Según las informaciones obtenidas por Solimán en Asuán, Drovetti había dejado la región desde hacía tiempo para residir en Tebas, donde, decían, sus hombres se esparcían por todas partes con el pretexto de excavaciones que emprender. Hubiera deseado que saliéramos cuanto antes hacia la antigua capital, pero hubo que proceder a una revisión de nuestros dos barcos, el Isis y el Hathor, de los cuales nadie se había ocupado durante nuestra aventura nubia. Mis compañeros aprovecharon aquel tiempo de descanso para dormir todo cuanto querían y comer hasta la saciedad. Yo me encontraba de maravilla, nada cansado después de tantos éxitos, y estudié una vez más los pobres vestigios de los templos antiguos.
Nos despedimos de la antigua Siena el 8 de febrero y tuvimos mala suerte. Estamos a 10, y lejos de haber recorrido la distancia que nos separa de Ombos, adonde se llega desde Asuán en nueve horas con tiempo normal. Pero un violento viento del norte sopla sin cesar desde hace tres días y nos hace piruetear sobre las olas del Nilo, crecido como una pequeña mar. Hemos amarrado, con mucha dificultad, en las cercanías de Melissah, donde hay una cantera de arenisca sin ningún interés; por lo demás, salud perfecta, buen ánimo, y preparándonos para explorar Tebas de arriba abajo.
Me alegro de antemano pensando que a lo mejor tendré otra carta. Las de París me parecen un poco cortas; ¡olvidan que me encuentro a mil leguas de Francia y que las veladas pueden ser largas! ¡Siempre fumar y jugar al cacho! Nos haría falta una buena edición de los pequeños correos de París. Que no me tilden de exigente; casi tengo derecho a serlo bajo los auspicios de las veintisiete páginas que acabo de escribir, y que concluyo ahora mismo, no vaya a ser que digan que los mayores charlatanes del mundo son aquellos que vuelven de la segunda catarata.
Un extraño torpor se ha apoderado de nuestro grupo. El padre Bidant se ha vuelto a encerrar en sus oraciones; el profesor Raddi, instalado en el puente del Hathor, contempla el Nilo y las montañas, aislado en el silencio; Rosellini clasifica sus apuntes científicos; L’Hote retoca croquis y esbozos. Por mi parte, hago progresar mi diccionario y mi gramática, trabajando en una especie de sueño despierto donde dialogo con el dios Tot, que me hace avanzar en el conocimiento de la lengua sagrada. Nuestro viaje continúa sin obstáculos; una corta distancia nos separa de Tebas.
Nuestros corazones se oprimían viendo de nuevo sus ruinas imponentes. Y nuestros estómagos también participaron, ya que hablaban de una barca de provisiones frescas, llegadas a Luxor a mi atención. Era otra cortesía de nuestro digno cónsul general Drovetti, y estábamos impacientes por aprovecharla. Pero un viento del norte, de una violencia extrema, nos detuvo durante la noche entre Hermonthis y Tebas, donde sólo llegamos al día siguiente por la mañana, 8 de marzo, a una hora bastante temprana. Nuestros barcos fueron amarrados al pie de las columnatas del templo de Luxor, que pensábamos estudiar más a fondo. El estado de este magnífico palacio divino, desgraciadamente, no había mejorado. Seguía estando obturado por chabolas de fellahs que desfiguraban sus bonitos pórticos, por no mencionar la endeble casa de un brin-bachi, encaramada en la plataforma violentamente horadada a golpes de pico para dar paso a las basuras del turco. El santuario no nos ofrecía ningún local cómodo ni lo bastante limpio para establecer nuestro hogar. Por tanto, tuvimos que conservar nuestros barcos hasta el momento en que nuestros apuntes en el templo estuvieron terminados.
Las provisiones ofrecidas por Drovetti, de quien se decía que había regresado a El Cairo tras unas excavaciones de lo más decepcionantes, fueron servidas a la mesa de un gran banquete celebrando nuestro regreso a Tebas. Solimán, a pesar de mi oposición a su proyecto, quiso probar las carnes, verduras y frutas que comimos. Ningún sabor le pareció sospechoso hasta el momento en que se obligó a mojar los labios en un vino de Burdeos. Un minuto después, tenía el vientre ardiendo.
El profesor Raddi le magnetizó inmediatamente mientras un marinero traía una infusión amarga. El mal retrocedió, pero Solimán tuvo fiebre durante varias horas.
—Veneno —murmuró—, veneno…
Nos pasamos a la orilla izquierda el día 23 y tomamos el camino del valle de Bilan el-Molouk, donde están excavadas las tumbas de los faraones del Nuevo Imperio. Siendo este Valle de los Reyes estrecho, pedregoso, circunscrito por unas montañas bastante elevadas y desprovistas de toda clase de vegetación, el calor allí es a veces insoportable. Nuestra caravana se estableció allí aquel mismo día y ocupamos el mejor alojamiento, y el más magnífico que se pueda encontrar en Egipto. Es el faraón Ramsés, sexto del nombre, quien nos da hospitalidad, pues vivimos en su magnífica tumba, la segunda que se encuentra a la derecha al entrar en el valle. Este hipogeo, admirablemente conservado, recibe aire y luz suficiente para que nos alojemos en él cómodamente; ocupamos las tres primeras salas, que forman una longitud de 75 pasos; las paredes, de 15 a 20 pies de altura, y los techos están todos cubiertos de esculturas pintadas, cuyos colores conservan casi todo su brillo original; es una auténtica vivienda de príncipe, cuyo único inconveniente es la crujía de habitaciones. El suelo está enteramente cubierto de esteras y cañas. Nuestros guardias y los criados duermen en dos tiendas montadas a la entrada de la tumba. Tal es nuestro establecimiento en el Valle de los Reyes, verdadera mansión de la muerte, ya que allí no hay ni una brizna de hierba, ni seres vivientes, excepto los chacales y las hienas que hace dos noches devoraron, a unos cien pasos de nuestro palacio, al burro que había cargado con nuestras provisiones.
Aquel drama, afortunadamente, había dejado sanos y salvos al gato de Kordofan y a la gacela de L’Hote que se han instalado en la sala del sarcófago donde había puesto mi cama de campaña, durmiendo un sueño apacible en aquella morada de eternidad, junto al alma del faraón. Mi venerable dormitorio estaba cerrado con una puerta de madera que provenía de una dahabieh.
Cada noche, esperaba a que todos estuvieran dormidos, acariciando suavemente la gacela, sumida en un sueño plácido. Cuando oía las respiraciones regulares de los durmientes, encendía una lámpara humosa para preparar el programa del día siguiente. Esperaban mis órdenes, tenía que estar preparado para darlas con claridad y sin vacilar.
Fuera reinaba una calma casi absoluta, a veces rota por los aullidos de los chacales o las hienas. Acostumbrados, los obreros encerrados en sus tiendas no se despertaban.
Fueron mis más bellas horas de trabajo. Entrando vivo en aquella tumba que los egipcios llamaban «moradas de eternidad», saboreaba sus misterios y sus símbolos, sin necesidad de analizarlos. La enseñanza de los faraones no pasaba por lo mental. Había que impregnarse de ella, vivir con los bajorrelieves, en medio de aquellas figuras extrañas que sólo hablaban de lo esencial.
El reposo de mis compañeros me llenaba de gozo. Estaban serenos, relajados. La energía que desprendían aquellos muros sagrados casi me dispensaba de sueño. Escribiendo, pensando en las próximas tareas, me reponía del cansancio. Era consciente del carácter excepcional de aquellos momentos y no quería perderme nada. Mi deber era proteger a mis compañeros y a mis obreros, velar por su quietud; mi placer inefable, suprema recompensa, consistía en disfrutar de aquella soledad comunitaria, en sentirme presente en el espíritu de los antiguos como en el de los hombres que, con su empeño, empezaban a sacar Egipto de su mortaja de arena.
La mañana siempre llegaba demasiado pronto. El gato y la gacela me sacaban sin miramientos de mi contemplación, mostrándome, cada uno a su manera, un afecto conmovedor. Dejándose engañar por el manejo de los dos cómplices que fingían estar muertos de hambre, Rosellini les daba de comer por segunda vez, murmurándoles palabras suaves en italiano. El gato, que se pasaba la mayor parte del tiempo durmiendo, había contagiado aquella afición a la gacela, a la cual dominaba por completo.
Nuestros dos huéspedes privilegiados no apreciaban las visitas de los campesinos que se presentaban a la puerta de nuestro domicilio real con ovejas, cabras, burros o gallinas. Ni el gato ni la gacela soportaban la intrusión de aquellos visitantes indeseables que nos veíamos obligados a rechazar sin piedad.
El alojamiento me pareció cada día más conveniente. La larga galería en pendiente que conducía hasta el santuario se llenaba, durante las horas de calor, de una suave penumbra. Un agradable frescor permitía trabajar sin dificultad. Bajo la dirección de L’Hote fueron apiladas desordenadamente ropas, armas, provisiones. ¡Pronto, la tumba de Ramsés pareció una gruta de bandidos! Con nuestros bigotes, nuestras barbas, nuestros trajes orientales y nuestros sables a los lados, teníamos el aspecto de aventureros temibles dispuestos a degollar al primero que pasara por allí.
Para celebrar aquella instalación, ofrecí una pequeña recepción rociada con un viejo vino de Borgoña. Brindamos por la dinastía de los Ramsés que nos acogía con tanta cordialidad. A nuestra mesa estaba invitado el señor Piccini, agente de Anastasy en Tebas, cuya alegría decupló la nuestra.
Después de un chiste napolitano, se inclinó sobre mí.
—Tengo que presentarle una petición —me dijo al oído.
—Le escucho.
—¿Tiene la intención de hacer excavaciones?
No me decidí a contestar. El buen rostro de Piccini me pareció de pronto hostil, inquisitorio. ¿Quería informarse para perjudicarme? ¿Era un agente de Drovetti disfrazado bajo la máscara de la amistad? Quise saber a qué atenerme. Decidí revelar mis proyectos y apreciar sus reacciones.
—Esa intención tengo, efectivamente.
—¿Aquí mismo o en las dos orillas?
—En las dos orillas.
—¿Con qué dinero?
—El mío, ya que los créditos anunciados todavía no han llegado.
—En ese caso, permítame presentarle una petición. Me gustaría que guardara a mis hijos.
Había pronunciado su súplica con la cabeza gacha y la voz temblorosa.
—¿Sus hijos? Pero qué edad…
—Mis hijos… quiero decir mis obreros. Los que excavan conmigo desde hace catorce años. Si usted pudiera conservarlos, sería un gran alivio.
Le serví un gran vaso de vino.
—Descuide, señor Piccini. Nuestra expedición no es rica, pero contrataremos la mayor cantidad posible de obreros.
Zanjamos enseguida aquel asunto con Rosellini. Nuestras finanzas nos permitieron retener a treinta y seis «hijos» del excavador italiano que, a partir del día siguiente, se pondría a trabajar bajo la dirección de Rosellini. Piccini estaba llorando de emoción. Mi discípulo, cuyo espíritu práctico no se embotaba en ninguna ocasión, empezó a repartir consignas, insistiendo muy especialmente sobre la disciplina. Néstor l’Hote se instaló a mi lado.
—Tengo una historia para contarle —dijo L’Hote, alegre—. Un turco había revelado a su mujer una enseñanza que había recibido en la mezquita. El imán había evocado la santidad y las obligaciones sagradas del matrimonio. Los maridos que cumplen con su deber conyugal al comienzo de la noche, había indicado, hacen una obra tan meritoria como si sacrificaran una oveja. Los que pagan un segundo tributo en medio de la noche hacen lo mismo, a los ojos de Dios, que si sacrificaran un camello. Los beneméritos que rendían un tercer homenaje a la santidad de su unión al salir el sol, han actuado con tanta generosidad como si hubieran liberado a un esclavo. La esposa, que como todo el mundo sabe sólo se preocupa por la salvación de su esposo, le pidió al comienzo de la noche: «Sacrifiquemos una oveja». El marido obedeció y se durmió una vez cumplido su deber. Pero su mujer le despertó en mitad de la noche para decirle: «Sacrifiquemos un camello». El marido obedeció de nuevo y se volvió a dormir, agotado. Al nacer el día, su fiel y creyente esposa le dijo que el momento había llegado… de liberar a un esclavo. Tendiendo los brazos hacia ella, él le imploró: «Ahora, querida, ¡yo soy tu esclavo! ¡Libérame, te lo ruego!».
Cuando se calmaron las risas, L’Hote se dirigió a mí con gravedad.
—General, ¿qué tipo de trabajo espera darme los próximos días?
—Vamos a enterrarnos vivos en las tumbas de los reyes y estudiarlos a fondo.
—¿Ha hecho una elección?
—Las más hermosas…
—O sea —dijo L’Hote, que empezaba a conocerme—, las elegimos todas. ¿Cuánto tiempo piensa privarnos de la luz del sol?
—Tres o cuatro días…
—¡Digamos entonces por lo menos dos semanas, general, si trabajamos deprisa!
No me atreví a contradecirle, pues había adivinado mis intenciones secretas. Taciturno, se apartó, prefiriendo escuchar al profesor Raddi, que se había lanzado en un largo monólogo sobre la clasificación de los granitos.
—¡A su salud, Champollion! —declamó lady Redgrave, desafiándome con la mirada—. ¡Qué el valle de las tumbas le sea favorable!
A partir del amanecer del día siguiente, nuestra comunidad compuesta de burros y de sabios tomó posesión de la necrópolis real excavada para los ilustres faraones del Nuevo Imperio.
La impresión producida era fascinante. Aridez, rocas cortadas a cuchillo, montañas en plena descomposición ofreciendo casi todas unas anchas grietas ocasionadas por el calor extremo o por desprendimientos internos, y cuyas cimas redondeadas están sembradas de bandas negras, como si estuvieran quemadas parcialmente. Ningún animal viviente frecuenta este valle de muerte. No hablo de las moscas, los zorros, los lobos y las hienas, porque fue nuestra estancia en la casa de Ramsés y el olor de nuestra cocina lo que atrajo a estas cuatro especies hambrientas. Al entrar en la parte más lejana del valle, por una estrecha abertura hecha por la mano del hombre, y ofreciendo todavía algunos ligeros restos de esculturas egipcias, pronto se ven al pie de las montañas, o en las pendientes, unas puertas cuadradas, la mayoría obstruidas, y a las que hay que acercarse para descifrar la decoración. Estas puertas, que se parecen todas, dan acceso a las tumbas. Cada una tiene la suya, pues antaño ninguna comunicaba con otra. Estaban aisladas; son los buscadores de tesoros, antiguos o modernos, los que han establecido unas comunicaciones forzadas.
La guardiana imperturbable del valle es una alta montaña que termina en una especie de pirámide que uno juraría tallada por la mano del hombre. Me hizo pensar en la madre pirámide, el monumento de peldaños de Saggarah, del cual deriva toda la arquitectura sagrada. Esta cima es guardiana del silencio que debe observar todo ser que penetra en estos lugares. Dominando una naturaleza petrificada, marca el acceso al paisaje del otro mundo.
Iba a visitar a los viejos reyes de Tebas en sus palacios excavados con cincel; allí, de la mañana a la noche, a la luz de las antorchas, recorrí crujías de habitaciones cubiertas de esculturas y de pinturas, la mayoría de un frescor sorprendente.
Aquí era totalmente feliz y me sentía tranquilo, como si todo peligro hubiera desaparecido. Cada tumba expresaba un genio particular, revelando un aspecto del misterio inscrito en aquellos lugares. Un poco por todas partes había restos de vendas de momias, sobre los cuales me senté, meditando antes de explorar en aquellos palacios subterráneos. Qué emoción indecible… En este Egipto construido por la eternidad y para la eternidad, he percibido en mi propia carne la sabiduría que envuelve todo ápice de vida. Estas sepulturas están excavadas fuera de nuestro mundo aparente, como si sirvieran de moradas al más antiguo de los dioses, al poder de los orígenes que las habría elegido como último retiro. En el centro del universo, sumido en un sueño luminoso, vela sobre el destino de la humanidad.
Cuando penetré por primera vez en una de estas profundas cavernas, junto con Néstor l’Hote, provisto de una vela, éste se puso a temblar y retrocedió dos pasos, terriblemente impresionado por unas representaciones de serpientes, de hombres con la cabeza cortada, de genios armados con cuchillos.
—No iré más lejos —dijo—. Es el infierno.
—Al principio, Néstor, al principio… Sigamos.
A pesar de sus temores, mi dibujante aceptó avanzar en la inmensa tumba del faraón Seti I, que se hundía profundamente en las entrañas de la tierra. Pronto fue recompensado por su valor. Las escenas más admirables aparecieron a la luz de la vela. Apertura de la boca, paso de las puertas del más allá, resurrección del cuerpo de luz, visión de los paraísos reservados a los justos…, el deslumbramiento de los dorados, los azules, los rojos, nos revelaba lo que podría ser la perfección. Le pedí a L’Hote que dibujara todo aquello para entrojar en nuestros portapliegos una copia exacta de la realidad. Estaba furioso contra las publicaciones precedentes que traicionaban el genio egipcio del modo más escandaloso. Habría que flagelar en la plaza pública a la Comisión de Egipto, Gau y los ingleses, que se han atrevido a hacer publicar unos croquis tan inexactos de estas grandes y bellas composiciones. Puedo afirmar que L’Hote, respondiendo a mis exigencias, ha reproducido con una escrupulosa fidelidad el estilo real y variado de los monumentos de las distintas épocas. Al llegar al fondo de la tumba, bajo el gran cuadro astronómico que decora el techo, agradecí calurosamente a L’Hote el inmenso servicio que rendía a Egipto.
Emocionado, consciente de la importancia de su trabajo, redobló su ardor.
—Estas esculturas están aún más cuidadas que las que hemos visto en los templos —reconoció—. Pero ¿por qué haber reservado la perfección del arte a estos lugares condenados al silencio y a la oscuridad?
—A lo mejor porque la belleza sólo puede alcanzar su pleno desarrollo en el secreto —respondí—. Lo que aquí se enseña no es el arte tal y como lo entendemos, sino el secreto de la eternidad.
L’Hote fue seducido por la magia que impregnaba cada pulgada de aquellos muros. Las salas desiertas se animaron. Las figuras, de más de cuarenta siglos de antigüedad, resucitaban con nuestra mirada atenta. Todo vivía con otra vida que las bajezas humanas no podían alcanzar.
—Es imposible imitar semejante belleza —se quejó L’Hote—. Todo ha sido revelado aquí, y lo hemos perdido…
—No lo creo, Néstor. Lo que los faraones han inscrito en su morada de eternidad es un mensaje de esperanza.
L’Hote caminó hasta el sarcófago vacío. La momia del rey había desaparecido. Sólo subsistía el espíritu. Con el rostro iluminado por una luz vacilante, el robusto dibujante parecía un Aladino moderno descubriendo la gruta de los tesoros.
—Obra sobrenatural —dijo—. Sí, sobrenatural…
Dejándole con sus pensamientos, me inmovilicé ante un bajorrelieve que representaba la diosa Hathor recibiendo al rey. Un facsímil de esta incomparable obra maestra había sido expuesto en París, en 1828, durante la exposición de Belzoni, pero nadie había creído en la posible perfección del original. Esta vez, había que dar el golpe demostrando al mundo entero que el arte egipcio estaba efectivamente mucho más allá de los miserables dibujos publicados hasta entonces.
Llamé a L’Hote.
—Néstor —le dije—, me veo obligado a cometer un sacrilegio. Tengo que desfigurar esta tumba para hacer que Egipto resplandezca en Europa. Déme su perdón de artista y de hombre de honor.
Estupefacto, L’Hote no pudo pronunciar palabra.
—Déme su sierra.
El dibujante me trajo el objeto que le solía servir de regla. Con lágrimas en los ojos y mucho cuidado, por atreverme a utilizar una sierra profana en la tumba real más perfecta de Tebas, recorté el bajorrelieve. Se lo di a L’Hote.
—Envuélvalo —le dije, temblando de emoción—. Lo aprecio más que a mi vida. Que él, al menos, vuelva intacto a París[6].
Estaba impaciente por descubrir las tumbas de los demás Ramsés. La de Ramsés III se había convertido en un lugar de visita desde la antigüedad. Unos curiosos que no tenían nada mejor que hacer habían mancillado los muros. Como otros muchos de hoy en día, creían inmortalizarse para siempre garabateando sus nombres sobre las pinturas y los bajorrelieves que de este modo han quedado desfigurados. Los necios de todos los siglos tienen allí numerosos representantes. Primero se pueden ver egipcios de todas las épocas que se han inscrito, los primeros en hierático, los más modernos en demótico[7]; muchos griegos de una época muy antigua, a juzgar por la forma de los caracteres; viejos romanos de la República que se condecoran con orgullo con el título de Romanos, nombres de griegos y de romanos de la época de los primeros emperadores; una multitud de desconocidos del Bajo Imperio ahogados en medio de los superlativos que les preceden o les siguen, además de nombres de coptos acompañados de oraciones muy humildes; finalmente, nombres de viajeros europeos, que el amor por la ciencia, la guerra, el comercio, la suerte o el ocio ha traído hasta estas tumbas solitarias.
Esperaba con la mayor impaciencia descubrir la tumba del gran Ramsés, el faraón que me había introducido en el conocimiento de los jeroglíficos y cuya obra visible estaba por todas partes en Egipto. Ya en la entrada, unos murciélagos me atacaron. La luz de mi vela los asustó. Revolotearon alocadamente, amenazando con apagar la débil llama. Uno de ellos se enganchó en mi barba. Con un golpecito seco en las alas, hice que se soltara. Una vez vencido aquel obstáculo, me preparé para un nuevo deslumbramiento. ¡Qué tesoros había acumulado el más poderoso de todos los faraones cuyo reinado había durado setenta y tres años!
Delante de mí, dos víboras huyeron dejando en la arena la huella de sus amenazadoras ondulaciones. No las temía. Tampoco me asustó ver un enorme escorpión que se refugió en una cavidad de la roca. Aquellos temibles huéspedes me causaron, sin embargo, una pena muy grande; deshonraban lo que habría tenido que ser la más resplandeciente de las tumbas, llena de escombros casi hasta el techo.
El acceso al panteón funerario estaba obturado. Ordené a dos obreros que me facilitaran un paso.
—No vaya, general —recomendó L’Hote—. Es demasiado peligroso. Se arriesga a que le pique uno de esos bichos. Se han instalado aquí desde hace mucho tiempo. Ahora es su dominio. Me temo que han echado de aquí al mismísimo Ramsés.
Me negué a aceptar tan triste realidad. El calor sofocante asfixiaba a los obreros. L’Hote no aguantó más.
—Venga conmigo, general. No se quede aquí. Ya no hay nada que ver. Todo ha sido devastado.
Obstinado, me deslicé reptando por la estrecha abertura que había sido hecha con dificultad. La desilusión fue terrible. La tumba, según los vestigios, había sido ejecutada en un plano muy amplio y decorada con esculturas del mejor estilo. Unas excavaciones en grande conducirían sin duda al descubrimiento del sarcófago de aquel ilustre conquistador. Desgraciadamente, no se puede esperar encontrar allí la momia real, pues los ladrones y los saqueadores lo han devastado todo. ¿Dónde descansa hoy el gran Ramsés?[8] ¿Encontrarán algún día sus restos? La suerte se ha ensañado con su última morada. Las inmensas riquezas que contenía han desaparecido. Pero sobrevive en los templos y su nombre todavía ilumina todo Egipto.
Una alegre animación reinaba alrededor de la tumba de Sed I. Unos sirvientes iban y venían, trayendo una sucesión de platos que colocaban en buen orden a la entrada del panteón donde se encontraba Ippolito Rosellini, vestido al estilo turco y a la última moda de Tebas.
Recibió primero al profesor Raddi, que se había vuelto a poner su traje de europeo para la ocasión; luego a Néstor l’Hote, con la barba alisada y el abundante bigote cuidadosamente recortado; después al padre Bidant, que había limpiado su sotana; finalmente a lady Reagrave, suntuosa en un vestido de noche granate adornado con joyas de oro, realzado por el collar de lapislázuli que le había regalado.
Llevé a mis invitados al centro de la tumba donde Solimán y Moktar habían puesto la mesa. Mantel blanco, candelabros, camino de flores de jazmín… La celebración prometía ser casi digna del ilustre anfitrión que nos hospedaba.
Tuve la dicha de sentir que mis invitados eran felices. Fascinados por la perfección de las pinturas, respetaron un silencio que se imponía por sí solo. Jamás habíamos conocido una sala de fiestas tan sublime. Egipto nos ofrecía uno de esos banquetes de eternidad cuyo secreto sólo él poseía.
Con un vaso en la mano, me levanté.
—Brindo por Belzoni, el hombre que descubrió esta tumba. Sin él no podríamos compartir estos alimentos en la más bella de las moradas de resurrección.
En mi corazón, también pensaba en la comunidad de los Hermanos de Luxor, que me había abierto nuevos caminos.
Solimán atrajo la atención de los invitados trayendo un manjar que anuncié como excepcional. Todos probaron… ¡y se asquearon! Quería ofrecer a nuestra juventud un plato nuevo para nosotros y que debía aumentar el deleite de la reunión: era un trozo de cocodrilo joven con salsa picante, queriendo la suerte que me trajeran uno matado ayer por la mañana. Desgraciadamente, la pieza de cocodrilo se ha estropeado. De esto sólo sacaremos una buena indigestión.
Recobramos el buen humor gracias a un guisado de cordero encargado por L’Hote, y me levanté de nuevo.
—Si he organizado esta recepción, en la cual me alegro tanto de ver a nuestra comunidad unida, es en honor de la persona que más quiero.
Las miradas se clavaron en mí, sorprendidas, interrogantes. Lady Redgrave contuvo el aliento.
—Me refiero a mi hija, Zoraida. Hubiera debido celebrar su cumpleaños el primero de marzo, pero no había comida suficiente en Nubia… Hoy podemos comer hasta hartarnos sin perjudicar a nadie.
Mis huéspedes echaron en coro un caluroso brindis. Gracias al festín llegado de El Cairo, no teníamos que racionarnos. Mientras prorrumpían en cantos alegres animados por L’Hote, lady Redgrave vino a mi lado.
—No me había dicho que era usted padre…
—¿No estarán incompletas las informaciones de su tío, lady Ophelia?
—A él no le interesa su vida privada. Su única preocupación consiste en demostrar que usted no es un sabio digno de crédito y serio.
—Siento decepcionarle.
—No ha hablado de su mujer, Jean-François.
Me miró con aquella ternura que sabía ostentar tan bien, como una red tendida, de la que el alma no podía escapar.
—He evocado a mi hija que siento presente, aquí, a mi lado. Con eso basta.
—Perdone que le haya ofendido… pero prefiero no tener rival ante usted.
Se alejó. No la volví a ver cara a cara en toda la noche. Se las arregló para ir de sala en sala, admirando su belleza.
Cuando despuntó el alba, habíamos intercambiado bromas, recuerdos y esperanzas. En mi corazón estaba la sonrisa de una niña, tan cálida, tan intensa, que cerrando los ojos creía tenerla en mis brazos.
—¡General, venga deprisa!
Saliendo brutalmente de mi breve sopor, descubrí a un L’Hote emocionado.
—No tenía sueño —explicó—. He empezado a trabajar con los obreros… ¡y creo haber descubierto una tumba inviolada!
Ya del todo despierto, participé del entusiasmo de L’Hote. Corrimos hasta el lugar del hallazgo donde nos estaba ya esperando Rosellini, avisado por el rumor. Los obreros se habían agrupado en una multitud compacta y habladora donde se evocaban fabulosos tesoros acechados por las bandas de saqueadores de la región tebana, sin contar los hombres de Drovetti. Un rápido desescombro sacó a la luz la entrada de una pequeña tumba que, de hecho, estaba inviolada. Estábamos todos muy excitados.
—General —dijo L’Hote con decisión—, tengo que pedirle un favor. Quisiera entrar el primero.
—Ni hablar —objetó Rosellini, severo—. Usted sólo es dibujante. Los directores científicos de la expedición son Champollion y yo mismo. Sólo nosotros estamos capacitados para explorar un descubrimiento arqueológico.
—No es un italiano quien dará órdenes a un francés —rugió L’Hote, cuyas intenciones eran ahora todo menos pacíficas.
—Basta —intervine—. Ippolito, usted se beneficiará con los objetos que encontremos en esta tumba. Néstor, usted entrará el primero. Será su más bello recuerdo. Ha prestado suficientes servicios a la comunidad para darse ese gusto.
Triunfante, L’Hote no reprimió por más tiempo su impaciencia. Despejando la entrada con la mano, se deslizó con una vela por la abertura.
—¿Qué ve? —le pregunté desde el exterior.
—Muebles… y momias, un hombre y una mujer que llevan una máscara de oro… y a sus pies granos de trigo germinados en una estatua vaciada en forma de pila… ¡Hay incluso tallos largos!
Siguiendo a L’Hote, reconocí el prodigioso símbolo del «Osiris vegetante»: del cuerpo del dios emanaba una nueva vida, la de la resurrección del grano, muerto y revivificado por unos misterios celebrados en la tumba. De ella salieron maravillas: sarcófagos, vasijas, estatuillas.
Un modesto vestigio me emocionó más que todos los demás: un disco metálico brillante, intacto, que había servido de espejo. Reflejaba los rayos del sol, ahogando en un deslumbramiento el rostro que se contemplaba en él.
Cuando salí de la tumba, tras varias horas de trabajo exaltante, una voz imperiosa me increpó.
—¿Satisfecho, señor Champollion?
Vestido al estilo turco, con el bigote enrollado subiendo hasta la mejilla y abundantes patillas, Bernardino Drovetti, cónsul general de Francia, me miraba sombríamente.