A las tres de la tarde del 19 de septiembre entrábamos en los suburbios de El Cairo. Yo caminaba en cabeza, junto a Solimán. En el desembarcadero nos esperaba un enviado del pacha. Me seguían Abdel-Razuk y Moktar, a quienes no había dirigido la palabra desde Alejandría; Rosellini y L’Hote, que identificaban la gran alameda de árboles plantados por los soldados de Bonaparte, que evocaban su victoria en las pirámides; el padre Bidant y el profesor Raddi, manteniendo un diálogo de sordos, cada uno dentro de su especialidad. En el puerto del Boulaq estuvimos sumergidos en la mayor leonera que un cerebro trastornado habría podido imaginar: las barcas y los barcos estaban tan apretados que ninguno podía maniobrar. Sin embargo, se entraba y se salía de allí, sin duda gracias a los efectos de una magia cuyas leyes no llegábamos aún a comprender. En los muelles, un hormigueo de marineros, comerciantes, mendigos. Allí se mezclaban nubios, árabes y europeos. Aquí y allí se discutía firmemente sobre el valor de un cargamento, el precio de un transporte o cualquier otra operación menos lícita.
Allí había unos hombres vestidos de un modo muy extraño: gorros en forma de cono, abigarrados con colores chillones; barbas y enormes bigotes de estopa blanca; fajos estrechos, apretando y dibujando todas las partes de su cuerpo; y cada uno de ellos se había ajustado unos enormes accesorios de paño blanco muy retorcido. Aquel atuendo, aquellas insignias y sus posturas grotescas representaban muy bien los viejos faunos pintados en las vasijas griegas de estilo antiguo.
Nos detuvimos en el patio de un edificio en mal estado y muy poco acogedor. Unos lienzos de pared amenazaban con caer en ruinas. En el umbral, un soldado con un uniforme mugriento dormía a pierna suelta, con el fusil a su lado. El enviado del pacha nos rogó que esperáramos, entró en el edificio, permaneció allí unos minutos y regresó con el rostro cerrado.
—Acceso a El Cairo prohibido —declaró en árabe a Solimán.
—¿Por qué? —le pregunté en su lengua.
—La aduana —contestó sorprendido—. Faltan papeles. ¿Tiene las autorizaciones?
Llamé a Rosellini que guardaba los documentos firmados de Mehmet-Alí y de Drovetti. Nuestro interlocutor se apoderó de ellos y desapareció de nuevo en el edificio de aduanas.
—Esto debería arreglarse fácilmente —le dije a Solimán.
—Quizá —respondió, evasivo.
Su reserva me preocupó. ¿Qué temía? Ninguna expedición disponía de recomendaciones como las nuestras. Para engañar la angustia que sentía crecer en mí, di algunos pasos en el patio, mientras mis compañeros lo llevaban con paciencia, saboreando té verde que les ofrecía un militar andrajoso. Observé a unas mujeres con velo que sacaban agua con sus tinajas en una gran cuba colocada sobre unos calces de madera. Su forma me intrigó. Me acerqué y, para mi asombro, me di cuenta de que se trataba de un magnífico sarcófago de basalto perteneciente a un sacerdote de la época saíta. No sin brutalidad, aparté a las amas de casa para descifrar los jeroglíficos de aquella época tardía, que imitaban a los de los tiempos de las pirámides. Hablaban de inmortalidad y del destino estelario del Justificado ante el tribunal del otro mundo. ¡Leía, leía con facilidad! ¡Los signos me hablaban! Febrilmente, copié las inscripciones principales y me precipité hacia L’Hote y Rosellini, cuyo rostro me pareció muy sombrío.
—¡He encontrado una obra maestra para el Louvre, aquí mismo! —anuncié.
Solimán apareció.
—La aduana se niega a concedernos la entrada a El Cairo —declaró con fatalismo.
—¿Cómo? ¿Acaso la firma del sultán no es suficiente para sus funcionarios?
Penetré en el edificio administrativo, tropezando enseguida con un cancerbero bigotudo y barrigudo que me apostrofó con vehemencia y me ordenó que me largara. Le contesté con la misma vehemencia. Resultó imposible dialogar, ya que el buen hombre se negaba a explicar su decisión. Bajo la amenaza de un arresto, tuve que volver al patio donde me esperaban, mortificados, mis compañeros. Intenté encontrar palabras reconfortantes, pero yo mismo estaba desconcertado.
Lady Redgrave pasó delante de nosotros, altiva. La seguimos con la mirada y la vimos entrar, estupefactos, en el edificio de aduanas.
—Van a maltratarla —se inquietó L’Hote.
—No tema —replicó Solimán—. Mis compatriotas no acostumbran agredir a las mujeres.
—¿Qué ocurre? —preguntó por fin el profesor Raddi—. ¡Estamos perdiendo el tiempo!
El padre Bidant le explicó la situación. Rosellini se mordía las uñas. Yo leía sus pensamientos: ¿iba nuestra expedición a fracasar en las puertas de El Cairo por culpa de un aduanero de poco entendimiento?
—Hay que avisar al sultán y a Drovetti —propuso el padre Bidant.
—No será necesario —dijo lady Redgrave, cuyo vestido malva brillaba al sol—. Aquí están nuestras autorizaciones.
Me presentó una decena de hojas mugrientas cubiertas de sellos, y se alejó. La alcancé, muerto de curiosidad.
—¿Cómo lo ha conseguido?
—Actúa de un modo demasiado europeo, señor Champollion. Sus papeles no podían en ningún caso impresionar al jefe de esta oficina de aduanas.
—¿Y eso por qué?
—Porque no sabe leer.
Me quedé boquiabierto. Lady Redgrave se había contentado, como cada hijo de vecino, con pedir las hojas selladas de antemano, sin enseñar al aduanero iletrado unos salvoconductos que superaban su entendimiento.
—Pero… ¿entonces habla usted árabe?
—Cada uno tiene sus pequeños secretos, señor Champollion. ¿Y si entrásemos en El Cairo?
Así pues, fue el 20 de septiembre cuando la expedición en pleno se presentó, en un estricto orden jerárquico, ante la puerta de Ornar. A caballo, vestidos al estilo turco, teníamos un porte altivo. Yo estaba a la cabeza del cortejo, enardecido tanto por el orgullo del éxito como por la visión del mundo nuevo que se ofrecía en un hervidero de colores y olores. Una muchedumbre innumerable llenaba las calles de la ciudad.
Cientos de turbantes blancos y coloreados se colaban entre carrozas, camellos y burros. Los borriqueros de esta ciudad son sin duda excelentes políglotas y fisionomistas; a la primera ojeada, identifican el alemán, el inglés, el francés, el italiano o cualquier otro extranjero y le dirigen algunas palabras en su lengua natal. Nada mejor que sus rucios, unos cuadrúpedos pequeños y robustos, para circular por las estrechas callejuelas. A base de gritos y de aguijonazos, los borriqueros dirigen sus rucios con una precisión admirable. Me sorprendió ver a varios con una oreja cortada y pregunté a Solimán la razón de aquello. Me explicó que así se castigaba a los burros sorprendidos robando en prado ajeno.
Cuando digo «burro» no me refiero a nuestro desdichado cuadrúpedo de Europa, insultado y golpeado, forzado a realizar los trabajos más duros, recurrido a la más triste condición, que no inspira ninguna lástima. Tampoco me refiero a un burro rebelde, con el peor carácter que pueda haber, que tira al suelo a cualquiera que se atreve a montarlo. No, el que no ha visto al burro de Egipto no conoce a uno de los animales más admirables de la creación. Es vivo, coqueto, ligero, mantiene su cabeza bien erguida y manifiesta su inteligencia a cada paso. Su dueño se complace cuidándolo, cepillándolo, lustrando su pelo hasta que parece terciopelo.
«¡Tu derecha!», «¡Tu izquierda!», «¡Tu pie!», gritaban los borriqueros, evitando con gran dificultad dos cortejos que se cruzaban, uno de bodas, otro de funeral. Unos jinetes, cuyas monturas estaban cubiertas de gualdrapas de terciopelo con bordados dorados, no vacilaban en empujar a cualquiera que obstruyera el paso, ya fuera mujer o niño. En todas partes, la gente comía y bebía hasta la saciedad. En las cocinas expuestas al viento, unas mujeres, rodeadas de una bandada de niños, preparaban habas calientes. Nabos cocidos, pepinos en vinagre, albóndigas de carne hacían buenas migas en una apetitosa salsa roja a base de especias. Un vendedor de té, provisto de aparatos de latón impecables, ofrecía su excelente brebaje, rivalizando en habilidad con el aguador y los vendedores de jarabe de frutas, agua de regaliz, infusión de algarrobo o de dátil, de zumo de pasas. Unos adolescentes predicaban las virtudes de sus frutas, sandías, granadas, dátiles, pasas, tomates, higos. La gente cataba tortas tibias, limones, cebollas. Unos trozos de cordero se estaban cociendo en grandes ollas de cobre.
El Cairo, para recibirnos, se había transformado en una gran sala de banquetes.
Llegábamos en buen momento; aquel día y el siguiente eran los de la fiesta que los musulmanes celebraban por el nacimiento del Profeta. La gran e importante plaza de Ezbekieh estaba llena de gente rodeando a los faranduleros, las bailarinas, las cantadoras, y de hermosas tiendas bajo las cuales se practicaban actos de devoción. Aquí, unos musulmanes sentados leían a compás unos capítulos del Corán; allá, trescientos devotos, colocados en filas paralelas, sentados, moviendo sin cesar la parte superior de su cuerpo, para adelante y para atrás como muñecas articuladas, cantaban en coro La Allah-Ell’Allah, «No hay más Dios que Dios»; más lejos, quinientos energúmenos, de pie, colocados en círculo y codo a codo, saltaban a compás y lanzaban, desde el fondo de su pecho agotado, el nombre de Alá, mil veces repetido, pero con un tono tan sordo, tan cavernoso, que en mi vida he oído un coro más infernal: aquel espantoso zumbido parecía salir de las profundidades del Tártaro.
Junto a estas demostraciones religiosas, circulaban los músicos y las rameras; unos columpios de todo tipo estaban en plena actividad. Esta mezcla de juegos profanos y de prácticas religiosas, junto con la rareza de las figuras y a la gran variedad de trajes, formaba un espectáculo de otro mundo.
Las madres zambullían a sus hijos en el agua fangosa, tanto para divertirles como para lavarles. Salían de allí negros como sapos y se reían a carcajada limpia. Todos rendían culto a aquella agua que a veces subía tanto que formaba un lago donde navegaban barcas llenas de gente elegante.
—¡Champollion! ¡Mire allí!
El caballo de Rosellini había llegado a la altura del mío. Dirigí la mirada en la dirección indicada por mi discípulo, pero sólo pude ver un grupo de bailarines ejerciendo su arte cerca de un caldero humeante alrededor del cual se agrupaban unos comensales.
—Estoy totalmente seguro —dijo Rosellini, emocionado—. Era él a quien vi.
—¿Quién?
—Drovetti, el cónsul general.
—Imposible.
—Le juro que le he visto.
Un movimiento de la multitud nos obligó a separarnos y a retomar nuestra progresión en fila india. No dudaba de la buena fe de Rosellini, sin por ello creer en la presencia de Drovetti. Tendría que haber viajado al mismo tiempo que nosotros en otro barco. ¿Y con qué intención?
—La rosa era espina —enunció una voz grave—. Con el sudor del Profeta, ha florecido.
Justo delante de mí caminaba un vendedor de pistachos. No veía su rostro.
—¿Es usted el que sabe leer la escritura de las piedras viejas? —preguntó con el mismo timbre profundo.
—Creo poder conseguirlo, efectivamente… ¿pero quién es usted?
—La advertencia de la carta pronto va a realizarse. Vaya mañana, a las siete, a la mezquita de Thouloun.
El hombre apuró el paso y se dirigió hacia una callejuela a la izquierda.
—¡Espere! ¿De qué carta…?
El vendedor de pistachos ya había desaparecido.
Han hablado muy mal de El Cairo. Yo me encuentro bien allí. Esas calles de ocho a diez pies de ancho, tan desacreditadas, me parecen bien concebidas para evitar los grandes colores. Es una ciudad monumental, una ciudad de las mil y una noches, aunque la barbarie turca haya destruido o dejado destruir la mayoría de los deliciosos productos de las artes y la civilización árabes.
¿Cómo negarlo? Estoy enamorado de este enmarañamiento de casas, a menudo en tan mal estado, de callejuelas estrechas donde trabajan curtidores, alfareros, orfebres, por donde pasan buhoneros y cocineros ambulantes. Todo es feo, a veces sórdido, pero desprende una magia que convierte a esta ciudad repulsiva, casi inhumana, en una rompecorazones. En El Cairo se callejea hasta perder la orientación. Siempre, claro está, que se mantenga uno fuera del barrio reservado donde se refugian los residentes y viajantes europeos, al abrigo detrás de las grandes puertas de madera que se cierran cada noche, aislándoles de la población y protegiéndoles de los motines y las epidemias. Las casas de El Cairo están pegadas unas a otras, formando barrios anárquicos cuyos únicos pulmones, los patios interiores, están casi siempre ocupados por una multitud de animales. Para respirar un poco, uno se dirige naturalmente hacia los lugares tranquilos y despejados, la gran plaza de Ezbekieh, las mezquitas o la ciudadela. Desde lo alto de esta última, donde me encontraba para saludar la salida del sol, la fealdad desaparece. A lo lejos, en el desierto, vi formarse una caravana. Allí había unos treinta camellos, casi todos tumbados. Junto a ellos, unos enormes fardos de mercancías. Los camelleros, con ayuda de unos palos, empezaron a reagrupar sus animales. Debajo de mí, la capital del Egipto moderno desplegaba su inmensidad. Descubrí miles de terrazas, minaretes, cúpulas. Al este se dibujó el trazo de fuego del sol naciente, creando el oro del nacimiento del día. Como rayos de luz petrificados, las pirámides surgieron del desierto. Allá se extendía el reino de la muerte, la tierra de los dioses: Saggarah, Dahchour, Abusir, Gizeh, donde los antiguos egipcios habían ahondado la eternidad hasta descubrir su secreto. El único secreto que merecía ser descubierto.
¡Dios, qué visión más sublime! Me sentí como en el cielo, lejos de las pequeñeces humanas, como si experimentara el impulso que había animado el espíritu y la mano de los constructores. Pero estaba esa cita dada por el vendedor de pistachos.
Un borriquero me condujo hasta la mezquita de Thouloun, un edificio del siglo IX. Aunque parcialmente en ruinas, es el más bello monumento árabe de Egipto. La elegancia de sus líneas, la sobriedad de su arquitectura imponen respeto. Mientras estaba observando la puerta, un viejo jeque me propuso entrar en la mezquita; acepté presuroso y franqueé con presteza la primera puerta. Me pararon en seco en la segunda: había que descalzarse para penetrar en el santo lugar. Tenía botas, pero no medias; la dificultad resultaba apremiante. Me quité las botas, utilicé un pañuelo para envolver mi pie derecho, otro para el pie izquierdo. Y heme aquí sobre el mármol del recinto sagrado, desierto a aquella hora. Esperé un tiempo bastante largo, sin atreverme a deambular en aquel sitio cuya tranquilidad contrastaba con la agitación de las calles.
Apareció un turco muy alto con un sable de mameluco en el costado. Su rostro estaba casi totalmente oculto por una barba negra. Se detuvo a un metro de mí, serio como un Anubis guardián de tumba. Temí de pronto haber caído en una emboscada. ¿Hay algo más fácil que hacer desaparecer un intruso acusándolo de haber violado el recogimiento de una mezquita? Sin embargo, ahora yo parecía un árabe de pura cepa. Pero el borriquero me había tomado por uno de sus compatriotas, olvidando robarme. Si ese cancerbero me agredía, es que había sido denunciado. Me faltó la respiración, sintiéndome atrapado en una ratonera. ¿Pelearme? En ningún momento, a lo largo de mi corta existencia, he recurrido a la violencia. Me repugna. Incluso para defender mi vida, me sentía incapaz de recurrir a ella.
Permanecimos inmóviles, como fascinados mutuamente. Sin duda debí haber intentado huir, pero esa actitud me pareció indigna. Tal vez el primer golpe provocaría en mí una voluntad nueva. El turco avanzó, con el sable desenvainado y una lentitud infinita. Me vino a la boca el gusto de los jeroglíficos. Su llamada irresistible me sacó de la resignación que me inmovilizaba. Apretando los puños, decidí defenderme.
—Márchese de aquí —ordenó—. Le esperan en el bazar, en Khan el-Khalil. El vendedor de libros.
Envainando de nuevo su sable, se alejó de mí como si yo hubiera dejado de existir.
Khan el-Khalil era la más famosa y la más obstruida de las entradas del bazar. Una multitud de puestos casi cortaban su acceso. Vendedores de tortas, mendigos, fumadores de narguiles, borriqueros se entremezclaban en un continuo tumulto, modulado como una oleada inagotable. Unos confiteros increpaban a unos atletas que, al demostrar su aptitud para levantar bloques de piedra, impedían que la clientela se acercase al puesto. Un fabricante de chinelas de cuero rojo se divertía con el incidente.
Ningún librero a la vista. El fabricante se acercó a mí.
—Se juzgan los actos de los hombres según sus intenciones —dijo—, y a cada hombre su recompensa según sus intenciones.
Enunciaba el proverbio inscrito en la puerta de los barberos.
—¿Cuáles son las suyas? —pregunté.
Apartó las hileras de chinelas, revelando una serie de libros encuadernados en rojo.
—Coja uno.
Tomé un ejemplar del Corán.
—El de al lado le interesará mucho más.
Obedeciéndole, ¡descubrí un relato de viaje escrito por un veneciano que había visitado Egipto en el siglo XVII y redescubierto Tebas! Me sumí en una lectura apasionada, pero el librero-zapatero me golpeteó el antebrazo. Alcé la vista y divisé en la multitud de paseantes una silueta familiar: ¡Drovetti!
Vestido al estilo turco, caminaba con su aire marcial y decidido, sobresaliendo en la indolencia de los orientales.
Olvidando el libro del veneciano, me lancé en su persecución, decidido a no perderle de vista y a hacerle rendir cuentas. Así que Rosellini no se había equivocado. ¿Por qué había ido el cónsul general a El Cairo al mismo tiempo que nosotros?
Un cortejo nupcial afluyó sobre mí. Inmovilizándose en medio de la callejuela, unos jóvenes levantaron un quiosco con cuatro varas de madera y una franja de tela como techo. Unos tamborileros se desenfrenaron mientras se colgaban unas linternas y se disponían unos banquillos para que descansaran los invitados. Sirvieron café a los transeúntes que tomaron parte en la fiesta. Aquel despliegue de alegría me metió en un apuro, pues Drovetti aprovechó para desaparecer. Colándome entre hileras apretadas, esforzándome por no empujar a nadie y por no mostrarme impaciente, conseguí franquear el obstáculo.
Lady Ophelia Redgrave surgió ante mí.
Su vestido malva formaba una mancha incongruente en medio de las galabiehs marrones. Inmóvil, en el centro del remolino de los transeúntes, me estudió con una mirada inquieta.
—¿Qué hace usted aquí?
—Soy yo quien debería preguntárselo. ¿No acaba de divisar al cónsul general Drovetti?
Confusa, vaciló.
—No, claro que no… Drovetti no está en El Cairo. Se ha quedado en Alejandría.
La callejuela era demasiado estrecha para que no viera a Drovetti. Seguramente habían tenido tiempo para intercambiar algunas palabras. Ahora estaba convencido de que se habían citado en el bazar, ocultos en el gentío. Mi presencia debió molestarles.
—¿Me ha mandado usted una carta, en Francia, antes de que saliera nuestra expedición?
Sus hermosos ojos verde claro se tiñeron de sorpresa.
—Nunca he tenido el gusto de escribirle —contestó con ligera ironía.
Lady Redgrave tenía excepcionales dotes de comediante, pero la situación real se aclaraba. La inglesa y Drovetti habían concluido un pacto contra mí, comisionados por mis adversarios europeos, decididos a impedir que verificara mis descubrimientos sobre el terreno. Drovetti me observaba a distancia, tomando las disposiciones necesarias para entorpecer cualquier progreso, mientras que lady Redgrave efectuaba su trabajo de espía junto a mí. Tendida de aquel modo, la trampa no dejaría escapar su presa. De Egipto sólo saldría un Champollion destrozado, vencido y ridiculizado. Estaba condenado a fracasar o a morir en esta tierra sin haber transmitido al mundo el fruto de mis trabajos.
—Le veo muy preocupado, señor Champollion. ¿Aceptará servirme de guía en este dédalo? Sólo usted podría hacerme descubrir las maravillas que se ocultan bajo los oropeles y las falsas piezas de orfebrería.
Su sonrisa me desarmó. Unas oleadas humanas nos rodeaban, sin chocar con nosotros. Formábamos un islote de inmovilidad en el seno de aquel movimiento inagotable. Aunque mis prevenciones hacia lady Redgrave permanecieron igual de vivas, no tuve el valor de rechazar su pedido. Dándome el brazo, me llevó a las profundidades del zoco, hacia el barrio de los orfebres. Allí se mezclaban miserables imitaciones y pequeñas obras de arte hechas por artesanos para quienes el tiempo no contaba. Prescindiendo totalmente de mis consejos para distinguir lo auténtico de lo falso, lady Redgrave eligió un brazalete de oro adornado con lapislázuli cuyo color azul evocaba el cielo nocturno de Egipto donde aparecen las miríadas de estrellas, refugios de las almas de los faraones difuntos.
Mientras ella examinaba la joya regateando su precio, según la regla local, mi corazón se estremeció. ¡El bloque de piedra que servía de mesa al orfebre comprendía una decena de jeroglíficos, grabados en el estilo tan puro del Antiguo Imperio! Interrumpiendo el regateo, supliqué al artesano que me dejara contemplar aquella piedra más preciosa que ninguna. Intrigado, el buen hombre aceptó, quitando herramientas, joyas y balanza que atestaban el augusto vestigio.
Palidecí. Había una tarjeta, ese óvalo acabado en un bucle en el cual estaban inscritos los nombres de los faraones.
—Se lo compro —le dije al orfebre.
Éste no aceptó.
—¿De dónde procede esta piedra?
—Pertenece a mi familia desde hace varias generaciones. Es nuestro talismán. Nos protege y nunca saldrá de nuestro taller.
Conocía demasiado la fuerza de la superstición para creerme capaz de vencerla. Aquel bloque extraordinario estaba perdido para siempre para la ciencia. En cuanto nos fuéramos, el orfebre se encargaría de esconderlo rápidamente en algún lugar inaccesible.
—¿Qué le revela esta inscripción? —se inquietó lady Redgrave mientras yo copiaba los jeroglíficos.
—¡Una nueva prueba de mi sistema de desciframiento y el recuerdo de uno de los mayores reyes que la tierra ha conocido! Mire… este tamiz se transcribe Kh, este polluelo de codorniz
ou, esta cerasta
f y de nuevo el polluelo, ou… usted lee como yo:
Khoufou, el nombre del faraón que los griegos han llamado Keops y cuyo nombre egipcio significa «Que Dios me proteja».
—¿El constructor de la gran pirámide?
—El mismo.
—¿Esta piedra proviene de su monumento?
—Sin duda. Algunos viajeros afirmaban que buena parte de El Cairo había sido construida con bloques arrancados de las pirámides… Me temo que ésa sea la horrible realidad.
Lady Redgrave estaba emocionada. A pesar del autodominio que mostraba en cualquier circunstancia, comprobé que mi demostración le había al menos conmovido. Por primera vez, sin duda, brotaba en su mente la idea de que yo no era un estafador ni un fantoche.
—Si Dios ha protegido a Keops —dijo con gravedad—, ojalá pueda mostrarse igual de generoso con nosotros.
Visitamos los zocos hasta el anochecer, momento en que los vigilantes turcos cerraron las puertas del bazar ante las cuales se quedarían de guardia hasta el amanecer siguiente. En Oriente, la noche cae en unos pocos minutos. Con ella viene el silencio. La marea humana desapareció. Los perros salieron de su torpor para recorrer las calles en busca de algo que comer. Los cafés se iluminaron de linternas, igual que los tenderetes que permanecían abiertos. Los guardianes de las residencias ricas dispusieron camas de palmas en el umbral de las casas que tenían que proteger contra los ladrones. Se tumbarían en ellas y dormirían hasta el amanecer. Unas llamadas de almuecines atravesaron el aire tibio, invitando a los creyentes a la oración.
Me pareció que lady Redgrave apretaba mi brazo con más fuerza. Embriagado con la suavidad de la noche egipcia, bañado en sus perfumes, turbado por la presencia de una enemiga demasiado seductora, olvidé por un momento las exigencias de mi búsqueda. La felicidad pasó a través de mí como un soplo de viento, como esa brisa refrescante de la que los antiguos egipcios disfrutaban hasta lo más recóndito de su ser, cuando se atenuaba el ardor del sol.
Pero ¿qué me reservaba el día de mañana?