13

El destino debía revelarse cruel unas horas más tarde. Yo estaba ilusionado con la idea de descubrir la ciudad santa de Abydos, el reino de Osiris, juez de los muertos y maestro de las transformaciones que permitían a los justos caminar por las rutas del más allá.

. La naturaleza había decidido lo contrario. La inundación, este año, es magnífica para los que, como nosotros, observamos el campo para admirarlo. No ocurre lo mismo con los pobres fellahs. El río, al desbordarse, ya ha arruinado varias cosechas. Los campesinos se verán obligados, para no morir de hambre, a comer el trigo que el pacha había dejado con miras a la próxima siembra. Hemos visto pueblos enteros deshechos por el Nilo, al cual no sabrían resistir unas chozas miserables construidas con limo secado al sol; las aguas, en muchos sitios, se extienden de una montaña a otra. Allí donde los cerros más elevados no han quedado sumergidos, vemos a los fellahs, mujeres, hombres y niños, llevando seras llenas de tierra, con objeto de oponer a un río inmenso unos diques de tres a cuatro pulgadas de altura, y salvar así sus casas y las pocas provisiones que les quedan. Es un cuadro desolador que me parte el corazón.

Desde la cúspide del barco, de pie sobre el tejado del camarote, saludé de lejos a la antigua Abydos. La muerte osiria no aceptaba mi presencia. Me rechazaba, como si todavía no hubiera llegado la hora.

Sin embargo, era de aquella localidad sagrada que provenía una de las inscripciones que dieron origen a mis descubrimientos. Abydos ocultaba forzosamente otras tablas jeroglíficas con claves de la lengua sagrada. Una lengua que seguía negándome sus últimos tesoros que poseía un hombre, el Profeta, escondido bajo este sol deslumbrante.

Llegamos a Guirgeh en una mañana fresca. El viento del norte agitaba el Nilo. La ciudad de San Jorge, caída en la decrepitud tras haber conocido cierta gloria bajo los mamelucos, ocupa un recodo del río. Está casi aplastada por un alto acantilado. Numerosos pájaros, garzas, cornejas, gavilanes surcaban el cielo.

Había una aglomeración en el muelle. Discutían en voz alta y fuerte. Moktar, tras haber maltratado a algunos mirones, me avisó que el excavador de Anastasy quería verme.

—¿El excavador de Anastasy? —me extrañé—. ¿En qué emplazamiento trabaja?

—Lo ignoro.

El sirviente de Drovetti tenía un aire obstinado. No apreciaba nada aquella invitación.

—¿Dónde se encuentra ese hombre?

—En el convento de los Hermanos de San Jorge —contestó Moktar.

—L’Hote me acompañará —indiqué.

—Yo también —intervino el padre Bidant—. Ya que por fin podemos encontrarnos con verdaderos creyentes, mi presencia resulta indispensable.

—Como usted quiera —acepté.

El acceso al convento se reveló de lo más incómodo. Para llegar allí había que hacerse izar por una polea que nos subía hasta una altura considerable. Los monjes no habían encontrado otro modo para sustraerse a los mil males con los que les agobiaban los árabes.

La iglesia y el convento de los coptos de Guirgeh se morían. Su asilo no se distinguía en nada de las demás casas del pueblo. Practicaban el voto de pobreza más allá de toda razón. El bienestar y la alegría estaban desde hacía mucho tiempo desterrados de la existencia de los tres o cuatro supervivientes que se consumían en una iglesia más sombría que una cripta. Llevaban cafetán negro y turbante que no indicaban en absoluto su condición de sacerdotes.

—¡Dios, qué miseria y qué fetidez! —se indignó el padre Bidant.

L’Hote, que compartía la opinión del religioso, prefirió quedarse en la puerta. Yo penetré con paso decidido en el interior del cuchitril, pues había reconocido al hombre que se había levantado para saludarme: el nadador desnudo que tanto había asustado a lady Redgrave.

—Soy el excavador de Anastasy —declaró en copto, lengua que no comprendían ni L’Hote ni Bidant—. Tengo un documento importante que entregarle. Mis hermanos no están al corriente. No le traicionarán. Sólo hablan árabe. Este lugar de culto desaparecerá dentro de poco. Encontrémonos esta noche en Qenah. Pida que le lleven al zar.

Sin añadir más explicaciones, se inclinó de nuevo y se apretujó contra el muro húmedo, junto a los demás monjes, sumidos en un torpor sin fin.

—¿Qué le ha dicho? —preguntó el padre Bidant.

—Que las excavaciones no dieron ningún resultado —contesté—, y que no había ningún modo de proseguir con ellas.

—Miserable país que deja morir a sus religiosos y rechaza la verdadera fe —refunfuñó.

Cada día que pasaba me iba volviendo un poco más egipcio. Entre el país y yo, ya no había ninguna barrera, ninguna cortina. Su cielo era ahora mi cielo, su tierra mi tierra. La magia más dulce deshacía mi carácter de europeo, mis costumbres de francés. Mi pensamiento fluía al compás del Nilo, conservando el surgimiento de los amaneceres y la quietud de los anocheceres.

—¿Está soñando, señor Champollion?

Lady Redgrave se había sentado a mi lado con tanta delicadeza que no había notado su presencia. Vestía una larga túnica blanca, casi transparente. Olía a perfume de jazmín. Al lado uno de otro, en un banquillo de madera, miramos desfilar la orilla por la que caminaba muy lentamente un joven montado en burro.

—¿Concertaremos una tregua?

—¿Acaso está en guerra, señor Champollion?

Pasé la mano por la barba negra que adornaba mi mentón.

—Desde siempre. En guerra contra los imbéciles y los mentirosos. Seguramente haya perdido de antemano, pero persevero. ¿No les ha sobrevivido el Egipto de los faraones?

—¿Por qué le obsesiona tanto Egipto? ¿No cree que existen otras filosofías, otras culturas no menos grandiosas? ¡Debería conocer las doctrinas de la India o de Irán, salir de su ciudadela faraónica!

—Es cosa hecha, lady Redgrave. Hace muchos años estudié las religiones de la India, de Irán y de China. Aprendí la lengua de estas civilizaciones. Incluso empecé a escribir un diccionario de antiguo persa, que dominaba bastante bien. Creí durante mucho tiempo que había una estrecha relación entre China y Egipto, que los jeroglíficos de estas dos grandes naciones provenían de la misma fuente. Me equivoqué. Pero la India, Irán y China me han atraído profundamente. Incluso me hicieron vacilar, logrando casi disminuir mi amor por Egipto. Pero éste acabó ganando, como siempre. Las comparaciones jugaron a su favor. Los jeroglíficos son la lengua más hermosa del mundo. El pensamiento faraónico es el más completo, el más coherente, el más luminoso. Voy hacia él como un niño hacia su madre. Tengo el deber de servirlo, pero este cometido no me pesa. Es alegría. Aunque tuviera que caminar solitario hasta el final de mi vida para transmitir mi fe, no me arrepentiría.

—¿Tan solo se encuentra en el mundo? —preguntó ella.

—No. Tengo un hermano, Jacques-Joseph. No ha dejado de ayudarme, de animarme, de sacarme de los abismos donde caía. Si hoy estoy aquí, es gracias a él. Cien veces he estado a punto de renunciar, cien veces me ha convencido para que continuara. Hace mucho tiempo que me demuestra que él soy yo. Nunca seremos dos personas. ¡Maldito sea el día que nos separaría! No hay diferencia entre nosotros, ya que eso supondría que soy un ingrato. El presente, el pasado, lo que era, lo que soy, lo que seré, todo impedirá que lo sea.

Las palmeras, cada vez más numerosas, anunciaban la ciudad de Qenah. Su tronco estilizado se dividía en ramas que se desplegaban hasta las hojas en forma de abanico. Estaban cargadas de nueces tan gordas como un huevo de pato. Los fellahs comían su fruto, que sabía a pasta azucarada, y utilizaban las hojas para cubrir sus chozas.

—Y usted, lady Ophelia, ¿está sola en el mundo?

No obtuve respuesta. Se había ido.

Qenah se consagraba a la cerámica. La ciudad, repleta de hileras de vasijas de todos los tamaños, albergaba una multitud de hornos de alfarero. Los tejados de las casas, las palomeras, estaban hechos con vasijas, y muchas eran transportadas hacia otras ciudades por una numerosa flotilla.

Rogué a mis compañeros que se quedaran a bordo, alegando que la ciudad no era segura. Deseaba obtener una entrevista oficial con el potentado local, y sólo necesitaba la asistencia de Solimán.

Nuestra progresión por las calles de Qenah fue de lo más pintoresca. Delante de cada casa había unos montículos de cerámica, algunos de los cuales servían de asiento a unas mujeres sin velo que, sonrientes, nos saludaron con la mano. Descalzas, con vestidos negros, exhibían unos pesados brazaletes de plata. Aquella inmensa riqueza resplandecía en medio de escombros y montones de basura. Aquellas personas encantadoras poseían la fortuna de Qenah y manifestaban así su posición dominante. Fue a una de ellas a quien Solimán preguntó dónde se encontraba el zâr. Provisto de la preciosa información, me llevó a una callejuela estrecha, tortuosa, pasando entre unas casas agrietadas. La pestilencia era casi insoportable.

Ante nosotros se alzó un hombre de edad avanzada, grueso, armado con un alfanje.

—¿Qué están buscando?

—El zâr —respondió Solimán.

El hombre nos dejó pasar, señalando la puerta baja de una casa que parecía estar en ruinas. Tuvimos que apartar cascajos y basura para deslizamos a cuatro patas por aquella abertura.

Penetramos en una habitación muy oscura donde palpitaban inquietantes presencias. Nos sentamos, acostumbrándonos a la penumbra. El lugar era sórdido. Los muros de tierra rezumaban humedad. Había paja podrida colocada en las cuatro esquinas. En el fondo se habían instalado cinco mujeres que tocaban pequeños tambores.

Un hombre se levantó bruscamente, giró sobre sí mismo y cayó al suelo, con los labios llenos de baba. Una anciana lo arrastró hacia ella. Allí había más de veinte personas de ambos sexos.

—Son todos enfermos —explicó Solimán—. Han venido al zâr para curarse. Están poseídos por demonios. Sólo la magia puede liberarles de ellos.

Un hombre gordo se introdujo resoplando en la habitación. Se levantó con dificultad después de haber pasado la puerta y se dirigió enseguida hacia nosotros.

—Sean bienvenidos —nos dijo.

Los tambores dejaron de sonar.

—No se muevan —dijo el hombre—. Miren. Si su demonio no ha entrado en su alma, tendrá miedo y huirá.

Obedeciendo a una señal de su mano, la orquesta volvió a tocar. Una gran mujer huesuda, casi descarnada, se colocó en el centro de la habitación y comenzó un baile que pretendía ser lascivo. Abrió una boca desdentada para ofrecer a la asamblea una pobre sonrisa. Los espectadores patalearon. Un enfermo entró bruscamente en trance, revolcándose en el suelo. La orquesta intentó acompañarle en sus estremecimientos. El hombre gordo se arrodilló y tomó el rostro del enfermo entre sus manos. Cantando una melopea cubierta por el sonido de los tambores, magnetizó largamente al infeliz, cuyas convulsiones disminuyeron poco a poco de intensidad. El médico le cubrió entonces la cabeza con un paño húmedo y empezó a girarla hacia todos lados como si tuviera la intención de arrancarla del cuerpo. Cuando quitó el paño, el poseso abrió unos ojos blancos, desorbitados. El médico le sometió a un tratamiento de una violencia inaudita: le retorció las orejas, le golpeó la frente, le desarticuló los miembros. Quise intervenir para interrumpir aquel suplicio, pero Solimán me retuvo. Lo peor estaba aún por venir: el médico colocó al enfermo con la cara contra el suelo, caló su rodilla en medio de la columna vertebral y tiró de la cabeza del poseído hacia él como si estuviera decidido a romperle las vértebras. Horrorizado, cerré los ojos.

Se oyó un grito desgarrador. Apreté el brazo izquierdo de Solimán.

—Todo va bien —murmuró.

Apenas me atrevía a contemplar el penoso espectáculo. Vi al poseso levantarse de nuevo y volver a su sitio. Ayudado por dos mujeres con velo, el médico instaló en el centro de la habitación un pequeño altar de madera cargado de cirios encendidos y de un pebetero de incienso, cuyo olor enseguida deleitó el olfato. Las músicas dejaron de tocar el tambor y vinieron a formar un círculo alrededor del maestro de ceremonias, que pronunció unas letanías incomprensibles donde creí reconocer algunos nombres de divinidades egipcias. La mujer desdentada trajo un cordero negro amordazado que había estado hasta entonces escondido bajo una lona. Los ojos se me llenaron de lágrimas de indignación cuando el médico puso la hoja de un largo cuchillo sobre el cuello del pobre animal. Un momento después, la sangre de la víctima corría por el altar mientras se elevaba un encantamiento destinado a echar los espíritus infernales.

La vista del sacrificio desencadenó un trance colectivo. La mayoría de los enfermos entraron en una zarabanda desenfrenada, empujándose, tirándose al suelo, golpeándose. Respaldándome contra el muro de tierra, vi al médico rociarse con la sangre del cordero, arrojar el cadáver por los aires y obligar a los enfermos a arrodillarse. Alzando los brazos, el terapeuta interrogó las fuerzas oscuras, señalando a cada poseso, uno tras otro.

Uno ofrecía un anillo de plata para ser curado, otro un abrigo, otro carne…

Aprovechando la confusión y el ruido, un hombre se había instalado a mi lado.

El monje copto que me había citado.

—Coja esto —dijo en voz muy baja ofreciéndome una tablilla de madera cubierta de jeroglíficos—. De parte del Profeta.

—¿El Profeta? —me sobresalté—. ¿Está aquí?

—Se ha marchado hacia el sur. No se quede aquí. Pueden volverse peligrosos. Hay auténticos locos.

Varios posesos mojaban sus labios en la sangre. Excitándose unos contra otros, empezaron a insultarse. Salimos de la habitación reptando, felices de volver a encontrar el aire libre.

—Deje algunas monedas en esta piedra —recomendó el monje copto—. Es el salario del médico.

De vuelta al barco, miré la tabla que me había dado el monje. Estaba cubierta de polvo. Tuve que limpiarla con cuidado, haciendo aparecer tarjetas que contenían nombres reales. El dibujo me pareció datar de una época remota.

Sentí una emoción muy violenta.

Se trataba de una lista que revelaba los nombres de los reyes de las más antiguas dinastías. Un documento de un valor incalculable que arrojaba una nueva luz sobre los orígenes de la civilización egipcia. Varios signos me eran desconocidos. Tuve la certeza de que el Profeta conocía los elementos que me faltaban. Sin duda le habían sido legados por una tradición oral que moriría con él.

La puerta de mi camarote se abrió con estruendo. Apareció el padre Bidant hecho una furia y con el rostro encarnado.

—¡Es intolerable, Champollion! ¡Me he enterado por el rumor público que ha participado en unos ritos satánicos!

Tenía ante mí a un gran inquisidor dispuesto a llevarme a la hoguera.

—No exageremos, padre… Me he visto obligado a unirme a una ceremonia algo pagana.

—¿Y con qué fin?

—Por este documento extraordinario —dije enseñándole la tablilla.

—¿Qué valor puede tener este odioso fragmento?

—Hace remontar los orígenes de la historia y del pensamiento, padre.

El religioso enrojeció de cólera.

—¡Está profiriendo abominables blasfemias! —gritó—. ¡Sólo hay una historia, la que enseña la Biblia! ¡Lo demás son mentiras! Abandone su falsa ciencia, Champollion, y arrepiéntase.

Mi única repuesta fue una sonrisa que exasperó al religioso.

—¡Otros, antes que usted, intentaron destruir la religión cristiana! ¡Fracasaron, gracias a Dios, y usted también fracasará!

Me levanté y di unos pasos.

—Comprendo sus temores, padre, pero ¿qué ocurre con los documentos?, ¿qué ocurre con esta ciencia que nace… la egiptología?

—¡La egiptología no existe y no puede existir! Egipto está muerto, definitivamente muerto, y usted no lo resucitará. Los jeroglíficos no tienen ningún significado. Son signos paganos, maléficos, que deben permanecer en la nada; destruya esa tabla, Champollion. A los ojos del Señor no tiene ningún valor.

Me encaré con él.

—Déjeme al menos un recuerdo. ¿Tan peligroso le parece este documento para su fe?

Me pareció que había muy poco amor y caridad en la mirada ardiente del padre Bidant. Su frente se cubrió de gotas de sudor.

—No comprende lo que realmente está en juego en su expedición, Champollion —explicó con tono súbitamente tranquilo, casi suave—. La Iglesia sigue de cerca sus trabajos desde que empezó a publicarlos. El Antiguo Egipto no amenaza la existencia del Vaticano, pero sería estúpido correr el menor riesgo. Estamos rodeados de infieles y de paganos. Todo lo que podría servir a su causa debería ser destruido, por mucho valor científico que tengan los documentos. La ciencia es diabólica cuando contradice la fe. Y usted será una encarnación del diablo si desafía al Señor todopoderoso. Observe y estudie todo lo que quiera. Pero guarde silencio. Deje a Egipto y a sus monumentos satánicos bajo la arena. Dios quiso que muriera aquella civilización orgullosa con sus divinidades. No vayamos contra sus designios y consideremos la Biblia como la única ciencia digna de respeto.

—He sido educado en su religión, padre, pero a menudo me ha parecido hipócrita y engañosa. Poco me importa. La Providencia, si es que existe, me ha confiado una misión: hacer revivir el Egipto de los faraones del cual somos los herederos. La Biblia sólo es un texto entre otros muchos, que el antiguo Oriente ha sabido generar. La fe en un dios único, manifestado por diversas divinidades, ha existido antes del nacimiento del cristianismo. La historia egipcia se remonta mucho más en el pasado que la historia bíblica. Estas son las verdades que pronto podré demostrar.

El padre Bidant se santiguó. Su palidez era ahora extrema.

—Es usted peor que el diablo, Champollion. Es el Anticristo.

Volví a sonreír.

—Me honra demasiado. Sin duda sólo soy un viejo egipcio que ha regresado a su tierra natal, deseando rendirle homenaje. Vivo la aventura de esta nación como mi historia personal. Es mi sangre. Comparto la fe de los faraones, su deseo de construir, de elevar al hombre, de erigir templos a la gloria de Dios.

El religioso retrocedió espantado.

—¡Hijo mío, está desvariando! ¡Está cayendo en las garras del demonio!

—Cuando el mundo sepa descifrar los jeroglíficos, padre, descubrirá la más alta espiritualidad jamás concebida por una sociedad. Y entonces, ciertamente, nuestras convenciones y nuestras creencias serán cuestionadas.

Con una agilidad inesperada, el religioso se abalanzó sobre la tabla e intentó partirla. Incapaz de controlarme, luché ferozmente con él y logré arrancarle el precioso documento.

—¡Salga de aquí! —le ordené temblando de indignación.

El padre Bidant tendió hacia mí un índice amenazador.

—Ahora, Champollion, ¡es Dios mismo a quien tiene como enemigo!

No esperaba nada más de Qenah y me hubiera gustado dejar la ciudad lo antes posible para seguir las huellas del Profeta, estudiando la tabla con la ayuda de mis apuntes mientras el barco navegaría por el Nilo. Pero Rosellini me avisó que había cerca de allí, en Maabdèh, una catacumba llena de momias de cocodrilos y tal vez de papiros que podríamos adquirir a buen precio. Haciendo que surgiera en mí la insaciable curiosidad del excavador, me forzó a organizar una rápida expedición compuesta por él mismo y Néstor l’Hote.

Maabdèh llamaba la atención del viajante por su siniestra atalaya. Los aldeanos, con gran sorpresa nuestra, no se mostraron nada acogedores. Tenían el rostro cerrado. Algunos hasta se alejaron corriendo cuando nos acercamos, o se encerraron en sus casas. Fue un adolescente de pelo rubio quien nos indicó el emplazamiento de las catacumbas.

Se penetraba en ellas desde la cima de una colina que L’Hote había escalado con su acostumbrada agilidad. Nos avisó que la bajada al interior de una especie de panteón no presentaba demasiado peligro. Introduciéndonos por una abertura más bien estrecha, llegamos a una sala cálida y polvorienta donde reinaba un olor desagradable, mezcla de resina y de pez. Nuestras antorchas ardían mal.

En el suelo o en agujeros poco profundos había restos de cadáveres de cocodrilos, algunos todavía rodeados de vendas hechas añicos. No había papiros.

—General —advirtió Néstor l’Hote—, es horrible. No avance más.

A sus pies, otro cadáver. El de un hombre con el cráneo aplastado. El monje copto, excavador de Anastasy, que me había ofrecido la tabla del Profeta.