modernos colocaron luego los restos mortales en una caja de madera, sin tapa, y los cubrieron con un chal rojo. Después me pidieron que rompiera el sello de Solimán, el cual servía para su firma, ahora inútil en el mundo de los humanos.

La procesión se organizó, encabezándola unos niños que la ocasión divertía. No había que ofuscarse por ello. La muerte, en Oriente, se lleva de blanco. A la pena de la desaparición de un ser querido se sobrepone la alegría de saber que se encuentra en el paraíso. Los oficiales esparcieron agua de rosas e incienso sobre el cadáver. ¿Sabían que en antiguo egipcio la palabra «incienso» es sinónimo de «regreso divino»? Provisto así de un olor de santidad que le permitiría pasar sin obstáculos por las puertas del otro mundo, mi Hermano Solimán fue llevado a paso veloz a su última morada, mientras las plañideras, rociándose de polvo, desencadenaban una tempestad de aullidos.

El cementerio era de lo más humilde: unas pocas piedras sepulcrales agrupadas cerca del pueblo, expuestas a pleno sol. Sin perder un segundo, como si la muerte tuviera prisa por usurparnos el aspecto material de Solimán, su cadáver fue sacado de la caja de madera y puesto en tierra, con la cabeza hacia el sur. El celebrante tapó la sepultura con piedras y arena, recomendando al muerto que se preparara a responder correctamente a los dos ángeles que le recibirían al otro lado, haciéndole un interrogatorio que decidiría su último destino, infierno o paraíso. Escuchando aquellas palabras, ¿cómo no pensar en mi querida religión egipcia que se encontraba así prolongada y vivida?

Las plañideras y el celebrante se callaron. La miserable necrópolis volvió al silencio. Los pobres se acercaron. Los aldeanos y yo mismo les distribuimos pan y dátiles, en recuerdo de los antiguos banquetes familiares que se celebraban en las capillas mismas de las tumbas, uniendo de un modo indisoluble los vivos y los muertos.

Cuando me quedé solo, deposité una palma y una caña sobre la sepultura de mi Hermano.

¿Ilusión de los sentidos? Creí ver su alma emprendiendo el vuelo bajo la forma de un pájaro, con sus grandes alas desplegadas, que subió derecho hacia el sol, a una velocidad pasmosa, y se fundió con él.

Una joven árabe se acercó, depositó un lirio sobre la tumba. Su rostro estaba oculto tras un velo. La silueta me permitió identificar a lady Redgrave.

—Tengo que marcharme de Egipto, Jean-François. Me han denunciado al pacha. ¿Y si también usted pensara en el regreso?

—¿El regreso?

—No va a pasar el resto de su vida aquí. Yo sabré hacerle volver si me quiere un poco…

Aquellas palabras me destrozaron. Había sabido despertar en mí la pasión, pero acababa de oponerle otro amor.

—¿Sabe usted lo que es el exilio, lady Ophelia? ¿Conoce el intolerable sufrimiento de estar alejado de su país natal, de la tierra donde se desea vivir cada hora de su existencia? He padecido este exilio durante casi cuarenta años. He tenido que esperar tantos días para volver a mi patria, a Egipto. Puede que me tome por un loco, pero aquí es donde yo nací. Mi verdadero país está aquí. Aquí me encuentro tan bien… todas mis preocupaciones de salud desaparecen. Una energía nueva, inagotable, me anima. Me siento capaz de todas las hazañas, de vencer todos los cansancios. Este sol, que brilla todos los días del año, alimenta mi alma y mi cuerpo. Si dejo este suelo y me alejo de estos monumentos, me muero.

Lady Ophelia lloraba.

—Por culpa suya lo habré perdido todo…

—No lo creo, Ophelia. Conmigo no habría conocido nunca la felicidad que espera. Egipto es una amante demasiado exigente.

—Deje que yo lo juzgue sola, Jean-François Champollion.