El canal Mahmoudieh enlazaba directamente Alejandría con El Cairo. Se estaba cumpliendo uno de mis mayores deseos: viajar por el Nilo a la manera de los antiguos egipcios, sentirme avanzar por el río divino que ponía en comunicación a templos y aldeas. Cada momento me ofrecía una maravilla nueva. Descubría paisajes verdosos, campesinos trabajando con instrumentos idénticos a los que utilizaban sus lejanos antepasados, identificaba emplazamientos, plantas, árboles… un mundo de jeroglíficos vivientes se desplegaba ante mis ojos insaciables. Me sacaban difícilmente de mi contemplación para recordarme la existencia de las comidas y la necesidad de dormir.
Desde el primer día de aquel crucero hacia un pasado eterno, una feliz sorpresa me había confirmado mi presentimiento de que el nombre de los barcos, el Isis y el Hathor, era un presagio favorable que ponía nuestra expedición bajo la protección de dos de las más amables diosas egipcias. Un árabe de unos treinta años, muy digno, con un pequeño bigote, me esperaba en mi camarote. Se inclinó respetuosamente cuando entré.
—Mi nombre es Solimán —dijo en un francés rugoso—. Estoy a su servicio.
Solimán, el nombre de un príncipe que conocía los poderes de los genios, un gran mago capaz de manipular las fuerzas superiores… El hombre que me saludaba me pareció muy diferente de los sirvientes árabes que había conocido hasta ahora. Su nobleza natural me impresionó.
Me parecía imposible dar instrucciones a una persona como él.
—Seamos amigos —propuse—. Ciertamente, voy a necesitarle, Solimán. Si confía en mí podremos trabajar juntos.
Me había expresado en árabe. Solimán no mostró ninguna sorpresa, pero su mirada me pareció absolutamente sincera. Se inclinó de nuevo, no como un sirviente ante su amo, sino como un huésped honrando a su igual: con la mano tocando la frente, la boca y el corazón, dando a entender que su pensamiento, su palabra y sus sentimientos estaban orientados favorablemente hacia mí.
No tardé mucho en comprobar los efectos benéficos de aquella alianza. Solimán, que conocía su país como la palma de la mano, me permitía corregir los mapas de Descripción de Egipto, redactada por los sabios de Bonaparte, que hasta este viaje eran la referencia científica. Siguiendo la corriente del Nilo, al ritmo lento del Isis, me hacía nombrar hasta las más pequeñas aglomeraciones para rectificar los errores y llenar los vacíos. Hora tras hora se trazaba un nuevo mapa de Egipto donde aparecían las correspondencias entre las localidades antiguas y modernas. Aquel primer resultado, en sí mismo, era de un valor inapreciable.
Néstor l’Hote, cuyo voraz apetito se satisfacía con una intendencia al estilo francés, ponía en limpio mis indicaciones en compañía de Rosellini, cuya pasión científica se alimentaba ya de elementos selectos. No había perdido el tiempo en Alejandría. Había comprado un buen número de piezas destinadas a la colección que debía llevar al gran duque de Toscana, Leopoldo II.
Lady Redgrave no se dignaba a dirigirme la palabra. Su calidad de invitada privilegiada del pacha la situaba por encima de los simples mortales. Se contentaba con tomar el sol y sólo se relacionaba con los dos sirvientes destinados a su persona. Tendría que encontrar un medio de abandonarla en El Cairo.
A mediodía, mientras saboreaba un vaso de agua del Nilo, cuyo sabor me parecía preferible al del champán más suave, distinguí, en medio de un bosquecillo de acacias, una minúscula aldea de un encanto particular. La casualidad quiso que el Isis acostara para comprar frutas frescas.
—Quisiera visitar este lugar —le pedí a Solimán, que me indicó el nombre de la aldea: Ed-Dahariye.
Cuando fui a cruzar la pasarela, el policía Abdel-Razuk intervino.
—Quédese a bordo —exigió—. El lugar no es tan seguro.
—Gracias por su consejo —contesté saltando a tierra.
Me sentía atraído por aquellas chozas de aldeanos, hechas de tierra, precedidas de cuadrados dibujados con gran cuidado para facilitar la irrigación. Aquellas humildes viviendas se beneficiaban de la sombra de unas palmeras y unas acacias. Había unas grandes tinajas, donde se conservaba aceite o trigo, junto a la fachada de la casa más grande. Allí el tiempo se había detenido definitivamente. No había más acontecimientos que las estaciones, los nacimientos, las bodas y las muertes. La noción de progreso no tenía ningún significado. La vida se reducía a sus componentes más sencillas y esenciales.
Ed-Dahariye parecía desierta. Los habitantes estaban trabajando en los campos. Acercándome a la casa principal, me di cuenta, horrorizado, de que una cabeza masculina, con los ojos cerrados, sobresalía de la tinaja más alta. Me quedé paralizado y vi a un anciano salir de la casa y, amenazador, dirigirse hacia mí.
—¿Quién le envía? —preguntó con hostilidad.
—Nadie —contesté con un nudo en la garganta.
—¿Es usted francés?
—Sí…
El anciano escupió a mis pies y alzó la mano derecha para maldecirme.
—¡Márchese de aquí! ¿No les basta con haber asesinado a mi hijo? ¿También tienen que perturbar su descanso?
Expliqué al desdichado que sus acusaciones no me atañían.
Logrando comprender su discurso muy entrecortado, pude reconstituir los sucesos que habían conducido a la muerte trágica de un hombre. Éste había robado un bronce antiguo a uno de los ganchos de Drovetti. Intentando vendérmelo, fue arrestado por los chauces del sultán. Su cuerpo apareció en un canal. Los policías habían explicado a la familia que el prisionero se había escapado durante la noche y se había extraviado en el campo. Su padre aseguraba que le habían asesinado.
Trastornado por aquel triste asunto que acusaba a Drovetti y sus esbirros, y me costó concentrarme, de nuevo a bordo, en mi trabajo de cartógrafo. La ayuda de Rosellini, preciso y meticuloso, resultó muy valiosa. ¿Cuántas generaciones de sabios serán necesarias para explorar totalmente la inmensidad del Delta, el reino de la Corona Roja, que había contado con tantas ciudades santas durante el reinado de los faraones?
Llegó la noche del 16 de septiembre que todos esperábamos con impaciencia mal disimulada. Tras haber pasado delante de la aldea de Es-Ssafeh, los barcos nos permitieron llegar al primer gran emplazamiento, por fin accesible a otros que no fueran saqueadores de antigüedades: la misteriosa ciudad de Sais, que los antiguos convirtieron en el centro de una gran sabiduría detentada por la diosa Neith. Después de haber creado el universo pronunciando siete palabras, había tejido la vida cuyos secretos eran transmitidos por cofradías iniciáticas femeninas, fabricando los tejidos sagrados para el conjunto de Egipto. Estaba consultando los planos de Sais establecidos según las descripciones de Herodoto cuando llamaron a la puerta de mi camarote.
Fui a abrir. Era el padre Bidant, que había subido a toda prisa a bordo del Isis.
—Tengo que pedirle un favor, Champollion.
—Se lo ruego, padre. Si puedo ayudarle…
El padre Bidant no se decidía a formular su petición.
—No nos detengamos en Sais. Este lugar está maldito. Sigamos hasta El Cairo.
Estupefacto, dejé mi pluma. Seguro que había entendido mal.
—Usted es un gran sabio, Champollion, pero también un gran ingenuo. Esta tierra está poblada de demonios. No son inofensivos. Créame: evitemos Sais.
Me levanté, entre irritado y divertido.
—¿Cómo podría esta vieja ciudad alterar la fe cristiana, padre? Que yo sepa, no queda en ella ningún documento que ponga la Biblia en tela de juicio.
—Sais era una academia de brujos —precisó—. Los efectos de sus maleficios no han desaparecido. Podemos contaminarnos y ver corromperse nuestra expedición.
—¡Le veo muy supersticioso, padre! —me sorprendí—. ¿Acaso el Dios de los cristianos no nos protege de esas ilusiones?
El padre Bidant me gratificó con una mirada muy poco caritativa y desapareció. Le sucedieron Néstor l’Hote y Rosellini, muy excitados con la idea de descubrir su primer lugar de excavaciones. Me hicieron saber que el profesor Raddi, fascinado por el estudio de trozos de caliza cosechados en una cantera de Alejandría, no se había dado cuenta de que hacíamos escala. Nadie se atrevía a interrumpir sus investigaciones.
—¡Ya estamos sobre el terreno! —declaró L’Hote, muy animado—. ¿Cuáles son las instrucciones, mi general?
—Ante todo, prudencia. ¿Han cogido ya sus cuadernos de apuntes?
Mis colaboradores se disponían a dibujar y registrar una cosecha de hallazgos. Nos abrazamos, orgullosos y felices de estar allí, aquella noche de verano en la que íbamos a hacer revivir el más maravilloso de los pasados.
Solimán y una decena de ayudantes con antorchas nos guiaron hasta el emplazamiento de San el Hagar, donde se encontraba antaño la Ciudad Santa. Aquella luz, junto con la de la luna que brillaba en medio de un cielo estrellado de una pureza admirable, nos ofreció la más fantasmal de las exploraciones.
Había creído en la existencia de un gran templo, de una inmensa morada divina, de altos muros cubiertos de relieves.
Pasando por una brecha abierta en un gigantesco recinto, sólo descubrí un campo de ruinas. Sais, ciudad destruida, urbe perdida. Mi decepción fue tan grande como lo había sido mi curiosidad. Habríamos necesitado meses enteros para inventariar aquellos fragmentos de bloques, medir el recinto, recoger los fragmentos de estatuas. En silencio, invoqué a la diosa Isis cuyo velo había sido levantado aquí mismo por los iniciados a sus misterios. ¿Quién había podido mostrarse tan cruel como para destruir este lugar privilegiado de la espiritualidad, transformar piedras vivas en restos parecidos a rocas desgarradas por el rayo o temblores de tierra? Un olor horrible subía procedente de masas de aguas estancadas. Algunas se habían infiltrado en un cementerio árabe cercano muy mal cuidado. Pronto distinguí, al noreste del muro del recinto, una zona seca que sobrevolaban multitud de pequeñas lechuzas, consideradas por los antiguos como símbolo de la sabiduría y de la ciencia. Caminé hasta allí rápidamente, seguido por Rosellini y L’Hote. Pronto estuvimos convencidos de que habíamos identificado un túmulo funerario donde se encontraban tumbas. Mis compañeros tomaban notas con una celeridad que me tranquilizó con respecto al desarrollo de nuestra empresa. L’Hote se mostraba entusiasmado, Rosellini, más metódico. Si el destino me era favorable, me juré que volvería a Sais, que haría revivir aquel cuerpo deteriorado.
Mientras mis compañeros dibujaban un plano preciso de las ruinas, me rezagué, solo, en el sector suroeste, al pie del recinto, allí donde había localizado unos fragmentos de estatuas. Tuve el presentimiento de que aquí se alzaba la famosa Casa de Vida cuya ciencia había rivalizado con la de Heliópolis, el centro espiritual del antiguo Egipto. Aquí había sido penetrado el misterio de la inmortalidad. Pero la transmisión de ese saber se había perdido en la arena. Tendría que buscar más lejos. Sais se me escapaba, devastada por la ignorancia y la locura de las generaciones. Aquel vacío lamentable, que al principio me desanimó, se convertía en llamada.
—Sais sólo era una etapa, señor Champollion —dijo una subyugante voz femenina.
Lady Ophelia Reagrave, envuelta de luz lunar, llevaba un vestido de noche bordado con hilo plateado.
—Parece una diosa —reconocí, fascinado por tanto encanto y olvidando mis prevenciones contra ella.
Esperaba una sonrisa, sólo conseguí una expresión de gravedad.
—No hable de ese modo. «Diosa» es una palabra todavía sagrada a mis ojos. Sólo soy una mujer, lo cual sin duda le parece despreciable respecto a Neith…
—No lo crea —protesté.
—¿Qué piensa de esto?
Me enseñó el pequeño objeto que había recogido. Una estatuilla de sirviente del otro mundo, respondiendo a las órdenes de los glorificados que, en los campos paradisíacos, recurrían a él para fertilizar la tierra. Bastaba con leer los jeroglíficos que adornaban su cuerpo de piedra o de madera para devolverle la vida.
—Una hermosa pieza de una época tardía… No puedo permitir que se la lleve. Deberá ser inventariada y trasladada al museo.
—Lo sé. No hace falta que me sermonee. No pertenezco a las cuadrillas de Drovetti.
Herido, la agarré por las muñecas.
—¿Quién es usted realmente, lady Redgrave?
Se liberó con la soltura de una gata.
—¡Descífreme, señor Champollion!
Fue la primera en dejar Sais para volver al Isis. Permanecí un largo rato en el emplazamiento. Ya no sabía qué pensar de esa mujer. Normalmente, mi opinión sobre los seres se forjaba rápidamente. Ahora estaba desorientado, y hasta tal punto que me olvidaba de los siglos de historia que dormían bajo mis pies.
L’Hote me sacó de mi meditación.
—Hay que marcharse de aquí, general. Los indígenas amenazan. Creen que molestamos a los espíritus de los muertos.
Me dejé llevar hacia el barco, no sin reparar en la presencia santa de Abdel-Razuk, el policía del pacha, que no me quitaba el ojo de encima.
No dejé de trabajar, durante horas, para olvidar Sais y a lady Redgrave. Cualquier arqueólogo se hubiera sentido satisfecho, pero yo buscaba algo más que las huellas de una gloria extinta. Estaba de un humor tan sombrío que no quise abrir a nadie la puerta de mi camarote, con el pretexto de que estaba llevando a cabo una minuciosa investigación. Mis compañeros, acostumbrados a otras crisis de soledad parecidas, no se ofuscaron.
Solimán fue el único que se permitió insistir. Cedí.
—Tengo que darle a conocer un incidente grave. El Hathor está retenido en el muelle por un magistrado turco.
—¿Por qué motivo?
—Impuestos. Dos marineros han sido detenidos. No han pagado su diezmo al pacha.
—¿El padre Bidant no ha conseguido resolver este asunto?
Solimán guardó silencio. Su mutismo, expresaba una desaprobación. Como «general», sentí que era mi deber intervenir sin demora. Seguí a Solimán, dejando el Isis para ir hasta el lugar del drama, la villa de Zaouiyet er-Redsin.
A la sombra de un muro de la mezquita, sentado en unos cojines mullidos, y rodeado de fieles, el magistrado turco fumaba una larga pipa. Delante de él, con los puños atados a la espalda, los dos marineros del Hathor. Cabizbajos, parecían resignados a lo peor.
El turco, con unos ojos crueles y maliciosos, me miró acercarme. Se sentía muy satisfecho de haberme atraído hasta su tribunal al aire libre. Ridiculizar a un europeo sería una prueba brillante de su poder. La negociación sería difícil.
Solimán se lanzó en una peroración florida que trataba de las innumerables cualidades del sultán y de sus sirvientes, de la sumisión total de sus sujetos y de la justicia divina. El turco apreció el discurso, permitiéndome decir por qué me presentaba ante él.
—Quisiera saber qué falta han cometido estos hombres para estar así maniatados.
El turco contestó malhumoradamente que debían una importante suma al fisco. Se merecían un apaleamiento y sin duda la mutilación. El gentío aumentaba. Néstor l’Hote, Rosellini y el padre Bidant estuvieron pronto a mi lado.
—Poseo documentos oficiales —indiqué—. Llevan el sello del sultán.
El turco quiso ver mis salvoconductos. Los examinó cuidadosamente.
—¿Por qué no ha pagado por ellos? —pregunté en voz baja al padre Bidant—. Habríamos evitado esta farsa.
—Pues hay gastos inútiles… estos dos bandidos serán fácilmente reemplazados.
Si hubiera estado a solas con el religioso, no sé si habría podido contener mi furor.
—El padre tiene razón —afirmó Néstor l’Hote—. Es inútil perder el tiempo por culpa de dos ladrones.
El magistrado turco me devolvió los documentos. No le convenían.
Ciertamente, me admitían como un personaje importante y digno de respeto, pero no perdonaban a los acusados, amenazados con perderlo todo. Me invadió un sentimiento de rebelión contra aquella injusticia.
—Señores, no me iré de aquí sin estos dos marineros. Que el respetable funcionario del fisco sea bien consciente de ello. A través de mí, está insultando a la persona del virrey.
Estas graves amenazas fueron transmitidas al funcionario, que las tomó muy en serio y pidió consejo a sus cortesanos.
—Es usted demasiado sensible, general —observó L’Hote—. Si desea resolver el destino de todos los indigentes, más vale que demos media vuelta.
—Estos hombres forman parte de nuestro equipaje, señor L’Hote. Si les abandonamos, sus colegas ya no confiarán en nosotros. Y con razón. En cuanto a usted, padre —dije volviéndome hacia Bidant—, tenga la bondad de desaparecer de mi vista. Su sotana incomoda a nuestros anfitriones.
El religioso, antes un tanto inamistoso, pasó a ser francamente hostil. Contaba con un enemigo más. Regresó al Hathor, indiferente al resultado del combate.
—No cree que… —intervino Rosellini con suavidad.
—No cambiaré de opinión.
Sintiéndose inútiles, L’Hote y Rosellini salieron del círculo de mirones. El turco me hizo saber que mis amenazas no le impresionaban. Tenía la ley de su lado y el pacha no le desautorizaría. Una cohorte de infelices se aglomeró a la asistencia. El suceso cobraba importancia. No se desafiaba a menudo a un emisario del fisco.
—Que me indiquen la cantidad debida por los inculpados. Yo me encargo de pagarla a cambio de su liberación.
La proposición pareció escandalosa o vino demasiado pronto…
Sembró una gran confusión en el tribunal del turco, que recurrió a la invectiva para restablecer el orden. Me negué a responder a sus preguntas y permanecí inmóvil, dando a entender así que se trataba de mi última proposición. Tuve que esperar el resultado de la deliberación casi una hora bajo el sol ardiente que no me molestaba.
El turco, lleno de odio, soltó una cifra. El doble de la cantidad debida. La diferencia era para él y sus cortesanos. No discutí, arriesgándome a que me tomaran por un lelo. Los dos marineros del Hathor fueron liberados de sus ataduras. Me dieron las gracias con una emoción que me dilató el corazón, tal como hubieran escrito los antiguos egipcios.
—Mehmet-Alí es un tirano —comentó con calma Solimán en el camino que nos llevaba al Isis—. Ha hecho la guerra, ha distribuido sumas importantes a los europeos que necesita, pero el pueblo está hambriento y los recaudadores son más despiadados que los chacales. Siguen despojando a los que ya no tienen nada. El virrey posee tierras, comercio e industria. La riqueza es para él, la miseria para su pueblo. Las sanguijuelas turcas y su puñado de secuaces están desangrando a Egipto. Usted también será su víctima algún día. Manténgase alerta.
Me abstuve de tomarme la advertencia a la ligera. Rosellini venía a nuestro encuentro y no pude interrogar a Solimán sobre el significado exacto de su aviso.
Lady Redgrave nos observaba desde el puente del barco. Sonreía, como iluminada por un profundo gozo.
Al amanecer del 19 de septiembre vi las pirámides por primera vez. Nos acercábamos a Menfis, la capital del Antiguo Imperio, cuyo nombre me fascinaba desde mi adolescencia. La ciudad estaba protegida por el dios Ptah, el patrón de los capataces, los artesanos, los orfebres. De pronto, nuestro barco dio con un banco de arena, y se detuvo. Nuestros marineros se arrojaron al Nilo para liberarlo recurriendo al nombre de Alá y, mucho más eficazmente, a sus hombros anchos y robustos. La mayoría de estos marineros son unos Hércules admirablemente plantados, de una fuerza sorprendente. Cuando salen del río parecen estatuas de bronce recién vaciadas.
Llegamos sin dificultad a la punta del Delta donde se separan los brazos de Rosetta y Damieta. La perspectiva es magnífica. La anchura del Nilo es inmensa. Hacia Occidente, la masa de las pirámides destaca en un horizonte de palmeras. Una multitud de barcos navegan, unos por la derecha en el ramal de Damieta, otros por la izquierda en el de Rosetta. Otros también se dirigen hacia El Cairo, poderosa ciudad que destaca por sus minaretes, la colina del Moqattam y su austera ciudadela montando la guardia sobre el desierto.
Pedí que nos detuviéramos a la altura de la aldea de El-Qattah para que L’Hote dibujara aquel paisaje sublime. Los demás miembros de la expedición se unieron a nosotros.
—Si estas pirámides fueran desmontadas piedra por piedra —dijo el profesor Raddi, cuyo estado estático iba acentuándose día a día—, ¡qué gran contribución a la mineralogía!
—Estos monumentos no tienen mucho interés —le contradijo el padre Bidant—. Han sido edificados por abominables tiranos que han hecho morir a miles de hombres, condenados a trabajos agotadores.
¿Cómo no acalorarse oyendo semejantes necedades?
—Eso son mentiras que habría que dejar de propalar, padre. La religión egipcia nunca ha producido esclavos. Las pirámides son un símbolo del conocimiento.
—Pamplinas —gruñó el religioso, que prefirió alejarse.
—Me pregunto si encontraremos allí alguna inscripción —dijo Rosellini.
Dejando a cada uno con sus sueños, me dejé llenar por el espectáculo sobrehumano de las pirámides al amanecer, en la lejanía.
Una larga y fina mano enguantada de cuero rojizo se posó sobre la mía. Fui incapaz de reaccionar, cuando habría debido protestar con fuerza.
—¿Había imaginado alguna vez una luz semejante, señor Champollion? —preguntó lady Ophelia Redgrave en un murmullo que sólo yo oí—. ¿Acaso no somos los más afortunados délos privilegiados?
La hermosa aristócrata había cambiado de vestido una vez más, adoptando uno de tonos ocre degradados, que la convertía en un sol a distintas horas del día.
—Creo haber merecido esa suerte. Y aún ignoro qué clase de privilegio me reserva.
Llevaba las dos cartas encima, sobre mi corazón.