23

—¿Contento, señor cónsul? No, no sólo contento… ¡Loco de alegría! Nubia ha respondido ampliamente a mis esperanzas. En cuanto a Tebas, es un perpetuo encantamiento. Pronto podré informarle sobre los descubrimientos más esenciales. No se arrepentirá de haber puesto su confianza en mi expedición. ¿Tiene alguna noticia relativa a los fondos que me han sido otorgados y que aún espero?

—Precisamente, señor Champollion, es hora de hacer un alto en sus trabajos. El rey me ha hecho saber que su regreso a París es indispensable.

—¿Ha recibido una misiva oficial?

—¿Duda de mi palabra? —se ofuscó.

—Claro que no. Pero como ese documento me concierne a mí, en primer lugar, me gustaría consultar yo mismo sus términos. No hay que fiarse de la memoria… ¿Cuándo podré leer esa carta del rey?

—La he dejado en Alejandría. Le doy todavía unos días. Después, se marchará. Le esperaré en El Cairo para preparar su vuelta a Francia.

Sin esperar respuesta, Bernardino Drovetti cortó la conversación y se alejó a paso rápido en dirección a un grupo de hombres a caballo. Montó en el suyo y desapareció en una nube de polvo.

Cambiando definitivamente el hábito de peregrino por la ropa del indígena, nos instalamos más cómodamente en una casa de Gournah, muy cerca del admirable templo de Seti I, cuyas columnas cubiertas de relieves se doran al ponerse el sol. Unos rebaños de cabras vagan entre unos bosquecillos de sicómoros y de datileras. La morada de excavación que nos está reservada domina la vía de acceso al Valle de los Reyes. Estamos situados entre el mundo de los vivos, con sus campos verdes, sus gritos de niños, sus casuchas de fellahs, y el más allá, vuelto visible en nuestra tierra gracias a los templos y las tumbas. Ni una brizna de hierba, sólo piedras y un sol divino.

Esta casa de Gournah me ha gustado nada más entrar en ella, y supe que me gustaría más que el castillo más suntuoso. Daban ganas de trabajar sin descanso, de descubrir. Erigida en la orilla de los muertos, sonreía a los vivos. Acogedora, fresca, silenciosa, ofrecía las fuerzas necesarias para la labor del día siguiente. Miserable, nos convertía en príncipes. Cada uno estuvo encantado con su habitación de lo más modesta, amueblada con cojines y alfombras.

Rosellini, que me había visto hablar con Drovetti, parecía estar inquieto. Mientras yo instalaba libros y manuscritos en una biblioteca rudimentaria, se acercó con paso vacilante.

—Maestro, ¿cuánto tiempo vamos a quedarnos aquí?

—El máximo posible.

—El cónsul general parecía irritado… ¿No tenía órdenes que dictarnos?

—¿Ha tenido barruntos de ello? —pregunté.

Rosellini retrocedió, atemorizado.

—En absoluto… Sólo fue una impresión.

—Drovetti tiene sus órdenes. Yo tengo las mías. Piense sólo en trabajar y en perfeccionar sus conocimientos, Ippolito. Déjeme a mí las demás preocupaciones.

—Como quiera, maestro.

Ofendido, Rosellini salió de mi habitación, cediendo el lugar al padre Bidant, que solicitó una entrevista.

—Las noticias no son demasiado buenas, por lo que se ve.

Abrí unos ojos intrigados.

—¿Qué malos vientos se las han transmitido, padre?

—¡Ah, Champollion! Mi deber también consiste en confesar las almas… Las informaciones llegan a mí sin que pregunte por ellas. Y además…, la actitud de Moktar es significativa. Desea verle en secreto y me ha encargado de la negociación.

—¿Por qué quiere verme?

—Sólo se confiará a usted. Le esperará todo el día en el Ramesseum.

Unos bosquecillos de tamariscos rodean el Ramesseum, el templo fulminado de Ramsés. Es el más noble y puro de los admirables monumentos de Tebas, a pesar de las destrucciones que ha sufrido. El primer pilón ofrece unas bonitas escenas de guerra donde el faraón, representante de la luz divina, pone fin al dominio del caos y las tinieblas. Al fondo del primer patio, un coloso en pedazos, el más gigantesco jamás creado por los escultores egipcios. Tallado en un solo bloque de granito, su rostro es a la vez la expresión de la fuerza y la de la serenidad; su pulido sobrepasa cualquier perfección concebible. Pasé largamente la mano sobre el formidable hombro, pensando en la gloriosa época en que el coloso real estaba de pie, contemplando el horizonte por donde sale el sol. Avanzando con respeto por la sala hipóstila, donde unas treinta columnas fascinarían con su elegante majestuosidad hasta los ojos más prevenidos contra todo lo que no es arquitectura griega o romana, copié los nombres de los numerosos hijos del gran Ramsés, reunidos en este lugar para celebrar la perpetua resurrección de su padre. Detrás de la hipóstila descubrí dos pequeñas salas de columnas. En la primera, sobre el muro del fondo, una maravillosa figura del faraón sentado en su trono, bajo la sombra de un persea, árbol de un verde profundo con las hojas en forma de corazón; varias divinidades inscribían allí los nombres sagrados del rey. Penetrando en la segunda sala, cuyos textos decían que había estado recubierta de oro puro, fui recibido por dos extrañas figuras, esculpidas en la parte inferior de los montantes de la puerta de acceso: un Tot con cabeza de ibis sosteniendo paleta y pincel y una diosa, Sechat, también con una paleta como redactora de los libros divinos.

Tuve la certeza de penetrar en una biblioteca…, ¡la biblioteca del Ramesseum, del palacio del gran Ramsés! Allí estaban conservados los libros mayores de la cultura egipcia. Figuraban otros símbolos: el oído recibiendo el Verbo, el ojo capaz de volver a crear el mundo, el dios de la palabra, el de la intuición. En aquella habitación, accesible a algunos, estaban guardados los volúmenes relativos a los rituales, la protección del templo, su dirección, los deberes de los oficiantes, la lista de los bienes materiales y de los objetos de culto, el conocimiento de los movimientos del sol, de la luna y de los planetas, el regreso de las estrellas, las fiestas, la disposición de las murallas según las reglas mágicas, la conjuración de las fuerzas del mal, la protección de la barca divina, las grandes horas de la resurrección, la alquimia. Toda la ciencia sagrada de la cual dependía la vida de Egipto está allí reunida, dictando a los futuros egiptólogos infinitos caminos de búsqueda.

Turbado, continué mi exploración detrás del coloso, más allá de una gran acacia que ocultaba los restos de un pilón en el cual se desplegaban las escenas de la batalla de Kadesh contra los hititas. Ramsés, abandonado por sus tropas, conoce allí la prueba de la soledad, rodeado de miles de adversarios. A punto de sucumbir y ver la civilización derrumbarse bajo los golpes de los bárbaros, implora a la divinidad: «Padre, ¿por qué me has abandonado? ¡Nunca te he traicionado!». Se produce el milagro. El espíritu de Dios desciende del cielo y se encarna en el faraón, dotándole del más formidable de los poderes. Solo, de pie en su carro, rompe el círculo de sus enemigos, los despedaza y los bota al Eufrates donde se ahogan.

Fascinado por aquella batalla mística, viendo que el cristianismo había salido todo compuesto del pensamiento de los antiguos egipcios, me di cuenta de pronto que había olvidado a Moktar. Hechizado por el Ramesseum, me había abandonado al relato de sus piedras vivientes.

Moktar no estaba lejos. Sentado bajo la gran acacia, fumaba una larga pipa. Sin duda me había seguido con la mirada mientras peregrinaba en el templo.

Me senté junto a él, tras haber apartado algunos hierbajos que nos ocultaban perfectamente.

—¿Qué tienes que decirme, Moktar?

—Alá es misericordioso… Revela al hombre sus faltas y sus errores. Me ha iluminado, yo que tanto me he equivocado. Sobre todo con usted. Mi amo, el cónsul general Drovetti, le había descrito como un ser pernicioso, ambicioso, dispuesto a todo para satisfacer su sed de gloria, sin ninguna consideración por los hombres, despectivo con sus sirvientes…, un auténtico chacal del desierto. Pero le he visto vivir, durante este largo viaje. He descubierto quién es usted realmente.

Estaba estupefacto. ¿Qué crédito podía dar a aquel discurso? ¿Debía creer en la sinceridad del intendente de Drovetti?

—Admiro a mi amo —prosiguió—. Me ha dado una casa, me ha permitido fundar una familia… Él confiaba en mí, yo confiaba en él. He matado por él, porque pensaba que sus órdenes no violaban la voluntad de Alá. Esta vez es distinto… Usted es un hombre justo. Sólo Dios decide poner término a la vida del hombre justo. Nadie puede pretender sustituirle. Me niego a ser el instrumento de un destino que no viniera de Él. Por eso, por primera vez, he desobedecido a mi amo. No he intentado asesinarle, no he dicho nada de sus descubrimientos, ni de sus proyectos, ni de sus encuentros. Sólo le he transmitido mi silencio, como si no hubiera pasado nada. Pero mi amo es un hombre lúcido. Pronto sabrá que le he mentido. Sin embargo, si él lo desea, seguiré sirviéndole. No sólo hay amigos a su alrededor. Márchese de Tebas lo antes posible. Su presencia compromete unos intereses demasiado importantes. Yo voy a desaparecer. No nos volveremos a ver. Adiós. Que Alá le proteja.

Sin darme ninguna posibilidad de interrogarle, Moktar dejó la sombra de la acacia y desapareció en las ruinas del Ramesseum.

Invisible, la espalda apoyada contra la frente del coloso desmoronado, Solimán vigilaba.

Así pues, sólo me quedaban unos pocos días para explorar Tebas. Tebas, que me tranquilizaba, me maravillaba, me elevaba. Hubiera debido tomarme en serio el ultimátum de Drovetti. Pero el tiempo había dejado de existir. Había demasiadas cosas que hacer.

El jefe de los obreros me había aconsejado que examinara el emplazamiento de Deir el-Bahari. Dejé a mis colaboradores con sus excavaciones y, utilizando los servicios de un burro de lo más dócil, avancé en la ligera madrugada.

¡Qué espectáculo tan cautivador el de ese santuario único en su estilo! A pesar de la acumulación de arena, tuve la certeza de identificar una sucesión de terrazas unidas por una rampa central, y que se elevaban hasta la muralla vertical del acantilado. El maestro de obras que había concebido aquel plano sencillo y luminoso había utilizado esta muralla como pared de fondo del sanctasanctórum, uniendo así de modo indisoluble el templo construido por los hombres y la montaña creada por Dios.

Fue con veneración que avancé paso a paso entre aquellos monumentos cuyas esculturas eran de una increíble delicadeza. Los bajorrelieves son tan tenues, tan impalpables, que hay que esperar la hora precisa en que el sol los ilumina para descifrarlos. El menor detalle, el menor jeroglífico, los rostros de los dioses, los colores de sus trajes son otras tantas obras maestras que dejan a uno sin aliento. Aquí reina una gracia divina que las degradaciones cometidas por los cristianos no han hecho desaparecer. ¡Y cuántas maravillas, que no podré sacar a la luz, cubre la arena![9]

Otra sorpresa me esperaba: me sorprendió, leyendo las inscripciones, descubrir la existencia de un rey desconocido en las listas antiguas, rey debidamente barbudo y correctamente faraónico, ¡pero a propósito del cual se empleaban palabras en femenino como si se tratara de una reina! Pasando la mayor parte del día devanándome los sesos al respecto, llegué a una conclusión indudable: una mujer llamada Hatsepsut había gobernado Egipto como faraón, con los mismos derechos y deberes que un soberano varón. Tendría entonces que modificar mi concepto de la historia egipcia.

La suave luz del sol poniente revistió de oro los pilares de Deir el-Bahari. El perfil de la diosa Hathor se destacó sobre el azul profundo del cielo que se teñía de púrpura y naranja. Aquel rostro era el más bello y el más puro que había podido contemplar jamás. Estaba turbado por la dulzura de sus rasgos, por aquella piedra tan finamente cincelada que brillaba como una joya difundiendo sus luces. Se me llenaron los ojos de lágrimas. ¿Cómo había podido un escultor transmitir el genio de su mano hasta el punto de recrear en esta tierra una belleza celestial?

Un canto se elevó, desde la cúspide del templo, cerca del último santuario. Un canto muy suave que narraba el nacimiento del amor entre un jeque y una joven beduina. En él se expresaba la poesía de la gente del desierto que, alrededor de una hoguera, se transmitían historias de generación en generación desde el comienzo de los tiempos. La voz era ondulante, ligera. Las curvas de la melodía seguían los momentos dramáticos del relato. El jeque había visto a la muchacha a hurtadillas y se había enamorado locamente de ella. Describía sus grandes ojos negros, brillantes como los de una gacela, su talle recto y ágil, su pecho parecido a una pareja de granadas, sus palabras dulces como la miel. Al devorarle su pasión, el jeque ya no conciliaba el sueño. ¡Cuántas luchas tenía que emprender para conquistar a su amada! Tenía que convencer a sus padres, quitar de en medio a sus rivales, llegar al alma de la bella… La historia acababa bien. Dándose la mano, los dos jóvenes amantes se dirigían hacia la tienda del padre de la muchacha para celebrar su unión.

Las últimas notas del canto murieron con las últimas luces de un sol encarnado que desapareció detrás de las montañas. Durante algunos minutos, la orilla de los muertos vacilaría entre noche y día, bañándose en una luz donde brillaban mil matices de oro, rojo y púrpura unidos en un abrazo de una ternura infinita.

Quise saber a quién pertenecía aquella voz hechicera. Pasando por encima de unos bloques esparcidos, vi una joven beduina sentada al pie de una columna, bajo la protección de un capitel con la cabeza de Hathor. Tocaba una pequeña flauta de sonidos agridulces, sin apenas turbar el recogimiento de los últimos momentos del día. Con un largo vestido verde, la cabeza cubierta con una toca blanca ceñida con un hilo dorado, la joven beduina salmodiaba un aire antiguo y lánguido.

Acercándome más, descubrí por fin su rostro.

—¡Lady Redgrave! ¿Pero de qué metamorfosis es usted capaz?

Siguió tocando la flauta, como si yo no existiera. Habría sido criminal interrumpirle. Esperé a que las últimas notas murieran, saboreando la dicha sencilla de aquella música sin edad.

—Es el lugar que yo prefiero —dijo con la mirada perdida en el sol poniente—. Aquí el amor reina por completo. ¿No es su diosa la más exigente de todas? ¿No nos pide que revelemos nuestro ser más íntimo? Quien no confía en ella sólo merece la muerte…

—¿Será ése su caso, lady Ophelia?

—Le esperaba, Jean-François. Sabía que vendría.

—¿Es usted quien ha pedido al jefe de los obreros que me indique este sitio?

Me arrepentí en el acto de mi agresividad. Ella no contestó, con la mirada todavía fija en el horizonte.

—¿Por qué no quiere hablarme de su esposa?

—¿Está usted casada, lady Redgrave?

La brisa del norte se levantó, trayendo el soplo de vida que el faraón, cada día, tenía el deber de proporcionar a todos los seres vivientes.

—Sí, estoy casada.

—¿Me hablará de lord Redgrave?

—Es un hombre perfecto. Administra su dominio, practica la caza mayor, venera a Dios y a la corona de Inglaterra. No comete ni una sola falta de gusto. No hay nada más que decir sobre él.

—¿Sabe que usted está viajando por Egipto?

—Lord Redgrave aborrece el calor, yo el frío. Eso crea entre nosotros un abismo insuperable.

—¿Tienen hijos?

—Lord Redgrave y yo sólo nos hemos encontrado una vez: el día de nuestra boda. Habíamos obtenido lo que deseábamos: él mi fortuna, yo un título y mi libertad. La de servir a mi país como a mí me pareciera y la de viajar. Y usted, Jean-François, ¿qué esperaba de la señora Champollion? ¿Por qué sigue atado a ella?

Bajó de su promontorio y se arrodilló ante mí, tomándome las manos.

—¿Por qué buscar otra cosa en este momento, lady Ophelia? ¿Por qué pedir a la vida algo más que no sea esta felicidad, este templo, este amor divino que nos rodea?

—Lo divino no me basta. Hasta ahora nos hemos mentido por miedo; por miedo hemos huido… El amor, el verdadero amor, no conoce esas artimañas. Este templo está hecho para usted. Guarde los secretos de su pasado, si lo desea. Mi misión podría ser un fracaso… pero ¿qué importa, si seguimos juntos?

—Este templo pertenece a Hathor, diosa del cielo. Sólo somos sus huéspedes de paso. No tenemos que imponer nuestros deseos.

—¿Y si abandonara usted su ciencia al viento del desierto? ¿Si aceptara ser un hombre como los demás?

—Eso no cambiaría nada —dije—. Este santuario permanecería en el mundo celeste, y nosotros en el de los humanos.

Se apartó con violencia.

—¡Es usted un monstruo!

Cogiendo la flauta, la partió en dos trozos que arrojó a lo lejos. Luego corrió hacia el valle que el Nilo animaba con un largo hilo plateado brillando bajo las últimas luces.

A la mañana siguiente, Rosellini se empeñó en conducirme hasta el emplazamiento del Amenofium, el gigantesco templo funerario de Amenofis, tercero del nombre, que los griegos han querido confundir con el Memnón de sus mitos heroicos. Amenofis III había sido el más brillante de los soberanos de Tebas, reinando en la ciudad más rica del mundo. Su templo debía ser una maravilla.

La decepción fue atroz.

Imagínense un espacio de unos 1.800 pies de largo, nivelado por los depósitos sucesivos de la inundación, cubierto de hierbajos, pero cuya superficie desgarrada en multitud de puntos todavía deja ver restos de arquitrabes, porciones de colosos, fustes de columnas y fragmentos de enormes bajorrelieves que el limo del río aún no se ha tragado, ocultándolo para siempre a la curiosidad de los viajeros. Allí han existido más de dieciocho colosos, de los cuales los más pequeños tendrían veinte pies de altura. Todos los monolitos de distintas materias han sido destrozados, y sus miembros enormes se encuentran dispersos aquí y allá, unos al nivel del suelo, otros al fondo de excavaciones realizadas en tiempos recientes. He recogido en estos restos mutilados los nombres de un gran número de pueblos asiáticos cuyos jefes cautivos estaban representados rodeando la base de los colosos. Las inscripciones griegas y latinas eran demasiado modernas para mí; las dejé para dirigirme hacia el antiguo pueblo de Deir el-Medineh, el próximo emplazamiento tebano a explorar antes de que expirara el plazo concedido por Drovetti.

Deir el-Medineh me intrigaba desde hacía mucho tiempo. Numerosos objetos procedentes del lugar habían pasado entre mis manos. Rosellini había adquirido una gran cantidad de ellos para su museo. Él y L’Hote me acompañaban. Caminábamos lentamente al compás de nuestros burros, precediendo a Solimán y a una decena de obreros dispuestos a intervenir para despejar la entrada de una tumba o de un santuario.

L’Hote se puso a mi altura.

—General, me está ocultando algo. Usted no acostumbra a hacerlo. Forzosamente tiene que ser algo grave…

—¿Según usted, Néstor?

—Amenazas. Ha recibido nuevas amenazas. Se está tramando una conspiración contra usted, y se niega a tenerlo en cuenta. ¿Por qué desdeñar mi ayuda?

—Porque lo ignoro todo de esas intrigas, excepto el hecho de que Drovetti es el instigador, con el probable consentimiento del pacha.

—¿Dónde está Moktar?

—Ha dejado él mismo la expedición. Ya no le veremos más.

—¿Qué piensa hacer?

—Nada, sólo continuar mi trabajo y mis excavaciones. Hemos regresado intactos de Nubia, donde nos acechaban los mayores peligros. Tebas no sabría mostrarse menos favorable. Tenga confianza, Néstor… y manténgase alerta.

Refunfuñando, L’Hote dio media vuelta y se alejó.

La pacífica caravana tomó un estrecho sendero que desembocó en un barranco desértico dominado por unas rocas. Las casas de los artesanos habían sido construidas en una depresión casi totalmente enterradas bajo la arena. Un pequeño templo, rodeado de un recinto, dominaba el desierto en cuya linde había crecido una mimosa; instalado en una rama, un pájaro cantaba.

Desde la entrada del templo, descubrí de nuevo aquel desierto donde el alma se ensancha para encontrarse con Dios del modo más inmediato y puro. Las mediocridades de la existencia desaparecieron. Una parte del velo que cubre el misterio de la vida se levantó, dejando vislumbrar el movimiento inmóvil de la eternidad parecido al de las dunas. Penetrando en el templo de los artesanos donde estaban representados los mayores arquitectos egipcios, otro velo se desgarró en mi espíritu. Comprendí que las artes del Antiguo Egipto no tenían como meta especial la representación de las hermosas formas de la naturaleza; sólo buscaban la expresión de un cierto orden de ideas, y únicamente debían perpetuar el recuerdo de las personas y de las cosas, no el de las formas. Tanto el enorme coloso como el más pequeño amuleto eran los signos fijos de una idea; por muy fina o tosca que fuera su ejecución, había alcanzado la meta, la perfección de las formas en el signo siendo sólo muy secundaria. Pero en Grecia la forma lo fue todo; se cultivaba el arte por el arte mismo. En Egipto, sólo fue un medio poderoso de pintar el pensamiento; el más pequeño adorno de la arquitectura egipcia tiene su propia expresión, y se refiere directamente a la idea que motiva la construcción de todo el edificio, mientras que las decoraciones de los templos griegos y romanos a menudo sólo hablan a la vista y permanecen mudas para el espíritu. El genio de estos pueblos se muestra así esencialmente diferente. La escritura y las artes de imitación se separan tempranamente y para siempre en Grecia; pero en Egipto, la escritura, el dibujo, la pintura y la escultura caminaron constantemente de frente hacia una misma meta, y si consideramos el estado particular de cada una de estas artes, y sobre todo el destino de sus productos, resulta cierto decir que venían a confundirse en una sola arte, en el arte por excelencia, el de la escritura. Los templos, como su nombre egipcio indica, sólo eran, si puede decirse así, grandes y magníficos caracteres representativos de las moradas celestes: las estatuas, las imágenes de los reyes y de los simples individuos, los bajorrelieves y las pinturas que trazaban de nuevo escenas de la vida pública y privada, entraban, por decirlo así, en la clase de caracteres figurativos; y las imágenes de los dioses, los emblemas de las ideas abstractas, los adornos y las pinturas alegóricas y finalmente la numerosa serie de los jeroglíficos se relacionaban directamente con el principio simbólico de la escritura propiamente dicha.

Egipto escribía la vida.

Escribía mi vida.

El más allá se me apareció en el interior del templo de Deir el-Medineh bajo la forma de una escena desgarradora, la del peso del alma, que los antiguos asociaban con el corazón, concebido como la verdadera conciencia del hombre. El gran juez Osiris ocupa el fondo de la sala de una capilla que alumbré con una vela. Al pie de su trono se eleva el lotus, emblema del mundo material, rematado por las imágenes de sus cuatro hijos, genios directores de los cuatro puntos cardinales. Los cuarenta y dos jueces asesores de Osiris están sentados, colocados en dos hileras. De pie sobre un pedestal delante del trono, el Cerbero egipcio, monstruo compuesto de tres naturalezas distintas, el cocodrilo, el león y el hipopótamo, abre su enorme boca y amenaza a las almas culpables…

Más lejos se eleva la balanza infernal; los dioses Horus, hijo de Isis con cabeza de gavilán, y Anubis, hijo de Osiris con cabeza de chacal, colocan en los platillos de la balanza, uno el corazón del prevenido, otro una pluma de avestruz, emblema de la justicia; entre el fatal instrumento, que debe decidir la suerte del alma, y el trono de Osiris, han colocado al dios Tot, el señor de las divinas palabras. Este escribano divino escribe el resultado de la prueba a la que acaba de ser confiado el corazón del egipcio difunto y va a presentar su informe al soberano juez.

A pesar de las tinieblas que nos rodeaban, Rosellini adivinó mi malestar.

—Maestro, ¿se encuentra bien?

—Déjeme solo, Ippolito.

—¿Está seguro?

—Salga.

—¿Cuándo debo venir a buscarle?

—Vuelva a Gournah y no se preocupe por mí. Copiaré textos y escenas y me impondré la obligación de acabarlo todo. Necesito silencio absoluto para poder oír la voz de los antepasados.

Había salido fuera del tiempo. Permanecí allí cinco días, enardecido por mi trabajo, comiendo lo que Solimán me traía por la noche.

Me enfrentaba con mi muerte y con mi propio juicio. Había aprendido la lista de las faltas que condenaban a la segunda muerte, a la aniquilación del ser, y había confesado las mías al dios Tot y a la diosa Maât, guardiana del Orden universal.

Alejándome con pena de aquella capilla donde se había sellado un destino al cual, a partir de entonces, nadie podría cambiar nada, me dirigí, sin descansar lo más mínimo, al templo de Medinet-Habu, donde Néstor L’Hote procedía a un trazado conjunto bajo la dirección de Rosellini.

—¿Cómo ha soportado mi discípulo mi ausencia? —pregunté a Solimán.

—Bien y mal.

—¿Bien?

—Ha sabido dirigir a los obreros.

—¿Y mal?

—Se toma por usted. Cree ser un jefe. Apartándose de su lugar, se aleja de la verdad y acabará por odiarle.

—Eres demasiado severo, Solimán.

—Y usted demasiado generoso.

La vista del inmenso templo de Medinet-Habu, el mayor de Egipto después de Karnak, puso fin a nuestra conversación. Una vez más, Egipto me subyugaba. Ramsés, el amado de Amón, tercero del nombre y sucesor de Ramsés el Grande, había creado un edificio gigante precedido de un formidable pilón y de un pabellón real, único por su forma.

Llevado por el entusiasmo, caminé varias horas para comprender este nuevo universo, cuadro abreviado del Egipto monumental. Allí existe, casi enterrada bajo los escombros de las habitaciones particulares que se han sucedido de época en época, una masa de monumentos de gran importancia que, estudiados con atención, muestran en medio de los mayores recuerdos históricos el estado de las artes de Egipto en todas las épocas principales de su existencia. Se encuentran reunidos un templo del período más brillante, el de la XVIII dinastía, un inmenso palacio del período de los conquistadores, un edificio de la primera decadencia bajo la invasión etíope, una capilla elevada bajo el reinado de uno de los príncipes que habían vencido el yugo de los persas, un propileo de la época romana y, finalmente, en un patio del palacio faraónico, unas columnas que antaño sostenían el caballete de una iglesia cristiana.

Muerto de sed, descubrí, en el primer gran patio, un grupo de beduinos sentados. Si tenían agua, no me la negarían. Siendo considerada como un don de Dios, ésta no pertenecía a los hombres. Debe concederse a cualquiera que la pida.

Cuando sólo me encontraba a unos pasos de ellos, me di cuenta de que se trataba de un encantador de serpientes y de sus ayudantes. El hombre tenía una edad avanzada, y su rostro estaba picado de viruela. Alrededor de su torso y de su cuello se enrollaba y desenrollaba una víbora de cabeza plana. Delante de él, un gran cesto del cual salían dos cobras que se erguían bajo sus órdenes. Uno de los asistentes no era sino una mujer en cuclillas sobre una alfombra polvorienta y con un niño en sus brazos.

Fue un muchacho quien me ofreció agua mientras el mago seguía encantando sus cobras, a las que todos parecían considerar inofensivas. Sólo Solimán parecía inquieto. La verdad es que aquel espectáculo insólito me parecía más un ejercicio de doma que una sesión de magia. Lo más interesante residía en las fórmulas de encantamiento que el buen hombre repetía sin cesar en voz baja. Cuidando de no molestar a las cobras, me acerqué a él y me incliné para escuchar mejor, con Solimán pegado a mí como una sombra.

La trampa funcionó.

Las cobras, asustadas, se escondieron en el cesto. Pero la víbora, apartándose del cuello de su amo, se distendió a una velocidad pasmosa. Tetanizado, cerré los ojos, esperando la picadura fatal.

No sentí nada, oyendo un ruido de pasos precipitados traduciendo una huida colectiva.

Abriendo de nuevo los ojos, vi al encantador de serpientes, sus acólitos, la mujer con el niño corriendo como posesos. Habían abandonado el cesto de cobras. Solimán estaba tumbado cabeza abajo en el suelo, sosteniendo a unos centímetros de su cara la víbora que había empuñado por el cuello y que se había enrollado alrededor de su brazo.

—Busque un palo —exigió con una voz tranquila—, y rómpale la cabeza.

Fue un beduino, intrigado por aquel jaleo, quien se encargó de hacerlo con la más tranquila seguridad. Solimán se levantó y se quitó el polvo.

—Me estaba temiendo una emboscada como ésta —dijo—. Los encantadores de serpientes no trabajan aquí, normalmente. Más vale que nos vayamos.

—¡Ni se te ocurra! Primero hay que explorarlo todo… Este templo es extraordinario.

Resignado, Solimán me siguió mientras me dirigía hacia la extraña torre de Medinet-Habu, que me pareció ser el único palacio real conservado en el recinto de un templo.

Subir los peldaños que conducían a los apartamentos reales fue un suave placer después del peligro del cual había escapado. Allí admiré unos frescos debidos al pincel de un dibujante que había glorificado los juegos de pájaros en las matas de papiros, las flores de loto azules y rosas, el vuelo de los patos. El rey y la reina habían vivido aquí unos días felices, rodeados de sus hijos y sus allegados, sin olvidar nunca lo sagrado cuya irreductible presencia estaba afirmada por el templo cercano. Después subí por la escalera interior del gran pilón, aquella masa tan tranquilizadora que había hecho de Medinet-Habu un lugar de refugio contra los saqueadores mucho después de la extinción de las dinastías faraónicas. A Oriente, el verde de los cultivos, el Nilo, las columnatas de Luxor, los obeliscos y los pilones de Karnak; al norte, el Ramesseum, Deir el-Medineh, la inmensa necrópolis con sus barrios de Gournet Mourai, Drah Abu el Nagah, Gournah, Deir el-Bahari; a Occidente, el Valle de las Reinas y el acantilado líbico. Aquel universo me sumergía, me llenaba de una alegría intensa que me desapegaba de mí mismo y de mis limitaciones de individuo. ¿Cómo hablar de muerte y de pasado ante tanta luz y tanta vida? ¿Cómo permanecer insensible ante tanta magia impregnando hasta el menor bloque, la estatua más humilde?

Solimán se sentó a mi lado.

—Ésta es la auténtica realidad —dijo—. Nuestros ojos apenas la perciben.

—Y todavía habrá que descifrarla, Solimán, leerla hasta en lo más profundo. Todo esto es símbolo del más allá, de nuestra verdadera patria. Quiero transmitir lo que percibo. Quiero ofrecer a otros la posibilidad de seguir este camino.

Fuimos conscientes de un deber que nos abrumaba. Nos dimos el placer egoísta de disfrutar de aquel incomparable espectáculo, olvidando todo lo demás.

A la salida del templo, en el sol poniente, unos niños nos rodearon. Cada uno intentaba vendernos un escarabajo, un amuleto, una estatuilla, toscas imitaciones fabricadas apresuradamente en un taller muy poco apto para reproducir la belleza egipcia.

Una niña se mantenía apartada. Andrajosa, poseía sin embargo un encanto conmovedor que, por la pureza de su rostro, evocaba el de las diosas. Jugaba con un objeto negruzco, indiferente a los tratos comerciales de sus compañeros. Rompiendo el círculo de los comerciantes, miré por encima de la cabeza de la niña.

El objeto era una mano de momia desecada. Más allá del horror, una iluminación aclaró mi espíritu. En aquel momento comprendí por qué estaba realmente en peligro de muerte.