Los dos barcos anclaron delante del templo de Luxor. Unas golondrinas bailaban en la brisa que acompañaba la salida del sol. A lo lejos, las crestas de la montaña de oriente se tiñeron de rojo. Primero hubo una orla de azafrán, y luego un aura resplandeciente invadió el cielo. Apareció el disco solar, iluminando el Nilo con unos resplandores deslumbrantes que, de reflejo en reflejo, despertaron el campo.
En su inmenso dominio tebano, el dios Amón ha ofrecido un amplio lugar a los seres vivos: campos verdes y bien regados, divididos en pequeños cuadrados, cosechas abundantes, palmeras en bosquecillos. Con el nacimiento del día, los hombres y los animales se preparaban para afrontar su labor cotidiana. Delante de las casas, unos niños desnudos jugaban con unos muñecos de trapo. En la orilla del río, los chirridos de los chadoufs difundían sus primeras quejas. Las mujeres se iban a por agua. Los burros y los camellos se ponían en movimiento con paso tranquilo hacia los cultivos, de donde regresarían cargados de pesados fardos.
El aire era dulce. Lo absorbí como si fuera una auténtica golosina. No hay palabra que pueda describir este clima maravilloso donde la luz penetra cada partícula del cuerpo. Sería una jornada como las demás, habitada por el sol, el Nilo, los templos y los trabajos de los hombres. Una jornada perfecta donde la vida y la muerte aceptarían, una vez más, fraternizar.
Ante mí se alzaba Luxor, inmenso palacio divino, precedido por dos obeliscos tallados con un trabajo perfecto en un solo bloque de granito rosa y acompañados por cuatro colosos hundidos hasta el pecho. Reconocí enseguida el arte de Ramsés el Grande. El Nilo amenaza el edificio; si no se hace algo para protegerlo, pronto será atacado por las aguas y se socavará.
Los indígenas son poco respetuosos con este glorioso pasado. Han levantado unos muros de barro cocido sobre las mismas ruinas para separar sus miserables viviendas instaladas entre los capiteles de las columnas. Los palomos y las gallinas se alborozan al nivel de las flores de loto de piedra, los perros corren entre los bajorrelieves y unas figuras admirables de divinidades están cubiertas de excrementos. La parte derecha del gran pilón de entrada está obstruida por palomares. Ante lo que fue la fachada de un templo de líneas perfectas hay dos camellos echados, esperando a que sus dueños concluyan sus interminables transacciones.
El interior del templo está aún más devastado. Hay hornos de pollo, guarderías infantiles, la casa de un capitán turco, los restos de una iglesia cristiana y hasta de una mezquita que oculta buena parte del monumento. Luxor es el santuario egipcio más profanado y el más maltratado.
Vencido por esta visión desgarradora de una Tebas con la que, equivocadamente, había soñado demasiado, lloré, escondiéndome detrás de una columna manchada de negro por el humo.
Aquella triste meditación duró tal vez varias horas. Fue L’Hote quien logró encontrarme. Le mostré un rostro sereno, consiguiendo disimular mi pena.
—¡Venga rápido, general! Voy a poder despejarle los obeliscos.
—¿Por qué milagro?
—Bastará con derribar las chozas de ladrillos de limo seco que están adosadas a ellos.
Los ojos de L’Hote brillaban de excitación.
—Se lo prohíbo.
—¿Y por qué? —se sorprendió.
—Dejaríamos sin techo a varias familias pobres. No tenemos derecho a hacerlo.
Néstor l’Hote no comprendía mi decisión. Como soldado disciplinado, no se rebeló. Pero me di cuenta de que la amistad que sentía por mí estaba gravemente perjudicada.
—Me conformaré con dibujar —anunció.
—Trabaje sin descanso —recomendé—. La arquitectura y los relieves son del mejor estilo. Al menos hay que salvar eso.
La jornada fue de estudio. Tomé apuntes aquí y allá, imaginando una formidable campaña de excavaciones que liberaría al templo de sus aciagos oropeles sin perjudicar a los pobres. Mi corazón se rebelaba ante la idea de que unos seres humanos fueran tan inconscientes de las maravillas que tenían al alcance de la mano. Un examen superficial me permitió descubrir que Luxor revelaba el misterio del nacimiento divino, el modo en que el faraón fue creado por los dioses para convertirse en el amo de Egipto, el mediador entre Dios y el hombre. ¿Conseguirían renacer aquellas sublimes revelaciones, ahogadas por las basuras de la humanidad?
Fue por la noche cuando Luxor, tan mancillado, me reveló un esplendor que recordaba su belleza de antaño. Un viento ligero me ofreció un nuevo sosiego. Unos colores cálidos cubrieron los muros y las columnas. El velo anaranjado del crepúsculo se extendió sobre el gigante de piedras, borrando las zarzas, los desperdicios y las chabolas.
Los graznidos de las aves de corral desaparecieron. Los indígenas dejaron de circular entre las ruinas y entraron en sus chozas para preparar la comida. Rosellini y L’Hote habían vuelto al barco.
Estaba solo en el santuario, solo con lo que había sido una inmensa sala de fiestas donde dioses y hombres comulgaban en una alegría luminosa. Sin embargo, mis pensamientos no conseguían elevarse más allá de las inquietudes originadas por las confidencias del profesor Raddi. ¿Estaba realmente rodeado sólo de traidores, ineptos y envidiosos? ¿Cuál de ellos estaba al servicio del enemigo? ¿Qué plan había trazado contra mí y cómo pensaba llevarlo a cabo? ¿No era el profesor Raddi un mentiroso redomado, él, que había intentado apoderarse de mi anillo protector?
En el centro del templo, apaciguado por su belleza, evaluaba el camino recorrido desde mi partida de Grenoble. Esta expedición, que sólo tendría que haber sido una aventura arqueológica, había provocado odios y pasiones, obligándome a lanzarme en un combate para el cual no estaba preparado. Ahora soy adversario del omnipotente pacha de Egipto, del despiadado Drovetti, de sus hordas de saqueadores y asesinos, cruzándome en su camino y bien decidido a no retroceder. Estos hombres se han propuesto saquear Egipto, destruirlo antes de que sea descubierto. Y seguramente preparan algo todavía peor. Para ellos, sólo soy una brizna de paja. Pero una brizna oficial enviada por el gobierno francés. Ese gobierno contra el cual he luchado tanto no hace mucho tiempo…
—Es su pasado que le invade, ¿no es así?
Lady Ophelia Redgrave se había acercado silenciosamente. Se quedó de pie detrás de mí.
—Estas piedras volverán a surgir algún día en todo su esplendor —dijo—. Lo presiento.
—Los sabios son demasiado tontos, demasiado cobardes…
—No ha sido muy amable con sus colegas… mi tío le describía como un hombre de carácter desabrido que acusaba a sus rivales de imbéciles y de incompetentes.
—No se equivocaba. Si conociera a los eruditos franceses… los Quatremére de Quincy, Raoul Rochette o Silvestre de Sacy… Son incapaces de comprender la importancia de la civilización egipcia. Son unos viejos burgueses presuntuosos, hundidos en sus costumbres mentales, hostiles a cualquier descubrimiento. Me hubiera gustado ponerles a prueba, hacerles trabajar día y noche en la pequeña biblioteca que me había acondicionado mi hermano, en Grenoble. Sólo teníamos dos habitaciones, llenas de libros. Comprábamos libros continuamente y los devorábamos. Era el alimento más suculento. Jacques-Joseph me enseñó gramática, latín, griego, hebreo… y he completado su enseñanza con el arameo y el copto.
El sol poniente había invadido el templo. La suavidad de la luz, la tibieza del anochecer nos convertían en cómplices hablando en voz baja para no molestar a los dioses.
—Mi tío afirma que usted no ha descubierto nada y que es un impostor.
—¡Young es un mentiroso y un envidioso! —me enfurecí—. Fue el 14 de septiembre de 1822, a mediodía, cuando entreví por primera vez la lectura de los jeroglíficos. «Lo tengo», dije a mi hermano antes de caer en un desvanecimiento que duró tres días. Había tenido tiempo de dictarle algunos principios de desciframiento que queríamos enviar a uno de esos sabios de pacotilla, ese pobre traductor de Sacy. Conseguí que Jacques-Joseph olvidara a ese siniestro personaje y enviara un informe a Dacier, que apreciaba mucho a mi hermano. Desgraciadamente…
—¿Desgraciadamente?
—Nadie comprendió nada de mi descubrimiento. Como era republicano y mostraba demasiado abiertamente mis opiniones, me echaron de mi puesto de profesor de Grenoble. Mi hermano me acogió en París, calle Mazarine, para confiarme la educación de sus hijos. Aquel trabajo no me gustaba nada, lo confieso, pero me permitía continuar mis investigaciones sin preocuparme por el dinero y el alojamiento. El silencio de las noches de Egipto no se puede comparar con nada. La gente se calla, el campo se hunde suavemente en el sueño, los templos adquieren el aspecto de sabios de piedra.
La paz de Luxor atenuaba la curiosidad de recuerdos que se mezclaban en mi memoria. Lady Redgrave me interrogaba y yo no oponía resistencia. Nunca había evocado aquellos períodos difíciles de mi existencia que la suerte no visitó. Mi única fortuna era mi inquebrantable voluntad de hacer hablar a Egipto, de hacer oír esa voz inmensa en el origen de toda civilización.
—¿Nunca le detuvo la policía? —preguntó lady Redgrave, recelosa.
—Detenerme, no; exiliarme, sí… y me siento orgulloso de esa condena.
Fue el Terror blanco quien nos obligó, a mi hermano y a mí, a vivir en Figeac. Allí nos infligieron mil molestias. La justicia, a pesar de su mala fe, no pudo apreciar ningún delito contra nosotros. Todo eso me parece irrisorio ahora… sólo guardo un hermoso recuerdo: el de las noches de trabajo, a escondidas, en el dormitorio del liceo de Grenoble, donde utilizaba una vela para traducir los autores griegos y latinos. Mis compañeros dormían. Estaba solo con unos textos, unos pensamientos, unas palabras arrancadas al silencio y la muerte.
—Venga —dijo—. Tengo ganas de pasearme.
Los bajorrelieves de Luxor, tan finamente grabados, se volvían invisibles. La noche caía deprisa, dejando que una luna brillante iluminara el templo. Cogidos de la mano, fuimos hasta el santuario donde se guardaba la barca sagrada llevada por los sacerdotes cuando el dios Amón manifestaba su presencia al pueblo.
Ya sólo éramos dos siluetas perdidas en el secreto de un lugar sagrado donde, en presencia del creador, el faraón se unía a la gran esposa real en la boda ritual. Los jeroglíficos inscritos en las paredes volvían ese acto perpetuamente presente, siempre que una mirada se posara sobre ellos para resucitarlos.
Aquella noche me pareció que el templo de Luxor resplandecía de amor.
—¡Despierte! ¡Despierte, se lo ruego!
Sin brutalidad pero con vigor, Solimán me sacudía. Era el único que poseía una copia de la llave de mi camarote. Tardé unos segundos en despejarme. Durante mi corto sueño, había soñado con unas excavaciones grandiosas, con templos liberados de las arenas, bajorrelieves restaurados… Estaba reconstruyendo todo Egipto.
—¿Qué ocurre, Solimán?
—Mehmet-Alí, el todopoderoso pacha de Egipto, acaba de llegar a Tebas.
Di un brinco.
—Solimán, prepárame una entrevista.
Mehmet-Alí había fijado su domicilio en una amplia mansión que tenía la mitad de las ventanas obstruidas. Me recibió a mediodía, rodeado de numerosos cortesanos que fumaban el narguile y bebían té verde. Sentado en un sillón estilo Imperio, Mehmet-Alí alisaba su larga barba blanca recién perfumada por un sirviente.
—Me alegro de volver a verle, Champollion. ¿Le está dando su viaje las alegrías que esperaba?
Manteniéndome a una distancia respetuosa del tronco, me incliné con deferencia.
—Que el cielo le sea favorable, su beatitud, por haberme concedido audiencia.
El pacha ordenó que me ofrecieran pastas de miel y té. Me tomé el tiempo de saborearlos, sin querer precipitar una conversación durante la cual estaba decidido a lanzar el desafío más arriesgado. Pensaba haber encontrado la manera de vencer al tirano sin hacerle perder prestigio. Si el intento fracasaba, sería el final de mi aventura.
—La salud de su beatitud parece floreciente.
—No podría estar mejor, Champollion. Nunca he estado tan decidido a cumplir con mis deberes y a hacer rico y feliz a mi pueblo. La industrialización de mi país es la tarea más urgente. Soy consciente, ciertamente, de la necesidad de preservar algunos monumentos antiguos, pero debo ante todo preocuparme del presente.
La advertencia era clara. Mehmet-Alí me prohibía evocar los edificios que había hecho desmantelar.
—¿Quién podría reprochárselo, su beatitud? He tenido la ocasión, a lo largo de mi viaje, de ver el estado del pueblo egipcio al cual me siento muy unido… Ninguna medida en su favor será demasiado generosa.
El pacha esperaba una protesta que no salió de mi boca. Su perspicacia le hacía vislumbrar un ataque en otro terreno.
—¿Ningún incidente grave durante su periplo, Champollion?
—Algunas muertes violentas, su beatitud, pero ninguna que me ataña directamente… En Egipto, como en otras partes, las pasiones humanas se traducen a veces de la manera más brutal. Conflictos de interés, supongo. Pero soy egiptólogo y no policía. No tengo ni el deseo ni la posibilidad de conocer el intríngulis del asunto. Sólo me interesa la arqueología.
La mirada penetrante del pacha se había vuelto fija. El amo de Egipto pesaba cada una de mis palabras. Sabía que no me dejaba engañar. Apreciaba mi moderación inesperada, tan tranquilizadora para sus intereses. Ni una palabra por mi parte sobre Abdel-Razuk, su chauz, que había intentado asesinarme. Ni el uno ni el otro teníamos la intención de mencionar ese siniestro personaje.
—Si desea seguir adelante con su expedición, Champollion, ¿en qué podría complacerle? Me gustaría conceder algún favor a un eminente embajador de Francia.
Bebiendo té a pequeños sorbos, reflexioné durante un largo rato, como si no me decidiera a formular un deseo. En realidad, estaba recordando las etapas de mi argumentación para evitar tropezar con las palabras. Con la voz un poco temblorosa, emprendí la conquista del pacha.
—¿Es cierto, su beatitud, que los ingleses se han negado a transportar a su país un obelisco de Alejandría con el pretexto de que habría sido necesario construir una ruta cuyo coste estaba estimado en trescientos mil francos?
Desconcertado, el pacha respondió con un movimiento afirmativo de la cabeza.
—Claro está —continué—, que esta ruta que lleva a un muelle de embarque en el nuevo puerto es indispensable. Pero rechazar el regalo del pacha de Egipto es una falta grave, imperdonable.
Mehmet-Alí intentó permanecer impasible, pero percibí un suspiro de satisfacción muy ligero.
—Por esta cantidad, su beatitud, tengo algo mucho mejor que proponerle. Con la condición, por supuesto, de obtener su apoyo.
—Prosiga —ordenó, intrigado.
—¡Me alegro —dije— de que el sabio ingeniero inglés haya tenido la feliz idea de una calzada de trescientos mil francos para que su gobierno y, por carambola, el nuestro, pierda interés por los pobres obeliscos de Alejandría! Me dan pena desde que he visto los de Tebas. Tengo una idea más fuerte, más grandiosa… ¡lo que Inglaterra desdeña, Francia lo acepta entusiasmada! París necesita un obelisco, su beatitud. No estaría mal poner bajo los ojos de nuestra nación un monumento de ese orden para desligarla de los perifollos y las fruslerías a los que damos el nombre fastuoso de monumentos públicos, auténticas decoraciones de camarín, muy a la altura de nuestros «grandes» arquitectos, meticulosos imitadores de todas las pobrezas del Bajo Imperio. Por mucho que digan, lo grande siempre estará en lo grande, y en ningún otro sitio. Sólo las masas infunden respeto e impresionan el espíritu y los ojos. Una sola columna de Luxor es más un monumento ella sola que las cuatro fachadas del Louvre. Un coloso egipcio colocado en la explanada del Pont-Neuf diría mucho más que tres regimientos de estatuas ecuestres del tamaño de la de Lomot[5]. Nuestra capital está triste. El arte moderno ha matado al arte. París ha entrado en la era de la barbarie. Al ver aquí unos obeliscos erguidos en honor de Ramsés, el mayor conquistador de su época, supe que uno de ellos podría conmemorar magníficamente la amistad indisoluble que une Egipto y Francia.
El pacha ya no disimulaba su sorpresa.
—¿Qué es lo que propone, señor Champollion?
—Por la suma de trescientos mil francos, estoy seguro de poder asegurar el transporte hasta París de uno de los dos obeliscos del templo de Luxor, el que está a la derecha de la entrada. El honor nacional le estará eternamente agradecido, su beatitud.
—Sorprendente demanda y fabulosa empresa —opinó el pacha—. Seguramente habrá que partir en tres ese enorme monolito…
—Todo o nada, su beatitud. El obelisco debe permanecer intacto para resplandecer con todo su poder en el suelo francés. El transporte será un éxito siempre que el asunto sea confiado a un hombre de práctica, arquitecto o mecánico, ¡en ningún caso a un sabio de gabinete!
Era la única solución para salvar una de las obras maestras más perfectas del arte egipcio, mancillado cada día por vándalos y condenado a una rápida degradación.
Mehmet-Alí alisó su barba blanca, perplejo, se levantó y ordenó secamente a sus cortesanos que se fueran. Esperó a que estuviéramos solos para tomar la palabra.
—Es usted un hombre muy activo, Champollion. Egipto vivía olvidado y tranquilo antes de su llegada. Temo que provoque un interés demasiado apremiante por este viejo país que debe caminar lentamente hacia el progreso.
—La razón de ser de Egipto, su beatitud, ¿no es acaso su mensaje espiritual?
—Usted ve templos, esculturas, divinidades. Yo veo fábricas, máquinas, presas. Somos adversarios empeñados en una lucha sin piedad. Sólo la posteridad será capaz de juzgarnos.
El pacha se detuvo frente a una ventana abierta y me dio la espalda. Para él, la conversación había terminado.
Para mí no.
—Perdone que interrumpa su meditación… pero no he oído su respuesta con respecto a mi proyecto.
El amo de Egipto tenía la inmovilidad del granito. Durante unos largos segundos, temí que hubiera adoptado también un silencio mineral.
—Su obelisco embellecerá París, Champollion.
Embriagado con mi victoria, me atreví por fin a dar el último paso que me separaba del corazón de Tebas: Karnak, el palacio de Amón-Ra, el señor de los dioses.
Karnak, la Tebas de las cien puertas que, durante muchos siglos, había reinado sobre el universo. ¿Qué me reservaba? ¿Qué quedaría de ella, tras la destrucción de los asirios, de los cristianos y de los árabes? ¿Estaría Karnak reducido al mismo estado lamentable que Luxor?
Incapaz de esperar por más tiempo, caminé a paso rápido bajo el sol. Un borriquero me propuso una ayuda que acepté gustoso. La distancia fue pronto recorrida. Cuando dejamos la orilla para penetrar en las tierras y el borriquero me anunció con orgullo «¡Al-Karnak!», cerré los ojos.
¿Iba a conocer la mayor alegría o la mayor decepción de mi existencia? El burro se detuvo. Me apeé, terriblemente emocionado.
Abrí por fin los ojos.
Karnak se alzaba ante mí, inmensa, sobrehumana.
Allí vi toda la magnificencia faraónica, lo más grande que los hombres han imaginado y ejecutado. Lo que había visto en Tebas me pareció miserable comparado con las concepciones gigantescas que me rodeaban. Me abstendré de hacer descripción alguna, porque o mis expresiones sólo valdrían la milésima parte de lo que se debe decir al hablar de semejantes objetos, o, si trazara un débil esbozo, aunque muy descolorido, me tomarían por un entusiasta, tal vez por un loco. Bastará añadir que ningún pueblo antiguo ni moderno ha concebido el arte de la arquitectura a una escala tan sublime, tan amplia, tan grandiosa, como lo hicieron los antiguos egipcios; concebían como hombres de cien pies de altura, y tenemos como mucho cinco pies y ocho pulgadas. La imaginación que en Europa se dispara muy por encima de nuestros pórticos, se detiene y cae impotente al pie de las 140 columnas de la sala hipóstila de Karnak, bosque de flores gigantes, mundo más allá de lo humano que ilumina una luz celeste filtrada por unas ventanas de piedra.
En este templo maravilloso he contemplado los retratos de la mayoría de los faraones que habían hecho la gloria del Imperio. Egipto ha desplegado en esas columnas y sobre esos muros el poder del espíritu, ha logrado espiritualizar la materia.
Karnak también ha sufrido la negligencia de los invasores árabes, para quienes Egipto sólo es una tierra extranjera. Hay colosos desplomados, montículos de arena por desescombrar, dinteles que amenazan con caer en ruinas, campamentos de indígenas en los santuarios. Pero el genio de los antiguos no había cedido ante estas agresiones del tiempo y de los hombres. Karnak, con su gigantismo, es capaz de desafiar los cataclismos, entre los cuales figura en primer lugar la ignorancia humana.
Los dioses me habían llevado al corazón de lo más sagrado que hay en el mundo… aquella visión me hizo olvidar las necedades y las bajezas de la existencia.
—Maestro… ¡pero si está aquí!
Abriendo la puerta de mi camarote, que había olvidado cerrar con llave, Rosellini se quedó atónito al descubrirme instalado en mi mesa de trabajo, cubierta de papeles.
En Karnak había emborronado decenas de hojas. Cuando volví al Isis, al anochecer, empecé enseguida a redactar un ensayo de cronología de los reyes que habían dejado huellas de su reinado. El día en que el Profeta me entregue los elementos de la tradición oral de los que él disponía, estaré preparado para redactar una gramática, un diccionario y una historia general de la civilización egipcia.
—Le hemos buscado por todas partes, maestro… Estábamos muy preocupados. ¿No estará enfermo?
—Mi salud es excelente. El clima me sienta de maravilla y me encuentro mucho mejor que en París. Hoy he trabajado mucho… y espero que usted también.
Rosellini pareció ofendido.
—Perdone esta observación… Parece estar de mal humor.
—Exacto —dije tirando mi pluma lejos—. Incluso estoy furioso.
—¿Por mi culpa?
—En absoluto. Por culpa de toda Francia, de los que pretenden ser mis allegados o mis amigos. No hay noticias de ellos desde que nos fuimos. Ni una carta.
—Dificultades de envío, seguramente…
—No intente mentir, Rosellini. Sé que usted ha recibido cartas que provenían de Alejandría. L’Hote, Bidant, Raddi… todos ustedes han recibido noticias. Yo no.
—Drovetti ha debido hacer retener las misivas que le concernían para sumirle en la desesperación. No permita que triunfe su malevolencia.
Por lo tanto estaba solo, completamente solo, pero el espíritu del Antiguo Egipto entraba en mí, hora tras hora. Los lazos con Europa y mi pasado se rompían uno tras otro. En mi fuero interno no sentía ninguna tristeza. Karnak marcaba la cumbre de mi destino, relegando el ayer al rango de las vanidades llevadas por un viento de arena. Acababa de pasar un punto sin retorno.
El rostro inquieto de L’Hote apareció detrás de Rosellini.
—General, una mala noticia. Acabo de ver a Abdel-Razuk en el muelle. Primero pensé que me había equivocado, pero estoy demasiado acostumbrado a observar. He gritado su nombre.
Se ha vuelto y ha huido. Hay que señalar su presencia a las autoridades de Luxor.
—Es inútil —contesté—. Abdel-Razuk está al servicio del pacha, que impedirá cualquier acción contra su sirviente.
Deseando saborear la luz del sol poniente en el puente del Isis, me encontré con una suntuosa lady Redgrave. Llevaba un vestido de noche de seda roja y un collar de perlas de tres hileras. Estaba resplandeciente y habría hecho que cualquier ermitaño renunciara a su soledad.
—Siento tener que apartarle de sus sabios trabajos —dijo, provocadora.
—¿Por qué motivo?
Me observó con ojo crítico.
—Parece un explorador que regresa de lo más recóndito del desierto. Debería engalanarse un poco para seducir a sus huéspedes.
—No tengo a quién seducir, lady Redgrave. He subido a tomar el aire un momento y vuelvo a mi camarote. Establecer la lista de los faraones me parece algo más esencial que una cena mundana.
—Pues no se librará de ésta.
—¿Y porqué?
—Porque las mayores personalidades de Luxor deseaban ser invitadas a su mesa… que está ahora dispuesta en el puente.
Me disponía a precipitarme para comprobar esa noticia, pero lady Redgrave me cerró el paso.
—¡No con esa facha, señor Champollion!
La mesa redonda había sido instalada debajo de una tela de tienda extendida sobre cuatro postes. Un delicioso soplo de aire volvía la velada encantadora, borrando las fatigas de la jornada. Lady Redgrave actuó como una anfitriona notable, adornando lo corriente con lámparas de aceite y ornamentos florales.
No me había engañado respecto a la calidad de nuestros invitados. Allí había un Agá turco, comandante jefe de Gournah; el jeque elbeled de Medinet-Habu, que daba órdenes en ese templo y en el Ramesseum; finalmente, el jeque de Karnak, ante el cual todo se prosterna en las columnatas del viejo palacio de los reyes de Egipto. Reinan sobre un ejército de gente menuda y pequeños oficios. Es imposible dar un paso en Tebas sin su consentimiento.
La conversación, a decir verdad, se redujo a un intercambio de banalidades y de felicitaciones recíprocas; a intervalos regulares, yo contestaba Thaïbin (estoy bien) a la pregunta Ente-thaïeb, (¿está bien?). Una sonrisa cordial adornaba entonces los labios de mis huéspedes, a quienes ofrecí pipas y café en abundancia. Solimán contó algunos chistes orientales que trataban de demonios engañados por los humanos. Nos colmaron de regalos: un rebaño de ovejas y unas cincuenta gallinas. Aquella fortuna con patas, que lady Redgrave apreció mucho, nos aseguraría pronto un excelente sustento.
Recibiendo un lote de pólvora que le ofrecía una supremacía guerrera, el jeque de Karnak me atribuyó un personal numeroso para trabajar en el gran templo. Se deshizo en cumplidos galantes acerca de lady Redgrave, a quien otorgó el título de «su esposa». Habría debido reaccionar, pero es muy peligroso, según las reglas de la educación egipcia, contradecir brutalmente a un invitado.
Lady Ophelia sonreía.
Con el corazón lleno de esperanza, al día siguiente penetré de nuevo en Karnak como si el inmenso dominio de Amón fuera ahora mío. Los fellahs prometidos por el jeque me esperaban en el gran patio, detrás del pilón macizo de entrada. Junto con Rosellini y L’Hote, me dirigí entusiasmado a aquella cuadrilla de obreros, dirigidos por un capataz que fijó su salario a media piastra por día. Las excavaciones empezaron de inmediato. Rosellini temblaba de curiosidad con la idea de desenterrar estatuas. L’Hote se alegraba de abandonar sus dibujos para dedicarse a un trabajo de dirigente de hombres.
Solimán me trajo el personaje que le había pedido que descubriera: Timsah (el cocodrilo), excavador personal del cónsul general de Francia, Drovetti, y representante local de las autoridades francesas. El cocodrilo era pequeño y de anchas espaldas. La frente baja, las manos gruesas, apenas abría los ojos.
—Que el saludo esté contiguo, Timsah. ¿Te ha anunciado mi venida el cónsul general?
—Sí.
—¿Te ha entregado los fondos necesarios para emprender las excavaciones?
—Los estoy esperando.
—¿No querrás decir… que no tienes nada en tu poder?
—Los estoy esperando —repitió.
—¿Para qué fecha? —me impacienté.
—Mañana… tal vez pasado mañana.
—Será mañana. Te hago personalmente responsable de ello.
El cocodrilo se inclinó y se alejó lentamente.
—¿Cómo pagaremos a los obreros esta noche? —se inquietó Rosellini.
—Con mi propio dinero.
La jornada fue una sucesión de asombros. Hice medir el más alto de los obeliscos egipcios. Un joven nubio consiguió alcanzar la cima de la aguja de piedra ayudándose con un poste rodeado de cordajes. Mientras trepaba, el capataz imploraba a Alá de rodillas y los destajistas recitaban versos del Corán. En otra parte, excavaban para despejar unas bases de columnas y extraían tierra de unos bronces tardíos. Yo volaba de templo en templo, de sala de fiestas en sanctasanctórum, de galería de careros en pórticos monumentales. Devoraba Karnak con avidez, convencido de que aquella obra de construcción del tamaño del universo nunca había estado cerrada. Hasta el final de su epopeya, los capataces habían construido, embellecido, desarrollado. Y yo era ahora su humilde sucesor, dispuesto a hacer revivir ese cuerpo sagrado de Egipto donde el espíritu y la mano habían creado con el mismo genio.
Estaba copiando una escena de ofrenda grabada en una de las columnas de la sala hipóstila cuando el capataz vino a buscarme. Sus gestos desordenados atestiguaban una viva exaltación. Corrí detrás de él hasta la capilla de Seti, ante la cual estaba teniendo lugar un espectáculo lamentable: L’Hote y el padre Bidant se estaban peleando a manotazo limpio. El religioso parecía llevar ventaja, asestando grandes golpes con la palma de la mano. L’Hote se veía obligado a retroceder protegiéndose el rostro.
—¡Paren inmediatamente! —intervine con voz potente que puso fin al combate—. ¿Se ha vuelto usted loco, padre? ¿Y usted, L’Hote, es que ha perdido toda dignidad?
—Bidant es un criminal, general.
—L’Hote es un demente —contraatacó el religioso—. Me ha agredido cuando estaba examinando el bajo de un muro.
—No lo examinaba —protestó L’Hote—, ¡lo degradaba! ¡Intentaba borrar las figuras a pedradas!
Inclinándome sobre el objeto del conflicto, admiré una escena conmovedora: el faraón, representado de niño, estaba sentado sobre las rodillas de su madre. Comprendí las intenciones del padre Bidant.
—La Virgen llevando al Cristo… ha pensado en ellos, ¿verdad? Ha querido destruir el motivo egipcio que ha servido de modelo a los imagineros de la Edad Media. Este nacimiento divino antes del cristianismo le resulta muy molesto… Su combate es inútil, padre. ¡Tendrá que admitir que el cristianismo ha nacido en esta tierra y que ha sacado sus símbolos del más viejo caudal egipcio!
—¡Sacrílego! —rugió el religioso furioso y, sacudiendo su sotana cubierta de polvo, se alejó del recinto sagrado.
Karnak me hechizaba. Ya no necesitaba dormir, apenas comía. Ni siquiera pensaba en el peligro. Tenía la impresión de haber vivido siempre aquí, de haber recorrido antes esas galerías y frecuentado esas salas. Lady Redgrave había dejado el barco para instalarse en una confortable vivienda de Luxor llena de sirvientes. Una barrera insuperable se había vuelto a alzar entre nosotros. El padre Bidant se había enclaustrado en su camarote donde se hacía servir sus comidas. El profesor Raddi, provisto de una silla plegable, se sentaba en el linde del desierto que contemplaba durante horas. No oía ni veía a nadie. L’Hote y Rosellini me secundaban hasta el límite de sus fuerzas, sorprendidos por mi capacidad de resistencia. Mi salud, preocupación constante en los fríos y las brumas de Europa, mejoraba bajo el sol de Egipto; Karnak, además, tenía el don de borrar las fatigas. Por el suelo circulaban energías divinas que dejaban el cuerpo como nuevo. Comprendí por qué los constructores habían podido levantar unas piedras de semejante tamaño y construir a escala tan gigantesca: estaban poseídos por un poder sobrenatural que les ofrecía la obra de construcción del templo.
Aquellos monumentos no pertenecían al pasado. Eran el eterno presente de la conciencia, tan serenos como la primera mañana del mundo. Tebas se había convertido en mi centro del universo, el lugar donde mi destino se cumplía tanto en la luz como en el misterio. Si me dejan excavar Karnak, ya no me moveré de aquí. Llegaré incluso a olvidar al Profeta y el desciframiento de los jeroglíficos. Me contentaré con ser el más modesto de los obreros, con quitar la arena y el polvo hasta el final de mi existencia.
Me quedé dormido y soñé con un Karnak resucitado.
Una enorme agitación reinaba en el recinto del templo de Mout, al sur del santuario de Amón. En el resplandor intenso de la madrugada, el emplazamiento consagrado a la madre divina se me apareció en su extrañeza: unos bloques dispersos, unos hierba) os, un lago sagrado en forma de luna creciente.
Una multitud de fellahs se había reunido alrededor de L’Hote, que se había empeñado en cavar en aquel lugar aislado. Me habría dejado seducir gustosamente por el encanto de aquella llanura repleta de tesoros ocultos si no hubiera visto a L’Hote debatirse en medio de una muchedumbre hostil. Tenía que socorrerle lo antes posible.
Aparté a unos obreros y me dirigí al jeque de Karnak, que blandía un palo amenazador.
—¿Qué ocurre?
—Mire —dijo L’Hote señalando un agujero de donde salía la cabeza negra de la estatua de una diosa-leona—. Los fellahs están convencidos de que se trata de un demonio. Quieren destruir su rostro antes de sacarla. Tiene el mal de ojo.
—¡Tienen razón, tienen razón! —gritó el padre Bidant blandiendo una cruz por encima de las cabezas—. ¡Qué vuelvan a enarenar esa estatua maldita!
Rosellini le obligó a callarse. Pero el jeque de Karnak mantenía un rostro cerrado y hostil. No podía permitirse perder su prestigio delante de sus hombres.
—Hay un maleficio —declaró—. La leona va a saltarnos al cuello. Ayer, en Qenah, unos peces ávidos de carne humana han atacado a unos nadadores y les han comido el sexo. En Akhmim, unos niños han cortado una serpiente en pedazos. Se reconstituyó en el acto y les mordió. Hay un maleficio. El mal de ojo está sobre nosotros.
El jeque habría podido contar muchas otras historias fabulosas donde sobrevivían huellas de la mitología egipcia. Yo no tenía tiempo para hablarle de la serpiente uraeus encargada de proteger a los faraones, o del mito de Osiris, cuyo sexo había sido tragado por un pez.
—Yo soy capaz de quitar el mal de ojo —afirmé—. No lo temo.
Intrigado, el jeque apartó a dos fellahs de un bastonazo.
—Demuéstrelo.
Me arrodillé. Con las manos desnudas, quité un poco de tierra, liberando completamente el rostro severo de Sekhmet, la diosa-leona de mirada de fuego, encargada de aniquilar a los enemigos visibles e invisibles del faraón, de enseñar su arte a los médicos. Tomé la robusta frente de la leona entre mis manos, provocando un murmullo de terror.
—Ven, la diosa me acepta. No aportará la desgracia ni la enfermedad.
Mantuve la postura durante unos largos minutos. Cada fellah esperaba verme devorado por la leona aterradora. Pero el mal de ojo no se abatió sobre mí. La sonrisa volvió a los labios. Un obrero se puso a trabajar, y luego un segundo, un tercero… Al final de la mañana, la poderosa estatua de Sekhmet, sentada, reinaba ante nuestros ojos maravillados por tanto poder unido a tanta majestuosidad.
Rosellini dominaba mal su emoción. Sus manos temblaban.
—¿Qué le ocurre, Ippolito?
—Su mirada, maestro, su actitud ante el jeque… Nunca le había visto tan resuelto, tan bravo… Creí que iba a pelearse con esa multitud de árabes, que estaba dispuesto a todo para salvar esa escultura.
—Sí, defenderé Egipto con uñas y dientes. Me crecieron a los cinco años, y desde entonces no han perdido su fuerza. Recuerdo… Pasaba delante de una casa de leprosos. Contra la puerta se apoyaba un mendigo que sostenía un sombrero. Iba a echarle una moneda cuando un jefe del partido revolucionario dio un bastonazo al ciego que estorbaba su paso. Me precipité sobre aquel bruto, ¡empuñé el bastón, suplicándole que no obedeciera más a aquel hombre malvado y que le zurrara a él! Aquel maldito jacobino se rio a carcajadas, y aconsejó a mi madre que recortara el pico y las garras de su pajarillo para que otros no se vieran obligados a hacerlo más tarde. Otros, efectivamente, intentaron destruir mi deseo de justicia. No lo lograron. Y nadie lo logrará.
No me entretuve por más tiempo, preocupado por un grave tormento. Solimán debería haber estado junto a mí desde hacía mucho tiempo. Habíamos quedado en encontrarnos a mediodía delante del pilón de entrada si no había conseguido traerme a Timsah.
Mi hermano había perdido su acostumbrada impasibilidad.
—Imposible echar el guante a Timsah, ha desaparecido.
—Espérame aquí.
Una breve y virulenta conversación con el jeque de Karnak, a quien tuve que entregar un soborno sustancioso, me permitió obtener la información esperada. El cocodrilo se escondía en casa de una mujer, en el burgo de Karnak. Pronto estuvimos en presencia del excavador de Drovetti.
—¿Por qué te escondías? —pregunté, tajante.
—Descansaba.
—¿Dónde está el dinero prometido para pagar a los obreros?
—No ha llegado.
—¿Cuándo podré por fin disponer de él?
—Lo ignoro.
—¿Cómo entras en contacto con el cónsul?
—Me envía mensajeros.
—¿Cada día? ¿Cada semana?
—Depende… Cuando lo juzga necesario. Hace ya tiempo que no veo a ninguno. No es una buena época para viajar.
El cocodrilo mantenía los ojos cerrados. Mis preguntas no le impresionaban. Protegido por Drovetti y por el pacha, se sentía invulnerable. Interrumpí aquella entrevista inútil.
Pasaron cuatro días. El tiempo corría. Había tenido que interrumpir las excavaciones por falta de dinero. El excavador de Drovetti no había recibido ningún mensaje. No recibiría ninguno mientras yo persistiera en mi proyecto. De modo que los rumores que corrían en París antes de mi marcha estaban fundados: Drovetti se opondría por todos los medios a mi deseo de estudiar los emplazamientos y de darles valor.
Tenía que contentarme con ser un transeúnte.
Entristecido, deambulaba por el muelle de Luxor. El occidente enrojecía. El Nilo se encendería pronto con los miles de colores del poniente. Tebas estaba allí, al alcance de mi mano, y debía renunciar a ella por culpa de un diablo que había jurado mi ruina y la de los antiguos egipcios.
Cuando estaba contemplando la orilla de los muertos, un hombre se abalanzó sobre mí y me empujó violentamente hacia el Nilo.