La borrasca nos empujó con tanta fuerza que llegamos alrededor de medianoche a Beni-Hassan. Sucumbiendo al cansancio, nos concedimos unas horas de sueño. Poco antes del amanecer, desperté a Rosellini para enviarle a explorar el acantilado donde se distinguían las entradas de las tumbas. Volvió menos de una hora después, decepcionado.
—Son simples grutas —declaró—. No hay nada que sacar de ahí. Marchémonos.
¿Cómo no confiar en un colega tan escrupuloso? Beni-Hassan, ciertamente, no había dejado un gran recuerdo en la memoria de los viajeros que habían pasado por allí.
—Escuchemos a Ippolito —recomendó lady Redgrave—, que acababa de levantarse y cuyo cabello suelto bailaba al viento.
Vacilé. Por una parte, ir hacia Tebas y el gran sur lo antes posible seguía siendo el objetivo de mi misión. Por otra, un extraño presentimiento me ordenaba no abandonar aquel emplazamiento sin haberle echado una ojeada.
—Déjeme pensar.
Bajé a la orilla. El amanecer era de una suavidad que tenía un gusto de eternidad. Apenas había dado unos pasos cuando una mano se agarró a mi pierna derecha.
Bajé rápidamente la vista y descubrí una niña, que llevaba un largo vestido azul manchado de barro.
—Te esperan —dijo con una voz gangosa—. ¡Te esperan!
Intenté retenerla para pedirle explicaciones, pero, rápida como un felino, escapó corriendo y se perdió en la vegetación abundante que ocultaba un canal.
¿Sería el famoso mensaje? ¿Deberían aquellas palabras conducirme hacia algún descubrimiento esencial? Volví a subir a bordo, pensativo.
—Sería absurdo no examinar rápidamente esas tumbas —dije a Rosellini—. Voy allí. No tardaré mucho.
¡Qué felicidad constantemente renovada, la de andar en la arena del desierto! Cruje bajo los pies, ondula a la menor caricia del viento, forma un cuerpo flexible, siempre cambiante y semejante a sí mismo.
Había salido el sol. Había que subir hacia las grutas excavadas en el acantilado. Sentí que me atraía de un modo irresistible.
Un rebaño de cabras surgió delante mío, unas blancas, otras negras. Ninguna se mostró agresiva. Sentado en un bloque, en la entrada de una tumba, su guardián dormía profundamente. Acurrucada contra él, su joven amiga sin velo y adormilada.
¡Cuál no fue mi sorpresa cuando tras penetrar en una de aquellas grutas sagradas descubrí un espacio bastante amplio, poblado de columnas admirables, entre las cuales algunas, sin duda, eran del dórico primitivo! Así pues tenía la prueba de que Grecia no le había enseñado nada a Egipto sino que, al contrario, se habían inspirado en él. Acercándome a una pared, distinguí una inscripción hecha con tiza, trazada apresuradamente: «1800, 3.er Regimiento de Dragones». Con tinta negra, añadí debajo de la huella de mi propio paso: «JFC 1828». Estaba acabando aquel modesto trabajo cuando mi mirada, acostumbrada a la penumbra, creyó distinguir unas figuras de lo más sorprendentes.
Esperanzado, corrí hasta el barco, empujé a Rosellini, que estaba comprando unas figurillas a un fellah, salté sobre el puente y me apoderé de una esponja que un marinero, dormido contra un cordaje, había dejado a su lado.
De nuevo en la tumba, mojé delicadamente una parte de la pared, quitando muy despacio la costra de polvo que la cubría.
¡Pinturas! Maravillosas pinturas… Habiendo acudido mis compañeros para conocer la causa de mi entusiasmo, nos pusimos manos a la obra. Gracias a nuestras escaleras y a la admirable esponja, la más bella conquista de la industria humana, descubrimos una serie muy antigua de figuras relativas a la vida civil, a las artes, a los oficios, a la casta militar.
El Egipto cotidiano resucitaba ante nuestros ojos. Los soldados de hace cuatro mil años volvían a desfilar con paso alegre, pensando en los festines más que en la guerra. Los carpinteros tallaban sillas, camas, cofres; los orfebres preparaban joyas para los dioses. El pueblo de los artesanos trabajaba al compás de las órdenes salmodiadas por los contramaestres. Y ahí surgía el desierto, con liebres, chacales, hienas y gacelas.
Estuve tomando notas y haciendo croquis durante horas, sin sentir ningún cansancio. L’Hote y Rosellini se habían puesto a trabajar. A mediodía, Solimán nos trajo un almuerzo que consistía en pequeños trozos de cordero, un cuenco de leche agriada para empapar en ella la carne, y unas sandías. Lady Redgrave nos hizo una breve visita al principio de la tarde. Le comenté las figuras resucitadas por la esponja y le leí las inscripciones que incitaban a los artesanos a transformar la materia bruta para volverla bella y armoniosa. Me escuchó en silencio, y luego volvió a la luz del mundo exterior donde el profesor Raddi utilizaba la fuerza muscular del padre Bidant para transportar pequeños bloques hasta su camarote.
Fue en el fondo del cuenco de leche donde encontré un pequeño fragmento de caliza sobre el cual había una inscripción grabada en árabe: «No vaya a Tebas. Allí sólo le espera la muerte. Ha mostrado su valor. Ya han sufrido demasiados inocentes».
Pisoteé el modesto fragmento, convirtiéndolo en polvo. ¿De quién provenía aquel mensaje? ¿De mis amigos o de mis adversarios? ¿Intentaban desanimarme o ponerme en guardia?
Tomé una decisión: no confiarme a nadie.
Al anochecer, L’Hote, agotado, dejó su cálamo y su cuaderno de croquis.
—Es suficiente —dijo—. Aquí hay demasiado que hacer. Sólo habíamos previsto media jornada…
Rosellini, molesto, dejó de copiar las inscripciones.
—Eso creía, de buena fe.
—Nos quedaremos el tiempo que haga falta —indiqué firmemente, aceptando yo también descansar un poco.
Salimos. Desde el elegante pórtico de la tumba de un monarca llamado Khnoumhotep, descubrimos una magnífica llanura, en parte reverdeciente y en parte inundada. El conjunto estaba dorado por los últimos rayos de sol, anunciando las tinieblas cercanas. Regresamos al barco para cenar cuando ya era noche cerrada.
Beni-Hassan nos llevó catorce días, durante los cuales no dirigí la palabra a nadie, demasiado ocupado dialogando con los viejos egipcios que cada vez me parecían más vivos a través de las imágenes eternas que habían dejado de ellos mismos. Néstor l’Hote, pronto cansado de aquella estancia demasiado estudiosa, protestó en varias ocasiones. Rosellini se unió discretamente a sus protestas, argumentando que lady Redgrave, confinada en su camarote, se estaba poniendo de un humor insoportable. Pero ninguno de ellos, a decir verdad, había encontrado motivo suficiente para alejarme de aquellas tumbas donde el esplendor de una vida para siempre presente me alimentaba el corazón.
Fue Solimán quien, con unas pocas palabras, provocó nuestra marcha.
—No olvide sus compromisos —me recordó—. Ha prometido ir lo antes posible a la Alta Nubia.
El 7 de noviembre fue una jornada muy triste, justificando las inquietudes de los Hermanos de Luxor acerca del estado del país y lo poco que se preocupaban las autoridades por los monumentos antiguos.
Yo esperaba mucho del Achmounein faraónico, la Hermópolis Magna de los griegos, la ciudad del dios Tot, maestro de los escribas y creador de los jeroglíficos. Pensaba que tal vez allí obtendría importantes confirmaciones de mi sistema de desciframiento, levantando así un nuevo pico del velo.
La decepción fue enorme. La ciudad sagrada sólo era ruinas y escombros de columnas.
Lleno de rabia, decidí proseguir el camino, incapaz de soportar por más tiempo aquella desolación. Una angustia me oprimía el corazón. ¿Y si todo el sur de Egipto se encontraba en el mismo estado? ¿Y si la locura y la ignorancia humana habían logrado destruir el testimonio más prodigioso que jamás haya legado una civilización?
Un grito de terror de lady Redgrave me sacó de aquellas tristes meditaciones.
Petrificada de horror, se encontraba en la parte delantera del barco, con las manos apretadas a la altura de su cara, contemplando un espectáculo de lo más insólito: frente a ella, un hombre joven, totalmente desnudo y chorreando agua, le sonreía de oreja a oreja.
Pensé que no corría ningún peligro grave y por lo tanto no pedí ayuda para socorrerla.
—¿Qué ocurre?
—Ha… ha nadado hasta el barco —explicó lady Redgrave—, ha subido a bordo con una agilidad increíble y se ha dirigido a mí en una lengua desconocida. ¡Reténgale, señor Champollion!
Me interpuse entre el hombre y la dama. La lengua desconocida, en la que se expresaba jovialmente, no era sino un dialecto copto. Le contesté utilizándolo igualmente, para gran satisfacción suya.
—¿Qué desea? —se inquietó lady Ophelia, escondiéndose detrás de mi hombro.
—Es un monje copto. Le gustaría recibir una limosna.
Para apoyar mejor su petición, el religioso desnudo tendió hacia lady Ophelia un poderoso brazo derecho donde tenía tatuada una cruz azul.
—¡Qué coja esto y se vaya! —soltó irritada, ofreciéndole una moneda de plata.
El monje se apoderó prestamente del tesoro, puso la moneda en su boca, nos dio la espalda sin más ni más y se tiró al agua de cabeza.
—¡Se va a ahogar!
Lady Redgrave se inclinó, preocupada. La cabeza del monje reapareció pronto en medio del Nilo. Ejecutó una especie de voltereta y desapareció, regresando a su claustro.
—Este país es increíble —murmuró lady Redgrave.
—Maravillosa comarca —dije—, donde los monjes no tienen nada que ocultar.
No supe si la mirada de la hermosa británica era de odio o de diversión. Pero percibí una especie de complicidad. Haber visto a un monje desnudo en la tierra donde nació el cristianismo crea lazos.
Las ruinas de la ciudad de Antinoe me sumieron de nuevo en la desesperación. Una espantosa serie de montículos, escombros, fragmentos de cerámica, columnas de granito destrozadas… y, sentado bajo una palmera, un copto en una estera raída, con un cálamo en la mano.
Le saludé con todo el respeto que su rango se merecía. Agresivo, farfulló una respuesta tan confusa que tuve que recurrir a Solimán para aclarar las exigencias de aquel escriba moderno. Reclamaba nada menos que un fuerte impuesto en nombre del sultán. Le pregunté dónde habían ido a parar los monumentos que sin duda estaba encargado de vigilar. Con un cinismo que me hizo hervir la sangre, explicó que el sultán había ordenado destruir los edificios antiguos para alimentar las caleras cuyo desarrollo le importaba más que nada. Si Solimán no hubiera estado allí, habría estrangulado a aquel bandido al servicio de un mal amo. Por haber contemplado los sufrimientos de Antinoe desaparecida, tuvimos que pagar el impuesto por el cual nos dieron un recibo.
El padre Bidant, secándose la frente, acudió a mi lado.
—Este país solamente es desolación —susurró—. Está entre las manos de los infieles. Esta expedición es un fracaso, Champollion. No corresponde a sus sueños. No enseñará nada al mundo sabio y sólo puede suscitar la reprobación del Señor. Avéngase a razones y volvamos a El Cairo. Odio estos campos piojosos y malolientes.
Rosellini empujó al sacerdote sin disculparse, de lo excitado que estaba.
—¡Maestro, venga a ver!
Detrás de mi discípulo, cuatro fellahs sostenían una cabeza de granito. Un maravilloso retrato de Ramsés.
—La he adquirido por siete piastras —declaró orgullosamente Rosellini.
Una obra maestra, ciertamente. Pero una obra maestra dolorosa. Una cabeza arrancada a un cuerpo, el fruto de una destrucción a la cual añadíamos el saqueo. Abandonarla aquí sería ofrecérsela a otros saqueadores. Avergonzado, di la orden de que la llevaran al barco y se añadieran unas piastras para el transporte.
—Me comería una torta —declaró el profesor Raddi, saliendo de pronto de sus sueños e interrumpiendo el estudio de sus queridas piedras.
El mineralogista, que llevaba su eterno traje de Nankin, se fue brincando hacia el pueblo situado a la orilla del agua, bajo las palmeras datileras.
—¡Espere un momento! —le imploré en vano.
Raddi ignoraba el árabe. Tuve que ir tras él.
Me saludaron, a su manera, los balidos de unas cabras y los rebuznos de unos burros. El sol lustraba las altísimas palmeras con resplandores dorados, ahogando en su luz las colinas del desierto. Cuando pasó Raddi, unas mujeres vestidas de negro entraron rápidamente en sus miserables viviendas. Unos chiquillos desnudos siguieron jugando en el polvo como si no existiéramos.
—¿Dónde está la posada? —se quejó Raddi, yendo de un lado a otro, como perdido.
Saliendo de la aldea diminuta sin darse cuenta siquiera, el mineralogista descubrió estupefacto esas máquinas de sacar agua que llaman chadoufs, superpuestas de tres en tres. Gracias a un sistema rudimentario de contrapeso, los tres primeros cubos extraen el agua de un canal y la vierten en un depósito, hasta el tercio del talud; los tres siguientes la suben a otro depósito; los tres últimos la distribuyen en las acequias de irrigación que aportan la vida a los campos. Gracias a un esfuerzo siempre renovado, pero limitado, los resultados son notables. Esos nueve chadoufs estaban escalonados y unidos entre sí mediante unos postes; un niño estaba sobre uno de ellos, ayudándose con un palo que le servía de punto de apoyo y le aseguraba su equilibrio.
—¡Agua, por fin! —exclamó el profesor.
—¡No avance más! —grité.
Conseguí por fin alcanzarle cuando abordó la plataforma de tierra en la que estaban colocados los chadoufs. Como me temía, resbaló sobre la tierra húmeda y cayó hacia delante. Los campesinos, patidifusos, se inmovilizaron. El pesado corpachón de Raddi bajaba el primer talud. Patiné yo también y pude agarrarle por una manga. Por fin, consciente del peligro que corría, no se debatió.
Lo estaba trayendo de nuevo hacia mí cuando, atónito, vi cómo se precipitaba hacia mi cabeza una pesada vasija de barro que se había soltado de su cuerda.