¿Soy el más feliz de los hombres? Heme aquí en el centro del viejo Egipto. Sus mayores maravillas están sólo a unas toesas de mi barco. De momento me encuentro en la más extraña de todas.
¡Tell el-Amarna! La ciudad del faraón herético, Akenatón, el apóstol del sol divino. Mis compañeros y yo mismo estamos instalados en su palacio devastado, cuyos vestigios están abandonados al viento de arena. Cada uno se ha sentado sobre un bloque o un fragmento de muro. Se ha formado un círculo silencioso a mi alrededor. Hace horas que no tomo la palabra.
Lady Ophelia Redgrave, envuelta en una tela de algodón holgada, se saciaba de luz. Ippolito Rosellini dibujaba. Néstor l’Hote, armado con un pico, excavaba negligentemente a sus pies. El profesor Raddi examinaba un trozo de caliza. El padre Bidant recitaba su rosario. Moktar y Solimán se mantenían apartados, armados con fusiles. A menudo recorrida por bandas de saqueadores, la región no era segura.
Al descubrir las estelas fronterizas que delimitaban el territorio sagrado de Tell el-Amarna, me quedé estupefacto ante las representaciones de Akenatón y de los demás miembros de su familia, con los cráneos alargados, los vientres hinchados, las formas estiradas. También eran unos curiosos símbolos aquellos rayos solares acabados en manos que ofrecían a los soberanos el signo de la vida.
Aquí reinaba el perfume de un mundo desgarrado, a punto de caer en el olvido pero regenerado cada día por el poderoso dios sol que hacía renacer el palacio adornado con flores, las villas de los nobles con suntuosos jardines, las anchas calles donde circulaban los carros, los estanques de agua fresca donde se reflejaba el cielo y donde bogaban las barcas de recreo. Ningún faraón puede morir. Estos hombres-dioses han grabado demasiado profundamente su huella en la carne del tiempo para que los hombres lleguen a borrarla.
Akenatón había sido el más feliz de los soberanos. Había creado su ciudad, afirmado su fe, manifestado el sol que llevaba en el corazón. Seguía estando presente entre nosotros a través de aquellos pobres vestigios de ladrillos, aquellos muros aniquilados, aquellos templos que regresaron al océano de los orígenes. Me hubiera gustado dedicarme a su memoria, pero tenía entonces otras preocupaciones.
—Les he reunido porque han intentado matarme —dije.
Rosellini fue el primero en reaccionar.
—¡Qué insensatez! —opinó—. Hay que avisar inmediatamente a Abdel-Razuk.
—Lo veo difícil —objeté—. Él es quien trató de asesinarme, y por eso ha huido. He podido distinguir perfectamente su rostro cuando me arrojó una enorme vasija de barro con la intención de partirme el cráneo.
—¿No se habrá equivocado? —sugirió lady Redgrave.
—Tenía un testigo: el doctor Raddi.
Molesto, el mineralogista no apartaba la mirada de su miserable trozo de caliza.
—Desgraciadamente —confesó— no vi nada… tenía la cara contra el suelo. La honestidad científica me prohíbe decir más.
—No se pone en duda la palabra del general —intervino Néstor l’Hote—. Como vuelva a encontrarme con ese Abdel-Razuk le rompo el cuello.
—No hará nada de eso —intervino el padre Bidant—. Le prohíbo que responda con violencia a la violencia. Le encarcelarían y le condenarían a muerte.
—¿Qué partido toma entonces, padre? —pregunté irritado.
—No me declaro a favor de nadie —contestó—. La razón nos impone la prudencia. Si su persona está realmente amenazada, la nuestra lo está también. Pienso que ya es hora de que pongamos fin a esta expedición, ya que el amo de este país nos es hostil.
Tuve la sensación de que me invadía el espíritu de Akenatón, inflamándose contra unos sacerdotes ligados a la ambición y la Vanidad.
—Sin embargo continuaremos, padre. Continuaremos mientras viva.
—La locura es imperdonable, señor Champollion —me desafió el religioso—. A partir de ahora Dios le hará responsable de todo lo nefasto que le pueda ocurrir a cualquiera de nosotros.
Sólo estuvimos una corta jornada en el emplazamiento de Amarna, buscando inscripciones y levantando planos. Vi que el desciframiento de aquel emplazamiento representaba un trabajo considerable. ¿Y qué decir de las numerosas tumbas seguramente ocultas en la montaña, al este de la ciudad?
Había que seguir hacia Tebas, hacia el sur, el misterio, sin saber si los dioses de Egipto me concederían el privilegio de regresar a estos lugares poblados de sombras, de palabras solares. Pero ¿qué habría podido reprocharles, a ellos que ya me habían dado tanto?
Lady Redgrave me ponía mala cara, como si le hubiera ofendido. Estaba decidido a no dar ni un paso en su dirección. Solimán no le quitaba ojo a Moktar, el instrumento ciego de Drovetti, que fingía ser un buen y leal servidor. Su misión de espionaje se estaba volviendo más difícil ahora que su compinche Abdel-Razuk había desaparecido. Pero ¿éste no había optado por refugiarse en la sombra para actuar más eficazmente? Tenía que haberme vuelto muy molesto para provocar semejante acto de violencia. Ahora Mehmet-Alí sabía que yo conocía parte de las depredaciones que había infligido a Egipto. ¿Por qué iba a intentar impedirme ir más lejos, sino para que no pudiera descubrir cosas aún peores? Claro está que mi muerte tenía que parecer un accidente, lejos de la presencia de testigos, para que Francia no quedara demasiado contrariada.
Yo no poseía más valor que los hombres corrientes, pero sí más tenacidad. Morir en esta tierra amada por los dioses, en este país hacia el cual me atraía la pasión más ardiente y la más exigente no me asustaba. En Europa, sufría el exilio más cruel. Aquí estaba en mi casa. En mi casa desde siempre. Sólo tenía un temor, que originaba mi debilidad: desaparecer antes de haber comprendido el mensaje egipcio en toda su pureza. Dejar este universo antes de haber obtenido su clave.
Sobre mí pesaba la terrible amenaza proferida por el padre Bidant, ese anatema despiadado. El religioso me había impresionado y lo sabía. No tanto por el dios de los cristianos que no tenía su lugar en aquellos templos vivientes, como por el afecto que sentía por mis compañeros de viaje. Era responsable, ciertamente, de su existencia que me causaba mayores tormentos que la mía propia. El sultán no tenía motivos para tomarla con ellos, pero ¿por qué rodeos pasaría su imaginación oriental para forzarme a renunciar?
El incidente tuvo lugar en el momento en que pasábamos los impresionantes acantilados rocosos de Abu-Feda. El tiempo se había estropeado. El Nilo, encrespado, se levantaba en olas furiosas. Una especie de tornado decupló el furor del río. L’Hote, que se hacía el valiente a babor, alzó la mano para indicarme que todo iba bien. Le grité que viniera a ponerse a salvo. En la penumbra del anochecer, me pareció ver una silueta que empujaba a L’Hote por detrás. Éste gesticuló, no encontró nada a qué agarrarse y cayó al agua.
—¡Socorro! —grité con todas mis fuerzas.
El ruido de la tormenta ahogó mi voz. Me precipité al lugar donde L’Hote había desaparecido, cogí una cuerda y la arrojé al Nilo.
Noté una resistencia. ¿Había cogido el extremo de la cuerda? Cegado por una ola, bamboleado por el viento, me sentía incapaz de traerlo de nuevo hacia el barco. La cuerda se tensó. ¡Mi compañero podía ser salvado! Su destino estaba entre mis manos. No tenía derecho a que me faltara fuerza. Tenía que extraer de mí mismo un poder físico que no poseía. La palma de mis manos me quemaba. El suelo del barco se deslizaba bajo mis pies. Cedía. No conseguiría salvar a L’Hote. Pero no soltaría la cuerda. Mi vida por su vida, mi vida con su vida.
Cuando estaba a punto de caer yo también al agua, un poder nuevo, inesperado, atrajo la cuerda hacia atrás. Me inmovilicé, y, cobrando ánimo, logré retroceder. Paso a paso, llegué al centro del barco.
Por fin apareció la cabeza de L’Hote, chorreando agua del Nilo. El buen mozo fue lo bastante hábil como para izarse sólo a bordo. Agotado, sin aliento, me volví y vi a Solimán. Él fue quien salvó a L’Hote. Me relevó justo cuando yo estaba cediendo. Sin decir una palabra, se retiró. El río se calmaba. Habíamos franqueado el paso peligroso.
Néstor l’Hote, empapado hasta los huesos, se desvestía y se secaba.
—Le han empujado, ¿verdad?
—Lo ignoro, general. No he visto a nadie. He notado como un golpe en la espalda, es cierto, pero puede que se tratara de una borrasca. Ya me había desequilibrado varias veces.
Me di la vuelta para vomitar. Aquel drama me había trastornado. Si hubiera perdido a L’Hote, habría sido un hombre indigno. Mi viaje se habría hecho añicos sobre las rocas del Nilo.
El padre Bidant había logrado hacer de mí mismo mi peor adversario.
Cuando se calmaron los últimos arrestos del viento, descubrimos el silencio profundo de los campos de un verde húmedo, animados por bosquecillos de palmeras. A las rocas desnudas de las montañas cercanas, casi amenazadoras, sucedieron unas orillas tranquilas, bañadas por la luz brillante de la mañana, disipando una ligera bruma. Llegábamos a Asiut, la Lykopolis de los griegos, la ciudad del dios Anubis que, tras haber momificado a los muertos gloriosos, los guiaba por los caminos del otro mundo.
Mis ojos febriles descubrieron complacidos una ciudad menos polvorienta y menos miserable que las precedentes. Sicómoros, palmeras, arbustos en flor, rosas, magnolias, animaban las callejuelas de Asiut donde mis compañeros me transportaban en una silla de manos, como a un faraón. Numerosos minaretes se alzaban hacia un cielo de un azul inmaculado. Una cantidad incalculable de gatos circulaba por las calles. Solimán me explicó que aquella ciudad era su paraíso. Mataban ratas y ratones, protegiendo las reservas de alimentos. Por lo tanto, los ciudadanos nunca molestaban a un gato dormido a la sombra, prefiriendo pasar por donde pegaba el sol para no importunarle.
Pasamos delante de un café en mal estado, parcialmente a cielo abierto. Unas telas rotas colgaban del techo. Una linterna veneciana iluminaba el fondo del establecimiento, donde se apiñaban unos hombres fumando en pipa ante una orquesta que tocaba distintas flautas y unas jaulas donde se agitaban unos pequeños monos. Solimán rogó a lady Redgrave, al padre Bidant, al profesor Raddi y Moktar que nos esperaran aquí consumiendo té con jazmín. Discutió largamente con el dueño del café, pidiéndole que se encargara de que sus insignes huéspedes fueran considerados como tales.
—¿Dónde están los monumentos antiguos? —pregunté a Solimán.
—Ya no quedan —confesó impasible—. Sólo hay una columna alzada sobre un montón de escombros. Las piedras de los templos han sido transformadas en muelas, en pilas o en umbrales de puertas. Los bloques de caliza han servido de material para las caleras.
Me quedé mudo de indignación. Asiut me pareció de pronto mucho menos risueña. Nos cruzamos con unos sirios, unos africanos y unos asiáticos que habían llegado allí por las pistas caravaneras. Una gran cantidad de mercancías pasaba de mano en mano.
—Las tumbas —dije—. Quiero ir a las tumbas.
—No sería prudente, maestro —objetó Rosellini—. Habíamos quedado en que le llevaríamos lo antes posible a un médico.
—Las tumbas —repetí.
Néstor l’Hote también insistió para hacerme cambiar de parecer, inútilmente. Solimán se abstuvo de intervenir.
—Quiero caminar —afirmé—. Me sostendrán.
Guiado por Solimán, apoyándome en L’Hote y Rosellini, subí con dificultad las pendientes arenosas que llevan a la necrópolis excavada en la colina que dominaba la ciudad. Allí, hacía varios años, Desaix había instalado su cuartel general y colocado sus cañones para conquistar Asiut. En aquella mañana luminosa, ya no había armas de guerra. La paz del más allá reinaba como dueña y señora absoluta. Enseguida me calmó los nervios. Cada vez que dejaba el universo de los árabes modernos para reencontrarme con el de los antiguos egipcios, me invadía un nuevo dinamismo.
Como en Beni-Hassan, los muros de las grutas sagradas estaban cubiertos de escenas que, por lo que se podía juzgar, no las igualaban. Pero me faltaba la esponja milagrosa y la cabeza me daba vueltas. L’Hote se dio cuenta de ello.
—No se mantiene en pie, general. Tiene que cuidarse.
Había visto mis tumbas. Exigí permanecer aún unos cortos minutos antes de ser llevado hacia el centro de Asiut, donde Solimán me hizo penetrar al interior de los baños turcos, en cuya puerta se quedaron esperando Rosellini y Néstor l’Hote. Me introdujo en una sala que se elevaba en forma de rotonda. Estaba abierta en la cúspide, para que el aire circulara. Dejamos nuestras ropas en un estrado que había alrededor, nos ceñimos la cintura con una toalla y nos pusimos unas sandalias.
Recorrimos una especie de pasillo bastante estrecho donde hacía más calor. Detrás nuestro, una puerta volvió a cerrarse.
Penetramos en una sala cuyos muros estaban revestidos de mármol. Allí me encontré a gusto.
—Le dejo un momento —dijo Solimán—. No tema nada, relájese. Vuelvo enseguida.
No tuve fuerzas para protestar. Mi barba empezaba a chorrear agua. ¿Y si Solimán me dejaba en manos de mis adversarios? Apareció un coloso con el cuerpo aceitoso. Me cogió la mano. Resbalé. Me sujetó. Me invadía un extraño aturdimiento. Ya no tenía ganas de luchar. Si Solimán, que pretendía ser mi hermano, me había traicionado, ¿en quién podría ahora confiar?
El coloso me guió hasta una nueva sala abovedada, muy espaciosa. Me ayudó a tumbarme cerca de un baño y colocó un pequeño cojín bajo mi cabeza. Una nube de vapores perfumados penetró mi cuerpo. Me relajé.
El hombre me dio la vuelta y empezó a darme masaje con delicadeza. Luego, con la mano enguantada, me frotó la espalda con vigor. En un cuarto de aseo particular, con grifos de agua caliente y agua fría, me lavé yo mismo con gran deleite. El sirviente me ofreció luego una cama perfumada donde me tumbé de nuevo, descansado, limpio de impurezas, el pecho dilatado, rejuvenecido en varios años.
Un anciano de barba blanca, vestido con un taparrabo, se acercó a mí lentamente. Se arrodilló y posó en el suelo de mármol una hoja de papiro y un tintero de oro.
—Coge el tintero —me recomendó en árabe— y agítalo encima de esta hoja. —Cumplí la orden como un autómata, rociando de manchas el frágil soporte.
El anciano lo examinó con mucha atención durante unos largos minutos.
—Tu enfermedad no es grave —concluyó—. El sueño y una tisana bastarán para curarla. Pero eso no significa que tu vida esté a salvo… hay un espíritu maligno a tu alrededor. Un espíritu que quiere destruirte. Si no consigues identificarlo, serás su víctima.
El adivino hizo una bola con la hoja de papiro y se la tragó después de haberla masticado. Luego desapareció con la misma lentitud solemne, cediendo el sitio a Solimán.
—¿Qué debo hacer? —me preguntó.
—Llevarme de nuevo al barco, encerrarme en mi camarote y dejarme dormir unas doce horas.
No desperté hasta la noche siguiente, a la hora de la puesta de sol. Me sentí estupendamente. Junto a la cabecera de mi cama había un tazón de tisana que despedía un buen olor a lis. La bebí con deleite y, tras algunas abluciones, llamé a mi propia puerta cerrada desde el exterior. Solimán abrió.
Era una noche maravillosa. Una estrella fugaz atravesó el cielo. Habíamos echado el ancla a la altura de un pueblo de Sawadiyeh, una aldea campesina de lo más tranquila. Tras una rápida comida de habas y tortas, nos reunimos en la parte más espaciosa del barco, que Rosellini había bautizado pomposamente «salón», para tomar café, jugar a las cartas y escuchar un concierto de flautas dado por los marineros.
Solimán interrumpió aquella hermosa tranquilidad.
—Una barca se acerca a nosotros —anunció.
L’Hote cogió un fusil. El equipaje fue alertado. No es muy normal navegar por el Nilo por la noche. Ninguno de nosotros había oído hablar de piratas, pero la hostilidad declarada del pacha podía hacer que temiéramos lo peor.
Habíamos encendido unas antorchas cuya luz veteaba de rojo el azul oscuro del Nilo. La barca avanzó lentamente. En su proa había un sirviente con turbante que se lanzó en un discurso tan apasionado como florido, cuyo contenido me tranquilizó. Hablaba en nombre de su amo, Mohamed Bey, el gobernador de la provincia, que nos invitaba a cenar en su palacio. Como testimonio de su amistad, nos enviaba esta embarcación llena de víveres.
Palabreé con el enviado del potentado provincial, le ofrecí una caja de vino agradeciendo su invitación que me veía obligado a rehusar.
Contrariado, el hombre insistió. Pero me mostré inflexible, juzgando inadmisible ceder a mundanerías que retrasarían mi llegada a Tebas.
—Puede que este rechazo sea imprudente —murmuró Solimán.
—No tiene ninguna importancia —contesté—. Nos marcharemos mañana, como estaba previsto.
Al día siguiente, a media tarde, cuando nos disponíamos a alejarnos de la orilla, una columna de jinetes y de infantería, en un gran coro de gritos y de polvo, vino a oponerse a nuestro proyecto. A la cabeza de aquel pequeño ejército, el propio hijo del bey, de elocución vacilante. Esta vez me traía un montón de carne. Unos músicos que acompañaban a los soldados se lanzaron en una alborada.
Mis compañeros, impresionados por aquellas muestras de respeto, me rogaron que respondiera favorablemente a una invitación formulada en términos tan apremiantes. Pero no cambié de opinión, en perjuicio del hijo del bey. Una larga hora de discusión no cambió en nada mi determinación. Aquel contratiempo sólo me dio una satisfacción: había recobrado toda mi energía.
Di la orden de partir, contando navegar hasta la noche.
El padre Bidant, siempre envuelto en su sotana, corrió hacia mí jadeando.
—¡Espere, Champollion, espere!
—¿Y por qué habría de seguir esperando?
—El profesor Raddi y Néstor l’Hote han desaparecido.
—Su imaginación le engaña, padre.
—¡Compruébelo usted mismo!
Tras haber inspeccionado los camarotes y cada recoveco del barco, tuve que admitir las cosas como eran: L’Hote y Raddi ya no estaban a bordo. Nadie les había visto bajar. Lady Redgrave, aunque distante e inaccesible, parecía preocupada. Rosellini, nervioso, no podía estarse quieto.
—¿Dónde vive ese Mohamed Bey? —pregunté a Solimán.
—Hay una decena de sus gentes en la orilla. Sólo hay que preguntárselo.
—Que me lleven hasta él.
—Le acompaño.
—Iré solo, Solimán, te quedarás aquí para ocuparte de los demás. Si no regreso, Rosellini asegurará la dirección de la expedición.
—¿No está corriendo un riesgo demasiado grande?
Miré fijamente los ojos de mi hermano.
—Soy el jefe de nuestra comunidad, Solimán. Cargo con toda la responsabilidad de los que participan en ella, ya sean aliados o adversarios, tanto si piensan ayudarme como si quieren traicionarme. Nuestros dos compañeros han sido secuestrados por ese bey, estoy seguro. Un apóstol del pacha, sin duda alguna… Si es a mí a quien quiere, no le decepcionaré. Siempre que L’Hote y Raddi recobren su libertad.
—A menos que les encarcelen a los tres… o le reserve un trato aún más grave.
—No tengo elección, Solimán. No me volveré cobarde a mis propios ojos.
Mi interlocutor se inclinó respetuosamente.
—Sin duda está escrito que nadie sabrá oponerse a su voluntad…
Los hombres del bey, al cabo de un breve periplo, me llevaron hasta una casa blanca, soberbia en su aislamiento que alegraba un gran jardín lleno de limoneros. Por la puerta principal, abierta, salía un torrente de música lancinante. Unos candelabros altos, formando un pasillo, dispensaban una luz cada vez más viva a medida que se apagaban los últimos resplandores del día.
Una emboscada de lo más atractiva. Todo parecía respirar lujo y voluptuosidad. Pero ¿cómo olvidar que el potentado que reinaba en este remanso de paz mantenía presos como rehenes a dos de mis compañeros?
Mucho más angustiado de lo que aparentaba, rogué a un intendente que me anunciara y me detuve al pie de las escaleras que llevaban a la entrada. Unos segundos después apareció en el umbral un hombre gordo con el rostro colorado, vestido con unas sedas deslumbrantes.
—¡Champollion! —exclamó con voz estruendosa—. ¡Entre rápido!
Sorprendido por este recibimiento, no tuve más remedio que obedecerle. Levanté la cabeza hacia el cielo de Egipto, temiendo no volver a verlo en mucho tiempo.
El imponente personaje me tomó del brazo.
Me puse rígido.
—Exijo que mis dos amigos sean liberados inmediatamente.
—¿Liberados? ¿De quién son prisioneros? ¡Entre!
Me hubiera gustado seguir protestando, obtener primero lo que deseaba… pero mi anfitrión me arrastró vigorosamente al interior de su mansión. Descubrí una inmensa sala de festín donde los invitados, cómodamente tumbados sobre unos cojines, charlaban alegremente. En la penumbra y el humo que salía de las pipas que todos fumaban, reconocí a Néstor l’Hote y al profesor Raddi, el uno junto al otro, saboreando unos pepinillos gigantescos.
—¿Son… libres de movimientos? —pregunté, estupefacto.
—Completamente —contestó Mohamed Bey—. Son mis invitados, lo mismo que usted. Han llegado anunciándome su próxima venida, que me ha alegrado en extremo. Tiene reservada la plaza de honor, a mi lado.
Se trataba efectivamente de una emboscada, pero había sido preparada por mis propios aliados.
—¡General! —exclamo L’Hote viéndome—. ¡Estaba seguro de que no nos abandonaría!
Titubeando, vino hacia mí.
—General… no había que ofender a nuestro anfitrión… Solimán me dijo que habría podido impedirnos que continuáramos nuestra expedición… Me he sacrificado… le he atraído hasta aquí… ¡todo va a pedir de boca!
—¿Y el profesor Raddi?
—Me ha seguido. Quise hacerle volver, pero me ha jurado que se moría de ganas de participar en una fiesta musulmana. En Florencia, con su mujer, no se divierte muy a menudo…
El honorable profesor era incapaz de contestar ninguna pregunta. Hecho una uva, se contentaba con pasar a su vecino el gran jarrón lleno de licor que circulaba en la asamblea. Todos bebían a su paso. A pesar de mi aversión por este tipo de alcohol tan dulce como dañino, tuve que mojar mis labios en él. En cuanto el jarrón quedaba vacío, el bey lo hacía llenar de nuevo. Él mismo bebía a grandes tragos y fumaba una pipa larguísima. En un formidable impulso de generosidad, Mohamed Bey pronunció una amnistía para todos los delincuentes y distribuyó monedas a los pobres que se habían reunido delante de su casa.
Nos sirvieron más de veinte platos: cordero presentado de distintas formas, melones, anchoas, ensaladas. Nos limpiamos las manos en unas servilletas con bordados de oro. Dos cantantes fueron la principal atracción artística de la velada. El primero, un griego de setenta años, nos gratificó con unas dulces romanzas. El segundo, un árabe que tenía más de ochenta años, moduló una melopea tradicional. Cuando se calló, la mayoría de los invitados estaban adormecidos. L’Hote se encargó de despertarles entonando La Marsellesa, seguida de las odas a la libertad contenidas en una pequeña obra que estaba de moda, La Muette de Portici. Aquellas voces inéditas en el palacio del bey no provocaron demasiado entusiasmo.
La fiesta duró toda la noche. Cuando salió el sol, sólo Mohamed Bey y yo estábamos todavía despiertos. A pesar de la enorme cantidad de alcohol que había consumido, el potentado se mantenía dueño de sí mismo. Su mano no temblaba, y en sus ojos había un brillo muy lúcido.
—Me gustaría retenerle varios días junto a mí, Champollion. Su presencia aquí es una bendición de Dios. ¿Por qué no seguir festejando?
—Tengo una misión, su excelencia, y seguiré cumpliéndola.
—Ver viejas piedras, ya sé… Explore entonces la montaña. ¡Tiene muchísimas! Pongo un centenar de sirvientes a su disposición. ¡Le traerán cada día innumerables seras llenas de piedras!
—Se lo agradezco, pero…
—Usted quiere las piedras antiguas cubiertas de signos indescifrables… ¿De qué sirve eso? La felicidad, Champollion, consiste en festejar con amigos, beber y comer juntos, escuchar música, prolongar el recuerdo de los muertos, esperando que llegue nuestra hora para que nuestros amigos celebren a su vez nuestra memoria.
La sinceridad de su acento me conmovió.
—No hay nada mejor que una buena amistad, Champollion. Hay que aprender a saborearla, a disfrutarla en todo momento… quédese aquí y hagámonos viejos amigos. Olvidará sus piedras, su mundo desaparecido para siempre. Deje de correr riesgos inútiles. Elija la verdadera paz, la de mi pequeño reino, la de este sol eternamente semejante a sí mismo, la del Nilo indiferente a las pasiones humanas.
El bey me ponía a ruda prueba. Lo que me proponía era, ciertamente, de un valor inestimable. Sólo tenía que detener el curso del tiempo, renunciar a mis ambiciones, sentarme sobre una piedra, frente al río, y dejarme envejecer con ella.
—Tiene razón, su excelencia, pero creo que no dispongo libremente de mi destino.
Mohamed Bey se levantó.
—Venga, Champollion.
Pasamos por encima de los cuerpos dormidos, salimos de la mansión blanca y caminamos hasta la orilla del río. Un viento muy suave borró el cansancio de la noche.
—Habla usted como un predestinado, Champollion. Como un ser que no conoce más que un camino, más que un amor.
—El Egipto de los faraones —dije— es más fuerte que todos los dioses, más tierno que todos los amores, más vivo que todas las amistades. Comparados con sus misterios, ni usted ni yo tenemos la menor importancia.
Una abubilla cenicienta dejó la cumbre de un tamarindo para volar a la luz.
—Márchese entonces, Champollion —profirió el bey con una voz grave llena de emoción—. Pero llévese esto.
Me entregó un magnífico anillo de jaspe rojo[4].
—Ojalá le proteja esta joya. Y no cambie de ruta, hermano.