8

Dos días después de nuestra llegada a El Cairo, donde estábamos cómodamente alojados en las villas del barrio europeo, ofrecí a mis acompañantes una fiesta que duró, según la costumbre, desde las seis hasta medianoche. Sólo el padre Bidant se negó a tomar parte en ella, convencido de que lo esencial de estos festejos consistía en diabluras licenciosas. Me dirigió amargos reproches sobre mi comportamiento, acusándome de dejarme corromper por las costumbres orientales. Siendo mis protestas papel mojado, ignoré las amonestaciones del buen padre que se equivocaba sobre la naturaleza de aquellas distracciones cairinas. Respecto a las diabluras, sólo tuvimos derecho a un largo recital de la cantante Nefîse, el ruiseñor de El Cairo, ídolo de todo un pueblo. Para unos oídos europeos, acostumbrados a escuchar armonías pulidas, la prueba fue ruda. La melopea lancinante, de inflexiones lánguidas, acabó sin embargo por fascinarnos e incluso por sumirnos en una especie de beatitud.

¿Cómo no pensar en los músicos de los faraones, en las bellas sacerdotisas músicas y cantantes cuya voz estaba destinada a encantar a los dioses? Aquellos hechizos alejaban el alma de las banalidades de este mundo y, con la magia de los sonidos, la sumergían en lo sagrado.

El padre Bidant no estaba del todo equivocado: Oriente empezaba a apoderarse de nosotros.

Aquella fiesta fue la ocasión para presentar los miembros de la expedición a las personalidades influyentes de El Cairo, cuya estima, poco a poco, nos estábamos ganando. La más importante de ellas no era la más brillante; se trataba de un médico armenio, Botzari, pequeño de estatura, negro de piel y agudo de ingenio. Por las atenciones que le prestaban, era fácil comprender que tenía entre sus manos el destino de muchos notables.

En el transcurso de las conversaciones, me enteré de que ocupaba el envidiado cargo de primer intrigante del pacha y que ningún asunto importante era resuelto sin su acuerdo.

Mientras me preguntaba cuál sería el mejor modo de abordarle, se acercó a mí, burlón.

—Salgamos al jardín, señor Champollion. Allí estaremos tranquilos para conversar.

Quien no ha conocido la calma de un jardín oriental, en una noche de verano, ignora que el paraíso existe en la tierra. Allí se mezclan los perfumes de las rosas con los de los majaguas y los tamariscos; un agradable frescor sube del suelo regado por los jardineros al anochecer. Uno se pone a soñar con un universo donde el ser humano sabría de nuevo fraternizar con la flor más humilde.

El médico armenio no se dejó llevar por sentimientos tan bucólicos. Para él, El Cairo era una ciudad de negocios donde ejercía su poder.

—¿Está satisfecho con su estancia, señor Champollion?

—Cada día que pasa es una revelación.

—Su reputación no deja de crecer… ¿Sabe qué apodo le han puesto?

—Lo ignoro.

—Le han otorgado varios títulos: «hijo de faraón», «el hombre que lee los signos mágicos»… El que prefiero es el más sencillo. Le llaman a menudo El Egipcio, como si hubiera nacido en esta tierra y no la hubiera dejado nunca.

Las palabras de Botzari me estremecieron. Me parecían casi pavorosas, revelándome aspectos misteriosos de mi destino sobre los cuales me negaba a reflexionar.

—Eso sólo es poesía —contesté con escasa convicción.

—Desconfíe de este país —dijo el armenio con gravedad—. Los árabes no han logrado apagar las antiguas divinidades. Todavía están muy presentes gracias a estas innumerables piedras grabadas cuya clave, según afirman, sólo usted posee. Guarda un tesoro temible, señor Champollion. ¿Se imagina bien la consecuencia de sus actos?

A la sorpresa de oír un discurso teológico en la boca de un intrigante sucedió el furor. ¿Con qué autoridad acusaba aquel médico mis investigaciones?

—Señor Botzari, el desciframiento de los jeroglíficos es ahora ineluctable. Nadie impedirá que se pague pronto este tributo a la ciencia.

Una musaraña, con un gracioso salto, huyó velozmente delante nuestro. Pensé con curiosidad que el pequeño animal, enemigo jurado de las serpientes, era una de las encarnaciones de Atoum, el gran dios creador de los antiguos egipcios.

—La ciencia, señor Champollion, no es más que otra ilusión.

El hastío que había en la expresión del armenio hizo por un momento vacilar mis certidumbres. ¿Tenía yo realmente la misión, en esta tierra, de leer de nuevo la lengua de los dioses, de sacar del olvido la mayor de las civilizaciones? ¿No era aquello una loca pretensión?

—Olvide su ciencia, señor Champollion —me recomendó—. No le servirá de nada cuando llegue el momento de las grandes pruebas.

Reconfortado, sonreí.

—Ahí se equivoca. Es mi mejor aliada desde mi infancia. No hay tormento que no haya superado trabajando con mis queridos jeroglíficos.

Botzari dejó de caminar y me miró con unos ojos penetrantes, hurgando en mi alma con su mirada.

—Tiene usted mucha suerte —concluyó—. Interrumpa aquí su viaje.

—¿Por qué? —me indigné.

—No logrará evitar todos los peligros que le acechan.

—¿Cuáles son, si puede saberse?

—Regresemos —exigió.

El armenio había conseguido estropearme aquella noche melosa. La angustia me oprimía el corazón. Las amenazas proferidas por aquel hombre tranquilo, de espíritu sereno, tenían un siniestro sabor.

En el umbral de la gran mansión se detuvo, pensativo.

—Usted conoce mejor a los antiguos egipcios que los nuevos amos de este país, señor Champollion. Sus investigaciones les están resultando molestas. Las antigüedades no sólo interesan a los sabios. Deje pues que la corrupción humana recubra las ruinas y las entierre. Egipto sólo puede ofrecerle la muerte.

—Estoy aquí para hacer revivir el antiguo Egipto a cualquier precio.

Me miró de soslayo.

—No diga que no se lo advertí. Mañana me vuelvo a Alejandría. Adiós entonces, señor Champollion.

El armenio desapareció. Cuando me reuní con mis compañeros de viaje, echados sobre unos cojines de seda y fumando narguiles, no pude disimular mi turbación. L’Hote la notó.

—¿Algo va mal, general?

—No, no…

—¿Una mala noticia?

—Sí y no. He encontrado a un mensajero del más allá.

—¡Ahí están, ahí están! —gritó el profesor Raddi, de pie sobre el tejado de la cabina del Hathor, descubriendo las famosas canteras de Tourah, de donde los antiguos extraían la caliza más bella del país.

Los gritos de entusiasmo del mineralogista habían despertado al equipaje de los dos barcos y a los fellahs[1] todavía dormidos en sus chozas de encañizada, en la orilla donde acostamos. Durante la noche del 30 de septiembre, había reunido a mis compañeros a bordo del Isis para explicarles mis proyectos: explorar esta asombrosa región donde habían salido la necrópolis de Menfis y todos los grandes edificios de esta ciudad. Ningún obstáculo, ni siquiera un calor agobiante, nos detendría. Teníamos la suerte de entrar en el vientre de piedra donde había nacido el Egipto de los constructores. Tensos, casi nerviosos, decidimos acostarnos temprano.

No logré conciliar el sueño antes de las dos de la mañana. Como los demás, fui despertado por el estallido de alegría del buen profesor. Durante este breve reposo, soñé con canteros extrayendo bloques destinados a los templos. Creí revivir sus gestos, sus esfuerzos, sus sufrimientos. Me convertía en sus manos. Raddi me sacó de esta visión pero, gracias a él, gocé de una dicha indecible: pasar de un sueño a una realidad que, también ella, tenía el encanto de un sueño espléndido. ¡Tourah! Estaba realmente en Tourah, cerca de aquel horizonte calcáreo donde aún soplaba el viento de la eternidad.

A las cinco de la mañana nos reunimos en la orilla, delante de los barcos. Lady Redgrave, levantada antes que nosotros, esperaba, montando un burro gris. Vestida de verde, llevaba un sombrero blanco de ala ancha. Me acerqué a ella.

—Señor, no es…

—No malgaste sus palabras, señor Champollion. Ya sé lo que va a decir: no es lugar para una mujer. No intente demostrarme semejante tontería. Quiero conocer todo lo referente a este país.

No había manera de hacerle cambiar de opinión. Disgustado, pasé delante de ella, siguiendo al profesor Raddi, que no había aflojado su vigilancia. Tendría que haberme sentido muy irritado; en el fondo, estaba más bien satisfecho de no verla alejada de nuestra pequeña comunidad.

—Parecen enormes cuarteles destinados a un ejército de gigantes —declaró Néstor l’Hote, descubriendo las canteras desde lo alto de una cresta rocosa—. Allí —dijo señalando con el dedo unas excavaciones en la roca— hay puertas y ventanas.

Nos sentíamos abrumados por la amplitud de la tarea. ¿Cómo explorar semejante inmensidad? Atribuí a cada uno de mis compañeros un sector de excavaciones, para cubrir el mayor territorio posible. Rosellini, poco dado al trabajo físico, protestó vagamente. Néstor l’Hote, encantado de utilizar su exceso de fuerza, repartió unos silbatos. Quedamos en que cualquiera que efectuara un hallazgo importante utilizaría el instrumento para avisarme.

—Creo que se ha olvidado de mí —intervino lady Redgrave.

—Señora, no es…

No me atreví a terminar mi frase. El regocijo que brillaba en su mirada me cubrió de ridículo a mis propios ojos. Acercó su mano para recibir un silbato y se dirigió al sector que le había otorgado.

El profesor Raddi trabajaba en un estado cercano al delirio. Palpaba cada bloque, lo examinaba con ternura, introducía unos cascajos en un saco grande, inconsciente del peso que acumulaba. El calor aumentaba muy rápidamente, disminuyendo el ardor de mis compañeros. El mío no declinó. Tomé el dibujo de muchas inscripciones que databan de las épocas más remotas y recordaban el nombre de los que habían trabajado en aquellos lugares.

Un silbido.

Éste provenía del sector de lady Redgrave. Pensé inmediatamente en un accidente y, sin preocuparme demasiado del peligro, corrí sobre una cresta calcárea para alcanzarla.

—¡Cuidado, general! —gritó L’Hote.

Su advertencia me dejó paralizado. Un fragor sordo llenó mis oídos. Levanté la cabeza y vi rodar cuesta abajo hacia mí un bloque enorme. Instintivamente, retrocedí, a riesgo de desnucarme unos veinte metros más abajo. El bloque pasó muy cerca, salpicándome de polvo. Protegiéndome los ojos, seguí con la mirada el final de su loca carrera en el fondo de la cantera.

—Por aquí —indicó L’Hote tendiéndome la mano.

Llegué a una plataforma y recobré el aliento. Los latidos de mi corazón se calmaron.

—De buena se ha librado, general.

—¿Dónde se encuentra lady Redgrave?

—Allí.

De pie sobre un promontorio, resplandeciente de belleza en la violenta luz blanca que parecía nacer de la roca, mezclándose al oro del sol, nos miraba. ¿No había planeado un crimen? ¿No había intentado atraerme a una trampa mortal? Necesitaba estar seguro. Con las piernas todavía vacilantes, la alcancé.

—¿Dónde está su hallazgo? —ironicé.

—Delante de usted —contestó sin inmutarse, señalando una pared muy lisa sobre la cual estaba grabado un episodio raro, la construcción de un monolito.

La firmeza del trazo me llenó de admiración. Saqué inmediatamente mi cuaderno para grabar la escena.

—Al lado —añadió— está el nombre del faraón Psamético.

Estupefacto, dejé de dibujar.

—¿Cómo ha conseguido leerlo?

—Utilizando su método —respondió con la sonrisa más encantadora.

—Imposible.

—¿Y por qué, señor Champollion?

—Porque sólo yo conozco la totalidad de mi método.

—¿No sabe que yo poseo un sexto sentido? Perdóneme, me siento algo cansada. Regreso al barco.

La miré alejarse, aérea, como una diosa nacida del océano de frescor que, según los antiguos, rodeaba la tierra.

Estaba claro que había fisgado en mi camarote y consultado mis papeles.

Almorzamos en una sala tallada en la misma roca, habilitada durante el reinado del faraón Ahmosis, fundador de la XVIII dinastía que iba a hacer de Tebas el centro del mundo. Cada uno hacía el balance de sus descubrimientos. Rosellini había recobrado su buen humor.

—No había atribuido a nadie el sector escarpado de donde rodó el bloque. ¿Estaba alguien trabajando allí en el momento del incidente?

—El padre Bidant —contestó Rosellini—. Quería ver la cantera desde su punto más elevado.

El religioso, con la espalda arrellanada contra la pared del fondo de nuestro extraño comedor, había iniciado una siesta. Parecía estar profundamente dormido. Me pareció inútil despertarle. ¿Cómo habría podido el padre Bidant concebir un acto criminal? La imaginación es mala consejera.

Un cañonazo rompió la tranquilidad de un mediodía ardiente. Salimos para descubrir un curioso espectáculo: un centenar de fellahs y unos veinte jinetes, guiados por un jeque entrado en años y barbudo, con un turbante verde oliva. El conjunto de esta muchedumbre lanzaba chillidos. Nuestra curiosidad se transformó en estupor cuando vimos a los fellahs tumbarse en tierra cara abajo pegados los unos a los otros, formando una auténtica carretera humana ofrecida a los cascos de los caballos que se disponían a lanzarse sobre ella.

El jeque pasó el primero. Los fellahs soltaron alaridos de dolor bajo el peso del cuadrúpedo que aplastaba los cuellos, la espalda, los riñones. Horrorizado, quise correr hacia el lugar del suplicio, pero mi sirviente Solimán me cortó el paso.

—No intervenga. Estos hombres son voluntarios para el rito de la Doseh. Los que tienen la suerte de quedar gravemente heridos ven sus pecados redimidos.

De la carretera humana subía una letanía, «Alá, Alá», que emergía con pena de un concierto de gemidos. Los cascos sin herrar rompían los huesos, abrían las carnes, pero nadie huyó antes de que pasara el último jinete. Lady Redgrave, que había vuelto del barco para almorzar con nosotros, se aferró a mi brazo. Como yo, era incapaz de despegar su mirada de aquella ceremonia abyecta donde la sangre era derramada en nombre de las más locas creencias. ¡Qué lejos del Egipto de los faraones estaba el Egipto moderno!

Los desdichados, más o menos lisiados, se levantaron con dificultad. Sus ropas estaban manchadas de sangre. Aún les quedó fuerza para inclinarse ante el jeque del turbante verde. Cada uno retomó después su camino hacia El Cairo, los cojos sosteniéndose mutuamente para caminar.

—¡Queda uno! —exclamó lady Redgrave.

Una forma alargada, en un hueco. Sus vestimentas ya sólo eran sangre y arena. El rostro del hombre estaba profundamente hundido en el suelo.

La nuca rota.

Cuando L’Hote le dio la vuelta para comprobar su muerte, me llevé una horrible sorpresa. Reconocí al vendedor de pistachos que me había aconsejado, en el bazar de El Cairo. Sus muñecas estaban atadas con una cuerdecilla. Él, al menos, no era voluntario para entrar tan pronto en el paraíso de Alá. Mis misteriosos adversarios no habrían podido ofrecerme una advertencia más espectacular.

El triste descubrimiento de las ruinas de Menfis, la más antigua capital de Egipto, no hizo más que aumentar la melancolía que se había apoderado de nuestra pequeña comunidad. No dije ni una palabra a nadie sobre la identidad de la víctima de la Doseh. Ya no sabía en quién podía confiar. Incluso mi sirviente Solimán, que no me dejó intervenir, me parecía sospechoso. ¿Qué había sido de la inmensa ciudad rodeada de un muro blanco, aquella que llamaban la Balanza de las Dos Tierras? Sólo veíamos una extensión de agua de donde emergían altas palmeras. Hacia finales de la Edad Media, los templos todavía seguían arrancando gritos de admiración a los viajeros árabes más hastiados. Hoy ya no queda ni un solo bloque. Los bárbaros modernos lo habían saqueado todo. Sin intentar atenuar la consternación de mis compañeros, seguí a Solimán, que me llevó hasta un coloso de Ramsés II, al sur del antiguo recinto, fuera del alcance de las aguas de creciente. Las piernas estaban destrozadas pero, del rostro y del torso intactos, emanaba una nobleza que me sobrecogió. Sólo con verla recobré una energía que creía perdida.

—Admirable, comentó Rosellini.

—Mucho más que eso, amigo. Me acuerdo de la aversión que me inspiraron, en Roma, las enormes cabezas de los emperadores, que fueron otros tantos verdugos y tiranos. Sólo eran horrores vulgares. Los egipcios son los únicos que han sabido unir lo grandioso y lo humano. A una escala tan grande, el menor error de detalle se convierte en una falta capital. El escultor ha tenido la sensatez de expresar sólo lo estrictamente necesario, sin excluir la elegancia, la gravedad y la sonrisa. Es esa sabiduría con la que nos alimenta.

Las palabras me habían venido espontáneamente a la boca. Casi me dio vergüenza expresar así mis sentimientos, pero tenía la certeza de intuir uno de los secretos del arte de los antiguos egipcios. Permanecí solo durante varias horas en compañía del coloso, manteniendo un diálogo mudo con el único superviviente del naufragio de Menfis.

Sentándose sobre el pecho de Ramsés, lady Redgrave interrumpió mi meditación.

—¿El viejo Egipto es su único amor, señor Champollion?

Me sobresalté.

—Vamos, señora, Saggarah nos espera.

Esta tierra de Egipto, por la que suspiraba desde hacía tanto tiempo, me trata como una madre cariñosa. Aquí conservaré, a lo que parece, la buena salud que traigo. Bebo agua fresca a discreción, y esta agua es la del Nilo, que nos llega por el canal llamado Mahmoudieh en honor al pacha que lo hizo cavar. Mi sirviente Solimán y los árabes de la tierra aseguran que en todas partes me toman por un nativo de Egipto. A la práctica de la lengua, que pienso dominar completamente dentro de un mes, hay que añadir mi forma de vestir: turbante sobre la cabeza afeitada, chaqueta con bordados dorados y chaleco de seda a rayas, cintura drapeada con la misma tela, pantalones bombachos, chinelas rojas. Un hermoso bigote cubre mi boca. Este traje es muy caliente y eso es precisamente lo que conviene en Egipto; uno suda a gusto y se encuentra igualmente bien.

Ya estoy familiarizado con los usos y costumbres del país: el café, la pipa, la siesta, los burros, el bigote y el calor, corroborando lo que me dijo mi cuñada, Zoé, el día de su boda con Jacques-Joseph: «Tiene la tez demasiado morena. ¡Blanquéese por lo menos la cara para la ceremonia!».

Sólo Néstor l’Hote se ha ajustado como yo a la moda local. Rosellini guarda una reserva prudente, conservando huellas de Europa. El padre Bidant ha jurado que no se desprendería de su sotana. El profesor Raddi duda entre lo turco y lo italiano, vistiéndose al capricho de sus hallazgos matutinos. En cuanto a lady Redgrave, utiliza un guardarropa sabiamente oriental, logrando milagrosamente unir la elegancia a las exigencias de lo cotidiano. Nadie se atreve a molestarla, ya que con nuestras ropas, L’Hote y yo parecemos sus dos guardias de corps.

La llanura muerta de Saggarah sembró el terror entre los miembros de la expedición. Habíamos dejado los dos barcos anclados delante de Bedrachein para aventurarnos en un desierto árido, el antiguo cementerio de Menfis, salpicado de pirámides destruidas y de tumbas violadas. El campo de las momias, como lo llaman los árabes, está formado por una serie de montículos de arena, productos de excavaciones ciegas y de rapiñas, todo ello puntuado con osamentas humanas. Las tumbas, adornadas con esculturas, están casi todas devastadas o rellenas después de haber sido saqueadas. La barbarie rapaz de los vendedores de antigüedades se ha ejercido aquí con una ferocidad extrema.

Un perfume de final de los tiempos me subió a la cabeza. Colocamos la tienda en medio de aquella inmensidad fría, poblada de beduinos de rostro cerrado. Logrando comunicar con ellos, conseguí obtener sus servicios. Se ocuparon de faenas domésticas y montaron la guardia delante de nuestro campamento, tanto de día como de noche. El jefe local, jeque Mohamed, incluso me dio prueba de un auténtico afecto.

La soledad nunca me pareció tan penosa como en Saggarah. Lady Redgrave, a quien mis beduinos habían otorgado un magnífico alazán, pasaba la mayor parte de su tiempo a caballo. Cuando el calor apretaba, dormía. Durante las comidas, platicaba alegremente con mis compañeros.

No me ha dirigido la palabra desde hace tres días. El padre Bidant, sin duda sintiendo la presencia de los demonios del desierto, no deja de leer las Sagradas Escrituras que terminará sabiendo de memoria. Ha intentado evangelizar a un joven beduino, pero sus esfuerzos han sufrido un humillante fracaso. Néstor l’Hote se divierte como un cachorro loco. Brinca de pirámide derrumbada en tumba devastada, penetra por todas partes, sigue a cualquier guía benévolo y me trae un montón de croquis de los cuales sólo una ínfima parte tendrá un valor científico. Creo que es preferible dejar expresarse así su dinamismo para poder controlarle mejor más tarde. El profesor Raddi ya no sale de su estado de éxtasis. El desierto es su reino. Le basta con inclinarse para recoger tesoros. Creo que está reconstituyendo la historia geológica de esta tierra y, quién sabe, del planeta entero. Rosellini está encantado; se pasa el día negociando con los indígenas y ya ha adquirido varias piezas muy hermosas, entre ellas un sarcófago, para el museo de Turín.

Por la noche, los beduinos se reúnen alrededor de nuestra tienda. Llegan de todas partes como sombras silenciosas y encienden pequeñas hogueras. Se cuentan historias de aparecidos, leyendas, hazañas guerreras. Mis compañeros, cansados de trabajar, se duermen temprano. Lady Redgrave se retira a su tienda privada vigilada por Solimán.

Ya no consigo conciliar el sueño. Me obsesiona la visión de vendas de momias, osamentas rotas, cráneos blanqueados por el rocío del desierto. Mi viaje apenas está comenzando, aún estoy lejos de Tebas y ya toco la nada con la punta de los dedos. Ninguna inscripción decisiva me ha permitido todavía poner definitivamente a punto mi sistema de desciframiento. No he identificado el camino que lleva al conocimiento de la vida en eternidad tal como la comprendieron los antiguos egipcios. ¿Y qué pensar de las dos misteriosas cartas cuyos autores todavía desconozco?

Me alejé de nuestro pequeño campamento, aventurándome en el desierto. Aquella noche me pareció de pronto menos hostil. Las dunas se veían como las olas petrificadas de un océano para siempre inmóvil. ¿No dormirán maravillas del pasado bajo esta costra inerte? Sentí un hormigueo en las piernas, indicándome que uno de los corazones de mi viejo Egipto aún latía en aquellos lugares desolados. ¿Cuántas toneladas de arena y de piedras habría que despejar para sacar de nuevo a plena luz los tesoros que dormitaban bajo mis pies?

La luna llena iluminó con su intenso resplandor un declive profundo, en cuyo fondo yacían unos bloques esparcidos. Mi instinto de excavador me ordenó explorarlo. El tamaño de las piedras indicaba que se trataba de un edificio imponente, tal vez de una pirámide. Mi pie chocó contra un pequeño fragmento de caliza en el que estaba conservada una tarjeta, al estilo de las épocas remotas. Descifré inmediatamente el nombre inscrito en el interior: Ounis.

Acababa de descubrir un faraón desconocido.

El 8 de octubre, de madrugada, nuestra caravana se detuvo ante la gran esfinge, guardián de la planicie de Gizeh y de las tres grandes pirámides, formas perfectas inscritas para siempre en la eternidad de los hombres. Estábamos todos agotados, después de haber caminado parte de la noche en el desierto, tanto para evitar el calor como para gozar de la luz fresca de aquellas soledades tranquilizadoras. Una bandada de beduinos se precipitó hacia nosotros, ofreciendo dátiles, agua y pan. Recibimos aquellos regalos con sincera satisfacción, pero tuve que recordar a mis compañeros la presencia de una dama entre nosotros para que lady Redgrave fuera servida la primera.

Nuestros siete camellos de albarda, reagrupados ante la gran esfinge, disfrutaron de un descanso bien merecido. Un trago de agua fresca bastó para calmar mi sed, pues estaba demasiado fascinado por la majestuosidad vigilante de la esfinge y el poder de los tres gigantes de piedra.

Me quedé durante largos minutos delante de aquellas tumbas. Cuanto más las contemplaba, más parecían crecer, arrastrándome con ellas hacia el cielo. Los más inmensos monumentos que han salido de la mano de los hombres, ¿no eran, como lo habían afirmado Voltaire y otros genios, sólo edificios en honor a la nada? La admiración que yo sentía me demostraba lo contrario. Y de pronto, comprendí. Aquello no eran montones de piedras, absurda demostración de vanidad temporal, sino cantos de inmortalidad. Las pirámides no son tumbas, sino moradas de resurrección. Sí, el hombre no es nada, sólo polvo. Pero su espíritu es luz. Para cobijarlo, hacía falta una morada a su medida y de la misma naturaleza.

—Habría que desmontar estas pirámides piedra por piedra —opinó el profesor Raddi—. Estoy seguro de que su núcleo tiene que ser interesantísimo.

—¡Qué monstruosa expresión de la más loca de las vanidades! —juzgó el padre Bidant.

Me lo llevé inmediatamente a un lugar apartado, mientras Rosellini empezaba a regatear sus futuras adquisiciones y Néstor l’Hote dibujaba la cabeza de la esfinge. Lady Redgrave, sentada bajo un quitasol sostenido por Solimán, dormitaba.

—Padre, estas críticas no tienen ningún sentido. Ya que tiene la desgracia de odiar Egipto, concédanos al menos la gracia de callarse.

Una miríada de halcones bailaba en corro alrededor de las cumbres de las pirámides. El religioso evitó mi mirada.

—No sea insolente —replicó—. No tiene que dictarme mi conducta. Soy yo, al contrario, quien debe vigilar la suya. ¡Mírese, Champollion! ¡Ya no tiene nada de un hombre de buenas costumbres! Si sigue dejándose seducir por este país lleno de demonios, pronto perderá toda religión y será el más pernicioso de los sabios.

—Juntos llevaremos el luto, padre. La vanidad que atribuye a los faraones sólo existe en sus pensamientos. Estos inmensos monumentos son símbolos. ¡Mírelos de frente! ¿Acaso no barren nuestra mediocridad, nuestras pequeñeces, nuestra miserable humanidad?

El padre Bidant se encogió de hombros y se alejó, refunfuñando. L’Hote me tiró de la manga.

—General… ¡venga rápido! No se pierda esta experiencia.

Le seguí sin pensarlo. Izado por su poderoso brazo y el de un beduino ágil como un mono, escalé a pesar mío una arista de la mayor de las tres pirámides, la de Keops. Sus bloques formaban unos peldaños gigantescos. Al principio entusiasmado por aquella ascensión, cometí el error, a media pendiente, de darme la vuelta y mirar hacia abajo. El corazón se me salió del pecho, me quedé sin aliento y me tambaleé. Para escapar al vértigo, cerré los ojos y me pegué a la pared. Me sentía incapaz de avanzar o retroceder, incluso de pedir socorro.

—¡Suba, general! —clamó L’Hote, mucho más arriba que yo.

Me quedé inmóvil. Una ola de terror me invadió. ¿Me había traído L’Hote hasta aquí para que me diera un patatús y me rompiera el cuello del modo más natural? ¿Pero cómo se habría enterado de mi sensibilidad al vértigo? Una mano se posó sobre mi hombro. Por un momento, creí que me empujaba al vacío.

—¿Se encuentra bien, general?

—Me siento mal —farfullé sin abrir los ojos.

—¿Ha mirado hacia abajo?

Asentí con la cabeza.

—Es una imprudencia, general. Déjese guiar. Admirará el paisaje desde allá arriba. Estoy seguro de que ya no tendrá vértigo. Coja mi mano, suba y piense sólo en las pirámides.

Débil como un niño, me encomendé a la voluntad de L’Hote. Los bloques de piedra se convertían en mi refugio, último recurso entre mi cuerpo jadeante y el vacío. Tocarlos me reconfortaba. A ciegas, llevé a cabo la ascensión con un pie muy firme, centrando mi energía únicamente en la meta a alcanzar: la cima.

—Hemos llegado, general.

A ciento cuarenta metros por encima del suelo, en el coronamiento del más gigantesco edificio concebido por un espíritu humano, abrí por fin los ojos, disfrutando de una visión incomparable. Al este, el borde de la planicie de Gizeh, el Nilo y los rumores de El Cairo; al oeste, el desierto. Al norte, las pirámides de Abbu Roach. Al sur, Abusir, Saqqara y las dos gigantescas pirámides de Dahchour erigidas por el buen rey Snefru. Era la obra del Antiguo Imperio lo que se ofrecía así, un pueblo de piedras alzadas hacia lo absoluto.

—Ya sólo nos queda cerrar el pico —dijo L’Hote, fascinado.

El guía beduino se durmió, con la cabeza sobre las rodillas. L’Hote dibujó. Yo contemplé. Permanecimos más de dos horas en la cima de la pirámide de Keops, en el lugar donde debería encontrarse el piramidión. Los antiguos no habían querido terminar la obra, por muy prodigiosa que fuera. La última piedra sólo pertenecía al Creador.

Al anochecer de aquella jornada tan exaltante como extenuante, nos reunimos en el límite del desierto y de las tierras cultivadas, bajo un bosquecillo de acacias, invitados a una comida presidida por el jeque Mohamed.

—No hay más Dios que Dios —declaró, tras habernos rogado que nos sentáramos en unos cojines pobremente bordados pero cómodos.

La comida sólo consistía en unas tortas de cebada; la amistad suplió la austeridad del alimento.

—He pasado unas horas magníficas —dijo en voz baja lady Redgrave, a mi izquierda.

—No esperaba volver a oír el sonido de su voz —le reproché.

—¿No sabe que una mujer se marchita con la soledad?

Mi vecino de la derecha, un beduino, me rogó que mirara hacia el jeque Mohamed, que se disponía a hablar de nuevo.

—¡Bendita sea su expedición, señor Champollion! —proclamó con énfasis—. Desde Adán y Eva, todos los hombres son hermanos, pero lo ignoran. Ojalá pueda usted hacerles descubrir lo que su corazón ha venido a buscar aquí.

El jeque no pronunció más palabras, dedicándose a su comida. Me hubiera gustado interrogarle acerca de esas declaraciones enigmáticas, pero el decoro oriental me lo prohibía. Mientras comíamos en silencio, una serie de disparos hizo que se sobresaltaran los invitados.

Los beduinos señalaban así la llegada de un jinete. Éste se introdujo inmediatamente bajo la tienda, inclinándose ante el jeque. Vestido al estilo turco, tenía el buen porte de Rosellini y la energía de Néstor l’Hote.

—¿Está Champollion aquí? —preguntó.

—Aquí estoy —dije levantándome.

—Tenía mucho interés en verle. Mi nombre es Caviglia.

¡Caviglia! Le miré como si hubiera bajado del cielo. El hombre que venía a mi encuentro era el que deseaba a toda costa conocer a lo largo de mi viaje.

Caviglia lo sabía todo acerca de la planicie de Gizeh. Once años antes, había explorado las pirámides y la esfinge, emprendido numerosas excavaciones cuyos resultados él sólo conocía. Hombre extraño, poco conciliador, se negó a conversar con los demás miembros de la expedición, queriendo dialogar sólo conmigo y a solas. Durante tres largos días, me describió sus trabajos, prohibiéndome que tomara notas, so pena de verle desaparecer. Almorzábamos y cenábamos al aire libre, consumiendo dátiles y panes traídos por los beduinos que le rendían un auténtico culto. Por la noche, dormía bajo la tienda del jeque Mohamed, cuyo campamento se desplazaba continuamente. Caviglia reaparecía a la madrugada, con una energía siempre renovada, manifestando una pasión igual que la mía por el menor vestigio de la antigüedad egipcia.

Con aquel hombre aprendí tanto en tres días como en años de estudio en las bibliotecas. Estaba a la vez triste y contento de librarme de la constante vigilancia de lady Redgrave. ¿Qué estaría maquinando en mi ausencia? ¿Por qué los perros guardianes del pacha y de Drovetti, Abdel-Razuk y Moktar, habían desaparecido? ¿Cómo evolucionaban los lazos entre los miembros de nuestra comunidad, privada de su «general»?

—Le veo muy pensativo, Champollion —observó Caviglia sentándose delante de mí.

Se estaba poniendo el sol. Bebíamos zumo de algarroba delante de la tienda del jeque Mohamed.

—Le agradezco su ayuda de todo corazón, pero…

—Pero la soledad le abruma.

—No. Pero debo desempeñar mi cargo ante los miembros de mi expedición.

En el rostro de Caviglia apareció una expresión de repugnancia.

—Vaya pandilla la suya… Bidant es un cura retorcido que sólo desea su ruina. Rosellini es un negociante, como tantos sabios falsos. L’Hote un bruto que sueña con heridas y chichones. El profesor Raddi, un iluminado peligroso. En cuanto a lady Redgrave… Todos le traicionarán, Champollion.

Enrojecí de cólera.

—¡No tiene derecho a hablar de ese modo!

—¿Ha encontrado la tarjeta del rey Ounis?

Su pregunta me pilló desprevenido.

—¿Cómo sabe…?

—En Egipto no existe la casualidad, Champollion. Ese signo ha sido sin duda colocado en su camino… Bonaparte ha vivido una aventura parecida a la suya.

—¿Cuál? —pregunté intrigado.

—Bonaparte entró en la gran pirámide en compañía de su guía. Permaneció mucho tiempo en el interior. Cuando salió, su palidez era extrema. ¿Qué ha ocurrido?, preguntó su edecán. Nada que pueda explicar, contestó Bonaparte. Sería inútil hablar, no me creería. Además, he jurado guardar el secreto.

Aquellas revelaciones me sorprendieron. Intenté saber algo más. Pero Caviglia se mostró inflexible.

—Bonaparte sólo fue un adepto entre otros. Preocúpese de su propio destino, Champollion. Mis amigos y yo le esperamos desde hace mucho tiempo. La tradición no se ha perdido, pero sus descubrimientos son esenciales. Nos gustaría trabajar con usted.

Caviglia no abandonaba su severidad natural. Me sentía atraído, pero también sentía cierto recelo.

—¿Qué quiere de mí?

—Su conocimiento de los jeroglíficos.

—¿Y qué me ofrece a cambio?

—Claves que aún le faltan y el conocimiento de su destino —respondió, mirando a lo lejos, hacia el desierto—. Usted decide. Acuda esta noche al pie de la pirámide de peldaños de Saqqara, con la tarjeta de Ounis.

Caviglia se levantó. Creí soñar. ¿Qué significaban esos misterios? Si aquel hombre no hubiera sido un excavador famoso, le habría tomado por un ilusionista y un charlatán. Pero la gravedad de sus declaraciones y de su actitud desmentían ese juicio.

—Espere… ¿no me ha enviado usted una carta, a Francia?

Caviglia no se volvió.

—Es muy posible —admitió antes de montar en su caballo y desaparecer en el sol poniente.

Creo que la única cosa que temo en el mundo es la estupidez humana que puede hacer fracasar las empresas más nobles. Desde mi más tierna edad, me he enfrentado con lo desconocido y he intentado aceptar sus retos. El que proponía Caviglia, sin embargo, me desconcertaba. Exigía un acto de confianza más allá de lo razonable. De lo único que estaba seguro era de que Caviglia era el autor de una de las dos cartas. Pero ¿de cuál? Si no había querido dar detalles, ¿no era para poder atraerme mejor a una emboscada?

La llanura de las momias… Saqqara la angustiosa, ¿era mi última etapa en esta tierra? No me sentía dispuesto a renunciar a esta vida mientras no hubieran concluido mis investigaciones. La prudencia habría exigido que permaneciese junto a los miembros de mi expedición. Una imperiosa curiosidad me empujaba a ir montado en mulo hacia Saqqara sin avisar a nadie. ¿Qué hombre sensato habría rechazado la posibilidad de conocer su destino y obtener el tesoro que buscaba apasionadamente?

Vi la pirámide de peldaños de Saqqara por primera vez.

Antes, aquella masa algo informe envarada en un montón de arena y de cascajos no me había impresionado. A la luz de la luna, la vi en su antigua majestuosidad. Tuve ganas de despejarla con mis manos para devolverle su esplendor.

Me estaba arrodillando cuando una sombra gigantesca se alzó ante mí.