25

Este 18 de mayo, desde la cima que domina el Valle de los Reyes, pienso en ti, mi hermano Jacques-Joseph, y te escribo. Perdona mi grafismo febril, demasiado rápido. ¡Tengo que decírtelo todo y sólo dispongo de tan poco tiempo, a causa de la inmensidad del trabajo que me espera! Me he repuesto bien del malestar que me sobrevino en la tumba de Ramsés IX. El padre Bidant, que me trajo junto al profesor Raddi para que me curara con sus manos y su magnetismo, se ha marchado de Egipto. No se ha despedido de ningún miembro de la expedición y se ha eclipsado con suma precipitación.

Hace largas semanas que ignoro lo que ocurre en el mundo y que no tengo noticias tuyas ni de mis seres queridos. Esto es duro, muy duro; pues a pesar de mi filosofía, y aunque el poco valor de las cosas humanas esté escrito a mi alrededor en caracteres sorprendentes, aunque vaya a meditar de vez en cuando a la cima de esta montaña árida desde la cual se descubre la extensión del gran cadáver de Tebas, todavía aprecio esa pobre tierra, sus endebles habitantes y sobre todo los que tiritan de frío más allá del Mediterráneo… ¡Francia! No hablemos de ella, se me encoge el corazón… Sin embargo, debo confesártelo, mi espíritu ya no tendrá otra morada que el Valle de los Reyes, donde se ha sumergido en los misterios de la vida y de la muerte.

Ahora tengo que dejar mis queridas tumbas, abandonar estas moradas de resurrección para reunirme con Rosellini. Debes considerarme como un hombre que acaba de resucitar. He sido durante muchos días un habitante de estos palacios subterráneos donde uno no se ocupa de los asuntos del mundo. Ahora voy a vivir en nuestro castillo de Gournah, una casucha de barro de un piso, magnífica comparada con los cuchitriles y las guaridas donde se alojan nuestros conciudadanos, los árabes. Pero sólo residiré allí durante la noche. En cuanto empiece a despuntar el alba, me levantaré, montaré mi burro y me iré por los senderos a paso menudo, aspirando el aire fresco de la mañana, en busca de las numerosas tumbas que sé que están todavía enterradas bajo la arena.

Rosellini quiere convencerme de que estoy agotado y destrozo mi organismo. No creas ni una palabra de todo eso. Espero poder demostrarte que todavía soy capaz de grandes cosas.

El cuartel general de Gournah, organizado por un Rosellini dotado de un agudo sentido de la administración, había adquirido un magnífico aspecto. Una docena de sirvientes, bajo la férula de un dragomán llamado Boutros, satisfacían todos nuestros deseos, pues éramos los señores de la región. El dragomán es un intendente de aspecto militar, que habla más o menos bien cuatro o cinco lenguas europeas, mezclándolas fácilmente, despiadado con sus subordinados, dispuesto a robar todo lo que cae entre sus manos, servil hasta más no poder, siempre pendiente de la cocina y la bodega para aprovecharse mejor de los manjares exquisitos y las buenas botellas, que sabe hacer trabajar a los demás sin tener que sudar ni una gota, dando suspiros que parten el corazón al ver a uno cansado cuando en el fondo le desprecia, que miente con la sonrisa, bandido dentro de los límites de la moral que él mismo ha definido.

En mi ausencia, Rosellini había establecido un severo programa de trabajo: levantarse a la seis, trabajo científico de siete a doce, almuerzo, descanso hasta las dos y de nuevo trabajo hasta las cuatro en punto de la tarde. Un auténtico programa de director de museo que no me molestaba nada. En cuanto acababa, dejaba el castillo y sacaba provecho de un burro ensillado y embridado que me esperaba en la puerta, guardado por dos árabes que espantaban las moscas. Me daba así, en compañía de Solimán, siempre tan inquieto, el gusto más raro: vagar libremente por la necrópolis tebana, llenarme el corazón de aquellos paisajes de silencio que ahora sabía eran los del alma.

Una noche, cuando regresaba de mi caminata habitual, llegué justo a tiempo para asistir a un pugilato entre el profesor Raddi y Rosellini. Siendo los dos igual de torpes, difícilmente podían darse un golpe fatal, pero aquella disputa me pareció indigna de dos sabios y me interpuse con firmeza.

—¡Señores! ¿Han perdido la cabeza?

—Señor Champollion —declaró el profesor Raddi con énfasis—, Rosellini me impide ejercer mi actividad científica. Este comportamiento es inaceptable y recurro a su calidad de jefe de nuestra expedición para castigar a este agitador.

Rosellini estaba rojo de ira.

—¡El profesor pierde la cabeza! —rugió—. ¡Ha decidido transformar esta casa en un zoo! Nuestra gacela y nuestro gato no le bastan. ¡Acaba de traer un burro, un gallo, una cabra y unos lagartos! ¡Y eso sin mencionar a una cría de pantera que ha encontrado Dios sabe dónde y que acaba de hacerse la manicura con las páginas de mi diario de inventario! ¡Es intolerable!

—Este señor exagera —objetó el mineralogista—. Sea lo que sea, no reconozco su autoridad.

—¡Y sus colecciones de mariposas! —prosiguió Rosellini—. ¡Ahora esos insectos están invadiendo todas las habitaciones! ¡Champollion, incluso encontrará algunos en la suya!

—La ciencia siempre ha avanzado gracias a sus mártires —replicó el profesor Raddi, dando la espalda a Rosellini.

—Si es así me voy de esta casa miserable y me instalo en la del indígena.

—Mis colecciones progresan a pesar de la ignorancia y la intolerancia. A partir de hoy, me propongo atrapar ejemplares rarísimos que le harán cerrar el pico.

Muy digno, con una red de mariposas en la mano y un andar augusto, el profesor Raddi se fue de caza.

—Lo siento —dijo Rosellini, cuyo furor empezaba a decaer—, pero ya no aguanto más.

Cada noche, al volver de mi paseo en compañía de Solimán, con quien compartía emociones mudas, recibía a los pequeños y grandes dignatarios de Tebas en la gran sala del palacio de Gournah. Aunque Rosellini fuera hostil a aquellas entrevistas que estimaba inútiles, yo les daba la mayor importancia. Ni el profesor Raddi, que volvía a dormir a Gournah entre sus cacerías, ni lady Redgrave, que se dedicaba a dar largos paseos a caballo por el campo, asistían a ellas.

Normalmente, los jeques de las aldeas me daban conocimiento de sus quejas y me pedían que interviniera ante las más altas autoridades locales para obtener más alimentos o ropas. Yo hacía lo que podía por ellos, pidiéndoles a cambio que me proporcionaran obreros concienzudos. Sobrepasando una vez más la opinión de Rosellini, había confiado a los jeques sumas de dinero para que pagaran ellos mismos a los hombres que venían a trabajar para nosotros. El sistema funcionó de maravilla, más aún cuando no me mostraba avaro de pequeños regalos para aquellos pequeños potentados, felices al ver que reconocía su inmensa importancia. De hecho lo era, ya que sin su consentimiento las excavaciones no habrían sido posibles. Por supuesto, efectuaban una importante deducción sobre las sumas a distribuir, pero, en cambio, aseguraban el orden y la seguridad.

Aquel día, habiendo sido tratados los asuntos corrientes, sólo quedaba un jeque entrado en años, barbudo y silencioso, que me esperaba inmóvil desde hacía más de una hora.

—Perdone que le haya impuesto esta prueba —dije, presintiendo que aquella entrevista no se parecería a las demás.

—Hace siglos que mi tribu y yo mismo esperamos. Una hora más ni siquiera equivale a un parpadeo respecto a la eternidad.

El hombre era de un orgullo feroz. Su lenguaje me intrigaba.

—¿Cuál es el nombre de su tribu?

—Pertenezco a los ababdeh, la más noble y valerosa de las tribus.

—Que Dios le sea favorable y la mantenga en la prosperidad.

Comprendía la razón de mi turbación. La lengua de los ababdeh era una de las más antiguas y notables. Sólo la había estudiado de un modo superficial y di gracias al cielo por ofrecerme aquella conversación que deseé fuera lo más larga posible.

—¿Conoce bien Egipto? —preguntó.

—Tanto como me lo han permitido algunos meses de estancia y cuarenta años de pasión.

—¿Por qué ayuda a los fellahs?

—Porque son hombres como usted y yo, y porque creerse superior a cualquiera es el más despreciable de los vicios.

Hizo una mueca dubitativa.

—¿Sabe que son mentirosos y perezosos? ¿Qué a menudo desprecian su generosidad?

—Poco importa. Actúo según mi conciencia. Y sé que viven en unas condiciones miserables cuando en las innumerables villas del pacha hay iluminación con gas y las mayores comodidades. Eso me indigna. Un jefe de Estado tiene el deber de ofrecer a sus súbditos la posibilidad de vivir felices y libres. La miseria no lo permite. Es la enemiga de la civilización. En el reino del faraón la fiesta sólo podía celebrarse cuando no había ni un solo vientre hambriento.

—Son declaraciones muy peligrosas —observó el beduino.

—Son declaraciones de justicia. No me cerrarán la boca.

—Nuestra existencia no ha cambiado desde los tiempos de Abraham —afirmó el beduino—. Vivimos en el desierto y allí estábamos a gusto hasta la llegada de los mamelucos. Nuestra tribu ha derramado su sangre para combatirlos. Cuando Mehmet-Alí tomó el poder, nos utilizó y contó con nuestro apoyo. Hoy es un tirano tan cruel como los que hizo ejecutar. Nos ha concedido un derecho de asilo en el territorio egipcio, a nosotros, que somos los hijos inmemoriales de la arena y del viento. Ya que escucha tan gustoso las súplicas de los fellahs, ¿tal vez oirá las de mi tribu?

El asunto se volvía complicado. Los beduinos se lo tomaban todo muy a pecho. Para ellos, la palabra dada no se retira bajo ningún pretexto. La nobleza de mi interlocutor venció mi decisión.

La leyó en mi mirada.

—Venga conmigo hasta nuestro campamento —pidió—. Allí le explicaré mis proyectos.

Fui recibido como un señor en la tienda del jefe de los ababdeh. Tortas de miel, dátiles, higos y té con menta me fueron ofrecidos por dos muchachas silenciosas y vivas como el rayo.

Mi anfitrión esperó a que nos hubiéramos saciado antes de proseguir la conversación.

—Hemos luchado contra los mamelucos. Lucharemos contra el déspota.

—¿Con qué medios? —pregunté, ansioso.

—Con nuestro valor, nuestros sables y los fusiles que nos venderán. Que usted nos venderá.

Estaba sofocado.

—Pero ¡yo no soy un vendedor de armas!

—Eso no es lo que nos han dicho.

—¿Quién se ha atrevido a acusarme de ese modo?

—Esta persona que afirma conocerle bien —dijo el beduino, levantándose y haciendo entrar en la tienda a lady Redgrave.

Acudió corriendo ante mí, ardiente, apasionada.

—¿Qué ha inventado usted, lady Ophelia?

—Estas gentes quieren rebelarse contra el pacha, Jean-François. ¡Su causa es justa! Nos necesitan, necesitan a nuestros dos países, necesitan el apoyo que debemos aportarles. No lo dude más.

El beduino y la espía inglesa me miraban de hito en hito con gravedad.

—¡Es una locura! Sólo soy un egiptólogo, pero puedo asegurarles que van hacia el desastre si intentan enfrentarse a las tropas del pacha. Les aplastará sin piedad, aniquilará la tribu entera. Menosprecian su crueldad. Atribuye la mayor importancia al carácter absoluto de su autoridad y reaccionará con la mayor violencia a la menor amenaza contra su trono.

—Muéstrese tal como es —insistió lady Redgrave—. Ha demostrado mil veces que se interesa por los pobres y los desgraciados. No tiene derecho a abandonar a estos hombres. ¡Proporcióneles, como yo, algo con que luchar y triunfar!

Me encolericé.

—Conque ésa era su misión… provocar la sublevación de las tribus beduinas para derribar al pacha u obligarle a recurrir a Inglaterra… Aunque fuera capaz, nunca me asociaría a ese proyecto criminal. Enviaría a la muerte a familias enteras cuya única verdadera protección es precisamente el desierto, donde los soldados del pacha no se aventuran de buen grado. ¡Quiere destruir un equilibrio frágil para engendrar una tormenta en la que, como siempre, los más débiles serán las víctimas! Es indigno.

—¡No es más que un cobarde! —me soltó lady Redgrave—. Me las arreglaré sola.

Salió de la tienda del jefe de los ababdeh que se había sentado, con las piernas cruzadas, como lo hubiera hecho un viejo escriba. Mi suerte estaba entre sus manos. Una sola palabra suya me condenaría a muerte.

Dio unas palmadas.

Las dos sirvientas volvieron a traer té y golosinas.

—Hay un tiempo para la tempestad —dijo— y un tiempo para la alegría del corazón. Ahora que el camino de mis pensamientos vuelve a estar despejado, disfrutemos juntos de este brebaje de amistad.

Se hizo un largo silencio. No debía romperlo por nada del mundo.

—Lady Redgrave se mostró muy convincente —dijo por fin—. Creo que incluso habría luchado a nuestro lado. Sus sentimientos hacia usted son tan violentos que estaba segura de poder convencerle. Le ha infligido una dolorosa derrota y ha herido su orgullo.

—¿Me he comportado como un cobarde con usted?

—Estas tortas de miel son nuestro más dulce placer. Mi padre, el padre de mi padre y sus antepasados las han saboreado; por la noche, cuando los hombres se callan, cuando el desierto comienza a cantar. Esto está bien. Es la voluntad de Dios. Y es bueno que eso continúe. Mehmet-Alí desaparecerá. El desierto, no. Esta verdad es usted quien me la ha recordado. Ha evitado a mi tribu una gran locura.

No se cambió ni una palabra más. Cuando en la bandeja de plata sólo quedó una torta de miel, la parte de Alá, las dos sirvientas reaparecieron y se quedaron en cuclillas de una y otra parte del acceso a la tienda del jefe. Éste se levantó.

La entrevista había terminado.

Cuando me estaba agachando para salir de la tienda, volvió a tomar la palabra.

—Un don por un don, tal es nuestra ley… Tengo que darle una información. Drovetti ha regresado a Tebas hace varios días. Le espía. Si aprecia su vida, márchese. Pero si quiere impedir que haga algún daño, busque la tumba de las viñas.

Bajo el reinado de los faraones, Egipto había sido una gran civilización de la viña. Los antiguos eran aficionados a grandes cosechas designadas con el nombre de los soberanos y su año de reinado. Saborear un duodécimo año de Ramsés el Grande debía constituir uno de los mejores momentos de los banquetes organizados por los nobles tebanos. El Islam había arrancado las cepas, de modo que ya no era posible encontrar una tumba en medio de las viñas. La indicación del beduino demostraba, sin embargo, que conocía su emplazamiento. Como se negaría a hacerme saber algo más, habiendo deliberadamente optado por ponerme a prueba, sólo me quedaba demostrarle mis capacidades de descubridor. En nuestro castillo de Gournah reinaba una temperatura casi constante de treinta y seis grados, auténtica bendición para mi salud. Rosellini la soportaba mal, apreciando el calor de la mañana, suave como un soplo de primavera, así como el viento del norte que se levantaba a menudo a mediodía y por la noche. Afuera, no era raro superar los cincuenta grados, lo cual volvía agotador el examen de las estelas, los sarcófagos y las estatuas que mi discípulo inventariaba con su meticulosidad habitual.

En compañía de Solimán recorría sin descanso la necrópolis. Con los fellahs que encontrábamos, hablábamos en vano de viñas y uvas.

—Así no llegaremos a nada —dijo Solimán—. Debe de tratarse de un panteón que ha sido obstruido tras haber sido saqueado. Preguntemos a los ancianos, pueblo por pueblo. Forzosamente tendrá que haber alguno que se acuerde de un detalle que nos pondrá sobre la pista.

Después de muchos intentos infructuosos, supimos que un anciano de Cheikh Abd el-Gournah, detrás del Ramesseum, tenía ciento diez años y había oído hablar de casi todas las excavaciones clandestinas realizadas en los alrededores —a menos que las hubiera organizado él mismo—. Le encontramos en la orilla del Nilo, donde vigilaba el baño de los niños en un lugar que aseguraba estaba desprovisto de la presencia de los cocodrilos, los cuales todavía se cobraban muchas víctimas. El buen hombre era de lo más lozano, pero también de lo más arisco. Una buena cantidad de tabaco resultó indispensable para hacerle hablar. Con lentitud, pasó lista a sus recuerdos. Sí, existía efectivamente una tumba que contenía restos de viña. Trazando sobre la arena un plano tosco de la necrópolis de Cheikh Abd el-Gournah, nos indicó su emplazamiento aproximado.

El anciano se había equivocado ligeramente. Tuvimos que despejar varias entradas que daban a sepulturas modestas sin decoración, profanadas hacía tiempo. Por fin dimos con la tumba de un noble tebano llamado Sennefer, jardinero jefe del faraón Amenofis III, y encargado de embellecer los dominios del dios Amón. Una galería en pendiente muy empinada llevaba hasta el panteón, una sala de gran tamaño con pilares cuadrados. Por todas partes, una decoración admirable donde se veía el difunto y su esposa, una magnífica mujer joven cuya mirada me recordaba la de lady Ophelia, celebrando actos rituales que aseguraban su supervivencia.

Alzando los ojos hacia el techo que iluminaba Solimán, vi que habíamos alcanzado nuestra meta: ¡el cielo de aquella tumba era una exuberante bóveda en cañón con una viña de racimos negros! Sennefer y su mujer, que hacían surgir de la tierra el sarmiento principal, vivían en un paraíso de uvas jugosas, de pámpanos y entrelazamientos de hojas de viña.

El espectáculo de la antecámara era, desgraciadamente, menos alegre. Bandas parduscas, huesos rotos, madera de sarcófago casi reducida a polvo… Aquellos indicios confirmaban plenamente mi primera hipótesis. Y agradecí interiormente al jefe beduino que me hubiera proporcionado la prueba que todavía me faltaba.

—Será una dura batalla —dije a Solimán—, pero intentaremos ganarla.

De vuelta al castillo de Gournah, me recibió un Rosellini cabizbajo.

—Tengo que darle una muy mala noticia, maestro…, una carta de París que me estaba dirigida para evitar un choque demasiado brutal.

Me quedé lívido. Enseguida pensé en mi hija, en mi hermano.

—¡Hable pronto, Ippolito!

—Su candidatura a la Academia acaba de ser rechazada por sexta vez… Han elegido a un tal señor Pardessus.

Prorrumpí en risas.

—Me han puesto por debajo de Pardessus[10]… eso no me sorprende. Me hubiera halagado ser llamado a la Academia cuando mis descubrimientos todavía eran discutidos de buena o mala fe, poco importa. También me hubiera halagado que se acordaran de mí cuando perfeccionaba mis estudios y empezara una magnífica cosecha en medio de las ruinas de Tebas. Hubiera considerado mi nominación como una especie de recompensa nacional; han juzgado oportuno negarme esa satisfacción. Así es que a partir de ahora ya no daré ni un paso hacia ella y cuando la Academia me llame, estaré tan impaciente por ocupar el asiento como puede estarlo un bebedor exquisito ante una botella de champán echado a perder desde hace seis meses. Hasta el agua del Nilo inspira asco cuando ya no se tiene sed. Que Dios le dé paz y misericordia.

—También hay una noticia mejor —prosiguió Rosellini—. Un regalo del pacha traído por un emisario especial.

Mi discípulo me entregó un sable de oro de un peso considerable. Lo cogí sin decir palabra y me encerré en mi habitación.

Las veladas de Gournah me encantaban. Ninguna pluma sabría evocar con el color y la ternura suficientes el esplendor del cielo nocturno por encima de la llanura.

Sin embargo, aquella noche no había saboreado la paz habitual inscrita en el corazón del silencio que me regeneraba. La Academia, la ciencia oficial y sus borricos mucho menos útiles que los de Egipto, el sable del tirano, aquello era demasiado…

La llama de la rebeldía, que había avivado mi juventud, me animó de nuevo.

Empecé por redactar un informe destinado a Mehmet-Alí, amo todopoderoso de Egipto. Sabiendo que los antiguos representaban a veces su país bajo la forma de una vaca, el pacha no vacila en ordeñarla y agotarla sin piedad. He aquí lo bueno y hermoso producido por los nobles consejos de Drovetti. Expuse mis quejas detalladamente.

¿Cuántas veces mi expedición había encontrado su camino totalmente barrido porque unos monumentos faraónicos de la mayor importancia habían sido destruidos y arrasados casi bajo nuestras propias narices?

Y citaba la lista, y recurría a la sabiduría infinita del pacha para preservar el inmenso patrimonio que todavía subsistía, pero que pronto podía ser aniquilado. Las piedras sufrían, los hombres también. Protesté contra la atroz miseria de los fellahs, suplicando que fueran alimentados y educados para que su miserable pueblo saliera por fin de aquella esclavitud que no tenía nombre.

Había que combatir los verdaderos enemigos de Egipto, a saber, los destructores de templos, los buscadores de salitre, los constructores de azucareras, los saqueadores de tumbas, la inundación demasiado fuerte, la ignorancia de los fellahs y los coleccionistas de antigüedades. Mi informe sería enviado al amanecer al palacio de Mehmet-Alí, y no dudaba que lo esperaría sin demora. Mi hermano Jacques-Joseph me habría recomendado ser más prudente con mis palabras, para salvaguardar mi seguridad, pero ésta no me importaba en absoluto.

En mi exaltación, hice el balance de mi acción de conservador y de sabio. No he olvidado el museo egipcio del Louvre en mis exploraciones, ese museo que me ha sido confiado sin que se me ofrecieran medios decentes de desarrollarlo. Sin embargo, he recogido monumentos de todos los tamaños, y los más pequeños no serán los menos interesantes. En cuanto a los objetos de gran volumen, he escogido entre miles, tres o cuatro momias notables por sus adornos particulares, o llevando inscripciones griegas; luego, el más hermoso bajorrelieve coloreado de la tumba de Seti I, en el Valle de los Reyes. Es una pieza capital que equivale ella sola a una colección. Me ha dado muchas preocupaciones y seguramente me costará un pleito con los ingleses de Alejandría, que pretenden ser los propietarios legítimos de la tumba. A pesar de esta bonita pretensión, una de dos: o mi bajorrelieve llegará a Toulon, o irá al fondo del mar o del Nilo, antes que caer entre manos extranjeras. Ya lo he decidido. He adquirido en El Cairo el más bello de los sarcófagos presentes, pasados y futuros; es de basalto verde y está, interior y exteriormente, cubierto de bajorrelieves, o mejor dicho, de camafeos trabajados con una perfección y una delicadeza inimaginables[11]. Es todo lo más perfecto en este género que uno pueda imaginarse; es una joya digna de adornar un camarín o un salón por lo fina y preciosa que es su escultura. La tapa lleva, en semirrelieve, una figura de mujer admirablemente esculpida. Esta sola pieza me desquitaría ante la casa real, no con respecto al reconocimiento, sino desde el punto de vista pecuniario; pues este sarcófago, comparado con los que han costado veinte y treinta mil francos, vale seguramente cien mil. El bajorrelieve y el sarcófago son los dos objetos egipcios más bellos enviados a Europa hasta ahora. Aquello debía por derecho venir a París y seguirme como trofeo de mi expedición. Espero que se quedarán en el Louvre en memoria mía para siempre.

Cuando se levantó el viento fresco del amanecer, me cubrí con un abrigo de lana y salí del castillo, caminando hasta la linde del bosque. A lo lejos, una caravana marchaba hacia el sur.

Una forma blanca, a caballo, se dirigió hacia mí, levantando pequeñas nubes de arena.

Lady Redgrave, con la cara crispada, se detuvo a mi altura.

—Le gusta ganar en todos los terrenos, Champollion… ¡dése por satisfecho! Mi tío Thomas Young acaba de morir, en Londres, el 10 de mayo de 1829. Ha trabajado en su diccionario jeroglífico hasta el final. Su lápiz cayó al suelo cuando exhalaba su último suspiro. ¿Contento?

—¿Cómo podría alegrarme la desaparición de un investigador? —respondí con la voz quebrada por la emoción—. Me habría gustado tanto verle y explicarle por qué se equivocaba.

—No se equivocaba. ¡Es usted quien está equivocado! La posteridad le habrá olvidado hace mucho cuando celebrará la fama de Thomas Young, ¡el auténtico descifrador de los jeroglíficos!

Volvió grupas y se marchó galopando hacia el levante.

Estábamos desayunando cuando Solimán vino a avisarme de la presencia de una escolta de soldados turcos, dirigida por un oficial que se valía de la recomendación del pacha. Me convidaban a acudir sobre la marcha a uno de los palacios tebanos de Mehmet-Alí donde acababa de llegar.

—¿Qué significa esto? —se inquietó Rosellini—. ¿Por qué le convocan tan precipitadamente?

—Problemas domésticos —contesté, falsamente relajado—. Si… si no regresara, avise a las autoridades francesas y vuelva a Europa sin más tardar.

Rosellini se quedó boquiabierto mientras yo salía de nuestro comedor de Gournah para echarme a las garras de Mehmet-Alí.

Nunca la expresión gallear se había aplicado mejor que a mí mismo, el señor Jean-François Champollion, que intentaba pavonear penetrando en los apartamentos privados del pacha de Egipto cuando estaba temblando interiormente como un álamo azotado por el viento.

Mehmet-Alí estaba sentado en un sillón con respaldo alto que le confería una estatura imperial. Fumaba una larga pipa de ámbar y acariciaba su abundante barba blanca, tallada con cuidado. Estaba inmóvil, como una fiera acechando su presa.

—Permítame, su beatitud, que le agradezca su magnífico regalo.

—He leído su informe con mucha atención, señor Champollion. Describe muchos hechos extraños.

Contrariamente a las costumbres de la cortesía oriental, el pacha entraba directamente en el meollo del asunto. Era mala señal. El virrey olvidaba sus cualidades de diplomático en beneficio de las de jefe de guerra.

—Habla de templos destruidos, arrasados… ¿No se trata de falsos rumores? ¿Estos estragos no son más bien la obra del tiempo?

—No, su beatitud. Estos graves acontecimientos se han producido bajo su reinado. Santuarios tan considerables como los de El-Kab, Antinoe o Contralatopolis han desaparecido totalmente por culpa de iconoclastas y profanadores. Era mi deber hacerle saber estos hechos deplorables que son imputables a esos bárbaros. Por supuesto, sólo pueden haber actuado sin saberlo usted.

—Por supuesto —repuso con frialdad.

—En mi informe —proseguí—, tiene por fin una información clara y completa. Ahora, su beatitud, hay que actuar con firmeza. Su honor de jefe de Estado está en juego, lo mismo que su fama en el mundo entero. Prométame que protegerá los monumentos que aún subsisten, que impedirá que sufran nuevas degradaciones.

Mehmet-Alí meneó la cabeza de un modo ambiguo. Me era imposible seguir insistiendo.

—Hábleme de Ramsés el Grande —pidió con tono seco.

Dominando mi sorpresa, me lancé en una descripción del reinado de este sorprendente faraón, recordando el increíble número de monumentos que había erigido o restaurado. Evoqué el formidable estado de progreso de las ciencias y las artes que el Antiguo Egipto había alcanzado. Cuando estaba hablando de la cartografía, el pacha me interrumpió.

—¿Podría establecerme un mapa detallado del Egipto de los faraones? Facilitará la vigilancia de los emplazamientos.

—Lo pondré a punto lo antes posible, su beatitud.

—No se ha encerrado en los límites del pasado, señor Champollion… Su informe insiste mucho sobre la condición de los fellahs, como si yo fuera responsable de su miseria.

—Yo no he escrito eso, su beatitud. El pueblo debe recibir una educación que sólo usted puede dispensarle. Los mamelucos le han sumido en la pobreza y la desgracia. Le corresponderá ser el soberano que pondrá fin a esta injusticia.

El pacha fumó largamente, guardando silencio. Luego, una sonrisa maliciosa animó su cara:

—Entonces, ¿Ramsés ha sido realmente el mayor de todos los faraones?

No sé qué intervención divina me impidió estrangular a aquel tirano hipócrita. Consciente de la rabia que me invadía, se divertía.

Balbuceando una fórmula de cortesía apenas inteligible, me despedí.

Cuando llegué al castillo de Gournah, estaba todavía muy agitado por los efectos de aquella ira contenida. Fue brutalmente reemplazada por la mayor angustia al ver a varios sirvientes agrupados delante de la entrada principal.

Tuve que empujarles para poder entrar.

Lo que vi me heló la sangre.

Ippolito Rosellini estaba tendido en el suelo de tierra batida, con los ojos en blanco. El profesor Raddi, inclinado sobre él, intentaba hacerle beber una poción.

—Ha sido picado por un escorpión —explicó el mineralogista.

Me arrodillé, alarmado.

—Ippolito…

—Vivirá —diagnosticó el profesor Raddi—. Pero no le aseguro una salud perfecta para los años venideros. Ayúdeme a llevarlo a su cama.

—¿Dónde está Solimán?

—Se fue a buscar al curandero. Entre los dos sacaremos a su discípulo de este trance.

Rosellini permaneció inconsciente dos días y dos noches, durante las cuales no pude dormir ni un minuto. Por fin, a pesar de un aspecto espantoso, un cuerpo destrozado y doloroso, volvió entre nosotros. El profesor Raddi y el curandero, gracias al magnetismo y a la ciencia de las hierbas, habían realizado un milagro. Rosellini, después de haberse alimentado un poco, se sumió en un sueño reparador.

—Debería imitarle —sugirió el mineralogista—. Ha superado los límites del agotamiento.

—Usted mismo ha gastado tanta energía para curarle…

—Eso ya no tiene la menor importancia, Champollion. Mi colección de minerales está terminada. Conozco la historia de la tierra y podría escribirla, pero ya no me interesa, desde que he descubierto las mariposas. Son tan suaves, tan llenas de color, tan frágiles… Hice mal en cazarlas. Tenía que haberme contentado con observarlas. Desperdiciamos la vida, somos culpables de ligereza ante este mundo que nos asombra. El desierto, Champollion, ésa es la auténtica sabiduría, el auténtico amor… El gran viaje es marcharse al desierto con el viento como compañero.

Temiendo comprenderle demasiado bien, me coloqué delante de la puerta principal de nuestro castillo.

—No intente retenerme, Champollion… ya sabe que sólo obro a mi antojo, como usted. ¿Quién podría preocuparse todavía por un viejo loco? Ya no tengo ataduras, ni familia, ni patria desde que conocí el desierto. Me llama, me llama con tanta fuerza…

—Quédese aquí esta noche, profesor. Estamos demasiado cansados, usted y yo, para tener una larga entrevista. Mañana por la mañana hablaremos de ello. Tengo muchas cosas que decirle.

El profesor Raddi se tumbó sobre una estera y se durmió en el acto. Resistí al sueño todo lo que pude, pero mis párpados me traicionaron y también me dormí.

Solimán me despertó.

Me levanté sobresaltado y vi que el lecho del profesor Raddi estaba vacío.

—Se marchó antes del amanecer —explicó Solimán.

—¿Te dijo dónde iba?

—Hacia el Delta, por el desierto.

—¡Y no le retuviste!

—Nadie puede impedir que un ser vaya hacia su Oriente.

Nunca volvimos a ver al profesor Raddi. Nadie encontró su cuerpo.