Sin la intervención de L’Hote, me habrían acogotado y tirado al Nilo. Sacando su sable, amenazó con él a mi agresor. Como éste intentaba huir, se lo lanzó a las piernas, lo que provocó su caída. Subió sobre su espalda y lo mantuvo con la cara contra el suelo. El hombre se debatió, pero tuvo que darse por vencido. L’Hote le arrancó el turbante que le ocultaba la cabeza y el rostro.
¡Abdel-Razuk! El policía del pacha había intentado matarme por segunda vez.
—¿De quién recibes tus órdenes? —pregunté.
El chauz levantó la vista hacia el cielo.
—¡Contesta —se enfureció Néstor l’Hote—, o te parto la nuca!
Traduje la amenaza. La cólera verdadera de mi compañero asustó a Abdel-Razuk. Balbuceando, se decidió a hablar.
—Es… es el Profeta quien me ha dado la orden de matarle.
Me quedé atónito.
—¿Porqué?
—Lo ignoro.
—¿Dónde se encuentra? ¿Se esconde en Tebas?
—Se ha marchado hacia el sur…
—¿Cuándo?
—Tres días atrás. Yo tenía que hacerle llegar la noticia de su muerte para que pudiera regresar a Tebas.
—Desaparece, Abdel-Razuk. No vuelvas a cruzarte en mi camino. Si no, mis amigos y yo no detendremos nuestros sables.
Le ordené a L’Hote que le dejara marchar.
—¿Por qué no se lo llevamos al pacha?
—Si dice la verdad, más vale dejarlo en libertad. Avisará al Profeta. Éste estará muy afectado por el fracaso de su plan. Le estamos pisando los talones. Acabaremos encontrándole y comprendiendo por qué quiere mi muerte. Que todo esté listo dentro de una hora. Salimos para el sur.
Los dos barcos se apartaron del muelle de Luxor. Champollion y los miembros de su expedición, ayudados por el viento, se alejaron rápidamente de la prestigiosa capital de los faraones del Nuevo Imperio. Bernardino Drovetti, cónsul general de Francia, abandonó la ventana desde la cual había asistido a la partida. Encendió una pipa de loza, preparada con tabaco turco, y bebió con gran deleite un vino de Burdeos.
Sentado en un rincón de la amplia sala que servía de cuartel general al cónsul, Abdel-Razuk salmodiaba unos versos del Corán.
—Perfecto —murmuró Drovetti para sí mismo—. Ahora que se ha ido de Tebas podemos continuar sin ningún peligro. ¡Abdel-Razuk!
El chauz del pacha se levantó. Temía a aquel hombre receloso que era escuchado por Mehmet-Alí.
—No olvides tomar las precauciones necesarias… Champollion aborda la parte más peligrosa de su viaje. Puede que la naturaleza nos ayude. Ya ha habido muchos accidentes, en el sur. Nuestro cómplice podrá al fin mostrar de lo que es capaz, en el corazón mismo de esta maldita expedición.
Alejarme de Karnak fue una aflicción. Me prometí a mí mismo que volvería victorioso, con la certeza de poder hacer hablar a las piedras, de devolver la palabra al Egipto eterno. Después de aquellos días pasados en tierra, mis compañeros volvieron a la navegación con una indudable curiosidad, preguntándose qué nuevos horizontes nos esperaban.
Consultando los mapas arqueológicos que yo mismo había trazado, fijé nuestra próxima parada en El-Kab, una ciudad muy antigua donde esperaba ver vestigios de los tiempos más antiguos. Cuando estábamos llegando a la altura de la ciudad de Esna, el viento y la noche se opusieron a estos proyectos. El reis que guiaba la navegación nos recomendó un alto. Decidí entonces navegar un poco más al sur, abandonando nuestros pesados barcos y utilizando unas barcas para llegar al emplazamiento de Contralatopolis. Sólo me acompañaban L’Hote y Rosellini, el cual abordó el primero la orilla.
Un mozo robusto con una chilaba sucia y agujereada vino corriendo hacia él. Hablaba fuerte y articulaba mal. Rosellini me rogó que interviniera. Me di cuenta de que el hombre no tenía dientes, lo cual explicaba su elocución defectuosa. Lo que creí comprender me dejó tan consternado que me sentí desfallecer. Mi palidez alertó a L’Hote, que advertía rápidamente la menor de mis reacciones.
—¿Qué está diciendo este bandido, general? ¿Le ha insultado?
—Mucho peor que eso, amigo, mucho peor…
Me había quedado sin aliento. Tuve que sentarme, sostenido por mis colaboradores. El árabe desdentado estaba sorprendido de verme tan desesperado.
—Hable, maestro —insistió Rosellini.
Hice un esfuerzo considerable para expresarme.
—Había un gran templo aquí, hace sólo doce días… Ha sido totalmente derribado por los obreros del pacha. Las piedras han sido utilizadas, unas para construir fábricas, otras para reforzar el muelle de Esna que amenazaba con ser arrastrado por el Nilo.
Ni L’Hote ni Rosellini encontraron palabras para reconfortarme. Sabían que la destrucción voluntaria de los monumentos egipcios constituía para mí el más insoportable de los sufrimientos. Nada podía consolarme. El viento frío del norte me heló las sienes. Estaba tiritando.
—Volvamos a Esna —dije con lágrimas en los ojos.
Otra calamidad nos esperaba.
El Isis, lleno de agua, estaba encallado en la orilla. Afortunadamente, había abordado en un punto poco profundo y no se había hundido. Tuvimos no obstante que vaciar la embarcación para carenarlo y tapar la vía de agua. Nuestras provisiones estaban mojadas. Habíamos perdido sal, arroz y harina de maíz.
Vi a L’Hote abrumado por primera vez.
—Mala señal, general… El gran sur no vale nada.
—Al contrario —repliqué—. Todo esto no es nada comparado con el peligro que nos habría amenazado si esta vía de agua se hubiera abierto durante la navegación en el gran canal. Nos habríamos hundido irremisiblemente. ¡Qué el gran dios Amón sea alabado!
Mi optimismo, que me sorprendió a mí mismo, resultó comunicativo.
—¡Demonio, tiene razón, general! ¡Estamos bajo la protección de los dioses egipcios! Pongamos nuestro destino entre sus manos.
Aquel nuevo entusiasmo fue inmediatamente moderado por la llegada ruidosa de una tropa numerosa, armada con fusiles, largas pistolas, sables y lanzas. Un gigante bigotudo de aspecto poco atractivo estaba al mando. Ordené a mis compañeros que se quedaran en los barcos. Vi a lady Ophelia, con el rostro casi totalmente oculto por un sombrero malva de alas anchas. No se dejaba llevar por el pánico. Con pasos tranquilos, me dirigí hacia el comandante que nos asediaba. Después de desearle mil bendiciones para él y su familia, pregunté cuáles eran los motivos de aquel despliegue de fuerzas contra mi modesta expedición que gozaba del beneficio, como el mundo entero sabía, de los favores insignes del pacha.
La mala suerte se mostraba cruel con todos nosotros. Tenía que habérmelas con una persona de cortos alcances, inaccesible a los encantos del discurso. Su única respuesta fue un «sígame» que no admitía réplica. Me invitaron a subirme a un camello, desde donde hice una señal tranquilizadora con la mano a L’Hote.
Me llevaron a una gran mansión situada a orillas del Nilo, a unos cien metros de allí. El comandante me amenazó con una enorme pistola cubierta de dorados. Me empujó hacia un potentado barrigudo ante el cual se inclinó.
—Soy Ibrahim Bey —declaró el potentado—. La ciudad de Esna y sus alrededores están bajo mi jurisdicción. ¿Es usted ruso?
—No, su excelencia. Mi nombre es Champollion. Soy francés.
—¿Y si fuera ruso? ¿Si estuviera mintiendo? Ayer, en El Cairo, decían que los rusos se dirigían a Constantinopla y que nuestro ejército se disponía a combatirlos. Nuestro amo todopoderoso el pacha teme que unos espías surquen nuestras provincias. Cuenta con que sus gobernadores los detengan y los ejecuten.
A mi alrededor sólo había miradas hostiles.
—El pacha me ha autorizado a viajar por Egipto para estudiar los monumentos antiguos —dije con calma—. Esta es mi única misión.
Ibrahim Bey posó las manos sobre su vientre.
—No lo creo. ¿Quién podría interesarse por esas viejas piedras?
—Mis documentos de acreditación están en el barco. Le bastará con consultarlos.
El potentado hizo una mueca de escepticismo.
—Está demasiado lejos y yo estoy cansado. El pacha me ha pedido que identifique a un espía ruso… y pienso obedecerle. Quienquiera que sea, usted servirá.
El comandante y varios hombres suyos me rodearon, dispuestos a detenerme a la fuerza.
—¡Le prohíbo tocarme! —declaré, furioso y blandiendo mi mano derecha como un arma irrisoria.
El comandante sacó su sable, decidido a hacerme tragar mis palabras.
—¡Apártense! —ordenó brutalmente Ibrahim Bey a sus hombres—. Usted, Champollion, ¡acérquese!
Examinó mi mano derecha con gran interés. Su rostro reflejó una intensa perplejidad.
—¿De dónde proviene el anillo que lleva?
—Me ha sido regalado por Mohamed Bey, el gobernador de la provincia de Beni-Hassan.
Una amplia sonrisa animó los labios carnosos del potentado.
—Es mi querido hermano —declaró abrazándome con tanto fervor que casi me ahogó—. ¡Los amigos de mi hermano son mis hermanos!
Las efusiones fueron intensas y duraderas. El potentado de Esna juró que me ofrecería su brazo en este mundo y en el otro, que honraría mi vejez con regalos suntuosos y me guardaría un sitio en el paraíso junto a él. Aproveché aquellas ventajosas disposiciones para pedirle algunas aclaraciones acerca de aquellos espías rusos que tanto le preocupaban. Me contestó que el asunto era serio. La víspera, incluso se creía que El Cairo, lugar de violentos combates, se había vuelto inaccesible. Afortunadamente, aquellas falsas noticias se habían desvanecido como un espejismo.
—Ya que le gustan las viejas piedras —me anunció orgullosamente el pacha—, yo tengo algunas que ofrecerle.
Mientras un pacífico ejército de obreros terminaba las reparaciones de nuestros barcos y una cohorte de sirvientes traía platos suculentos, me dirigí con curiosidad hacia el templo de Esna, ya que el consejo de los dioses lo había decidido así.
¡Cuál no fue mi sorpresa al descubrir, en pleno centro de la aldea ruidosa y polvorienta, un edificio de buen tamaño, casi totalmente hundido en la arena! Además, servía de almacén de algodón, lo cual le permitía escapar a la destrucción por algún tiempo. El templo ha sido revestido con limo del Nilo, sobre todo en el exterior. También han cerrado con muros de barro el intervalo que existe entre las primeras hileras de columnas del pronaos, de modo que mi trabajo exigió la ayuda de escaleras y de velas para ver los bajorrelieves de más cerca. Para penetrar en el santuario, hay que descender, no sin haber apartado las basuras que obstruyen el paso. Una vez dentro, hay que evitar empujar a los hombres que duermen en una estera y a los que, descalzos e instalados en alfombras, leen el Corán en aquel lugar que, sin embargo, está destinado a otros misterios. Ese santuario, de fundación antigua, está dedicado al dios carnero Khnoum, que tiene la función de modelar en su torno de alfarero la totalidad de los seres vivientes. Por lo que pude ver, los relieves enseñaban a los sabios el proceso de esta creación que constituye la base de todos los artesanados.
La escalera, colocada entre dos capiteles, chirrió de un modo siniestro. Alguien bajaba. El bajo de una sotana apareció. Con gran dificultad, el padre Bidant se introdujo en aquel templo enterrado hasta el mentón.…
—Es aterrador —dijo al verme, con una vela en la mano—. ¡Es como penetrar en el antro del diablo!
—Tranquilícese, padre. Aquí sólo estoy yo y algunos incrédulos.
—Extraño lugar —observó con inquietud.
—Si le quitáramos su ganga, descubriríamos un templo comenzado en buena época y llevado a término por los emperadores romanos. Hay aquí unos textos sorprendentes sobre el nacimiento de la vida.
—¿De acuerdo con la doctrina cristiana? —se angustió el padre Bidant.
—Me temo que no —reconocí—. Por lo que veo, los textos hablan de una divinidad que transmite su poder a otras fuerzas creadoras que actúan en su nombre… Intermediarios entre Dios y el hombre, por decirlo así. Lo que los antiguos llamaban «genios», contra los cuales el cristianismo luchó tanto.
Esperaba una réplica mordaz, pero el religioso se contentó con deambular por la sala enterrada.
—Hice mal en interpelarle de un modo tan brutal, Champollion. Me enfurecí más allá de lo razonable, es cierto. Es muy poco cristiano. Le ruego que me perdone. Hay que comprenderme. El calor, una comida poco refinada, las fatigas del viaje, la irritación de encontrarme tan alejado de nuestro país, el contacto de nuestro bello país, el contacto repetido con los infieles… otros tantos pesos casi insoportables que me han llevado a este deplorable arrebato de debilidad y de intolerancia.
Estaba profundamente emocionado. La sinceridad del padre Bidant borraba nuestras disputas anteriores.
—Yo no estoy libre de reproches, padre. En cuanto atacan a los viejos egipcios, me hierve la sangre. No me tome por un enemigo jurado de la religión cristiana. Simplemente creo que no es original y que toma sus raíces en una fe más antigua y más amplia que, mañana, será una nueva luz para la humanidad.
El padre Bidant pasó con precaución el dedo por un relieve como si las figuras divinas fueran portadoras de una magia que le ponía en peligro.
—Evidentemente, no puedo seguirle sobre ese terreno, pero admiro su diligencia e intento comprenderla. Admita, por su parte, que yo tengo el deber de mantenerle en el camino de la verdadera fe.
—¡Intentaré convertirle a la religión de los faraones!
El religioso sonrió bondadosamente.
—¡No tiene ninguna probabilidad! Pero siga trabajando para su ciencia…
El padre Bidant salió del templo. Me había equivocado respecto a él.
Era un buen hombre, mal preparado para una aventura semejante y completamente desorientado por el Oriente. Su tolerancia se convertía en la mejor arma para restablecer entre nosotros una paz duradera.
Era de noche cuando dejé a mi vez el santuario de Esna. Allí había perdido la noción del tiempo, sorprendido por la amplitud de la filosofía mostrada en los muros. Sorprendido e irritado, pues todavía tropezaba con algunos jeroglíficos y no conseguía el desciframiento completo que, sin embargo, sentía muy cercano.
Fuera reinaba una alegre agitación. Unas bohemias, las ghaoûzis, habían instalado sus tiendas en una pequeña plaza. Estaban rodeadas de sus padres, tratantes en ganado, que no vacilaban en vender a sus propias hijas al mejor postor. Vestidas con un bolero negro y unas faldas blancas, con el vientre desnudo y el cuello adornado con pesados collares de nácar, las ghaoûzis empezaron a bailar y cantar. Su voz agridulce era acompañada por sones de flauta, clarinete y laúd. Aquella música lancinante producía un efecto inmediato: uno la escuchaba a disgusto, pero se dejaba seducir. Difundiéndose en la noche cálida, se insinuaba en las más pequeñas fibras del cuerpo.
Una de las bailarinas, que se contoneaba a compás con mucha gracia, era especialmente hermosa. Los pechos, libres bajo el bolero, se estremecían de gusto a cada movimiento. Sus tobillos muy finos se movían con una agitación sorprendente.
—¿Le interesan las mujeres públicas?
La voz de lady Redgrave me sobresaltó. Se había vestido como un hombre, con un pantalón negro y una camisa parda, y había recogido su admirable cabello en un moño disimulado bajo una cinta. En la penumbra, podía pasar por un hombre joven.
—Una ocupación muy curiosa para un hombre de ciencia —continuó, irónica—. A menos que este hombre haya mentido sobre su verdadera ocupación, y que sólo sea un espía a sueldo délos franceses…
En aquel ambiente alegre y relajado, no tenía ninguna gana de empezar una disputa…
—Este lugar no es el más apropiado para una dama, lady Redgrave. Es muy peligroso que se aventure en esta muchedumbre.
—¿Por qué me abandona a la soledad? ¿Acaso le he contrariado?
—No es muy agradable ser tratado de espía…, ¡pero es más bien usted quien se aparta decididamente de mí!
—Tiene usted mala fe, señor egiptólogo. Esta falta de rigor científico no le honra.
—No conseguirá enfurecerme, lady Ophelia… La velada es demasiado dulce, el espectáculo demasiado agradable y usted demasiado seductora. Disfrute de estos bailes y estos cantos. Hablaremos más tarde.
—Mañana… ¡siempre mañana! Quédese con sus cortesanas. Yo vuelvo al barco.
¿Cómo retenerla? ¿Cómo convencerla para que se quedara a mi lado? Mientras la hermosa ghaoûzi realizaba una peligrosa acrobacia, lady Redgrave desapareció.
Cuando regresaba, de madrugada, descubrí un objeto inquietante instalado en la proa del Isis: ¡nada menos que un cañón de tamaño respetable! L’Hote, que me esperaba con un tazón de té caliente, me explicó que se trataba de un regalo de Ibrahim Bey para garantizar nuestra seguridad. Me precisó que no se había preocupado por mi larga ausencia, ya que unos soldados turcos habían rodeado el templo mientras trabajaba allí y me habían seguido a distancia durante la fiesta de las ghaoûzis. Su comandante había pasado la noche a bordo del barco, marchándose poco antes de mi llegada.
Partimos hacia El-Kab, la antigua Nekheb. Allí nos recibió la lluvia, que cayó a mares, junto con rayos y truenos. Así podremos decir, como Herodoto durante su viaje que se desarrolló bajo el reinado del rey Psamético: ¡ha llovido en nuestro tiempo en el Alto Egipto!
Recorrí apresuradamente el interior de la ciudad de El-Kab, que todavía perduraba, así como el segundo recinto que comprendía los templos y los edificios sagrados. Lo examinaba todo, tanto de día como de noche, con una linterna en la mano. No encontré ni una sola columna en pie; los bárbaros han destruido desde hace algunos meses lo que quedaba de los dos templos anteriores y el templo entero situado fuera de la ciudad. Los han derribado para reparar un muelle o alguna otra construcción utilitaria. Tuve que contentarme con examinar una por una las piedras olvidadas por los devastadores y sobre las cuales quedaban algunas esculturas. Un mundo sagrado desaparecía. Aquí y allá, tarjetas que contenían el nombre de grandes faraones, los Tutmés, Amenofis, Ramsés, prueban que aquí hubo obras maestras desvanecidas algún tiempo antes de mi llegada. ¿Iba descaminado cuando me apresuré por venir a Egipto?
El único consuelo me vino de lady Redgrave, que se había ido a explorar una colina cerca de la ciudad antigua. Me llamó con un grito alegre.
—Hay una tumba curiosa —me anunció en cuanto me reuní con ella en compañía de L’Hote y de Rosellini—. Sólo columnas de texto.
Hinqué la rodilla para examinarlos. Aquellos signos me eran familiares, podía comprender el sentido general. La inscripción era la obra de un militar de alto rango, Amosis, jefe de los marinos del faraón. Bajo el reinado de un monarca también llamado Amosis, había llevado sus tropas a la victoria para echar a los hicsos, unos invasores libios, de Egipto. Era la más larga y la más reveladora de las inscripciones relativas a aquella guerra de liberación, al salir de la cual iba a resplandecer la gloria de Tebas, nueva capital del imperio. A unos cuantos siglos de distancia, sentía un gran efecto por aquel héroe, lamentando que no estuviera entre nosotros para expulsar de Egipto a sus bárbaros modernos.
Moktar y Solimán me interrumpieron en mi copia para avisarme de que el profesor Raddi había desaparecido. Me necesitaban para explorar la aldea donde un campesino le había visto entrar en compañía de una mujer joven. Solimán no disimulaba su ansiedad. Si el mineralogista había decidido seducir a una indígena, el asunto podía acabar muy mal. Corrí hasta la aldea. Saber que un miembro de mi expedición estaba en peligro me sumía en el más desgarrador de los tormentos. Ni siquiera me tranquilizaban mis queridos jeroglíficos.
Sólo había unas cincuenta chozas, apretujadas unas contra otras para luchar contra el sol y el calor. Unos niños risueños nos señalaron la presencia de un extraño en una de ellas. El profesor Raddi se encontraba allí, inclinado sobre una joven tumbada en una estera. Por encima de su rostro, agitaba una cuerda de la cual colgaba una moneda.
—No haga ningún ruido, Champollion. Esta niña tiene fiebre. Espero curarla con mi método.
Asistimos, impotentes y dubitativos, a la cura del profesor Raddi. La mirada de los padres, que habían oído hablar de la presencia de un hacedor de milagros en nuestra expedición, brillaba llena de esperanza. Su chabola era de una miseria absoluta, siendo su única riqueza dos baldes de estaño que la madre limpiaba con ahínco.
Pasó una hora larga. La moneda iba y venía incansablemente. La niña balbuceaba frases incoherentes. Salió de su torpor, se incorporó, reconoció a su madre que la tomó en sus brazos.
—Creo que lo he conseguido —suspiró el profesor Raddi, secándose la frente.
—¿Cómo lo ha hecho?
—Tenemos algunos dones de curandero, en mi familia. En Italia los había olvidado. Aquí, los he vuelto a encontrar… ¡Resulta maravilloso no verse confinado cada día en una ciudad, un despacho, no estar encerrado en unas investigaciones que sólo me interesan a mí! ¡Estoy aprendiendo a no trabajar más, Champollion!
Los padres quisieron felicitar al profesor que les gratificó con numerosos abrazos, con una exuberancia muy italiana. Aproveché para dirigirme a la niña.
—Has hablado del Profeta antes… ¿le conoces?
—Me da miedo. Me ha echado el mal de ojo.
—¿Ha vivido en tu aldea?
—No. Pero vino aquí hace una semana.
—¿Sabes dónde ha ido?
—Dijo que a Edfú… Me alegro de que ya no esté aquí.