Reuní a los miembros de la expedición en la sala común de nuestra casa de Gournah. Todos sentían que tenía importantes informaciones que comunicarles.
—Amigos míos, el cónsul general de Francia me había fijado un plazo demasiado corto para marcharme de Tebas. Seguramente ya ha vencido. No ha ocurrido nada nefasto. Ninguna orden oficial ha sido transmitida. Espero los fondos prometidos. Hemos explorado emplazamientos, establecido un programa de excavaciones para los siglos que quedan por venir.
—Perfecto —concluyó el padre Bidant—. Ya que Dios nos ha sido favorable, no tentemos al diablo. Volvamos a El Cairo y preparémonos para regresar por fin a tierra cristiana.
—Nadie sabe dónde se encuentra Drovetti —precisó lady Redgrave—. Incluso piensan que ha podido marcharse de Egipto.
—Un hombre como él no se declara tan fácilmente vencido —declaró L’Hote—. Le ha ridiculizado, general. Prepara su venganza. El padre Bidant tiene razón: démonos por contentos de haber vivido tantos peligros, demos gracias a la Providencia y volvamos a casa.
—Esta opinión me parece razonable —aprobó Rosellini—. Hay que proceder al inventario de los objetos adquiridos. Solamente podremos trabajar correctamente en Europa.
El profesor Raddi fue el único que no dio su opinión. Había reunido su cosecha del día, una decena de mariposas que examinaba con cuidado.
—Vuestros propósitos tienen mucho sentido común —dije—. Son razonables y comedidos. Supongo que un jefe consciente de sus responsabilidades debería escucharlos y adoptar sus ideas. Pero yo no soy ese jefe. No soy razonable y no consentiré serlo. Me queda un deber esencial por cumplir: volver a las tumbas.
Todos emitieron suspiros exasperados. No esperaba menos. Aquel trabajo no sería de los más fáciles. Habría que dar mucho de sí mismo y sufrir en propio cuerpo para descubrir las bellezas de aquellas cuevas sagradas.
—¿Por qué se ensaña de ese modo? —se sorprendió el padre Bidant—. ¿No ha visto ya bastantes sepulcros? He visitado dos en compañía de lady Redgrave. Eso me ha bastado. Allí falta el aire y hace un calor sofocante. ¡Los movimientos se hacen tan difíciles que es como si uno se hubiera momificado!
—¡Y no conoce el calvario impuesto al dibujante! —añadió L’Hote—. Una iluminación irrisoria, los ojos llenos de polvo, unas posturas que dejan la espalda hecha polvo, una tensión incesante para no cometer errores…
—¡Es usted muy injusto, Néstor! ¿Ha olvidado el mensaje que hemos percibido, los conceptos transcendentales que se imponen a la primera mirada? Esa espiritualidad esconde bajo sus figuras unas antiguas verdades que creemos muy jóvenes y de las que estamos muy necesitados. Tengo que descubrir la totalidad de las representaciones simbólicas para obtener la clave del enigma.
—¿De qué enigma habla? —se inquietó el padre Bidant.
—Del sentido de la vida.
—Vamos, Champollion… ¿No creerá realmente que esta religión muerta podría tener alguna superioridad sobre nuestra fe?
—No olvide —intervino lady Redgrave— que al señor Champollion lo llaman El Egipcio.
—Usted sabe que Bossuet fue un buen cristiano —dije al padre Bidant—, y sin embargo sólo soñaba con estudiar la teología egipcia. El poder hacerlo estaba reservado para nuestra época. Y nadie me impedirá ir hasta el final de esta experiencia.
—Es inútil ir en contra de la voluntad de El Egipcio —dijo lady Redgrave, enigmática—. Es más fuerte que todas las nuestras juntas.
Estupefacto ante aquella ayuda inesperada, dirigí una sonrisa a lady Ophelia, que no se inmutó.
—Estoy agotado, maestro —dijo Rosellini—. Le habría acompañado, pero no me quedan fuerzas…
—Descanse, Ippolito, y empiece su inventario lo antes posible.
Salí al amanecer de la casa de Gournah, cuyos huéspedes estaban todavía dormidos. Mi discípulo volvió bostezando a su habitación. Por mi parte, estaba dotado de una energía casi inagotable que tres o cuatro horas durmiendo y soñando con jeroglíficos bastaban para reconstituir.
Afuera me esperaban dos burros y Néstor l’Hote, el único aventurero que no había renunciado.
—¿Cuál será nuestra primera tumba, general?
—La de Ramsés el noveno.
¿Hay mayor felicidad que la de caminar así, a un ritmo ancestral, por un sendero desierto, poco a poco invadido por los rayos del sol matutino, hasta un lugar sagrado donde unos sabios lo habían revelado todo sobre la transfiguración del alma humana? Las antiguas palabras de un himno de saludo al sol naciente me vinieron naturalmente a los labios. ¿No era justo que la criatura diera gracias a su Creador por concederle tales momentos de felicidad?
Apenas nos habíamos instalado en la tumba cuando L’Hote se encolerizó violentamente.
—¡Dios, qué aburridos son los jeroglíficos! ¡Qué agobiantes! Estamos todos hasta la coronilla de ellos… ¡Soy como un hombre que camina en el fuego y al que sólo le queda un cuarto de hora de vida! Estoy harto, general. Su Egipto no es el mío. Necesito lluvia, llanuras verdes y húmedas, frescor. Me voy.
—¿Adonde va usted, Néstor?
—A Francia. Quédese con mis dibujos. Y que Dios le proteja, general, si todavía es un poco cristiano. Es usted el mejor de los hombres, de eso no me cabe duda, pero me pregunto si sigue viviendo entre nosotros. El Egipcio… sí, eso es… se ha convertido en un egipcio de los primeros tiempos.
Dejando caer al suelo los lápices y los cartapacios, L’Hote montó su burro y salió del Valle de los Reyes, levantando una nube de polvo. Así que me abandonaba. Supe que no volvería a verle. Me había gustado la lealtad de este hombre, su fuerza juvenil, su confianza. No le guardaba rencor, convencido de que no me había traicionado.
L’Hote no se equivocaba. Egipto me había hecho comprender que yo sólo estaba de paso en este mundo, sólo era un extraño en busca de la luz original de donde provienen todos los seres y donde se reunirán de nuevo si pasan la prueba de la muerte.
La muerte en la que entraba al hundirme en las profundidades de una tumba real.
La soledad más absoluta me aportó un poder de concentración que no había conocido hasta entonces. Las ideas, las traducciones, las interpretaciones afluían sin cesar a mi mente, surgiendo por sí mismas. Penetrando vivo en el más allá representado en las paredes de la tumba, vivía en mi propia carne el recorrido simbólico indicado por las divinidades con las cuales mantenía una relación de fraternidad.
Cien veces estuve a punto de perder la conciencia. Cien veces vencí el cansancio y la fatiga. Cien veces realicé el viaje del alma. Tras haber pasado por una puerta bastante sencilla, se entra en unas grandes galerías o corredores cubiertos de esculturas perfectamente cuidadas, que conservan en gran parte el brillo de los colores más vivos, y conducen sucesivamente a unas salas sostenidas por pilares con decoraciones aún más abundantes, hasta que por fin se llega a la sala principal, la que los egipcios llamaban la sala dorada, más amplia que todas las demás, y en medio de la cual descansaba la momia real en un enorme sarcófago de granito. Los planos de estas tumbas, publicados por la Comisión de Egipto, dan una idea bastante exacta de la extensión de estas excavaciones y del inmenso trabajo que han costado, para ser ejecutadas con el pico y el cincel. Los valles están casi todos atestados de colinas formadas por los pequeños fragmentos de piedra que provienen de los asombrosos trabajos ejecutados en el seno de la montaña.
La decoración de las tumbas era sistemática, y lo que se encuentra en una reaparece en casi todas las demás, salvo pocas excepciones. La moldura de la puerta de entrada está adornada con un bajorrelieve que en el fondo sólo es el prefacio, o mejor dicho, el resumen de lo que sigue: es un disco amarillo en cuyo centro está el sol con cabeza de carnero, es decir, el sol poniente entrando en el hemisferio inferior, y adorado por el rey arrodillado; a la derecha del disco, es decir a oriente, está la diosa Neftis, la soberana del lugar sagrado, y a la izquierda, occidente, la diosa Isis ocupando las dos extremidades del recorrido del dios en el hemisferio superior: al lado del sol y dentro del disco, han esculpido un gran escarabajo, que es, aquí y en otros lugares, el símbolo de la regeneración o de los renacimientos sucesivos: el rey está arrodillado en la montaña celeste, sobre la cual también descansan los pies de las dos diosas.
El sentido general de esta composición se refiere al rey difunto: durante su vida, lo mismo que el sol en su recorrido de oriente a occidente, el rey debía ser el vivificador, el iluminador de Egipto, y la fuente de todos los bienes físicos y morales necesarios para sus habitantes; el faraón muerto fue, por tanto, todavía naturalmente comparado al sol poniéndose y descendiendo hacia el tenebroso hemisferio inferior, que debe recorrer para renacer de nuevo en oriente y devolver la luz y la vida al mundo superior (el que habitamos), del mismo modo que el rey difunto debía renacer también, para continuar sus transmigraciones o para habitar el mundo celeste y ser absorbido en el seno de Amón, el padre universal.
El secreto de la vida es enseñado con el desplazamiento de la barca divina navegando en el río celeste, sobre el fluido primordial, principio de toda existencia, durante las doce horas del día. Así, a la primera hora, la barca se pone en movimiento y recibe las adoraciones de los espíritus de Oriente; entre los cuadros de la segunda hora se encuentra la gran serpiente Apofis, hermano y enemigo del sol; a la tercera hora, el dios Sol llega a la zona celeste, donde decide la suerte de las almas, en relación con los cuerpos que deben habitar en sus nuevas transmigraciones; se puede contemplar al Creador sentado en su tribunal, pesando en su balanza las almas humanas que se presentan sucesivamente. Una de ellas acaba de ser condenada, se la ve llevada de nuevo a la tierra en una barca que avanza hacia la puerta vigilada por el dios chacal Anubis, y conducida a varazos por unos monos, emblemas de la justicia celeste; el culpable está representado bajo la forma de una enorme cerda, encima de la cual han grabado con grandes caracteres «glotonería». El dios visita, a la quinta hora, el paraíso habitado por las almas bienaventuradas que descansan de las penas de su viaje terrestre. Llevan sobre la cabeza una pluma de avestruz, emblema de su conducta justa y virtuosa. Presentan ofrendas a los dioses; o bien, bajo la inspección del señor de la alegría del corazón, cogen los frutos de los árboles celestes de estos paraísos.
Más lejos, otros tienen unas hoces en la mano, cultivan los campos de la verdad. Su leyenda reza: «Hacen libaciones con el agua y ofrendas con los granos de los campos de gloria; sostienen una hoz y siegan los campos, que son su parte». El dios Sol les dice: «Llevaos los granos a vuestras moradas, disfrutadlos y presentadlos a los dioses en ofrenda pura». Más lejos, finalmente, se les ve bañarse, nadar, saltar y juguetear en un gran estanque que llena el agua celeste y primordial, todo bajo la inspección del dios Nilo celeste. En las horas siguientes, los dioses se preparan para luchar contra el gran enemigo del Sol, la serpiente Apofis. Se equipan con jabalinas, se cargan de redes, porque el monstruo vive en las aguas del río.
Las almas condenadas, con las manos atadas sobre el pecho y la cabeza cortada, caminan en largas hileras; algunas tienen las manos atadas a la espalda y arrastran por el suelo su corazón salido del pecho. En unas grandes calderas se hacen hervir almas vivientes, ya sea bajo forma humana o bajo la de un pájaro, o sólo sus cabezas y sus corazones.
En cada zona y junto a los ajusticiados siempre se puede leer su condena y la pena que padecen: «Estas almas enemigas no distinguen nuestro dios cuando lanza los rayos de su disco; ya no viven en el mundo terrestre, y no oyen la voz del gran Dios cuando cruza sus zonas». En cambio, junto a la representación de las almas felices, en las paredes opuestas, se puede leer: «Han hallado la gracia a los ojos del Dios grande; habitan las moradas de gloria, aquellas donde se vive la vida celeste; los cuerpos que han abandonado descansarán para siempre en sus tumbas, mientras que ellas disfrutarán de la presencia del Dios supremo».
Ésta es una de las mil pruebas contra la opinión de aquellos que se empeñarían en creer todavía que los pensadores egipcios se perfeccionaron con el establecimiento de los griegos en Egipto. Lo repito: Egipto sólo debe a sí mismo lo más grande, puro y bello que ha producido. Mal que les pese a los sabios que se imponen el deber de creer en la generación espontánea de las artes en Grecia, la verdad es muy distinta. Grecia ha imitado servilmente a Egipto en la época en que las primeras colonias egipcias estuvieron en contacto con los salvajes habitantes del Ática o del Peloponeso. Sin la civilización de los faraones, Grecia no se habría convertido en la tierra clásica de las bellas artes.
Ésta es mi profesión de fe completa sobre esta gran cuestión. Escribo estas líneas frente a unos bajorrelieves que los egipcios han ejecutado genialmente dos milenios antes de la era cristiana. Egipto es la madre de nuestra civilización, la fuente de lo más elevado y vital que hay en nuestro pensamiento.
Cuando estaba absorto en el estudio de un cuadro fascinante que representaba el nacimiento de un nuevo sol, de una nueva conciencia, unas piedras rodaron por la pendiente que conduce a la tumba.
Alguien acababa de entrar en la tumba.
Un extraño sentimiento desgarró mi pecho. Tenía miedo, pero sin sentir ningún temor. Miedo de ver mi existencia interrumpida antes de haber trabajado lo bastante, y experimentaba al mismo tiempo una tranquilidad absoluta ante la idea de morir en aquella morada de resurrección. ¿Qué más esperar de la vida después de tantas revelaciones que apartaban al hombre de sí mismo para fundirlo en el cosmos, disolverlo en las estrellas?
Los pasos se acercaban, lentos, pesados. Esperaba ver surgir un ser del otro mundo, armado con un cuchillo, despiadado, empeñado en hacerme rendir cuentas y redactar la lista de mis faltas.
Me sentía preparado. Había comprobado que la fe de los antiguos egipcios se basaba en el conocimiento y no en la creencia. De nada servía creer en los dioses. Conocerlos, y por tanto nombrarlos, descubrir a qué poder creador correspondían, era esencial. Los jeroglíficos eran precisamente las palabras de poder que daban acceso a este conocimiento. ¿Qué demonio iba a aparecer? ¿Sabría vencerlo nombrándolo? Dentro de unos segundos, estaría delante de mí… Sentí un nudo en la garganta, mi corazón se aceleró, pero permanecí sereno aunque la silueta de los asesinos de Drovetti se impuso a mi espíritu.
El angustioso visitante se manifestó al fin, a la luz de su vela. Era el padre Bidant. Sacudió su sotana polvorienta y se sentó en un banquillo de piedra que había a lo largo de la pared. Se secó la frente.
—Maldito calor… ¿Cómo puede respirar en este baño de vapor?
—¡Mire, padre, mire a su alrededor! ¡Verá el infierno, el purgatorio y el paraíso! ¡Lo que el cristianismo ha anunciado ya estaba presente aquí, y mucho más!
Esperaba una reacción de lo más viva, pero el religioso siguió secándose la frente con un pañuelo.
—Es justo lo que me temía, Champollion… esto y lo demás. Antes de este viaje, católicos y protestantes estaban de acuerdo sobre un punto: la cronología bíblica nunca sería cambiada. La revelación cristiana nunca sería puesta en duda. Nadie descubriría huellas de civilización antes de la XVI dinastía egipcia. Así la verdad del libro santo seguiría siendo total y absoluta, incluso en el campo histórico.
—Hoy soy capaz de demostrarle lo contrario, padre. La cronología admitida por la Iglesia es falsa. Habrá que hacer retroceder mucho las fechas de aparición del pensamiento. Habrá que admitir que la Biblia no habría existido sin la inspiración egipcia.
—Sé todo eso, Champollion. También sé que sus descubrimientos causarán trastornos que usted ni siquiera imagina.
—Ya no habla como un sacerdote…
—Porque no sólo soy un sacerdote. Hace muchos años que estudio el orientalismo en Roma y que sigo sus trabajos, así como el de los demás sabios deseosos de descifrar los jeroglíficos. Pronto pensé que usted sería el primero en alcanzar esta meta inquietante para la Iglesia. ¿Qué necesidad tenía de levantar el tupido velo que cubría los misterios olvidados desde hace siglos?
—¡La respuesta está en las paredes de esta tumba, padre! ¡El secreto del alma humana, eso es lo que los egipcios habían percibido!
Bidant asintió con la cabeza.
—Empecé a preocuparme mucho cuando, todavía adolescente, declaró, y más tarde escribió, que Egipto tenía una noción de la divinidad al menos tan pura como el cristianismo. Era un desafío a la fe que nadie ha tomado lo bastante en serio. Y hoy ha descifrado los jeroglíficos…, abre las puertas a varios milenios de religión por las cuales penetrarán dioses y diosas.
—Un desafío no, padre. Una simple verdad.
—¡No juegue con las palabras, Champollion! ¿No ha establecido que los egipcios tenían fe en un dios único y en la inmortalidad del alma? ¿No escribirá mañana que el sentido de la existencia humana es la reunión con Dios después del juicio ante el tribunal del otro mundo?
—Tengo el deber de transcribir lo que he visto. Es mi moral de sabio.
—Usted ya no es un sabio como los demás. Es El Egipcio.
—Y usted, padre, ¿no será el espía al servicio de Drovetti?
Dejando por un momento de secarse la frente, el padre Bidant me miró de hito en hito con sorpresa e interés.
—También había comprendido eso… Desde luego es usted mucho menos ingenuo de lo que creían mis superiores.
—Una intuición, desde el primer segundo en que le vi… y un principio de confirmación cuando sirvió de intermediario entre Moktar y yo. De lo que quiero estar seguro, en cambio, es de la sinceridad que mostró en Nubia. Le he creído.
—Y ha tenido razón… pero se ha convertido en mi peor enemigo, Champollion. Casi ha trastornado mis creencias. Incluso estuve a punto de matarle cuando, enloquecido, disparé sobre usted. Por eso ya es hora de que me aleje de usted y de este Egipto cuanto antes. Dios sabe qué tormentos me haría todavía padecer si le oyera hablar de sus dioses y de su religión. Aunque estas viejas divinidades estén muertas y confinadas al fondo de las tumbas, a veces me pregunto si no tienen más fuerza que algunos de nuestros dogmas… ¿Champollion? ¿Champollion, me oye? ¡Champollion!
El sol estaba en el cenit cuando el padre Bidant, resoplando y jadeando, salió de la tumba de Ramsés IX, llevando sobre sus hombros a Jean-François Champollion, inanimado.