Abdel-Razuk fue enterrado en el cementerio de la aldea. Moktar, como representante de las autoridades, había vigilado la corta y modesta ceremonia.
—¿Cuál era el nombre de este desdichado? —le pregunté cuando volvía a subir a bordo de la dahabieh.
—Un tal Silouf. El reis le daba trabajo por primera vez. Alá le ha castigado por su crimen.
Así, ¡Moktar se negaba a identificar a su colega, optando por matarlo una segunda vez suprimiendo su identidad! Mi silencio pareció tranquilizarle. Sin duda creyó que me dejaba engañar y que no había examinado el cadáver muy de cerca. En cuanto a mis compañeros, no habían tenido posibilidad de hacerlo.
Nubia había venido a Abdel-Razuk, poniendo término a la despreciable misión que le había sido confiada. Discerní en ello la intervención benévola del gran Ramsés que, más allá de los tiempos, me concedía su protección.
Hace ya varios días que no he cambiado ni una palabra con Solimán, que observa sin cesar a los miembros de la expedición. Nos aislamos en la parte trasera de la dahabieh que había tomado la dirección de Ouadi Haifa. Le hice saber que el cocinero muerto accidentalmente en Abu Simbel no era otro que Abdel-Razuk. La noticia le sumió en una oscura perplejidad.
—Así que nos han seguido hasta Nubia…
—¿Esperabas que por fin nos abandonarían?
—Esta región no interesa nada al pachá y a Drovetti. Abdel-Razuk tenía toda la confianza de sus amos. No era un policía corriente. Si ha tomado la decisión de seguirle allí donde vaya, es que su persona es muy preciada… o muy amenazadora.
—El desgraciado ha muerto, Solimán. ¿Qué más podemos temer?
—No sea ingenuo, hermano. Queda Moktar y, a su lado, un traidor que nos espía a cada momento. Cerca de usted merodea la sombra del pacha que espera el momento en que dé un paso de más. Estoy preocupado… cada vez más preocupado.
—¿Qué piensas de esto?
Le enseñé el enigmático mensaje relativo al Profeta.
—Es imposible obtener nada seguro acerca de este hombre… es más huidizo que el viento. Acabaré por creer que ha sido inventado por Drovetti para desconcertarnos aún más y hacernos seguir falsas pistas.
—Existe, Solimán. Lo presiento. Tengo que encontrarle.
—¿Pero quién puede haber escrito estas líneas? ¿Aliado o adversario?
—¿Quién sabe árabe, entre nosotros? Tú y… lady Redgrave.
Solimán sonrió.
—No olvide el capitán y algunos miembros del equipaje. ¿Son todos simples marineros? Abdel-Razuk bien que consiguió que le contrataran como cocinero.
—Confiemos en el destino… Me niego a angustiarme continuamente y a vivir en la sospecha.
El 30 de diciembre, a mediodía, llegamos a Ouadi Haifa, a una media hora de la segunda catarata donde se han asentado nuestras columnas de Hércules. Allí hay algunas casas de tierra construidas en la linde de los cultivos, en la orilla este del Nilo, unas palmeras y unos sicómoros. Unos pocos nubios flacos intentan sobrevivir con dificultad. La catarata es una barrera de granito, formada por una serie de pequeños islotes a veces cubiertos de malezas y de arbustos. Por todas partes, puntas de rocas a flor de agua.
Más allá, de centinela en un islote en medio del río, se alzan las murallas de la fortaleza egipcia de Bouhen que prohibía el acceso de Nubia a los negros. Se me encogió el corazón. No podía apartar mi mirada de aquella última frontera. Había llegado muy felizmente al término extremo de mi viaje. Aquella barrera de granito que el Nilo ha sabido vencer, no la pasaré.
Al otro lado existen muchos monumentos que espero sean de menor importancia y que no veré. Habría que renunciar a nuestros barcos, montar unos camellos difíciles de encontrar, atravesar desiertos y arriesgarse a morir de hambre, pues veinticuatro bocas quieren al menos comer como diez, y los víveres ya son muy escasos. Son nuestras galletas de Asuán las que nos han salvado.
Debo, por tanto, detener mi carrera en línea recta y virar. La dahabieh y las barcas, incapaces de cruzar los rápidos, giraron su proa hacia Egipto. Mientras la noticia del regreso se propagaba y se efectuaban las maniobras, subí a las alturas de Abusir en compañía de Solimán. Desde allí asistimos al espectáculo de las aguas enfurecidas, de las olas rompiéndose en los arrecifes, de un horizonte perdido en unos tonos azulados donde se ahogaba el cielo de África.
El hombre, aquí, ya no era nada. Apenas podía considerarse como un huésped de paso, obligado al silencio más absoluto. En él se elevaban las voces del río, del sol, de las rocas. Perdía de golpe la soberbia atribuida a lo que creía ser su inteligencia, para inclinarse ante la majestuosidad de la vida.
Al dejar el promontorio, vi que Solimán había grabado mi nombre en una roca, dejando una huella de nuestra aventura y del hombre que había tomado su iniciativa. Jean-François Champollion…, ¿quién era, sino un juguete entre las manos de la Providencia, un hombre de deseo que debía expresar el fuego intenso que le consumía desde la infancia, un explorador de lo invisible en busca de una civilización perdida?
De él no quedaría nada. Excepto, tal vez, un nombre sobre una roca para siempre olvidado en la soledad de la catarata.
Un cañonazo rompió la quietud del aire nubio, haciendo emprender el vuelo, con grandes aleteos, a un grupo de pelícanos. Lady Redgrave estaba en la parte delantera de la dahabieh, junto a la pieza de artillería cuyo tiro acababa de ordenar.
Era nuestro último saludo al gran sur. Los marineros entonaron un canto de despedida, a la vez triste y lleno de esperanza. Tuve la exaltante sensación de que mi trabajo empezaba realmente hoy, aunque ya tenía más de seiscientos dibujos, pero queda tanto por hacer que casi me asusta. Hubiera querido explorar Nubia durante meses, residir en Tebas durante años, habitar cada templo, sentir su genio propio, vivirlo desde el interior.
Pero la angustia invadía ahora mis pensamientos, como si el tiempo estuviera de pronto contado para mí.
—No nos rezaguemos, general —exigió Néstor l’Hote, alarmado—. He inspeccionado la barca despensa. Las provisiones disminuyen peligrosamente. Si nos entretenemos demasiado tiempo en los emplazamientos, podríamos morir de hambre. Las aldeas son demasiado pobres para alimentarnos.
Asentí meneando la cabeza. L’Hote había hecho aquella declaración delante de todos los miembros de la expedición para que nadie ignorara la gravedad de la situación. Mi responsabilidad se encontraba así comprometida. Esta actitud me entristeció. Mi fiel dibujante parecía haberse hartado de Egipto. El país y el trabajo ya no le seducían. Estaba dispuesto a valerse de cualquier medio para adelantar la vuelta.
—No correremos ningún riesgo —declaré—. Reduciré nuestras investigaciones a lo esencial.
—Sin embargo, Egipto bien vale unas cuantas comidas —objetó el padre Bidant—. Adelgacemos un poco para la gloria de la ciencia.
Aquel aliado inesperado no se quedó aislado. Rosellini y lady Redgrave fueron del mismo parecer. L’Hote, viéndose solo, se dirigió a un rincón de mi camarote, se cruzó de brazos y optó por la desaprobación muda.
—No perdamos el tiempo con palabrerías —dije—. Vayamos a explorar.
Hice detener nuestra flotilla cerca del emplazamiento de la antigua Beheni. Pensaba encontrar dos grandes estelas históricas cuya existencia había sido señalada por unos viajantes. Sólo quedaba un amplio desierto y algunas ruinas miserables. La arena lo había cubierto todo. No me di por vencido. Los marineros aceptaron ayudarnos, y designé varios equipos que excavaron y desescombraron con ardor en los lugares que les indiqué.
La suerte me fue enseguida favorable. Ayudado por Solimán, saqué a la luz una imponente estela del primero de los Ramsés. Rosellini, con los ojos brillantes de envidia, acudió corriendo.
—Una obra maestra —juzgó—. El Louvre tiene mucha suerte… pero será para Italia.
Despechado, se alejó, lanzándose sobre la pista de la segunda estela que sabíamos estaba enterrada en aquellos parajes. Pero los esfuerzos fueron inútiles. Por la noche, extenuados y desanimados, volvimos al buque insignia. La amargura estaba reflejada en los rostros. Había explicado, efectivamente, que el monumento imposible de encontrar debía ser de una importancia capital para el establecimiento de la historia egipcia. Se habían gastado tantas fuerzas en vano… tenía pocas esperanzas de poder reanimar mis tropas para el día siguiente.
Había menospreciado su valor. Desde el amanecer todos estábamos al pie del cañón, decididos a no volver con las manos vacías del campo de excavaciones cuyo plano detallado había establecido Rosellini. Solimán, sin dejar de velar por mi seguridad, escogió una roca prominente para grabar de nuevo el nombre del jefe de la expedición, conforme a la costumbre que había adoptado. Nadie trabajó de mala gana. Lady Redgrave, en pantalones, no era la menos activa. El padre Bidant, a pesar de su sotana, adoptaba la posición inclinada del excavador, apartando la arena con la esperanza de sacar un tesoro.
A mediodía, estábamos derrotados. Unos tras otros, mis compañeros se sentaron, con las piernas sin fuerzas, la frente ardiendo y sin aliento. Me quedaba algo de energía. Salí del área limitada por mi discípulo para dar un paseo solitario en aquel desierto que amaba más allá de toda razón. Paso a paso, me alejé de mi pacífico ejército hasta el instante en que mi pie chocó con una masa dura que apenas emergía de la arena fina. Arrodillándome inmediatamente, con palpitaciones en el corazón, despejé apresuradamente lo que me parecía ser la cima redondeada de una estela antigua. Experimentaba una sensación indescriptible de felicidad. Era efectivamente el monumento de Sesostris. Llamé enseguida a mis compañeros, que acudieron, Rosellini el primero.
Mi discípulo estaba lívido. Se dio cuenta de la calidad de la estela que acarició con la punta de los dedos.
—Qué pieza tan admirable… ¿También la quiere para el Louvre, maestro?
—¿Tú qué crees?
—La ley es la ley… El excavador conserva el resultado de las excavaciones.
—Tiene gran aprecio a este monumento, Ippolito. Fue un viajero italiano quien, el primero, señaló su existencia. Por tanto, le corresponde de derecho.
¿Satisfacción? ¿Sorpresa? ¿Despecho? Fui incapaz de descifrar la mirada de Rosellini.
—Me niego, maestro. Estos dos monumentos tienen que permanecer juntos. Le pertenecen y, por consiguiente, pertenecen a Francia. Permítame ser inflexible.
Tomé a mi discípulo por los hombros y le di un abrazo.
—Le agradezco su generosidad, Ippolito. Los dioses le estarán agradecidos.
Con una alegría contagiosa, procedimos a un rápido desescombro. Di la orden de transportar la estela de Sesostris a bordo de la dahabieh. Mientras efectuaban el cargamento bajo la dirección de Rosellini, nos quedamos en el desierto, saboreando esta victoria y saludando a Ra, el sol divino que nos la había otorgado. Incluso el padre Bidant se volvía sensible a las bellezas de Egipto, mientras que L’Hote, revigorizado, cantaba nuestro éxito.
Respetando mi palabra, di la orden de seguir con nuestro descenso del Nilo que a cada segundo nos acercaba más a Tebas. La corriente era rápida, el viento del norte soplaba con fuerza. Ouadi Haifa y la profunda Nubia se alejaban definitivamente.
Unos patos silvestres emprendieron su vuelo en el cielo azul. En la orilla, un búfalo se sacudía después de su baño. Fue entonces cuando percibí la belleza oculta del paisaje egipcio. Cada día más hechicero, no cambiaba nunca. Las únicas modificaciones residían en la mayor o menor intensidad de la luz, en el centelleo más o menos resplandeciente de las aguas del Nilo. El hombre era el huésped de aquella tierra y de aquel cielo que, a cada instante, prolongaban el pasado y animaban el porvenir con un soplo de eternidad. Aquella naturaleza formada por las divinidades era al mismo tiempo soledad y fraternidad; volvía a mi alma contemporánea de los antiguos egipcios, hacía apreciar el suceso más insignificante, el paso de una falúa, el canto de un pájaro, el brillo de un follaje. Olvidándose de uno mismo, se accedía a la absoluta sencillez de esta vida milenaria que no se escurría como arena entre los dedos, sino que dilataba el corazón, inundándole con un sol que había visto levantarse los templos. Lo superfluo desaparecía. El ser se despojaba, tomando conciencia de su finitud y, en este desapego, descubría la esperanza, esa unión indecible con el fuego secreto que volvía Egipto inalterable.
Intentando vencer la nostalgia que me invadía, redacté las notas sobre las circunstancias del descubrimiento de las dos estelas y sobre los propios monumentos. Durante este trabajo, tuve una duda sobre la escritura exacta del nombre del rey Sesostris. Aunque era de noche, quise comprobar aquel detalle en el acto. Salí de mi camarote y fui a la parte delantera de la dahabieh donde pregunté al reis en qué lugar habían depositado las piedras sagradas. Mi pregunta le sorprendió, alegando que ningún objeto de esa importancia había sido embarcado en el buque insignia. Llamó a sus marineros que le confirmaron el hecho. Uno de ellos, en cambio, declaró que había ayudado a cargar en la barca que servía de despensa.
—¿Quién dio la orden? —me indigné.
Las descripciones señalaron a Rosellini.
Le hice convocar por el reis, que lo trajo hasta mi camarote. Le miré en silencio.
—¿Qué ocurre, maestro? ¿Una mala noticia?
—Muy mala, Ippolito. Usted ya la conoce.
—¿Yo? Cómo…
—No soy un fiscal. Confiese usted su falta y repárela.
—¿Qué falta? ¿De qué me acusa? ¿Y por qué…?
—Cállese, Ippolito. No se enrede aún más.
Rosellini agachó la cabeza, rindiéndose.
—He sido un estúpido, maestro. He cedido al impulso más abyecto. Deseaba tanto esas dos estelas…, no para mí, sino para el museo…
—Puedo comprenderlo, Ippolito, pero no admito que me haya mentido, que haya abusado de mi confianza.
—¡No! —protestó—. ¡Era sincero! Fue al llegar a la barca despensa cuando se me ocurrió la idea… un deseo irresistible de poseer las estelas. Creí que no se daría cuenta de nada.
Rosellini lloró sin derramar una sola lágrima. Sollozos ahogados, jadeos. Salió de mi camarote sin levantar la cabeza.
En cuanto se inmovilizó la flotilla en Serret el-Gharb, convoqué a mis compañeros de viaje. Rosellini, muerto de inquietud, se escondía detrás de L’Hote. Seguramente temía que estuviera decidido a denunciar su ignominia ante la comunidad.
—He olvidado la fecha de mi cumpleaños, pero no la de hoy. Vamos a celebrar juntos el Año Nuevo y he querido, como jefe de esta expedición, ofrecerles unos regalos. Quiero olvidarme de nuestras diferencias. Unámonos en la más fraternal de las amistades. Lady Redgrave, si quiere usted acercarse…
Solimán, a petición mía, había conseguido negociar un collar de lapislázuli con el cual adorné yo mismo el cuello de la bella espía. Emocionada, me dio las gracias con una sonrisa que ciertamente no era la de una enemiga.
Rosellini, que empezaba a relajarse, recibió un ouchebti, pequeña figurilla mágica destinada a trabajar en los campos del otro mundo a petición del resucitado, reconocido como un justo. Néstor l’Hote fue gratificado con una colección de carboncillos que reanimaron su deseo de dibujar Egipto entero. Al padre Bidant le ofrecí un manuscrito copto que trataba sobre las adversidades que habían padecido los santos. Al profesor Raddi, un tratado de mineralogía rarísimo que Jacques-Joseph me había cedido tras haberlo extraído de su biblioteca.
Luego fui a la parte delantera del barco donde, siguiendo mis instrucciones, el capitán había convocado a la tripulación. Les ofrecí una prima agradeciéndoles su preciosa ayuda. Los músicos empuñaron sus instrumentos. Un canto alegre salió de los pechos.
La exaltación se había apoderado de la expedición. Instalamos unas mesas en la orilla. No muy lejos, una noria, accionada por unos bueyes, dejaba oír su lamento que nunca calla. Unas palmeras de treinta metros de altura nos dispensaron tranquilidad y frescor. Alzando los ojos al cielo donde renacían las primeras estrellas, que contenían las almas de los faraones que regresaron a la luz de la que había nacido, contemplé la cúspide de aquellos grandes árboles, capaces de recibir el fuego del sol sin perder su verdor. Unos campesinos, sentados con las piernas cruzadas, trenzaban unas fibras para fabricar seras, jaulas, cestos. De entrada, fuimos agasajados con unos tallos de palmera que exprimían una savia azucarada y un puré de médula de plantones. Los rebaños, a un paso muy lento, volvían de los campos donde todavía jugaban unos niños desnudos.
¿Quién podrá describir la vida encantada a la sombra de las palmeras? ¿Quién podrá cantar la plenitud de un banquete de Año Nuevo en la orilla nubia, bañada con un aire límpido, heredera de una sabiduría inmortal que sigue alimentando la voz del río? En aquel momento hubiera querido ser poeta, pintor y músico…
Con un nudo en la garganta, me levanté alzando un vaso.
—Me gustaría brindar por el éxito completo de nuestra expedición.
—¿Con qué néctar? —preguntó L’Hote, irónico.
—Con dos botellas de vino de Saint-Georges —revelé, encantado con aquella sorpresa.
Solimán trajo el precioso líquido, que había permanecido cuidadosamente escondido en el fondo de un baúl. Lo saboreamos con veneración, aunque estaba algo amortiguado por el trópico.
«¡Vida, salud, fuerza!»: tal era el triple deseo unido al nombre de cada faraón, y el que emitimos a favor de nuestra comunidad que saludó con exclamaciones laudatorias la llegada de un gran nubio cargado con una piel de pantera, plumas de avestruces, un venablo y conchas. Estos regalos nos fueron distribuidos con un entusiasmo comunicativo que avivó aún más el vino de palma.
Recibí un gran huevo de avestruz, decorado con dibujos infantiles. La parte superior había sido recortada, formando una tapa. Mientras los comensales, un poco achispados, cantaban canciones de moda repetidas, mal que bien, por los nubios, sentí curiosidad por abrir el huevo y mirar su interior.
Había una especie de papiro cuidadosamente enrollado. Lo cogí discretamente y fui a desenrollarlo bajo unos árboles, lejos de las miradas. El documento estaba escrito en copto, con una mano que revelaba las huellas de la edad.
El texto que llevaba estaba firmado por el Profeta.
Estoy orgulloso de que, habiéndole acompañado desde la desembocadura del Nilo hasta la segunda catarata, pueda anunciarle que no hay nada que modificar en su alfabeto de los jeroglíficos. Su desciframiento es el correcto. Lo aplicará con idéntico éxito a los monumentos egipcios de las épocas romana y griega. Y después, lo cual es mucho más importante, a las inscripciones de todos los templos, palacios y tumbas de las épocas faraónicas. Con su viaje ha restablecido la tradición, y sus trabajos jeroglíficos serán universalmente reconocidos. Adiós.
La clave. La última clave. La lengua jeroglífica no había variado en su arquitectura desde el nacimiento de la civilización hasta el último soplo vital, desde las tumbas del Antiguo Imperio hasta los grandes templos tolomaicos.
Egipto, uno e indivisible. Egipto, creador de una lengua sagrada que había escapado al tiempo y a la muerte. Y mi desciframiento era el correcto…
No teníamos tiempo para descansar, aparte de que el banquete de Año Nuevo, a pesar de su frugalidad, había menguado aún más nuestras reservas de alimentos, por lo que al día siguiente exploramos la gruta de Machakit, cuya entrada se abría en un acantilado que caía verticalmente sobre el Nilo. El tiempo era muy malo; un viento violento soplaba a ráfagas. Néstor l’Hote, a pesar de su fuerte jaqueca, no quiso perderse la ascensión. Su determinación venció mi decisión.
Tenía mucha dificultad para reflexionar. El mensaje del Profeta me había trastornado. ¿Cuándo y dónde me había cruzado con él? ¿Por qué no quería entrevistarse conmigo? L’Hote me tendió la mano en varias ocasiones para ayudarme a subir. Nuestros esfuerzos fueron recompensados. Descubrimos una capilla de la XVIII dinastía, dedicada por un noble llamado Paser a la diosa de la catarata, la bella Anoukis, una mujer muy graciosa con cuernos de gacela. L’Hote dibujó los bajorrelieves y yo copié las inscripciones.
Las copiaba y las descifraba al mismo tiempo. Los jeroglíficos ya no eran una lengua muerta, exterior a mí, sino un discurso del interior que ahora era tan natural como mi lengua materna.
Leía los jeroglíficos. Los signos bailaron bruscamente ante mis ojos. Se arremolinaron. Fui arrastrado con ellos en una ola inmensa que subía hasta el cielo.
Un violento dolor en la mejilla izquierda me hizo recobrar la conciencia.
L’Hote me abofeteó otra vez. Abrí los ojos.
—¡Ah, general! Menudo susto… ¡Se ha desplomado como un saco! El agotamiento, sin duda…
—Sí, el agotamiento…
—Tenemos que darnos prisa. Mire fuera.
El viento del norte, que se había levantado poco antes de nuestra llegada al pie de la roca, se había convertido en una especie de huracán. L’Hote, sin soltarme la mano, me llevó al camino de descenso. Las ráfagas de viento nos empujaron contra la pared repetidas veces. Incluso perdí el equilibrio, agarrándome a una rama nudosa que gimió bajo mi peso.
La suerte quiso que volviéramos sanos y salvos a las barcas donde nuestros compañeros nos reprocharon nuestra temeridad. La flotilla avanzó durante media hora, esperando que la corriente vencería a la violencia del viento contrario. Pero el schamali se volvió furioso, el Nilo se encrespó como la mar y se levantaron grandes olas. Finalmente, la tormenta nos obligó a dirigirnos a la orilla.
¡Bendita tormenta, a fin de cuentas, ya que nos dejó delante del templo rupestre de Gebel-Adda!
Al penetrar en él para resguardarnos, nos dimos cuenta de que el santuario egipcio había sido habitado por coptos, que habían cubierto los relieves faraónicos con motivos cristianos. El padre Bidant, felizmente sorprendido, hasta se arrodilló ante un san Jorge a caballo que le recordaba sus iglesias familiares.
—¡Por fin, Champollion, por fin! ¡Recuerdos de la verdadera creencia!
—He venido aquí en busca de santos más antiguos, padre.
Obtuve satisfacción unos segundos más tarde, en el sanctasanctórum. El espectáculo que allí había era tan curioso que solté la carcajada.
—¡Venga enseguida, padre! ¡He aquí una verdad que le sorprenderá!
El religioso, de hecho, se quedó callado. En la pared, el estuco de los cristianos se había caído parcialmente, dejando al descubierto una de las figuras egipcias originales, ¡la de un faraón al cual un san Pedro rendía homenaje!
—Si la cristiandad se inclina ante Egipto —dije al padre Bidant con gravedad—, es que ha reconocido toda su grandeza.
La noche nubia era el aderezo más perfecto para la luz lunar. Cubría de azul las montañas y el desierto. Había dejado la dahabieh para caminar solo entre las ruinas de una ciudadela mameluca desmantelada por el ejército del pacha. Este mundo destruido, donde todavía resonaba el ruido de sangrientas batallas, me sumió en una tristeza dolorosa. Me dolía tener que marcharme de Nubia. Cada templo, cada gruta esculpida habría merecido una larga estancia.
En el frescor nocturno, bajo el brillo de las estrellas, el alma y el cuerpo vivían en plenitud, lejos de toda agitación. Los antojos y los deseos se habían apagado, y en su lugar estaba la serenidad de los primeros tiempos, cuando el alma humana y la del cosmos sólo eran una.
Unas piedras rodaron cerca de mí. Sentí una presencia. A pesar del miedo, quise saber quién me había seguido. ¿El Profeta, tal vez? ¿Había escogido aquel lugar solitario para abordarme? Los ruidos de pasos se acercaron. Un cuerpo cayó pesadamente, detrás de un pilar de ladrillos que amenazaba con caer en ruinas. Me precipité y levanté a un hombre vestido al estilo turco, con el rostro ensangrentado.
El profesor Raddi.
El mineralogista estaba alelado. Afortunadamente la herida, a pesar de su aspecto espectacular, sólo era superficial. Un simple corte. Le ayudé a sentarse sobre los vestigios de un muro y le dejé recobrar aliento.
—Champollion… ¿es usted, Champollion? Ah, el desierto… ¡el desierto! ¡Lo he recorrido toda la noche! He rodeado rocas, escalado dunas y vertientes en cuyas laderas brillaban piedras calizas. La luz de la luna las vuelve más brillantes… parecen diamantes que salen de la arena. He recogido miles, miles… y he seguido. He visto una isla. En ella han construido una ciudad inmensa con columnatas, obeliscos, pirámides blancas y rojas, casas rodeadas de jardines… ¡qué hermoso era aquello! Voy a volver allí… es allí donde quiero vivir…
—Iremos juntos —le dije— en cuanto hayamos descansado un poco.
Le tomé por el brazo. No se resistió. Caminamos lentamente hasta la dahabieh. Le acosté en su cama y se durmió en el acto.
El profesor Raddi podía estar perdiendo la razón. Sin duda había sido testigo de uno de esos espejismos cuyo secreto guarda el desierto. A menos que se trate de realidades últimas que los hombres corrientes no pueden percibir.
La llegada al emplazamiento de Abu Simbel fue un momento de gran felicidad para toda la expedición. Nos habíamos convertido en familiares de dos templos, el de Ramsés y el de su esposa. La alegría clara y radiante que emanaba de aquellas piedras, la sonrisa de los colosos prolongaron la armonía comunitaria engendrada por la fiesta del Año Nuevo.
Muy a mi pesar, tuve que acelerar el trabajo. Nuestras provisiones pronto estarían agotadas. Poner vidas en peligro me resultaba insoportable. Verificamos, por tanto, nuestras copias de textos y de escenas, completándolas y mejorándolas. Comprobé que, a pesar de nuestro esmero, habíamos cometido errores y omisiones. Habríamos tenido que pasar meses enteros para volver a ver cien veces cada pared, cada columna de jeroglíficos.
Una tranquilidad muy egipcia se había convertido en la regla de nuestra comunidad. Cada uno trabajaba en silencio, mostrando respeto por las obras maestras que frecuentábamos. El padre Bidant había abandonado la oración para ayudar a L’Hote, con quien se entendía muy bien. Lady Redgrave ayudaba a Rosellini, sosteniéndole sus cuadernos, encargándose de procurarle bebida. El profesor Raddi, sentado sobre el pie de uno de los colosos, permanecía inmóvil frente al Nilo, admirando paisajes que sólo él veía.
Marcharnos de Abu Simbel fue una prueba casi insoportable. Los días y las noches pasados en aquel emplazamiento figurarán entre los más felices de mi existencia. Cuando el 16 de enero, hacia la una de la tarde, las barcas se alejaron de la orilla con las banderas desplegadas y acompañadas por los gritos de los nubios que entonaban en coro un canto de despedida, se me partió el corazón.
Una vez en medio del río, hice que inmovilizaran el buque insignia, desde donde contemplé por última vez el templo de la reina. Luego dije adiós a las enormes estatuas de la fachada del gran templo, cuya masa gigantesca creció según nos íbamos alejando. Dejaba allí un momento esencial de mi aventura, un paraíso encontrado.
No pude evitar un sentimiento de abandono de mí mismo al dejar así para siempre, aparentemente, aquel sublime monumento, que también era el primer templo del cual me alejaba para no volver a ver.