9

Los dátiles del desayuno estaban deliciosos. Un viento del norte volvía la mañana agradable. La vista de las tres pirámides de la planicie de Gizeh creaba el más inolvidable de los recuerdos. Lady Ophelia Redgrave no tenía hambre. Ya no encontraba ningún placer en la contemplación. Desde hacía más de una hora, recorría el desierto a caballo, aventurándose en los campamentos de beduinos más hostiles.

Cuando lady Redgrave regresó a la tienda donde dormían los miembros de la expedición, vio primero al padre Bidant, bebiendo té con menta, con el breviario al alcance de la mano. Rosellini estudiaba unos apuntes jeroglíficos, incapaz de descifrarlos sin la ayuda del Maestro. L’Hote, con el torso desnudo, realizaba unos ejercicios de calentamiento. El profesor Raddi, indiferente al mundo exterior, inventariaba unos fragmentos de caliza que examinaba cuidadosamente con una lupa.

Lady Redgrave se apeó y se dirigió a Rosellini.

—¿Ha visto a Solimán?

—No —contestó el italiano.

—¿No hay noticias del jeque Mohamed?

—Ninguna. Según los beduinos, se ha marchado hacia el sur. Y usted, ¿no ha sabido nada?

Lady Redgrave se mordió el labio.

—Ahora no hay duda de que Champollion ha desaparecido.

Creí que la pirámide de peldaños se abatía sobre mí. Su sombra gigantesca me envolvió como una mortaja. Me volví súbitamente, sintiendo una presencia detrás de mí.

Caviglia.

—¿Está dispuesto a seguirme, Champollion?

Asentí.

Caviglia pasó delante de mí. Fuimos a lo largo de la pirámide de peldaños y nos dirigimos hacia la mitad de la cara norte. La masa de escombros era enorme, subiendo casi hasta la cima del edificio y arruinando toda perspectiva. Caviglia escaló la muralla de arena hasta media pendiente, quitó un gran bloque al precio de un esfuerzo considerable, que duró unos largos minutos, y despejó la entrada de un pasadizo muy estrecho, apenas suficiente para el paso de un cuerpo.

—Este camino conduce al fondo de los infiernos —declaró—. Como guste, Champollion.

Ir al centro de una pirámide, ¿existe un regalo más exaltante? Penetré en le estrecho orificio, seguido por Caviglia, que se ocupó de volver a poner el bloque en su sitio. La pendiente se reveló muy pronunciada. La bajé sobre la espalda, con la nariz pegada al techo, progresando, plegando las piernas. Caviglia se mantenía a una buena distancia, para no chocar conmigo cuando frenaba con mis talones. Me raspé las pantorrillas y las rodillas, tragué polvo, me golpeé la cabeza, pero me apresuré, ansioso por contemplar la sepultura del faraón que había construido la primera pirámide.

Cuando el aire empezó a faltar, el camino descendiente se ensanchó bruscamente y se volvió horizontal. En aquellas profundidades reinaba una suave luz azulada que mitigó las fatigas de la exploración. Pude enderezarme.

Progresando en aquel apartamento funerario donde toda una familia debía estar reunida, me detuve, maravillado, ante un entrepaño de loza que representaba la carrera del faraón, con un remo en la mano, durante la fiesta de la regeneración, donde el jefe de estado, alimentado por la magia divina, recobraba un nuevo poder para desempeñar mejor su cargo.

—Aquí es donde nació Egipto —afirmó Caviglia—. Esta tumba es la de Djeser, el primer faraón que ha celebrado la unión de las Dos Tierras. Un día será descubierto. Se excavará el inmenso terreno que le rodea y de la tierra saldrán obras maestras.

—¿Por qué no se ha revelado ese fabuloso hallazgo al mundo entero?

—Porque le esperábamos, Champollion, y porque todavía no ha llegado el momento. Le pido que guarde el secreto más absoluto de todo lo que va a ver esta noche.

—¿Y si me niego?

Caviglia no contestó. Su mirada fue lo bastante elocuente.

—Guarde sus revelaciones en su corazón. Sepa callarse hasta que nosotros decidamos lo contrario.

—«Nosotros»… ¿de quién está hablando?

—De la cofradía de los Hermanos de Luxor.

Los Hermanos de Luxor. Había oído hablar de ellos, en París, como de una secta que recoge las enseñanzas de las civilizaciones antiguas, principalmente de la India y Egipto. La información me pareció tan grotesca que no le había dado la menor importancia.

—Sabíamos desde siempre que vendría. Uno de nuestros hermanos, Henry Salt, predijo que un joven francés iba a descubrir de nuevo el secreto de los jeroglíficos.

¡Henry Salt, cónsul general de Gran Bretaña en Egipto, miembro de la cofradía!

—He pasado muchos años explorando las pirámides y la esfinge y descubriendo los pasadizos subterráneos entre la planicie de Gizeh y el emplazamiento de Saqqara —prosiguió Caviglia—. Es el camino que tomaremos… cuando se haya vendado los ojos.

—¿Por qué? ¿No se fía de mí?

—Es nuestra norma, Champollion.

—No la acepto.

Todo mi ser se rebelaba contra aquel montaje absurdo.

—Sería un error —dijo Caviglia con tranquilidad—. ¿No habrá olvidado lo que está en juego?

—Sea más preciso —le desafié con vivacidad.

—Transformarse para ser iniciado al espíritu del antiguo Egipto. Si no adquiere la mirada justa, sólo será un espectador sin conciencia.

—¿Y usted pretende ofrecerme semejante tesoro?

—¿Yo? ¡Claro que no! Sólo Egipto mismo puede hacerlo… si le juzga digno de ello.

No comprendía el significado exacto de aquellas palabras, pero la serenidad de Caviglia me impresionaba mucho. Disimulaba mal mi curiosidad. Aquel hombre, era evidente, poseía un secreto. ¿Cómo podría olvidar la visión de esos maravillosos relieves del faraón Djeser? ¿Cómo no creer a un hombre que me había revelado semejantes maravillas?

—Por última vez, Champollion, le pido el secreto de todo lo que verá, oirá y vivirá durante esta noche. Sepa hacer uso de ello para descifrar todo Egipto, pero no revele la clave que le será ofrecida como a un hermano. Llegará un día en que, como yo lo hago hoy, tendrá que transmitirla a su sucesor exigiendo el mismo compromiso.

Vacilaba todavía, afinaba diez argumentos, me debatía con mi miedo.

—Lo juro.

—Venga.

Me vendó los ojos con un paño blanco perfumado al jazmín. El olor me subió pronto a la cabeza. Sentí no permanecer por más tiempo ante las figuras azuladas de Djeser y me encomendé a la mano que me guiaba en el subterráneo que unía las dos pirámides. Fui incapaz de calcular el tiempo que duró el trayecto efectuado sobre un suelo de lo más irregular. La cuesta se volvió de pronto muy empinada. Caviglia me izó con rudeza. El aire tibio de la noche llenó mis pulmones. Acabábamos de volver al mundo exterior.

—¿Ha oído hablar del Profeta? —pregunté.

—¿El viejo sabio que trabajaba en el Instituto Egipcio? Claro.

—¿No pretendía haber descubierto el secreto de los jeroglíficos?

—Es cierto —contestó Caviglia— que afirmaba poseer una ciencia perdida.

—¿Por qué no entró en la cofradía?

—Íbamos a recibirle poco antes de que usted llegara. Pero su despacho se incendió.

—Y él mismo falleció en el incendio, ¿no es así?

Caviglia tardó unos segundos en contestarme.

—No han encontrado ningún cuerpo en los escombros humeantes. Algunos testigos afirman haber visto a Moktar, el intendente de Drovetti, huir por una callejuela poco después del comienzo del incendio.

Un atentado criminal… El Profeta quería comunicarme unas informaciones esenciales. Drovetti lo había hecho asesinar para impedir para siempre que me hablara.

—¿Estaría todavía vivo? —me entusiasmé.

—Nadie lo sabe. Han señalado su presencia en Tebas, donde se habría escondido. Otros pretenden que se ha refugiado en Nubia, lejos de Drovetti y sus esbirros.

—Si sigue vivo —afirmé, con las mandíbulas crispadas—, le encontraré. Tengo que encontrarle.

—No puede pasar inadvertido —señaló Caviglia—. El Profeta mide más de dos metros, tiene una barba blanca muy fina tallada en punta y no se desplaza nunca sin un gran bastón de acacia con un pomo de oro. Concentre su atención, Champollion. Seguimos nuestro camino.

El fuego de la esperanza volvía a nacer en mí. Se abrían nuevos caminos. Estaba dispuesto a luchar.

Caviglia me quitó la venda. Primero distinguí las estrellas y, bajando la mirada, dos gigantescos bancos de piedra que identifiqué enseguida como las patas de la esfinge. Volviéndome, comprendí que me encontraba delante del pecho y bajo el mentón del guardián de la necrópolis.

—Prudencia —exigió Caviglia—. Vamos hasta la gran pirámide.

Así pues, la tumba de Keops era la meta final de aquella extraña expedición, el lugar donde los Hermanos de Luxor contaban practicar en mí lo que los antiguos egipcios llamaban «la apertura de la boca y de los ojos». Juntos, caminamos hacia el inmenso monumento, cuya masa destacaba en las tinieblas.

Un árabe se alzó ante nosotros con un fusil en la mano.

Caviglia se interpuso entre él y yo, pronunciando una sola palabra que no entendí. El árabe agachó respetuosamente la cabeza.

—Vigila —indicó Caviglia—. Su presencia demuestra que no hay ningún profano por estos parajes.

Ni perros vagabundos, ni merodeadores… Los Hermanos de Luxor estaban admirablemente organizados, hasta tal punto que podían alejar a cualquier importuno de la gran pirámide. Siguiendo a Caviglia, penetré en ella con un nudo en la garganta. Tuve que atravesar una zona de tinieblas antes de distinguir la luz de una antorcha, muy por encima de mí. Penetré en un estrecho pasadizo donde tuve que avanzar curvado. El aire me faltó muy pronto. La luz desapareció. Detrás de mí ya no se oía ningún ruido, como si Caviglia hubiera desaparecido.

Supe instintivamente que no podría retroceder. Avancé entonces con el convencimiento de que iba a morir asfixiado.

El calor y el polvo se unían para quemar mis pulmones.

Dejé de resistir. Cedí. ¿Para qué oponerse a lo inevitable? ¿Por qué luchar, tratar de retener lo que tiene que desaparecer, aunque se trate de la propia vida? ¿Morir dentro de la gran pirámide no es acaso el más fabuloso de los destinos? Mi nerviosismo desapareció. Me abandoné a los siglos acumulados en aquellas piedras de eternidad, progresé con tranquilidad, como si aquella ascensión no debiera terminarse nunca. La luz reapareció en el momento en que salí del estrecho canal para volver a enderezarme y descubrir una inmensa galería que subía hacia el centro de la pirámide.

Había unas antorchas colocadas en la parte inferior de las paredes, difundiendo una luz rojiza de donde parecían nacer los gigantescos bloques de granito. Tuve la sensación de encontrarme a la vez en el centro de la tierra y en medio del cielo, en un espacio desconocido, en un tiempo que ya no era el de los hombres.

Caviglia posó su mano sobre mi hombro izquierdo.

—La última etapa, Champollion.

El camino me pareció más fácil, casi cómodo. Había que concentrarse, desde luego, para trepar por el suelo de piedras lisas, pero de aquella galería emanaba una energía que atraía hacia arriba, haciendo que el cuerpo pesara menos. Aquel lugar era un paso fulgurante hacia el universo de los dioses. Purificaba de lo inútil y de lo artificial. Paso a paso, salía de una ganga de la cual no había sido consciente hasta ahora.

Después de haber franqueado un umbral que exigió una gran zancada, penetré en la cámara del sarcófago. Estaba iluminada por un solo candelabro, parecido a los que utilizaban los antiguos. La mecha no producía humo alguno. Al fondo de aquel santuario me esperaban ocho hombres cuyos rostros permanecían en la sombra. Al acercarme reconocí a Anastasy, que me había ayudado en El Cairo, y a mi sirviente Solimán. Los demás, todos vestidos al estilo turco, pero perteneciendo a naciones diferentes, me eran desconocidos. Me habría gustado hablarles, hacerles preguntas, pero Anastasy no me dejó tiempo para ello.

—Entre en el sarcófago —ordenó.

La cuba funeraria del faraón Keops había sido tallada en un solo bloque. Nunca se había encontrado ningún rastro de la tapa. Pasando por encima del sarcófago más venerable de Egipto, por la parte de la rotura, me introduje en él y me tumbé sobre la espalda. Instintivamente, crucé los brazos sobre el pecho, como un Osiris.

Una maravillosa sensación de calor se difundió en mi columna vertebral. No era el reposo de la muerte lo que reinaba en aquella cuba, sino el resplandor mismo de la vida. Cerrando los ojos para apreciar mejor aquel placer inaudito que tenía el gusto de una resurrección, oí la voz profunda de Anastasy salmodiar una especie de ritual.

—Este sarcófago nunca estuvo cerrado —dijo—. Jamás se colocó ninguna tapa. Es en esta cámara de las metamorfosis donde nuestros Hermanos, desde la época del rey Keops, han sido regenerados. Es aquí, en el centro del mundo, donde la luz del interior ha venido a iluminar su destino. Bienvenido entre nosotros, Jean-François Champollion. Pasará la noche en este sarcófago. Lo que usted pida a esta pirámide, ella se lo dará.

La luz de la única antorcha desapareció. Ya no era dueño de mí mismo, me dejé invadir por unas visiones. Tot con cabeza de ibis, el maestro de los sabios y de los escribas, y Anubis con cabeza de chacal, el que abre los caminos del otro mundo, quitaron un velo que cubría unas columnas de jeroglíficos azul-verde adornando el panteón de una pirámide. Empecé a descifrar, aplicando las bases de mi método. Tot corregía cada uno de mis errores, colmaba mis lagunas. Así es como comprendí el último destino del faraón, sus continuas transmutaciones en el cielo de los justos, sus viajes en los espacios cósmicos, su fusión con la luz del sol de la cual provenía. Pasé del otro lado de la vida, jurándome que devolvería a los dioses lo que me habían dado[2].

¡Conque las pirámides hablaban! Lo que había leído aquella noche tal vez existía realmente en alguna parte, en algún lugar que sería descubierto por excavadores…[3]

Perdí la noción del tiempo. ¿Así era como uno se convertía en Osiris en vida? ¿Así era como uno conocía el poder divino, tumbado en el fondo de un sarcófago, con los ojos abiertos sobre un cielo de piedra?

—La policía del pacha está avisada —anunció lady Redgrave con el rostro sombrío.

Al pie de la pirámide de Keops, en pleno día, la comunidad del general desaparecido zozobraba poco a poco en la preocupación. Hasta el profesor Raddi se dio cuenta de que había ocurrido algo fuera de lo normal.

—¡Miren! —exclamó L’Hote, viendo a Solimán acercarse a la gran tienda, empujando a un burro cargado de racimos de dátiles.

Rosellini, con el rostro hundido por una noche en blanco, corrió al encuentro del sirviente.

—¿Sabe dónde se encuentra Champollion? —preguntó el italiano con agresividad.

—Sólo tiene que levantar la vista —respondió tranquilamente Solimán.

Todos acompañaron la mirada del sirviente para descubrir, en la cima de la gran pirámide, la silueta de Jean-François Champollion sumergida en la luz del dios Ra.