Quien se protege del frío se protege también del calor. Ataviado con franelas y pieles, un grueso albornoz y un abrigo, había adoptado la misma manera de vestir tanto para el día como para la noche. Mis compañeros no tardaron en imitarme. Desde que habíamos pasado el trópico, tiritábamos de frío en cuanto se ponía el sol.
Debod, Qertassi, Taffah, Kalabcha, Dakka… Los templos de Nubia habían desfilado ante mis ojos, ofreciendo pasadizos de esfinge, pórticos, colosos reales. Fue en Kalabcha donde descubrí una nueva generación de dioses que completa el círculo de las formas de Amón, punto de partida y reunión de todas las esencias divinas. Amón-Ra, el Ser supremo y primordial, siendo su propio padre, está calificado de «marido de su madre», la diosa Mout, su porción femenina contenida en su propia esencia a la vez macho y hembra. Todos los demás dioses egipcios son sólo las formas de estos dos principios aisladamente. Sólo son puras abstracciones del Gran Ser. Estas formas secundarias, terciarias, etc., establecen una cadena ininterrumpida que desciende de los cielos y se materializa hasta las encarnaciones en la tierra y bajo forma humana. La última de estas encarnaciones es la de Horus, modelo y protector del faraón.
Nubia se mostraba tan hermosa como generosa. Me abría aún más los ojos, me iniciaba más a la luz espiritual de los antiguos, a este viaje en un universo anterior a la creación del materialismo.
Cuando llegamos a Derr, capital de la Baja Nubia, el 23 de diciembre, me acometió otra preocupación: hacer cocer lo antes posible la provisión de pan necesaria. Solimán fue en busca del magistrado turco que reinaba en aquellos lugares para obtener la autorización para utilizar un horno. Cuando me encontraba escuchando a los músicos, en la parte delantera de la dahabieh, distinguí dos siluetas que corrían hacia el pueblo: Néstor l’Hote y el profesor Raddi, habiendo éste cambiado por fin su traje italiano por ropas orientales. ¿Por qué se escondían de aquel modo? Inquieto, fui hasta el camarote de Rosellini. Vacío. Ningún marinero había visto a mi discípulo desde el principio de la tarde. El sol preparaba la ceremonia de su puesta. Se estaban tramando oscuros acontecimientos. Angustiado, llamé a la puerta del camarote del padre Bidant. Ninguna respuesta. Me atreví a entrar. Vi el reclinatorio, el crucifijo, una Biblia, una cama cuidadosamente preparada, pero ni rastro del religioso. También él había desaparecido. Una nueva investigación, dirigiéndome al reis encargado de la navegación, no dio ningún resultado. Sólo me quedaba lady Redgrave. Tal vez sabía lo que se estaba tramando. A menos que fuera la instigadora de la conspiración que yo estaba ahora descubriendo.
Pero lady Ophelia había dejado la dahabieh sin que nadie la hubiera visto alejarse.
Era imposible que todos mis compañeros se hubieran ausentado de aquel modo sin haber llamado la atención de los marineros. Estos me estaban mintiendo. Sentí como si una capa de plomo me cayera sobre los hombros. Tenía la sensación de ser un insecto agitándose en el centro de una tela de araña, debatiéndose inútilmente. ¿Debía quedarme en el barco o huir? ¿Huir dónde? Pedir ayuda, pero ¿qué ayuda?
La llegada del magistrado turco, un gran mozo seco y nervioso, puso término a este dilema. Acompañado de una decena de nubios que llevaban un simple paño y armados con lanzas, subió a bordo de la dahabieh y se inclinó ante mí.
—Sígame, se lo ruego.
—¿Por qué motivo?
—No tengo por qué darle explicaciones. Está bajo mi autoridad.
La trampa se cerraba brutalmente. O mis compañeros habían sido detenidos, o me habían traicionado. Recordé la extraña huida de dos de ellos…
—Estoy comisionado por Francia —indiqué—. No puede retenerme, a no ser que tenga documentos firmados por el pacha.
—Soy el representante oficial del pacha —contestó—. Actúo en su nombre y no necesito documentos.
Perdido en aquella lejana Nubia, ¿a qué tribunal podía recurrir? Mi última arma era mi irrisorio honor de sabio. Aunque estuviera muerto de miedo, no perdería mi dignidad. Ofrecer a aquella gente el espectáculo de mi terror era indigno de mi misión. Por tanto, seguí al magistrado turco. Ninguno de los marineros de la dahabieh se movió. El asunto había sido bien preparado. No me había enterado absolutamente de nada hasta el último momento.
Apenas había avanzado cuando un inmenso clamor me dejó paralizado. Los indígenas, apareciendo por todas partes, me rodearon. Entonaron un canto nubio del cual no entendí ni una palabra.
Su círculo se abrió para dejar paso a una procesión encabezada por un gran turco con turbante y una antorcha en la mano. ¿De qué bárbara ceremonia iba a ser el centro?
Una risa espontánea, enorme, que liberaba un exceso de ansiedad, me sacudió el pecho cuando reconocí a L’Hote, seguido de Rosellini, el doctor Raddi, Solimán, Moktar, una bailarina con velo y cabello rubio que no era otra que lady Redgrave, y un cura en sotana. Luego vinieron el magistrado local y los marineros de la dahabieh. Todos los habitantes de la Baja Nubia se habían reunido allí.
—Pero… ¿por qué? —pregunté a L’Hote.
—¿Ha olvidado el acontecimiento, general? Estamos a 23 de diciembre… ¡y celebramos su treinta y ocho aniversario!
Lo más práctico del albornoz turco es que se puede bajar sobre los ojos para ocultar el llanto. Aquella noche de cumpleaños, la más conmovedora de mi existencia, estuvo llena de risas, cantos y bailes. Incluso el padre Bidant, pasada la medianoche, abandonó un poco su reserva eclesiástica para divertirse con los chistes atrevidos de Néstor l’Hote y admirar una danza del vientre ejecutada con entusiasmo por dos jóvenes nubias.
Rosellini me explicó que el potentado local por poco se suicidó cuando se enteró de que mis compañeros querían organizar una gran fiesta en mi honor. La región era tan pobre que no disponía de carne fresca, ni de verduras, ni siquiera de hornos corrientes para cocer tortas. Lady Ophelia había salvado al infeliz de la deshonra invitándole a un banquete frugal donde comimos unas galletas compradas en Asiut y unas conservas de Europa.
Poco importaba la riqueza de los alimentos. La que teníamos en el corazón era de una calidad inefable.
El viento del schamali soplaba con tanta fuerza que provocaba tormentas y enfurecía al Nilo. Unas olas golpeaban la orilla, y el sol estaba oscurecido por unas nubes blancas. El viento levantaba columnas de arena. Pero nada impidió que nuestro buque insignia y sus acólitos cruzaran el país del hambre y progresaran hacia Abu Simbel, que desde siempre había considerado como el último término de mi viaje.
Tuvimos que luchar con remos contra la corriente, efectuar operaciones de sirga, evitar arrecifes en medio del río, vencer las corrientes contrarias.
La pasión que me animaba supo ser lo bastante radiante como para borrar toda huella de desaliento a mi alrededor. Del templo mayor del gran Ramsés esperaba la confirmación de mi sistema de desciframiento y el encuentro con el Profeta. Si debía afrontarme o ayudarme, sería allí y en ninguna otra parte. ¿Por qué no había aceptado esa evidencia? El nombre real en el cual se había basado mi intuición era el de Ramsés. La inscripción que lo mencionaba provenía de Abu Simbel. El destino me daba una cita a la cual acudía con un entusiasmo de muchacho.
La vida a bordo de la dahabieh no carecía de tranquilidad. Cada uno poseía sus aposentos. Las comidas eran la ocasión de confidencias que nos acercaban unos a otros. El padre Bidant contó su santa carrera y sus estancias en Roma. Aceptaba este viaje en tierra pagana como una prueba del cielo. L’Hote nos inició en el arte del dibujante, haciendo el retrato de cada uno de los miembros de la expedición. Rosellini profetizó sobre el porvenir del museo de Turín, sobre las colecciones de tesoros y obras maestras que esperaba reunir. El profesor Raddi, en términos muy eruditos, nos describió los primeros capítulos de su monumental historia de la tierra que redactaba desde hacía más de veinte años. Lady Ophelia evocó su infancia londinense, sus paseos por la campiña inglesa, su severa educación dirigida por Thomas Young, su afición por los pueblos de Oriente.
El frescor nocturno favorecía un sueño bienhechor. Cuando el huracán se calmó, durante un amanecer que hacía brotar el oro en la cima de las montañas, pudimos ver por fin una orilla apacible donde los campesinos y las campesinas desnudos trabajaban en unos campos regados por norias. Las jóvenes nubias tenían una belleza tierna e inocente, que empañaba a la Eva del Paraíso. Unos bueyes de piel reluciente hacían girar una rueda que subía, a un ritmo lento y regular, unos jarros de agua sacada del Nilo. Cerca de la orilla, un grupo de palmeras apretadas unas contra otras y bajo las cuales una madre amamantaba a su hijo.
Estaba aturdido por tanta belleza y tanta serenidad. Aquí, el hombre se había reconciliado con Dios. La naturaleza no le era hostil. Le exigía simplemente la ofrenda necesaria para ofrecerle a su vez una vida solar.
—¡General! ¡Mire, en la otra orilla!
Desde un inmenso montículo de arena acumulada contra un alto acantilado salían unas cabezas gigantescas. Unos rostros de colosos reales. Era imposible saber si estaban de pie o sentados.
Eran las siete cuando abordamos al pie de un templo, que reconocí como perteneciente a la diosa Hathor que había adoptado los rasgos de Nefertari, la esposa tan querida por Ramsés II y representada bajo la forma de estatuas gigantes al lado de su marido. Ver aquellos dos templos, el del rey y el de la reina, en su edición original, me dejó totalmente extasiado. Aquellos edificios, tallados en la misma roca, manifestaban el nacimiento del espíritu fuera de la materia, el poder de la luz expresando el alma de la piedra.
¿Dónde se escondía la inscripción cuya copia, el 14 de septiembre de 1822, me había abierto las puertas de la escritura egipcia? Me había puesto en un estado de excitación tan grande que había buscado a mi hermano en el pequeño apartamento que ocupábamos, sin dejar de gritar «¡Lo tengo!» antes de desmayarme.
Un intenso dolor inflamó de pronto mi rodilla izquierda. Me faltó el aliento. Incapaz de mantenerme de pie, me desplomé.
—¿Qué ha ocurrido? —pregunté al padre Bidant, reconociendo su rostro inclinado sobre mí—. ¿Dónde estoy?
—Un grave ataque de gota. Le hemos traído a su camarote.
—¿Tiene usted tafetán?
—Efectivamente, tengo.
—Tráigamelo, y también una esponja.
El tafetán engomado con esponja es un remedio excelente para aliviar el dolor. Me vi obligado a tomármelo con calma y a quedarme tres días inmovilizado en mi cama. Aproveché aquel período de descanso para empezar un diccionario jeroglífico e intentar traducir un texto que titulé «decreto del dios Ptah». Lo había obtenido a partir de un moldeado realizado en la gran sala del templo de Ramsés. Mis ojos se abrían poco a poco. Las frases coordinaban casi naturalmente. El lenguaje de los dioses me era cada día más familiar. Aprendía a leer y a escribir los jeroglíficos con los propios textos y la magia de la tierra de los faraones como únicos maestros.
Rosellini y L’Hote me informaban cada noche sobre el trabajo realizado. Copiaban relieves históricos todavía animados por colores tornasolados, algunos de los cuales desgraciadamente empezaban a desaparecer. Me moría de impaciencia, esperando a que aquella dichosa gota dejara de volverme impotente.
Era más de medianoche. Una calma absoluta reinaba en la dahabieh. Todos dormían, después de una jornada de trabajo agotadora. Mi diccionario progresaba casi solo, como si me fuera dictado por una voz interior. No dormía. La enfermedad retrocedía.
La puerta de mi camarote se abrió lentamente. Apareció lady Redgrave. Su vestido malva dejaba sus hombros descubiertos. Un precioso traje de noche de satén, del mejor gusto inglés. Se quedó en el umbral, el rostro apenas iluminado por la luz vacilante de una vela.
—¿Está despierto, Jean-François? —murmuró con una voz juvenil que no le conocía.
—Acérquese, lady Ophelia. Hay un sillón al pie de la cama.
Desdeñando el sillón de mimbre, se sentó en el borde de mi lecho, junto a mi pierna izquierda.
—¿No podríamos poner un término definitivo a nuestras hostilidades? —propuso—. Estamos perdidos en el fin del mundo, olvidados por la civilización. Deberíamos intentar… ser felices.
Por mucho que tratara de cerrar mis oídos para no oír el canto de aquella sirena, me embrujaba. Mi conciencia me reprochaba enseguida aquella debilidad incalificable, pero ¿cómo luchar?
—Ser felices… Para eso tendríamos que confiar el uno en el otro, lady Ophelia.
—Tengo confianza en usted, Jean-François. En el hombre que es. No en el espía al servicio de Francia.
—No soy un espía y ya no hay Francia, aquí. Sólo Nubia, los templos, el Nilo, un reflejo del paraíso… y nosotros dos.
Sonrió.
—Me gustaría creerle… pero somos, usted y yo, esclavos de nuestra misión. Mi tío me había avisado: es usted el más inteligente y astuto de los hombres.
—Ayúdeme a levantarme, se lo ruego.
Me apoyé en su brazo para ir hasta la mesa de trabajo donde Rosellini había ordenado mis papeles.
—Examine todo esto —le pedí—. Puede ver el esbozo de un diccionario, traducciones de textos, la verificación de hipótesis emitidas en el frío parisino, apuntes de escenas… ¿Es el trabajo de un espía o el de un egiptólogo?
Con suavidad y firmeza me obligó a tumbarme de nuevo en la cama.
—Sólo puede convencerse a sí mismo, señor sabio… ya que es usted el único que sabe leer los jeroglíficos.
—El porvenir le demostrará que no me equivoco.
Lady Redgrave tomó mi mano derecha entre las suyas.
—Dejemos este juego cruel, Jean-François. Comprendo su compromiso. Comprenda usted el mío. Sentir amor por su país, desear su grandeza son sentimientos nobles. Tal vez no seamos adversarios. Nuestro blanco es sin duda el mismo. Unamos nuestros esfuerzos… con la condición de ser sinceros. Si me ama, revéleme la auténtica meta de su misión. Entonces podré… dárselo todo.
—Podría mentirle —dije, con la voz ahogada—, pero no me destruiré a mis propios ojos… No, Ophelia, no soy un espía. Francia me ha proporcionado el medio de organizar esta expedición, es cierto, pero únicamente para seguir los pasos de los antiguos egipcios.
Se levantó, súbitamente altiva, y caminó retrocediendo hacia la puerta del camarote.
—Si es así, Jean-François, que pase muy buena noche…
Sólo pude conciliar el sueño al amanecer. Apenas había dormido unos minutos cuando llamaron a mi puerta con estrépito.
—¡Abra! ¡Abra inmediatamente! —gritaba el profesor Raddi.
—Empuje la puerta —contesté con voz brumosa.
Un huracán se abalanzó sobre mí.
—¡Champollion, una desgracia! ¡Una espantosa desgracia! ¡Una catástrofe sin nombre! ¡Un desastre insensato!
Prosiguió así durante unos segundos interminables, ahogándose en los términos más excesivos. Esperé a que terminara su letanía para pedir algunas aclaraciones sobre la causa de aquel furor.
—Mis sacos llenos de muestras minerales ¡han desaparecido!
—¿Dónde los había guardado?
—En la cubierta de proa, bajo una lona. Ya no tenía espacio suficiente en mi barca. Hay que abrir una investigación.
—Haga venir al reis.
La investigación resultó muy fácil. Interrogado, el capitán nos trajo enseguida al culpable, que se había denunciado espontáneamente.
—¿Qué has hecho con las colecciones del profesor Raddi? —pregunté al tipo larguirucho y flaco.
No comprendió mi pregunta. Le hablé de los sacos.
—¿Los sacos llenos de piedras? Los he tirado al agua. Piedras hay por todas partes.
Imposible explicar a aquel infeliz, desprovisto de todo conocimiento mineralógico, la naturaleza de su falta.
Despaché al marinero antes de dar al buen profesor el resultado de mi investigación.
Raddi se desmoronó. Le vi envejecer diez años en unos pocos segundos:
—Me voy de Abu Simbel —anunció—. Regreso a El Cairo. Reconstituiré mis colecciones, piedra a piedra.
—Profesor, comparto su aflicción. Renuncie a esa decisión, se lo suplico. No tendría las fuerzas necesarias para llegar al término de ese periplo. Dedíquese a la mineralogía nubia, que nadie ha explorado hasta ahora…
—Necesito mis muestras para escribir la historia del mundo. Sin ellas estoy perdido.
—¿No estaba deseando renunciar al trabajo de oficina, profesor? ¿No se había enamorado del desierto y del silencio?
Raddi agachó la cabeza, avergonzado.
—Sí… pero está mi obra, ¡la más inmensa jamás emprendida por un hombre! Se da cuenta, Champollion: ¡la historia del mundo contada por los minerales! Los granitos, las areniscas, los alabastros, las calizas de Egipto, tenían que proporcionarme unos hitos decisivos.
—Aquí tiene una amplia cosecha que realizar, profesor. ¡Trabaje sin descansar! Es el mejor remedio contra las pruebas, por muy crueles que sean. Cuando regresemos al norte, volverá a encontrar lo que ha perdido.
Había puesto tanta convicción en mis palabras que Raddi se conmovió. Aceptó renunciar a sus proyectos y permanecer en la comunidad. Cuando salió de mi camarote, yo estaba agotado, pero feliz por haber protegido la unidad de nuestra pequeña comunidad, aunque ésta me parecía cada vez más comprometida. Lady Redgrave se estaba convirtiendo en una enemiga irreductible. Rosellini, a pesar de su deferencia, dejaba entrever cierta ambición y envidia. L’Hote, que se atenía a los principios de la disciplina, se estaba cansando poco a poco de la aventura. El profesor Raddi sufría unos asaltos violentos por parte del destino. ¿Y quién, entre ellos, había decidido traicionarme? La única dicha era la «conversión» del padre Bidant, adepto de una tolerancia que ya no esperaba.
Siempre había negado la fatalidad. La negué de nuevo.
Para recobrar una energía nueva, necesitaba mi licor de juventud: un templo egipcio. Y tenía uno, magnífico, a unos pocos pasos de mí. Olvidando la enfermedad y el sufrimiento, me levanté.
El gran templo de Abu Simbel es una maravilla que no desluciría Tebas. El trabajo que esta excavación ha costado asusta la imaginación. La sonrisa de los colosos de la fachada que representan a Ramsés el Grande es una de las más puras obras maestras salida del cincel de los escultores egipcios. Es a la vez serenidad y poder, divina y humana, cielo y tierra.
Siento no estar provisto de alguna varita mágica para transportar las estatuas gigantes de Abu Simbel en medio de la plaza de Luis XIV y convencer así de una vez a los detractores del arte egipcio.
A pesar del viento glacial, había ido al santuario, sostenido por Solimán y L’Hote. Los nubios habían instalado vigas y tablas para acceder al agujero que daba al interior. Los marineros habían consolidado aquella arquitectura frágil que amenazaba con caer en ruinas. Hubo que quitar arena y tomar el estrecho pasadizo.
El milagro se produjo: el mal se esfumó y recobré el uso de mis piernas. Me desvestí casi totalmente, conservando sólo mi camisa árabe y un calzoncillo de tela, y abordé de bruces la pequeña abertura de una puerta que, despejada, tendría al menos veinticinco pies de altura. Creí encontrarme en la boca de un horno y, deslizándome enteramente dentro del templo, me hallé en un ambiente recalentado. Recorrimos aquella sorprendente excavación, Rosellini, L’Hote, Solimán y yo, cada uno con una vela en la mano.
La primera sala está sostenida por ocho pilares a los cuales están adosados otros tantos colosos de treinta pies cada uno, representando a Ramsés el Grande; en las paredes, una hilera de grandes bajorrelieves históricos relativos a las conquistas del faraón en África; una escena representa su carro triunfal, acompañado de grupos de prisioneros nubios y negros de tamaño natural, lo cual ofrece una composición muy hermosa y de gran efecto. Las demás salas, y hay dieciséis, tienen abundantes bajorrelieves religiosos, que ofrecen particularidades muy curiosas.
Nos hemos propuesto obtener el dibujo, en grande y coloreado, de todos los bajorrelieves que decoran la gran sala del templo. Cuando se sepa que el calor que hace en este templo, hoy subterráneo, ya que la arena ha cubierto casi toda su fachada, es comparable al de un baño turco muy calentado; cuando se sepa que hay que entrar casi desnudo, que el cuerpo chorrea continuamente un sudor abundante que cae sobre los ojos y gotea en el papel ya empapado por el calor húmedo de este ambiente sofocante, seguramente se admirará el valor de la expedición que, afrontando este horno, sólo sale por agotamiento y cuando las piernas ya no pueden sostener el cuerpo.
Todo es colosal aquí, sin exceptuar los trabajos que hemos emprendido, cuyo resultado se merecerá la atención pública. Los que conocen el lugar saben lo difícil que resulta dibujar un solo jeroglífico en el gran templo. Pero ¿quién podría hablar de trabajo ante tales esplendores? Ya no sentía cansancio ni dolor. Subido a una escalera, copiaba los textos, tomaba huellas, cotejaba varias veces con el original. Los textos serían puestos luego en unos dibujos debidamente preparados para evitar cualquier error.
Fue al encontrarme cara a cara con un retrato de Ramsés cuando percibí el significado de su función. Hacía ofrenda a un dios que tenía el mismo nombre de Ramsés. Pero sería una gran equivocación creer que el soberano se adulaba a sí mismo. Honraba, a través de su persona simbólica, al sol divino que llevaba en el corazón y del cual era el representante sobre la tierra.
Habiendo visto todos los bajorrelieves, la necesidad de respirar un poco de aire puro se hizo sentir. Hubo que volver a la entrada del horno tomando precauciones para salir. Me puse dos chalecos de franela, un albornoz de lana y mi gran abrigo, con el cual Solimán me cubrió en cuanto volví a la luz. Allí, sentado junto a uno de los colosos exteriores, cuya inmensa pantorrilla paraba el soplo del viento del norte, descansé media hora para dejar pasar la gran transpiración. Luego regresé a mi barco, donde me quedé casi dos horas en mi cama. Aquella visita experimental me había demostrado que uno puede quedarse dos horas y media o tres en el interior del templo sin sentir ninguna molestia respiratoria, sólo debilitamiento en las articulaciones.
Aquel baño turco fue el mejor remedio contra los grandes y pequeños males que sufríamos. Por tanto decidí fijar en al menos tres horas la duración de mis propias visitas al templo, imponiendo a L’Hote y a Rosellini sólo dos horas de trabajo por la mañana y otro tanto por la tarde para no condenarles a la asfixia.
El gran templo de Abu Simbel, además de sus revelaciones faraónicas, me ofreció un espléndido regalo: me libró de la gota.
Envié a Solimán en busca de lady Redgrave. Se reunió conmigo cuando me encontraba meditando ante el pequeño templo de Abu Simbel y sus seis figuras colosales que representan a la pareja real rodeada de sus hijos. Estaba furioso contra un dibujante llamado Gau, por quien creía conocer estas obras maestras despreciadas por culpa de sus mediocres reproducciones. Le reprochaba que hubiera dado a aquellas estatuas tan esbeltas y con una figura tan elegante el aspecto de torpes monigotes y de gruesas cocineras en las vistas que se había atrevido a publicar.
—¿Qué desea? —preguntó lady Ophelia, que llevaba un vestido de muselina rosa.
Se protegía de los ardores del sol con una sombrilla naranja y se pavoneaba menudeando el paso, creyéndose en medio de un salón londinense.
—Mire… mire este templo, lady Redgrave. ¿Sabe para quién ha sido construido? Para Nefertari, la esposa de Ramsés, a quien amaba por encima de todo… Hizo venir aquí al arquitecto jefe del reino, organizó la obra de construcción más activa, compuso el poema de amor más tierno y más noble que jamás se haya inscrito en una piedra de eternidad. ¿Qué regalo más hermoso podría ofrecer un faraón a la mujer que veneraba?
Lady Ophelia Redgrave bajó su sombrilla. Dio algunos pasos en dirección al templo y se quedó allí, sola en medio de la explanada.
El pequeño templo de Abu Simbel me había demostrado lo mucho que la civilización egipcia difería de las del resto de Oriente; pues sólo se puede apreciar el auténtico grado de cultura de un pueblo según la posición que ocupan las mujeres en la organización social. En la época de los faraones, la mujer desempeñaba los más altos cargos espirituales y materiales. Podía acceder al rango de jefe del Estado, conocer los misterios del templo, tener bienes propios, cederlos a quien quisiera. Su condición fue de las más elevadas y deberíamos inspirarnos en ella más a menudo. Cuando los trabajos urgentes e indispensables, diccionario y gramática, estén acabados, dedicaré una obra a la mujer en el Antiguo Egipto. El día en que lady Redgrave comprenda finalmente que mi vida está destinada a cantar la gloria de una luminosa civilización, tal vez disfrute leyéndola.
El trabajo prosiguió a buen ritmo. Abu Simbel es un lugar que proporciona una felicidad inmediata y constante. Los nubios, indolentes por naturaleza, participaron de buena gana en la tarea. Íbamos de hallazgo en hallazgo. Así, en las cercanías del gran templo descubrí una estela que probaba que Ramsés había anexionado Nubia de tal modo que ésta había pasado a formar parte del Imperio como una provincia más. Algunos monumentos eran tan poco accesibles que tuve que copiar los textos elaborando una peligrosa estrategia: de pie en una barca, utilizaba dos catalejos gracias a los cuales identificaba cada jeroglífico grabado en las rocas.
Por la noche, compartíamos una comida frugal con los nubios. Teníamos la sensación de habernos convertido en aldeanos. Habíamos olvidado la época de las ciudades, la labor cotidiana, el ruido, la agitación. El sol marcaba la tónica, el cielo daba sus colores, y el templo el sentido de lo eterno. Los alimentos materiales contaban poco. La dulzura de la amistad compartida hacía que unas simples tortas fueran más sabrosas que los platos más finos.
Normalmente, nos colocábamos en círculo alrededor de una hoguera y escuchábamos a un anciano ciego contar largas y hermosas historias en las cuales se repetía la figura de una leona aterradora, encargada por el dios sol de destruir a la humanidad que había traicionado la luz y mancillado la vida. La diosa Hathor intervenía para calmar aquel furor asesino y salvar a unos justos que habían huido al desierto.
Aquella noche, el jefe de la aldea estaba ausente. Esperamos su regreso antes de tocar el plato de fiesta que nos habían servido, una mezcla de habas y cebada. El ambiente era solemne, casi tenso. Nadie se atrevía a hablar. Pronto sólo se oyó el crepitar del fuego. Entonces apareció el jefe, en compañía de un personaje sorprendente, un negro joven y grande envuelto en un abrigo blanco que cubría un vestido azul. Su peinado me llamó la atención. Se componía de un gran número de bucles que formaban una peluca, recordándome la que llevaban los nobles en algunos bajorrelieves egipcios. Además, aquella cofia, que reducía el foso entre el pasado y el presente, exhalaba olores suaves. La costumbre egipcia del banquete requería que se acudiera a él con la cabeza perfumada para deleitar el olfato de los dioses. El joven, acompañándose por una lira, entonó un canto en mi honor, calificándome de gran general enviado por un poderoso monarca. Su voz melodiosa, dilatándose con el ritmo hechicero de una melopea, nos sumió en un éxtasis colectivo. El jefe de la aldea, que me ofreció café, enarbolaba una gran sonrisa.
—Ha venido de muy lejos —me dijo—, y ha llegado hasta nosotros porque es un amigo de Dios. Desde ahora, mi aldea le está abierta. Vendrá cuando lo desee y, en cuanto pise nuestro suelo, será una fiesta. Vivirá en mi casa, dormiremos bajo el mismo techo y compartiremos el pan. Así será cumplida la voluntad de Dios.
Estaba profundamente emocionado.
Dos chiquillos, traídos por una nubia de caderas fuertes, me fueron presentados.
—Éstos son mis hijos —declaró el jefe—. Que su bendición esté con ellos. Yo no me iré de mi pueblo. Pero ellos tal vez vayan a su tierra. Estoy seguro de que usted les dará hospitalidad y de que también habrá fiesta cuando vayan allí.
Le aseguré que así sería, aunque estaba rojo de confusión. Estaba convencido, desgraciadamente, de que dos jóvenes nubios no recibirían una acogida de esta calidad en nuestra vieja Europa, donde la mayoría de las familias habían olvidado las antiguas costumbres.
Mi vida me pareció irrisoria, casi inútil. Aquí vivía una quietud más allá de los sentimientos y de la razón. Egipto, en Europa, sólo era un sueño. En aquel pueblo del gran sur se convertía en eternidad. Destruía en mí lo inútil y lo superficial. ¿Mi vida? ¿Qué importancia tenía ante aquellas piedras sin edad, sin historia personal, desprovistas del germen de la muerte? Amarlas, venerarlas, no basta. Conocerlas por la sola inteligencia es imposible. Identificarse con ellas, convertirse en piedra, entrar en su corazón…, ¿no es el más envidiable de los destinos?
Por la mañana fui llamado por el jefe del pueblo que quería ofrecernos dos regalos excepcionales: una gacela que L’Hote bautizó inmediatamente con el nombre de Pierre y un gran gato de Kordofan. Como regalo equivalente, le pagamos magníficamente y añadí una fuerte suma para el cantante que había hechizado nuestras almas.
Unas risas ruidosas captaron mi atención. Un grupo de niños se había formado alrededor del profesor Raddi, que intentaba adquirir un perrillo amarillo y un búfalo. Para negociar, no había encontrado otro medio que imitar los gritos de los animales, lo cual provocaba una verdadera hilaridad. Para el desconsuelo de los niños, le persuadí de que renunciara a sus compras.
De nuevo en el buque insignia, fui a mi camarote para clasificar unos papeles y seguir un poco con mi diccionario antes de regresar al templo. En mi mesa de trabajo, una hoja de papel, muy a la vista, con estas pocas palabras en árabe: «El Profeta se ha ido de Abu Simbel. Le espera en el Nilo».
Apenas me había repuesto de mi sorpresa cuando un concierto de gritos y vociferaciones, acompañado de una cabalgada, resonó en la cubierta. Cuando llegué allí, la causa del drama había desaparecido. El reis me explicó que acababa de pelearse con uno de sus cocineros a quien había sorprendido fisgando en el camarote de lady Redgrave. El hombre le había golpeado, empujado y luego había huido. Varios marineros se habían lanzado tras él.
Creí que el asunto no era muy importante cuando un marinero, enloquecido, volvió para avisar a su capitán que el cocinero se había refugiado en el gran templo de Ramsés y amenazaba con destruir los relieves si intentaban detenerle. Mi presencia resultaba indispensable. No lo dudé un instante, trastornado con la idea de que semejantes obras maestras fueran desfiguradas por un loco furioso.
En la entrada del santuario había varios marineros armados con palos y decididos a darle una paliza al fugitivo cuyas invectivas ya no se oían. Provisto de una antorcha que encendió L’Hote, y sin escuchar ningún consejo de prudencia, penetré inmediatamente por la abertura. La antecámara y la gran sala estaban silenciosas y desiertas. Un rápido examen me mostró que mis inestimables relieves estaban intactos. Corrí hasta el fondo del santuario, hundido, en espesas tinieblas. Delante de las cuatro estatuas divinas había un cuerpo tumbado. Iluminándolo, vi que tenía la nuca partida. El hombre había tropezado y se había roto el cuello chocando con las rodillas de una de las estatuas.
Aquel falso cocinero no era un desconocido.
Abdel-Razuk, el policía del pacha, acababa de terminar su miserable carrera, golpeado por los dioses egipcios.