17

Desbordantes de entusiasmo, llegamos temprano ante el gigantesco pilón del templo de Edfú. Desde una gran distancia, nos había llamado la atención por sus dimensiones colosales. Sin embargo, este prodigioso edificio, el mejor conservado de todos los que habíamos visto hasta entonces, estaba en gran parte enterrado bajo la arena. Las torres sagradas se alzaban a una altura de setenta y cinco pies por encima de nuestras cabezas y se hundían hasta una profundidad de por lo menos cuarenta pies suplementarios bajo la superficie del suelo.

El gran templo del dios Horus, el protector directo del faraón, se había convertido en una especie de aldea piojosa en la cual se habían instalado unos fellahs y sus familias, ignorando el lugar santo que profanaban con su presencia. Vivían encima del tejado del templo que mancillaban sin remordimiento. Para llegar allí, tuvimos que avanzar entre unas chozas antes de llegar a un tramo de peldaños toscamente tallados. Me imaginaba la inmensa explanada oculta bajo aquel montón de escombros, el gran patio que precedía a la sala de columnas, las amplias habitaciones adornadas con relieves y textos, la mayoría de los cuales seguían siendo inaccesibles para mí. Por todas partes, un hormigueo de seres humanos que vivían entre aves de corral, vacas, perros, burros y en medio de una miseria superabundante. Caminábamos sobre unos residuos inmundos y tuvimos que desalojar a unos indígenas que dormían en cornisas o en tambores de capiteles, con la espalda arrellanada contra el rostro de la diosa Hathor o el del dios Horus. La gente fumaba, comía, bebía sin preocuparse por las divinidades.

Aquel templo era un resumen del universo y una suma de las ciencias practicadas por los antiguos. Astrología, botánica, medicina, magia, mineralogía, alquimia, geografía eran enseñadas en estos lugares con los cuales soñaba que algún día fueran devueltos a la luz.

Al entrar en las habitaciones acondicionadas en el interior del pilón, Néstor l’Hote soltó una exclamación. Acababa de identificar el cuerpo de guardia utilizado por un centenar de veteranos en la expedición a Egipto. Olvidados allí después de la convención de El-Arish, se refugiaron en los pueblos de los alrededores, pero volvieron a aquel campamento en cuyos muros grabaron sus nombres, las fechas de los fallecimientos, dibujaron unos molinos de viento de tejados puntiagudos, que les recordaban un rincón de Francia. Los últimos de aquellos valientes se habían convertido en mamelucos, tomando el hábito de aquellos contra quienes habían luchado.

—Es un lugar fabuloso —reconoció el padre Bidant, que visitaba el templo junto a mí.

—Podría serlo, efectivamente, si se le liberara del montón de basura y arena que le ahoga.

—Y le protege de la destrucción —objetó Rosellini.

Me invadió un profundo sentimiento de impotencia. ¿Es que había que enterrar los templos y ocultarlos para siempre para salvarlos? ¿Acaso no se les condenaba así a otra muerte, a una destrucción lenta y perniciosa? ¿No podíamos sacar a Egipto de aquella barbarie?

Unas molestias administrativas vinieron a interrumpir mi meditación. Moktar me necesitaba. Me llevó al otro extremo de la ciudad árabe, hasta una oficina militar que quería examinar mis autorizaciones. Creí que se burlaba de mí. Me había llevado hasta un nicho cerrado por una cortina, entre dos muros de ladrillos a punto de derrumbarse. Descubrí otros nichos parecidos cerrados del mismo modo, y me preguntaba a qué misterio me estaba enfrentando cuando la cortina se abrió. Un hombre con turbante, sentado en una piedra, sostenía un fajo de papeles mugrientos. Acababa de revelarme su despacho.

—Sus autorizaciones —exigió, agresivo.

En lugar de responder directamente, lo cual habría sido un grave insulto, solté una letanía de complimientos melindrosos sobre la importancia y la competencia del alto funcionario que me hacía el inmenso honor de dirigirme la palabra. Aquella retórica florida, aunque cuidadosamente escogida, no sedujo al policía. Fue a levantar la cortina de otro nicho lleno de papelotes. Con una destreza adquirida a lo largo de una larga carrera, sacó un documento amarillento que blandió ante mi rostro. Leí con sorpresa una ley local de 1650, según la cual se prohibía a todo extranjero aventurarse en el territorio de Edfú. El contraventor se jugaba una fuerte pena de prisión. Señalarle que aquellas disposiciones eran caducas habría sido inútil y peligroso.

El buen hombre se mostraba triunfante, sin ocultar su odio hacia el extranjero. Sólo quedaba una solución: demostrarle que yo no era uno de ellos.

Cambiando de actitud, recalqué cada sílaba de mi árabe y le amenacé con las peores represalias aquí y en el más allá si se atrevía a poner en duda mi calidad y mis títulos. Una apariencia de cólera me enfureció. Asustado por aquella reacción que no esperaba, presintiendo que yo era capaz de lo peor, el funcionario recogió torpemente sus papeles que plegó apresuradamente. Me sentí extrañamente inspirado.

—¿Quién te ha ordenado molestarme de este modo?

Apretó los labios.

—Es el Profeta, ¿verdad? ¿Estás a su servicio?

Su mutismo fue una respuesta suficiente. Furioso, cerré yo mismo la cortina sobre aquel fantoche.

Dos hombres habían observado la escena desde el interior de una choza situada sobre un montículo que dominaba la ciudad.

—Champollion continúa —murmuró Abdel-Razuk.

—No podíamos esperar otra cosa de ese imbécil de policía —opinó Drovetti—. Ha derramado el poco veneno que tenía. Ha infundido una nueva preocupación en el espíritu de Champollion. El hombre es sensible. Conseguiremos asustarle para que desista.

Néstor l’Hote retrasó nuestra salida. El infeliz había penetrado en el interior de una de las chabolas construidas en el tejado del templo para dibujar un capitel que había sacado de un montón de inmundicias. Su hazaña le valió cubrirse de granos y de placas rojas. Unas comezones insoportables le obligaron a bañarse largamente en el Nilo. Nuestros barcos llegaron a uno de los lugares más sorprendentes del valle del Nilo, el Gebel Silsileh, donde los dos desiertos se encuentran. Sólo dejan al río un estrecho pasaje entre dos colinas de arenisca amarilla. Gebel Silsileh significa «montaña de la cadena»; según la tradición, una cadena tendida entre estos dos macizos cerraba el curso del Nilo. Las dos orillas han sido explotadas por los antiguos egipcios y el viajante se queda pasmado si considera, al recorrer las canteras, la cantidad de piedras que tuvieron que sacarse para producir las galerías a cielo abierto y los amplios espacios excavados que uno no se cansa de descubrir, viviendo con el recuerdo de los obreros que habían sudado tinta para hacer nacer el primer estado de las futuras obras maestras. Por las inmensas fallas y la cantidad de restos que todavía se ven, se puede deducir que los trabajos han sido llevados durante miles de años, y que han proporcionado los materiales empleados en la mayor parte de los monumentos de Egipto. Tuvimos la sensación de entrar en la ladera misma de la montaña donde, bloque a bloque, habían nacido Luxor, Deir el-Bahari, Karnak…

El profesor Raddi se extasió. Nunca había tenido la ocasión de apreciar tal cantidad de arenisca de tan buena calidad. La voz del Nilo, rápido y atronador en aquel lugar, evocaba la de los maestros de obras, los capataces, los canteros, los pedreros, los destajistas, para quienes, durante muchos años, aquella inmensa cantera había sido el único horizonte.

—Es prodigioso —dijo el profesor Raddi arrodillado delante de un bloque—. Éste es el mejor laboratorio de mi carrera. Aquí están los ingenieros de antaño, ¡aquí están, puedo oírlos! Estas piedras no tienen ningún secreto para ellos… Con sus manos conocen el interior de ellas, hasta la más mínima veta. Son capaces de distinguir las buenas de las malas sólo con tocarlas con la palma de la mano. Están aquí para siempre, no pueden desaparecer…

L’Hote y Rosellini reprimieron su asombro. Su mirada indicaba claramente que tomaban al mineralogista por un medio loco.

—El sol es demasiado fuerte —dijo Rosellini—. Nos derrite los sesos. Deberíamos regresar a Tebas.

La reacción del profesor Raddi fue de una violencia increíble. Abofeteó a su compatriota con tanta fuerza que lo tiró al suelo.

—¡Le prohíbo que diga burradas! ¡Es usted indigno de estos lugares! ¡Cállese o márchese!

L’Hote quiso abalanzarse sobre el mineralogista. Cortándole el paso, lady Redgrave se lo impidió.

—Es inútil agravar este incidente. Conserve su sangre fría, señor L’Hote.

Estupefacto y ofendido, Rosellini volvió hacia mí una mirada suplicante. L’Hote esperaba mis órdenes. Yo era incapaz de darlas. La discordia me había dejado totalmente confuso. Nuestra pequeña comunidad se disgregaba, el odio reemplazaba a la amistad. Indiferente al drama que había provocado, el profesor Raddi se alejó a paso lento, sacando su lupa para examinar más de cerca cada ejemplar excepcional.

—General —intervino L’Hote—, déjeme castigar a ese malcriado.

Contesté que no con la cabeza. Rabioso, el dibujante cogió un pequeño bloque de arenisca y lo tiró a lo lejos, antes de ir a sentarse aparte. Fue Moktar quien ayudó a Rosellini a levantarse. Mi discípulo italiano, que no era ningún hombre de pugilato, tardaba en recobrar el aliento.

—¿Por qué… por qué me ha golpeado el profesor Raddi?

—Sea un hombre —exigió lady Redgrave—. Le ha herido en su amor propio y ha reaccionado. ¡Si cede desde la primera batalla, el futuro de la egiptología tiene muy mal comienzo!

Ippolito Rosellini se sobresaltó.

—Maestro, ¡esta mujer es un demonio! ¡No deja de espiarnos, es el apóstol de nuestro peor enemigo! ¿Por qué confía en ella? ¿Por qué no la echa? ¡Dentro de poco, nos apuñalará por la espalda!

Moktar sonreía. Aquellas disensiones le gustaban.

—Déjenme solo —pedí.

Habían caído las máscaras. Las canteras del Gebel Silsileh habían revelado la verdadera naturaleza de mis compañeros. El profesor Raddi, egoísta, encerrado en sus visiones; Néstor l’Hote, vengativo e intolerante; Rosellini, cobarde y sin carácter; lady Redgrave, imperiosa e implacable. Afortunadamente, el padre Bidant no había asistido a los desgarrones que acababan de romper nuestro tejido fraternal. Sentí ganas de reunirme con él a bordo del Hathor, y de confesarme a él. Pero la visión de Solimán, sentado en la proa del barco, me disuadió de ello.

¿De qué pecados tenía que liberar mi alma? ¿No me había abandonado yo mismo para ofrecerme a Egipto, a la espiritualidad que impregnaba hasta la más pequeña de sus piedras?

Trabajar en aquellas canteras mágicas me devolvió el sosiego. Mis ojos cansados por tantas esculturas del tiempo de los tolomeos y los romanos han vuelto a ver con deleite unos bajorrelieves faraónicos de la buena época. Hay aquí innumerables huellas de los reyes de la XVIII dinastía y de sus maestros de obras. Mi querido Ramsés, su padre, el huraño Seti, y su hijo Merenptah se habían hecho excavar en la roca unas capillas de eternidad donde figuraban unas alabanzas al dios Nilo, identificado con el río celeste que transporta el agua primordial a través del universo; es natural que se le honre aquí, ya que es el lugar donde el río parece renacer tras haber roto las montañas de arenisca que le cortaban el paso. Cuando se comprendan enteramente los textos, se sabrá que los egipcios tenían un concepto muy avanzado de la energía, cuyos cambios aseguran la perpetuación de la vida, ya sea de las estrellas o la de los hombres. Imaginaban que nuestra tierra está rodeada de un océano de vibraciones donde toman forma las fuerzas creadoras, veían a cada ser como un haz de ondas perpetuamente renovadas y que actuaban entre ellas.

Aquellas canteras ofrecieron, más allá de la prueba, un nuevo impulso al viaje. Encarnaban la juventud del mundo, el deseo de construir otra vida. El Gebel Silsileh enseñaba que la sociedad de los hombres debía ser habitada por templos y siempre sería una obra de construcción.

Había sacado consuelo de la soledad, dialogando con la piedra. Veía claramente cuál era mi deber: volver a unificar nuestra comunidad.

Durante dos días, escudriñamos bloque a bloque el doble templo de Kom Ombo. Una de sus mitades está consagrada al dios halcón Horus, y la otra al dios cocodrilo Sobek. Así se aliaban el principio del aire y del agua en una alquimia sutil. El lugar es magnífico. El santuario forma una especie de mirador que domina el Nilo. El sol poniente lo adorna de luces doradas que borran la mala calidad de las esculturas tardías y restablece el edificio en su esplendor de antaño.

El padre Bidant permanecía enclaustrado en su camarote donde se dedicaba a la oración. Néstor l’Hote, enfurruñado, dibujaba con aplicación, aunque no de muy buena gana, los relieves que le designaba. Rosellini estaba con fiebre y no salía de su habitación. Lady Redgrave leía El paraíso perdido de Milton en la terraza del templo que daba al Nilo. Solimán seguía vigilando a Moktar, temiendo los contactos que éste podría establecer con adversarios de la sombra.

¿Quién, entre mis compañeros de viaje, me traicionaba en beneficio del pacha y del cónsul? ¿Quién poseía la duplicidad suficiente para hacer alarde de una falsa amistad e intentar ahogar unos descubrimientos que, estaba convencido de ello, cambiarían profundamente la historia y el pensamiento de los hombres?

Mi convicción se reforzaba cada día. Egipto era más que Egipto. Había hecho nacer las ciencias, formulado la más profunda de las filosofías, construido los templos más perfectos. Aquí palpita el corazón del mundo. De aquí surgirá la revolución espiritual que barrerá las antiguas creencias y permitirá que los hombres comulguen de nuevo con los dioses. Es la razón por la cual debo lograr, a cualquier precio, descifrar esta lengua sagrada, estas palabras de creación que dan las instrucciones para el uso de la energía celeste. Los egipcios sólo ambicionaban la sabiduría, que no se adquiría con una creencia, sino con el conocimiento del universo.

Estas piedras labradas por siglos de luz elevan el alma con su sola presencia. El viaje que tanto había esperado se convertía en una peregrinación hacia la esencia del ser. ¿Qué individuo dotado de conciencia habría podido sentirse extraño a este país donde cada templo habla de lo esencial? Sobre aquella altura que dominaba el Nilo, estaba por primera vez suspendido sobre mi propia existencia. La vi en su pobreza y su irrisión. Yo sólo era una hormiga intentando sacar algo de comida en una inmensa sala de banquetes donde unos gigantes servían los más sabrosos platos; pero una hormiga laboriosa, obstinada, de apetito insaciable y fuerzas desmedidas en relación con su tamaño. La providencia me había ofrecido el más hermoso regalo con el que un hombre puede soñar: descubrir el paraíso en la tierra, penetrar en él en vida. Gozar de él egoístamente habría sido la peor de las bajezas. Tenía que transmitir las verdades que había vislumbrado levantando el velo de Isis, trabajar sin descanso y sin tener en cuenta el cansancio.

El sol comenzó a descender hacia el horizonte, inundando de oro líquido los reflejos plateados del río. Apreciaba aquel momento como una ofrenda. Los egipcios la llamaban «plenitud». Todo se apaciguaba. Los perfumes se insinuaban en la brisa del norte que arrugaba la superficie del río. Instintivamente, la gente se callaba. El paisaje llenaba la mirada, disolvía los pensamientos en un océano de verde y naranja, borraba las impurezas. ' *

Una silueta avanzaba entre las columnas. Moktar se detuvo a una distancia respetuosa.

—El que busca está aquí —anunció, misterioso.

—¿Quién te lo ha dicho?

—Las noticias vuelan, en Oriente… Nadie sabe quién las transmite. El Profeta se esconde en la aldea, en casa de un comerciante.

—¿Y si no te creyera?

—¿Cómo convencerle? Sólo soy un humilde intermediario. Si desea que le guíe, dos burros nos esperan.

¿Me estaba tendiendo Moktar una trampa? Él, el sirviente de mis enemigos, ¿podía concederme su ayuda sin segunda intención? ¿A quién pedir consejo sin revelar la presencia del Profeta? Tenía que correr el riesgo.

—Te sigo, Moktar.

El mercado nocturno de Kom Ombo estaba en su apogeo. La muchedumbre se movía entre los puestos al aire libre. Nuestros burros, con una paciencia inquebrantable, se abrían paso entre cajas llenas de grano, empujaban a los aguadores, evitaban los camellos, pisaban unos montones de pistacho colocados en unos cuadrados de tela. Mujeres de fellahs, con el rostro descubierto, nos miraron con curiosidad. Compraban alimentos, negociaban piezas de ropa. Muchas de ellas se habían agrupado alrededor de un adivino. Otra, chillona, cambiaba un pollo por unas cebollas. Un carnicero, indiferente a una disputa que acababa de estallar entre dos jóvenes, degollaba un cordero. Unos pilluelos, que habían robado unas habas, las despedazaban a dentelladas. Una multitud de lámparas de aceite iluminaba los tenderetes.

El burro se detuvo delante de una chabola. Unas palmas obstruían la puerta.

—Le esperan en el interior —indicó Moktar.

Vacilé. Ningún miembro de la expedición conocía el lugar donde me estaba aventurando.

Moktar, glacial, me observaba. Su rostro no reflejaba la menor emoción. Si retrocedía ante el obstáculo, perdía irremediablemente mi prestigio. Nadie, en este país, volvería a dirigirme la palabra.

Todos sabrían que el general, El Egipcio, el enviado del gobierno francés, era un cobarde.

Volviéndome para saludar las últimas luces del sol poniente, puse término a mi titubeo. Pasando por encima de un reborde de tierra, penetré en la choza.

Allí reinaba una oscuridad total. Un fuerte olor a ajo agredió mi nariz. Me quedé inmóvil, reteniendo el aliento, y percibí una respiración ligera.

—¿Es usted el Profeta? —pregunté, tenso.

No obtuve ninguna respuesta. El miedo me estaba revolviendo las tripas. Una luz débil iluminó la pequeña habitación, al fondo de la cual se encontraba una mujer árabe con velo, vestida con una delicada blusa roja y un pantalón bombacho de seda azul. Una rica aristócrata.

—¿Quién es usted? ¿Por qué me ha hecho venir aquí?

—¿Y usted, quién es? —me preguntó en árabe una voz deformada por el velo.

—Champollion, comisionado por Francia para descubrir y proteger las riquezas del Antiguo Egipto.

—Guarde sus declaraciones pomposas para el pacha —contestó—. ¿Quién es realmente?

Una certeza me pasó por la imaginación.

—Quítese ese velo o lo haré yo mismo.

Di un paso hacia delante.

—¿Se atrevería?

Mi actitud le demostró que estaba decidido a llevar a cabo mi amenaza. Muy despacio, se quitó la tela frágil que le ocultaba el rostro.

—Lady Ophelia… ¿por qué toda esta farsa?

—No es una farsa, Jean-François. Necesitaba hablarle, lejos de toda presencia enemiga y lejos de Solimán.

—¿Considera a todos los miembros de nuestra expedición como enemigos?

—Estoy al servicio de mi país, lo mismo que usted está al servicio del suyo. Yo también cumplo con una misión. Si me quiere un poco, revéleme sus verdaderas intenciones.

—Ha recurrido a esta mascarada…

—Me alegra poder demostrarle que me adapto a Egipto tan bien como usted. Conozco su lengua y sus costumbres.

—Conoce sobre todo a Moktar… y seguramente a su amo, Drovetti.

—¿Por qué iba a ocultarlo? Sí, el cónsul general es un amigo. Sí, el pacha me ha recibido y ha escuchado mis opiniones. ¿Acaso son criminales por eso? ¿Acaso soy la más despreciable de las mujeres por apreciarlos en su verdadero valor? Usted tiene prejuicios, Champollion. Los amos de Egipto no son tan diabólicos como cree.

—¿Intenta persuadirme de que no permiten la destrucción de los monumentos egipcios?

Tuvo un exasperado movimiento de hombros.

—¡Deje de jugar a los arqueólogos ultrajados, Champollion! Trabaja para la mayor gloria de Francia, yo para la de Inglaterra, eso es todo. Tenemos el mismo oficio, aunque estemos en dos campos opuestos. El deber no excluye ni la admiración ni… el afecto.

—Lady Ophelia, yo no soy un espía —afirmé enérgicamente—. Francia me ha confiado un trabajo científico, es cierto, pero este viaje ha superado todas mis esperanzas. Aquí me esperan los mayores misterios.

Lady Redgrave sonrió.

—¡Tiene talento, Jean-François! Su personaje de sabio es perfecto. Ya casi no dudo de su pasión por los jeroglíficos. Sus dotes para la comedia son excepcionales.

—¿Cómo hacerle admitir su error? ¿Cómo convencerle de que soy egiptólogo y nada más?

Se volvió a poner el velo.

—Yo también sé guardar mis secretos —dijo con suavidad—. Mi mayor deseo sería revelárselos… si fuera sincero.

La sublime princesa de Oriente avanzó hacia mí ondulando. Sin ser consciente de hacer el menor gesto, la tomé en mis brazos. Su boca se acercó a la mía. Su piel estaba perfumada con jazmín.

—No —respondí rechazándola—. Usted no me ama a mí, sino a un fantasma que se ha inventado. Primero confíe en mi palabra, ¡confíe plenamente! Si no, permanezcamos cada uno en el silencio.

Con sus ojos verde claro, acusadores y despechados, me traspasó el corazón.