10

Fue el desayuno más soleado de mi vida, en la cima de la pirámide de Keops, amplia plataforma donde habrían cabido más de cuarenta personas. En su centro, un montón informe de grandes bloques, una especie de piramidión en ruinas de pequeña superficie. Allí se reunieron conmigo lady Redgrave, excelente alpinista, Néstor l’Hote, Rosellini y Solimán, trayendo tortas de miel y agua fresca. El padre Bidant se había negado a escalar un edificio que consideraba prácticamente satánico. En cuanto al profesor Raddi, se dedicaba al estudio de un fragmento de caliza cuyo carácter excepcional sólo él apreciaba.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó lady Redgrave—. ¿Dónde desapareció?

Vestida completamente de blanco, con la cabeza cubierta con un chal que apenas dejaba ver sus ojos, la espía británica me pareció una temible acusadora, decidida a saberlo todo.

—Yo no desaparecí. Estaba trabajando con Caviglia en unos emplazamientos que sólo quiso revelarme a mí.

—¿Cuáles?

—La llanura de los muertos de Saqqara y sus inmediaciones.

—Creía que aborrecía ese lugar —observó Rosellini con tono desabrido.

—Caviglia me ha hecho cambiar de opinión.

—Debería desconfiar de ese hombre —dijo L’Hote, levantando ampolla—. Intentará sacarnos dinero, estoy seguro.

—No tiene nada que temer, Néstor. No volverán a ver a Caviglia y no les causará ningún perjuicio.

Aquella revelación dejó a mis compañeros perplejos.

—¿Significa eso…? —se angustió Rosellini.

—Caviglia se ha marchado de Egipto —expliqué—. Piensa que su misión de excavador ha terminado y que nuestra expedición abre una nueva era para el conocimiento de los antiguos. Nos desea suerte y me ha pedido que vayamos lo antes posible hacia el sur, hacia el centro de Nubia. Según él, este país se deteriora cada día más. Los monumentos estarían en grave peligro.

—¡Entonces, no nos eternicemos! —declaró L’Hote, que uniendo la acción a la palabra tiró al vacío su última torta de miel y empezó a descender.

—¡Le sigo! —anunció Rosellini, nervioso.

Solimán, tras solicitar mi permiso, hizo lo mismo. Todos parecíamos contentos de ir a buscar un poco de sombra al pie de la gran pirámide. Lady Redgrave me cerró el paso.

—No creo ni una palabra de sus cuentos para niños —afirmó acaloradamente—. Nos ha dejado plantados, con la ayuda de los beduinos, para poner a punto su propio tráfico de antigüedades. Caviglia sólo es un comparsa. ¿Acaso no ha pasado la mayor parte de su escapada en compañía del cónsul general Drovetti, lejos de miradas indiscretas?

Aquellas acusaciones eran tan asombrosas que me dejaron sin aliento.

—¡He acertado! —insistió ella, triunfante—. ¡El gran, el noble Champollion sólo es un saqueador como los demás!

—Señora —pude por fin contestar con una voz temblorosa—, se equivoca.

Animada por la cólera, se quitó su chal. A la luz del mediodía, su rostro irradiaba una pureza que sólo había visto en las esposas de los faraones.

—¿Se atrevería a jurarlo sobre lo que más quiere? ¿Sobre su Egipto?

—En antiguo egipcio, juramento se dice «vida»… ¿Me permite jurar sobre lo que hoy considero como el bien más precioso, la vida de los que forman esta expedición?

Mi propuesta la turbó.

—Dejemos este juego, señor Champollion. Acabará por confesarme toda la verdad, si es que me aprecia un poco.

La tigresa se volvía zalamera, la temible leona Sekhmet se transformaba en dulce gatita Bastet. Ningún hombre, decían los antiguos, podía resistirse a su encanto.

—Puede que le aprecie mucho… pero he prometido guardar el secreto.

Cediendo a un impulso que me sorprendió a mí mismo, la tomé entre mis brazos. Nuestras caras estaban tan cerca que nuestros labios casi se tocaban. Su piel, perfumada al jazmín, era de una finura deliciosa. Su mirada, indescifrable, permanecía lejana.

—No me quiere, lady Ophelia, me espía…

—¡Insensato! —exclamó, liberándose.

Cuando llegué al pie de la pirámide de Keops, me esperaba una desagradable sorpresa. Abdel-Razuk, el chauz del pacha, estaba acompañado de una decena de soldados turcos. Detrás de ellos, Moktar, el instrumento ciego de Drovetti, con una vaga sonrisa en los labios.

Abdel-Razuk vino hacia mí.

—He recibido instrucciones del pacha, señor Champollion. Le ruego que me siga.

—¿Por qué motivo?

—Lo ignoro.

—¿Está aquí su alteza?

Abdel-Razuk permaneció mudo. Lady Redgrave y mis compañeros se mantenían apartados por unos jinetes con el sable desenvainado.

—Le ruego que me siga inmediatamente —pidió Abdel-Razuk.

Oponerse a la fuerza armada me pareció irrisorio. Mi escapada de tres días ya había causado suficiente escándalo para importunar al amo de Egipto. Tenía que responder de mi falta ante él y ganarme de nuevo su apoyo.

Me instalaron sobre un camello, lo cual era ciertamente incómodo, pero intenté ocupar aquella posición con dignidad durante dos largas horas que nos llevaron hasta un palacio rodeado de palmeras, en las inmediaciones de El Cairo. Una vez que pasamos la hilera de árboles, descubrí un jardín poblado de acacias y de cenadores cargados de rosas. Cerca de la entrada, un pequeño pabellón de mármol, al pie de un estanque cuya superficie estaba cubierta de nenúfares. A la sombra de un eucalipto, dos jardineros dormidos. El palacio comprendía dos cuerpos de edificio unidos por un arco. El primero tenía una larga fachada adornada con ventanas enrejadas y celosías árabes. Un portero vigilaba el acceso. Nos saludamos, cada uno tocándose con la mano derecha la frente, la boca y el pecho para dar a entender al otro que pensamiento, palabra y corazón le pertenecían. Precedido por Abdel-Razuk y Moktar, entré en una sala de columnas que daba a un patio a cielo abierto cuyo centro estaba ocupado por una fuente. El lugar era deliciosamente fresco. El suelo, formado por un mosaico de mármol, apenas reflejaba la luz. Sentado en un diván, el amo del lugar se dedicaba al delicado arte de la acuarela.

Se volvió hacia mí.

—Bienvenido, Champollion.

No era el pacha sino el cónsul general de Francia, Drovetti.

—Se ha vuelto todo lo turco que uno puede ser —declaró examinándome.

—He seguido su ejemplo —contesté.

Con nuestros turbantes, nuestras barbas, nuestra tez morena y nuestros pantalones bombachos, estábamos muy lejos de las brumas de Europa.

—Gracias por venir tan pronto, Champollion.

—No me ha dejado elección…

Moktar dio unas palmadas, desencadenando un baile de sirvientes que trajeron golosinas y bebidas. Me quedé de pie, rehusando la invitación a acomodarme en los cojines.

—Soy su amigo, Champollion.

—En ese caso, ¿por qué la policía del pacha?

—Para protegerle.

Drovetti sirvió él mismo el té con menta en unas tazas de porcelana.

—Alterna con gente peligrosa, Champollion. Pueden abusar de su generosidad. Me he enterado de que Caviglia intentó sacarle fondos que pertenecen a Francia.

—Su informadora no le ha informado bien. No escuche tanto a lady Redgrave, señor cónsul.

Drovetti enrojeció de cólera.

—¡Sus insinuaciones son estúpidas!

—Me alegro. Errar es humano. Entonces confiaré de nuevo en lady Redgrave.

Drovetti me desafió con la mirada, bebió un poco de té.

—Caviglia pertenece a una sociedad secreta donde se reúnen conspiradores. El pacha y yo mismo estamos decididos a extirpar esa lepra de Egipto. Esos activistas serán expulsados… así como sus simpatizantes.

—Me importa poco —dije, indiferente.

Drovetti se sorprendió.

—¿No ha estado con ese Caviglia?

—Sí. Me ha hecho visitar los terrenos de excavaciones que le concedió el pacha.

—¿Niega usted haber desaparecido tres días en su compañía y haber estado con sus compañeros?

—¿Desaparecido? ¡Cuánta novelería, señor cónsul! Mi actividad fue estrictamente arqueológica, tengo un testigo privilegiado: el jeque Mohamed, que es, según creo, un amigo y un protegido del pacha.

Puse cuidado en hacer hincapié en mis últimas palabras. El rostro cerrado de Drovetti me demostró que las precauciones que había tomado se revelaban excelentes. Esta vez, la intervención de lady Redgrave resultaba del todo ineficaz. Comprendí por qué, temiendo a la policía del pacha y la milicia de Drovetti, los Hermanos de Luxor se habían dispersado, haciendo desde ahora recaer sobre mí el peso de su misión. Yo era ahora el hombre encargado de descubrir y de transmitir los secretos de los antiguos egipcios, uniendo las revelaciones de la cofradía y mi conocimiento de los jeroglíficos.

Es posible que Drovetti leyera mis pensamientos. Sintió la intensidad de mi determinación.

—Podrían considerarle como un conspirador, Champollion. ¡Podría, con su comportamiento, amenazar la autoridad del pacha!

Moktar parecía estar dispuesto a agarrotarme y arrojarme al fondo de un calabozo.

—No lo creo. Sólo me interesa la labor que me ha sido confiada por el rey, y que ha sido aprobada por el pacha y por usted mismo: descubrir el antiguo Egipto y darlo a conocer al mundo entero. Iré directamente para conseguirlo, cualesquiera que sean los obstáculos y las susceptibilidades.

Drovetti volvió a animarse.

—¡Susceptibilidades! Aprecia muy mal los riesgos que corre. ¡Cumplir su cometido, sea! Pero no perturbe el orden que reina en este país. No ponga en tela de juicio los intereses de quienes lo conservan.

El tono se había vuelto áspero. Mi «protector» dominaba mal su irritación.

—Ésa no es mi intención —aseguré—, siempre y cuando estos intereses no molesten mi trabajo.

Con una palmada nerviosa, Drovetti ordenó a Moktar y a Abdel-Razuk que salieran. Su expresión se suavizó enseguida.

—¿Qué le parece este palacio, Champollion?

La pregunta me sorprendió un poco.

—Es magnífico… un palacio de las mil y una noches. Me recuerda el Oriente de ensueño que descubrí en los cuentos que leía a escondidas en el liceo.

—Un sitio encantador, es cierto… ¡Se lo ofrezco! Quédese aquí el tiempo que desee. Instale a sus compañeros. Lady Redgrave apreciará este lujo que irá mejor con su belleza que unos barcos equívocos y unas rutas polvorientas. Además…

La mirada de Drovetti se tiñó de una inteligencia cómplice.

—Podría garantizar sin dificultad su informe científico e incluso nutrirlo abundantemente. Poseo aquí algunos manuscritos de viajeros que le han precedido. Le bastará con recopiarlos. En cuanto a las antigüedades, no tiene nada que temer. Me encargo de proporcionárselas para su museo del Louvre. ¿Le conviene este arreglo, Champollion?

Reflexioné en voz alta.

—¿Quién rechazaría una oferta tan tentadora?

Drovetti se sosegó por fin. Una satisfacción rapaz iluminó su cara.

—Ya es usted razonable. Tiene la madera de un gran hombre, Champollion. La fortuna le sonreirá.

Di media vuelta dispuesto a marcharme. Pasmado, Drovetti se levantó.

—Pero… ¿adonde va?

Volviéndome, le miré serenamente.

—A seguir mi viaje, por supuesto.

Era de noche cuando entramos en la ciudad de Minieh, donde el mercado, a la luz de las antorchas, todavía estaba animado. Pasamos delante de una hilandería de algodón donde trabajaban mujeres y niños, inclinados sobre unas madejas. Aquel espectáculo me apenó.

—El pacha —explicó Solimán, justo detrás de mí— sólo se respeta a sí mismo.

Un adolescente, con la mirada extraviada, salió corriendo de una callejuela. Chocó de lleno con el profesor Raddi, que pensaba en las musarañas, y tropezó con lady Redgrave, cayendo con ella en el polvo. Inmediatamente aparecieron unos turcos furiosos empuñando armas. Vacilaron un momento, localizaron al chico que se levantaba con dificultad y lo agarraron por el cuello de la camisa. Dio un alarido de pavor. Uno de los turcos le cortó la mano derecha de un sablazo. La sangre salpicó a Néstor l’Hote, que se quedó petrificado antes de vomitar contra un muro.

Un puño de acero me agarró el brazo.

—No intervenga, hermano —recomendó Solimán—. Ya no puede hacer nada por él. Ha intentado escapar de los soldados que querían reclutarle en el ejército del sultán. Ahora sólo es un traidor y un rebelde.

Lady Redgrave, todavía aturdida, no había visto nada de aquella horrible escena. El padre Bidant la levantó, mientras Solimán echaba agua sobre la frente del profesor Raddi, medio inconsciente. Rosellini, disgustado, miraba un cortejo de mujeres con velo, llorosas, seguir a los soldados que se llevaban al desertor.

El suelo bebía ya la sangre. Un perro vagabundo la lamía.

—El sultán es un hombre cruel —dijo Solimán en voz baja—. Su poder nació con el crimen, el 1 de mayo de 1811, cuando invitó a los señores locales, los beis, al interior de la ciudadela de El Cairo. Vinieron luciendo trajes suntuosos, montando sus más bellos caballos, adornados con piedras preciosas. Para acceder a la ciudadela, tuvieron que pasar por estrechas callejuelas. Aquello fue una masacre. Los matones del sultán, los albaneses, dispararon sobre los desdichados invitados desde unas ventanas estrechas. La carnicería duró media hora. Dicen que sólo hubo un superviviente que se atrevió a saltar a caballo por encima del parapeto de la ciudadela y que huyó para siempre al desierto, enloquecido. Los mamelucos, considerados como enemigos, fueron degollados en sus casas. Así, Mehmet-Alí se convirtió en el único amo de Egipto.

—Vayámonos de aquí —exigí.

Rosellini protestó.

—Deberíamos descansar y cenar.

Me negué rotundamente. Tenía prisa por irme de Minieh y llegar al próximo emplazamiento que teníamos que explorar. Ver de nuevo el arte de los antiguos egipcios era el único modo de olvidar el drama que acabábamos de vivir.

—Beni-Hassan —indicó Rosellini, gruñón—. No hay nada apasionante que estudiar. Media jornada bastará. Sobre todo si tiene prisa por entrar en Nubia.

Apenas subimos a los dos barcos, sufrimos un violento golpe de viento.

Impedí que lady Redgrave se tambaleara.

—No lo necesito… Usted no estaba a mi lado antes, cuando…

—Perdóneme. He olvidado mis deberes hacia usted.

Su nerviosismo pareció calmarse.

—¿Sería usted un poco humano, señor Champollion? ¿Sentiría otros afectos que los de las viejas piedras?

Seguramente le habría abofeteado si no me hubiera ablandado la dulzura de sus ojos verde claro que parecían limpios de toda perfidia.

—¿Es que no comprende, lady Ophelia…?

Con una mirada, me indicó Rosellini que nos observaba.

—Cállese y reflexione. ¿Está seguro de que aquel desdichado no corría hacia usted para comunicarle un mensaje?