El 17 de enero por la noche estábamos en Derr, la actual capital de Nubia, donde cenamos al llegar, con un claro de luna admirable y bajo las palmeras más altas que habíamos visto. Habiendo entablado conversación con un hombre entrado en años del lugar, que, viéndome solo en la orilla del río, había venido cortésmente a hacerme compañía ofreciéndome aguardiente de dátiles, le pregunté si conocía el nombre del sultán que había hecho construir el templo de Derr. Me respondió enseguida que él era demasiado joven para saber eso, pero que los ancianos del país parecían estar de acuerdo en que aquel santuario había sido construido unos trescientos años antes del islamismo, aunque todos estos ancianos todavía no sabían si eran los ingleses, los franceses o los rusos quienes habían ejecutado aquella gran obra. ¡Así es como se escribe la historia en Nubia!
Continuando mi paseo solitario, pronto me tropecé con el padre Bidant.
—Le veo muy turbado, Champollion. ¿Se ha llevado algún disgusto?
—En absoluto —contesté—. Más bien una gran alegría…, la mayor alegría.
—Ese famoso desciframiento, ¿verdad?
Su perspicacia me sorprendió. Se dio cuenta de ello.
—Fue a la edad de nueve años cuando usted se enteró del descubrimiento de la piedra de Rosetta —recordó—. A los trece años decidió que algún día leería los jeroglíficos. A los veinte recibió la cátedra de civilización antigua en la Universidad de Grenoble. Desde entonces no ha dejado de perseguir su sueño y de intentar convencer al mundo sabio de que alcanzaría su meta.
—¡Conoce mi vida mejor que yo mismo! —me sorprendí.
—Debo saberlo todo sobre las almas que tengo a mi cargo —indicó gravemente.
—¿A su cargo?
—Sí, Champollion. He recibido, de las más altas autoridades de la Iglesia, la misión de sacarle de las tinieblas, si éstas amenazaran con tragarle. Temíamos que esas decoraciones mágicas le trastornaran el espíritu.
—Los jeroglíficos —objeté— no son decoraciones vanas. Expresan un pensamiento. Tal vez me haga ilusión, pero creo que los resultados de mi trabajo no carecerán de interés para los estudios históricos y filosóficos. La lengua y las escrituras de Egipto difieren tanto de nuestras lenguas y de todos los sistemas de escritura conocidos, que la historia de las ideas, del lenguaje, de las artes no podrá dejar de reunir datos que serán tan importantes como nuevos. El historiador verá en los tiempos más antiguos de Egipto un estado de hecho que el curso de las generaciones no ha perfeccionado, porque no podía serlo; Egipto siempre es él mismo en todas sus épocas. Siempre grande y poderoso.
—¿Puede usted, desde ahora, apreciar las consecuencias de su descubrimiento en relación con las verdades reveladas por la Biblia?
—Habrá que pasarlo todo por el tamiz, padre. Los egipcios eran anteriores a los hebreos. Les han enseñado todo. Moisés era un egipcio que dejó su país de origen. El día de mañana se leerán cientos de textos que nos enseñarán la sabiduría egipcia, la más pura jamás vivida por los hombres. Nuestra visión del mundo será modificada.
El religioso agachó la cabeza, con su mentón casi tocando el pecho. Farfulló algo incomprensible y cogió su rosario, que desgranó nerviosamente.
—Sea prudente, Champollion —me aconsejó antes de alejarse.
A pesar de ser una capital, Derr no era más que un gran burgo que reunía unas pobres casas delante de las cuales los habitantes habían colocado escudillas, pucheros, ollas y cucharas, exponiendo así su fortuna ante los ojos de los viajeros. Tuvimos derecho a una comida más consistente, servida en un trozo de cuero circular que contenía platos de arroz con azafrán, cebollas, garbanzos. Cada uno comió con mucho apetito, comprendiendo que el tiempo de las restricciones se acababa.
L’Hote había recobrado su buen humor y su entusiasmo. Bebía mucho vino de palma y se acaloraba seriamente.
—General —dijo con voz fuerte—, he concebido un proyecto formidable con el reis… He hablado de ello con Ippolito, que está de acuerdo, y con lady Redgrave, que me ha dado su apoyo… Espero que no me niegue el suyo.
Aquello me inquietó. El modo en que mi dibujante abordaba el tema era de lo más misterioso. La asamblea estaba ahora pendiente de nuestros labios.
—Es un proyecto un poco sorprendente —prosiguió L’Hote—, pero será el más vivo de los recuerdos. Reconozco que entraña algún peligro, pero podemos reducirlo mucho…
Aquellas tergiversaciones no me tranquilizaban. Le rogué que fuera al grano.
—Es una ocasión única, según el reis… Nos garantiza nuestra seguridad si seguimos sus consignas.
Irritado, me crucé de brazos.
—¡Pero bueno, L’Hote! ¿Cuál es ese asombroso proyecto tan difícil de enunciar?
Vaciló todavía unos instantes.
—Una gran caza del cocodrilo —confesó.
Justo antes del alba me di el gusto de un nuevo paseo solitario entre unas casas rodeadas de acacias y palmeras. Los habitantes dormían todavía. El aire fluido de la madrugada estaba lleno de cantos de pájaros. Los más bellos adornos de la modesta capital, cuya limpieza era notable, eran unos espléndidos sicómoros de follaje brillante. Bajo su deliciosa sombra había sido construida una mezquita con ladrillos de colores.
Cerca de allí había un sebil, refugio donde se instalaban los comerciantes venidos del Sudán en largas y pacientes caravanas. Dormían allí, junto con sus esclavos de ambos sexos. Un funcionario encargado de percibir los impuestos sobre las palmeras dormía sobre una estera. Pasé silenciosamente, como una sombra, para no perturbar aquel ordenamiento, yo que sólo era el testigo del momento.
Volví a la orilla donde la expedición se preparaba. El reis y L’Hote habían, con mi consentimiento, requisado la dahabieh y otros seis barcos, cargados de remeros, marineros y cazadores armados con fusiles. L’Hote, muy entusiasmado, estaba de pie en la parte delantera de la primera barca, encargada de lanzar el asalto contra los monstruos. La corriente era tan fuerte y el viento tan violento que las embarcaciones volaron como flechas. Unas veces la dahabieh tomaba la delantera, y otras lo hacía la barca de L’Hote. Los marineros se lo tomaron en serio y empezaron una loca carrera. El padre Bidant, alarmado, se tapaba la cara. Dos barcas de la flotilla chocaron con violencia. Hubo remos rotos y algunas espaldas sufrieron. Di la orden al capitán de disminuir la velocidad para no poner en peligro a la tripulación y los pasajeros.
L’Hote, excitado a más no poder, blandía su arma, dispuesto a disparar sobre el primer saurio que pasara a su alcance. Pero el Nilo permanecía desesperadamente vacío de cocodrilos. Confieso que yo también sentía curiosidad por ver aparecer a uno de esos monstruos en cuyo cuerpo se encarnaba el dios Sobek, amo de las aguas que dan la vida.
El río se ensanchó, pero unos islotes volvieron la navegación difícil. L’Hote lanzó tal grito de alegría que todos se sobresaltaron. En un pequeño promontorio arenoso, unos enormes cocodrilos se tostaban al sol. L’Hote disparó inmediatamente, creyendo matar a uno. Pero las balas rebotaron sobre el grueso caparazón. Animales miedosos, alarmados por el ruido, los cocodrilos corrieron hasta el agua donde se zambulleron rápidamente.
La decepción de los cazadores fue considerable. Por despecho, vaciaron sus armas.
Solimán me empujó y se colocó delante de mí.
—No se quede aquí. Acaban de disparar contra usted.
Nuestro regreso a Derr fue saludado por una bandada de niños que asaltaron las barcas. Fue necesario una intervención algo brutal de los marineros para poner término a aquella exuberancia demasiado pegajosa. Nos dirigimos sin más demora hacia el templo de Amada. La investigación llevada a cabo por Solimán no había dado ningún resultado. Un número considerable de personas había hecho disparos con el fusil. Varios cazadores habían incluso disparado al mismo tiempo.
El santuario impresionó a todos los miembros de la expedición. Perdido en el desierto, rodeado del más profundo silencio, desprovisto de todo adorno exterior, aquel templo de la buena época era la imagen misma de la serenidad.
Me sentó maravillosamente cuando, mucho después, notaba los efectos nerviosos del atentado al cual había escapado gracias a la intervención de Solimán.
Aunque estaba enterrado bajo unas dunas de arena, el templo de Amada seguía siendo un hito sagrado emergiendo fuera del tiempo. Penetrando en el interior, vi con desesperación que los relieves faraónicos habían sido cubiertos con un miserable emplasto por los coptos, que habían transformado el templo en iglesia. Hasta entonces, había reprimido un deseo que había crecido en mí a lo largo de nuestro periplo nubio. Aquella vez fue demasiado. Lívido, me volví hacia L’Hote.
—Tráigame un martillo.
Mi colaborador no se hizo de rogar. Nadie se atrevió a preguntarme nada. Todos sentían la enorme rabia que me invadía.
Empuñé el martillo que me tendía L’Hote y rompí un gran trozo de estuco, sacando de nuevo a la luz un relieve egipcio que todavía brillaba con sus colores originales.
El padre Bidant, indignado, quiso detenerme, pero Rosellini y L’Hote no le dejaron avanzar. Con fuerza y precisión continué un trabajo que era sobre todo un homenaje al genio de los antiguos. Una alegría tranquila me animaba. Resucitando aquel arte de luz, me purificaba.
Pasamos dos días maravillosos trabajando sin descanso en el templo de Amada, poniendo de relieve una vez más la mayoría de las figuras antiguas, admirando columnas que prefiguraban el estilo dórico, dibujando y anotando con ardor. ¡Con qué emoción traduje sin dificultad un discurso del dios Tot, maestro de los jeroglíficos, cuyas palabras podía ahora comprender!
Cuando salimos para Dakkeh, estaba libre de preocupaciones. Después de Amada, esperaba otra obra maestra. Nos precipitamos corriendo, L’Hote y yo, hacia el pilón de Dakkeh cuando el sol estaba saliendo. La primera inscripción jeroglífica que vi me hizo saber que estaba en un lugar santo dedicado a Tot. Esta vez no tenía la menor duda: el dios de los escribas me manifestaba su favor. No sin irreverencia, lo confieso, creí incluso ver una especie de guiño por parte del augusto Tot, el Mercurio egipcio armado del caduceo, el cetro habitual de los dioses.
La jornada del 26 de enero fue dedicada en parte al pequeño templo de Dandour. Volvimos a caer en tiempos no tan remotos. Es una obra inacabada de la época del emperador Augusto. Aunque poco importante por su extensión, este monumento me interesó mucho, ya que es enteramente relativo a la encarnación de Osiris bajo forma humana. Osiris, el que triunfó de la muerte… aquella muerte que en mis sueños me sonreía cada vez más a menudo.
El profesor Raddi lanzó varios gritos. Salimos del santuario. El mineralogista estaba feliz como un niño. ¡Acababa de descubrir, por casualidad, un magnífico eco! Repetía claramente y con voz sonora hasta once sílabas. Rosellini, tan entusiasmado como su compatriota, se complació haciendo declamar al eco unos versos de Tasso, entremezclados con disparos de fusil que los marineros efectuaban por todos lados y que, por magia natural, recibían como respuesta unos cañonazos o fragores de trueno.
El destino, por desgracia, me reservaba otro fragor que rasgó el cielo clemente. Necesitaba una nueva libreta para apuntar columnas de jeroglíficos. Dejando a L’Hote unos instantes, fui a buscar a Rosellini que tomaba medidas en el exterior del templo. Al no encontrarle, caminé hacia una colina cercana desde la cual el eco me devolvía fragmentos de conversación. Reconocí la voz de lady Redgrave y de Rosellini. Lo que estaba diciendo mi discípulo me heló la sangre.
—Champollion no es más sabio que yo —afirmaba Ippolito Rosellini—. De momento es imposible persuadirle de ello. Le dejo creer que me considero como su inferior, cuando en realidad sé más que él. Cuando vuelva a Italia, me convertiré en un gran conservador que creará el mayor museo del mundo. Champollion es un soñador, un idealista… No sabrá explotar los resultados de esta expedición. Yo sí. El único egiptólogo cuyo nombre será recordado por la posteridad, seré yo. Aunque tenga que apartar a Champollion de mi camino.
No quise seguir oyendo aquello y volví sobre mis pasos.
Tras haber pasado el trópico de Cáncer más abajo de Dandour, nos despedimos de la Cruz del Sur en Beit el-Ouali, dejando tras nosotros las maravillosas noches claras de Nubia.
Mirando por última vez aquellas estrellas de otro mundo, pensé en don Calmet, el monje que me daba clases al aire libre, y que fue el primero que había reconocido en mí el don de las lenguas. Cuánto habría apreciado aquellos momentos de intenso recogimiento en que uno aprendía el cielo contemplándolo desde la orilla del Nilo. Una mano muy suave se posó sobre mi hombro.
—¿Qué espera todavía, Jean-François? —preguntó lady Redgrave—. ¿Acaso no ha alcanzado su meta, descifrar los jeroglíficos?
—Las noticias vuelan… ¡pero por fin me cree!
No contestó. Me volví hacia ella, lleno de esperanza.
—No más que antes. ¿Por qué continuar este viaje, si sus deseos están satisfechos?
—Porque ahora ¡tengo que leer! Descifrar Tebas, entrar en el corazón de la ciudad santa. Mi trabajo no ha hecho más que empezar, lady Ophelia… ¡Es un universo que se abre ante mí!
—¿Y si volviera a Tebas para ver por fin al famoso Profeta a quien confiará las informaciones que ha recogido? ¿Si persiguiera inexorablemente el plan que le llevara al último combate contra Drovetti?
Estaba aterrado. Traicionado por unos, mal comprendido por otros… ¿Tan difícil es compartir un ideal?
—Este cielo es el más bello del mundo —dijo ella—. ¿Por qué estropearlo mintiéndonos? ¿Por qué no abandonarnos a los sentimientos que nos animan?
Tal vez hubiera debido tomarla entre mis brazos, confesarle que cada palabra suya me turbaba, que su belleza era la de las mujeres nobles del antiguo Egipto… Me comporté como un cobarde. Huí. Pero no quería un afecto que no estuviera alimentado por una confianza total. Prefería la soledad a la duda.
Filé se anunciaba. Volvíamos a Egipto, despidiéndonos de aquella pobre Nubia cuya sequía había acabado por cansar a mis compañeros de viaje. Al regresar a Egipto, podíamos esperar comer un pan un poco más soportable que las pobres tortas ácimas con las que nos obsequiaba a diario nuestro panadero jefe, muy a la altura del figonero árabe que nos dieron en El Cairo como un buen cocinero.
El 1 de febrero, hacia las nueve de la noche, vimos primero las grandes rocas de granito que forman los bordes del Nilo, y luego los acantilados de Biggeh, y finalmente el admirable pilón de entrada del templo de Filé. Di gracias a sus antiguas divinidades, Osiris, Isis y Horus, por no dejar que el hambre nos devorara entre las dos cataratas.
Las estrellas brillaban. Varias familias nubias nos recibieron con gritos de alegría cuando desembarcamos junto al quiosco de Trajano. Nos beneficiamos de un concierto de flautas y tamboriles en el cual L’Hote participó con su hermosa voz grave, mientras que el profesor Raddi, con un pedazo de granito en cada mano, esbozaba unos pasos de giga que divirtieron muchísimo a los niños. Rosellini, ofreciendo el brazo a lady Redgrave, le ayudó a bajar de la dahabieh para pisar de nuevo la tierra de los faraones. Lado a lado, Solimán y Moktar guardaron el acceso al buque insignia para desanimar cualquier intento de rapiña.
Mientras estaba saboreando un café ofrecido por el jefe de los guardianes del emplazamiento de Filé, alguien me agarró por el pantalón. Inclinándome, descubrí una niña de unos diez años. Llevaba un magnífico vestido rojo, sin duda porque acababa de ser la heroína de una fiesta.
—Tiene que venir conmigo —me dijo.
Sonreí.
—¿Porqué?
Reflexionó con ceño, para recordar la frase que debía pronunciar.
—Un gran amigo del señor Anastasy le espera.
Anastasy… Su nombre constituía la garantía más segura. «Un gran amigo» sólo podía ser uno de los Hermanos de Luxor. Era imposible avisar a Solimán, pues Moktar no le perdía de vista.
—Te sigo —dije a la niña.
Rápidamente, me llevó al otro lado de la isla, allí donde estaba amarrada una dahabieh casi idéntica a la nuestra. Los dos marineros que vigilaban su entrada se inclinaron ante mí y dejaron el paso libre. Retuvieron a la niña, ofreciéndole una muñeca que ella adoptó enseguida.
Un sirviente me guió hasta el camarote del amo del lugar. Estaba suntuosamente amueblado: sillones de cuero, diván, mesa de caoba, biblioteca de roble.
Un hombre de unos sesenta años, con muy buena presencia, se levantó y vino hacia mí. Estaba vestido con un traje blanco y fumaba en pipa. Su rostro, surcado por unas arrugas, estaba marcado por el sol.
—Me alegra recibirle, Champollion. Soy lord Prudhoe.
—Y es un gran amigo de Anastasy…
—Y su hermano…
Nos dimos un abrazo, tan emocionado el uno como el otro.
—Será usted el último de nosotros, Champollion. Mehmet-Alí nos persigue. Nos identifica uno tras otro. La delación es eficaz. La mayoría de los nuestros ya han salido de Egipto. Nos confunden con una secta revolucionaria. Estoy emprendiendo un gran viaje de exploración en Nubia y luego en Arabia. Iré a morir allí, bajo esos soles que nunca decepcionan mi espera. Me marcho esta misma noche. Usted regresará a Tebas, el más alto lugar del universo. Drovetti y sus hombres le esperan allí. Sepa que su vida está en peligro.
—¿Quién me traiciona entre los miembros de mi expedición?
—Lo ignoro, Champollion. Es cierto que todo estaba organizado antes de su salida de Toulon. No tengo ninguna esperanza de hacerle renunciar a su estancia en Tebas. Ni siquiera intentaré convencerle. La espera desde hace demasiado tiempo. Sea consciente de que está amenazado tanto del exterior como del interior.
Aunque conservara una calma aparente, las advertencias de lord Prudhoe me trastornaron.
—Ya no tengo elección —observé—. He descifrado los jeroglíficos.
Un largo silencio sucedió a esta declaración.
—No he podido ver al Profeta —añadí—, pero he recibido un mensaje de su parte confirmándome el valor de mi descubrimiento.
—Y bien —dijo lord Prudhoe—, ya sólo nos queda una última precaución por tomar: compartir su secreto. Así, si usted desaparece, transmitiré los misterios que hasta ahora están en su única posesión.
Sentí un nudo en la garganta. Me pedía que le confiara mi más precioso tesoro, lo esencial de mi vida, cuando le estaba viendo por primera vez. Había sido demasiado crédulo tan a menudo, otorgando mi confianza a personas que la habían utilizado para perjudicarme… Lord Prudhoe tenía una mirada penetrante que analizaba perfectamente mi debate interior. Paciente, fumaba su pipa.
—Déme papel —pedí—. Voy a explicarle.
Sonrió, bonachón.
—Es inútil, Champollion. Su confianza me basta. Sería incapaz de comprender. Sólo usted es apto para transmitir su prodigioso descubrimiento a las generaciones futuras. Un detalle, sin embargo… Tengo un regalo para usted.
De su biblioteca sacó una obra antigua, un tratado sobre los jeroglíficos escrito por un monje egipcio, Horapollon, que vivía en la época griega.
—Ha leído el texto… pero, en este ejemplar, está completado con unos comentarios manuscritos que le servirán. Son de la mano de un anciano, cuya competencia juzgará usted mismo. Para nuestra cofradía es una clave indispensable, cuya utilización le estaba reservada.
Apasionado, me abalancé sobre aquel venerable documento que me aportó una revelación esencial: el triple sentido de la lengua jeroglífica, literal, moral y simbólico, los tres aspectos casi siempre unidos para dar cuenta de la realidad. No sólo era un lenguaje que se revelaba, sino una filosofía totalmente nueva, una visión de la vida que aparecería el día de mañana como la más esencial de las creaciones.
Tenía entre mis manos una formidable revolución del pensamiento. ¿Bastaría con Drovetti y algunos bandidos para impedir que se realizara? Viéndome turbado por la emoción, lord Prudhoe me ofreció un excelente oporto.
—Si los dioses le son favorables, Champollion, las consecuencias de su expedición serán incalculables. Va a fundar una ciencia, resucitar una civilización y sobre todo hacer renacer una sabiduría que los hombres de mañana necesitarán mucho.
—¿Por qué no quedarse a mi lado?
—Es nuestra regla dispersarnos por todos los confines del mundo. Usted se dirigirá hacia el norte, yo hacia el sur. Así está bien.
—¿Existe realmente ese famoso Profeta? ¿Amigo o enemigo?
—¡Le ha visto a menudo en los bajorrelieves, Champollion! Un hombre altivo con un gran bastón… ¿no es acaso el fiel retrato de un gran dignatario en la costa del faraón, de cada uno de esos maestros de dominio encargados de hacer reinar la armonía sobre esta tierra?
Me había mostrado muy poco atento. La cofradía de Luxor me había tendido la trampa más saludable, la que echaba a perder mi vanidad.
Pasamos la noche hablando de nuestro pasado y de nuestros proyectos. Olvidamos que existiría una mañana y que el alba se sonrosaría.
—Aborrezco las despedidas —declaró lord Prudhoe—. No quisiera retrasarme. Usted mismo ya no tiene tiempo que perder. Nos volveremos a ver… en otra vida.
Sin más ceremonia, lord Prudhoe salió de su camarote para dirigirse hacia la parte delantera de la dahabieh y dar sus órdenes al capitán. En la orilla, esperé a que el barco se alejara del muelle.
La niña del vestido rojo dormía bajo una acacia, estrechando una muñeca contra su pecho. No quería despertarla, pero mi pie izquierdo hizo rodar una piedra. La niña se frotó los ojos, se levantó y se colgó de mi brazo.
—¿No tienes ningún regalo para mí? —preguntó.
—¿Esto te gusta?
Le ofrecí un pañuelo bordado.
Lo usó para vestir su muñeca.
—Me gustaría saber quién te ha regalado ese bonito vestido.
—El señor del barco que se marcha… el que llaman el Profeta.