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Moktar, el intendente del cónsul general Drovetti, y Abdel-Razuk, el policía al servicio del pacha, se preguntaban si estaban soñando. Los dos turcos eran concienzudos. De acuerdo con las instrucciones recibidas, no le perdieron pisada a Champollion. Dondequiera que fuera, el sabio francés era objeto de una vigilancia discreta y eficaz. Además facilitaba la labor a sus seguidores ya que, ensimismado en sus pensamientos, nunca se daba la vuelta.

¿Por qué, aquel domingo tórrido, a la una de la tarde, había tomado Champollion la dirección de la necrópolis occidental de Alejandría, Kôm el-Chougafa, una serie de colinas que bordeaba el mar? El calor apenas era atenuado por un débil viento procedente del Mediterráneo. A Champollion no parecía afectarle, y caminaba con un paso rápido que sorprendía a los alejandrinos sentados a la sombra para beber café antes de echar una larga siesta. «Este calor excelente es una inapreciable fuente de salud —había asegurado Champollion a sus compañeros—. Nos derretimos como cirios y perdemos nuestro exceso de grasa».

Moktar, habituado al frescor del palacio de Drovetti, había perdido la costumbre de pasear por las callejuelas de la ciudad durante las horas caniculares. Abdel-Razuk no se sentía mucho mejor. Pero no habría excusa que valiera si perdían el rastro de Jean-François Champollion que, a doscientos pasos de las fortificaciones, dejaba el dominio de los vivos para entrar en el de los muertos. Efectivamente, el sabio francés se metió en una escalera que daba acceso a unas catacumbas excavadas en unas rocas calizas.

Los dos turcos se miraron, inquietos. No les gustaba aquel sitio. La religión de los difuntos allí enterrados no se conocía mucho. Sólo se sabía que no eran cristianos ni musulmanes y que unos dioses poderosos velaban por su eterno descanso.

Unos ladrones habían despojado a los cadáveres de sus joyas, pero se comentaba que habían sacado poco provecho, y que aquel hurto había acortado sus días.

—Hay que seguirle —opinó Moktar.

—Quizá no sea necesario —replicó Abdel-Razuk—. No hay otro acceso. Basta con esperar a que salga.

Era un argumento de peso. Pero ¿no existía una salida que ellos desconocían? El intendente de Drovetti, que conocía la severidad de su amo hacia los sirvientes incompetentes, no quiso correr riesgos.

—Quédate aquí. Bajo a ver.

Abdel-Razuk, cuyo fervor religioso aumentaba con la edad, temía más que a ninguna otra cosa los lugares mortuorios donde los espíritus malignos no soportaban la presencia de intrusos. Así que aceptó sin protestar la propuesta de Moktar.

Éste se internó a su vez en la escalera cuyos primeros peldaños estaban cubiertos de arena. Enseguida llegó a una primera cámara muy estrecha, con el techo en forma de bóveda rebajada. Excavados en los muros, nichos que contenían urnas. En el suelo, una abertura. Moktar, no muy tranquilo, se introdujo en ella, descubriendo una escalera circular que comunicaba con tumbas dispuestas en varios pisos, hundiéndose cada vez más profundamente bajo tierra.

Ni rastro de Champollion.

El intendente se atrevió a seguir explorando. Con un nudo en la garganta, recorrió las salas donde se depositaban los sarcófagos y aquéllas donde las familias celebraban banquetes en recuerdo de los difuntos. Retrocedió instintivamente delante de la pintura de un chacal vestido de legionario romano, pegándose a un nicho. Algo blando le dio en el cuello. Asustado, se apartó y casi se cayó. Con palpitaciones en el corazón, convencido de haber sido atacado por un espíritu molestado durante su sueño, recuperó la calma poco a poco y se dio cuenta de que el nicho contenía un montón de ropa: ¡la de Champollion! Éste se había desnudado… Moktar vaciló. ¿Debía seguir bajando o subir a avisar a Abdel-Razuk? ¿Por qué había actuado así el francés? El aire enrarecido de la necrópolis, las figuras inquietantes que la poblaban vencieron su resolución. Volvió a la calle corriendo.

Abdel-Razuk le esperaba con impaciencia.

—¿Y Champollion? —preguntó.

—Desaparecido. ¿Ha salido alguien de aquí?

—No. Sólo he visto a un árabe paseando por la colina, allí.

Moktar se precipitó hacia el lugar indicado por su amigo. Allí había la entrada de un pasadizo que conducía al interior de la necrópolis.

Con un turbante, una galabieh marrón y unas babuchas, la tez suficientemente tostada, parecía un viejo musulmán. Hice bien en dejarme crecer la barba desde que llegué a Alejandría. Poco a poco, el aspecto europeo había desaparecido, siendo reemplazado por un rostro y un aspecto orientales que habían engañado al hombre del pacha. Aconsejé a mis compañeros que siguieran mi ejemplo y adoptaran las costumbres locales. El padre Bidant había protestado obstinadamente, negándose a abandonar su sotana.

De momento, tras haberme vestido al estilo egipcio en la necrópolis, y librado de mis seguidores que no conocían bien el plano de aquellas catacumbas, me dirigía hacia el puerto. Según decían, Alejandría sólo era una tienda gigantesca. De hecho, tuve que atravesar barrios enteros de tenderetes, comercios y talleres sumidos en el torpor de la siesta. Nadie detrás de mí. Unos almacenes anunciaban los astilleros. Puesto que Drovetti se mostraba incapaz de fletar las embarcaciones necesarias para la expedición, yo mismo me encargaría de ello.

La construcción naval era una de las grandes artes alejandrinas. Estaba seguro de poder encontrar un arrendador. Los muelles parecían estar desiertos, pero sabía que me observaban decenas de ojos. Me forzaba a caminar despacio, con cierta indolencia, para no llamar la atención. Llegué a una dársena donde descansaban unos barcos pequeños. Un guardia dormitaba, respaldado contra una bita de amarre.

Me dirigí a él en árabe y le pedí que me indicara una persona capaz de proporcionarme embarcaciones para ir hacia el sur. El buen hombre vaciló antes de contestarme. Intentó obtener más informaciones pero, lleno de estrategia oriental, supe mostrarme evasivo. Tendiendo la mano, consintió en indicarme un almacén aparentemente cerrado. Conseguí abrir sin esfuerzo la gran puerta corredera y me introduje en el interior.

A pesar de la penumbra, podía distinguir fácilmente el rostro sarcástico de Moktar, el intendente de Drovetti, rodeado de una decena de hombres armados.

—Le estábamos esperando, señor Champollion.

—¿Qué significa esto, Champollion? ¿Por qué está usted disfrazado de árabe? ¿Por qué quería alquilar barcos? ¿Acaso no confía en mí? ¿No sabe que yo me ocupo de todo?

El cónsul general Drovetti ocultaba mal su furor con un chorro de preguntas. Su intendente me había traído de vuelta a su palacio con una firme cortesía. Yo no había manifestado ningún deseo de huir, lo cual, por otra parte, hubiera estado condenado al fracaso teniendo en cuenta el imponente cortejo que me acompañaba. Mi desafortunada experiencia me había permitido evaluar el poder real de Drovetti sobre la población alejandrina. Sus hombres estaban por todas partes, haciendo reinar un orden comparable al del pachá.

—Tengo mucha afición a la vida oriental —contesté—. ¿Cómo conocer Egipto sin adoptar sus costumbres?

Junto a Moktar estaba Abdel-Razuk, con mis ropas europeas reunidas en un fardo.

—¿Supongo que desea recuperar sus ropas?

—Como le plazca, excelencia. Este cambio de piel me sienta bien.

Irritado por mi arrogancia, Drovetti despidió a sus hombres. Nos quedamos cara a cara.

—Su comportamiento es estúpido —atacó—. Se rebaja usted al nivel de un esclavo. No tendrá nunca la menor autoridad sobre sus sirvientes musulmanes.

—Permítame opinar de otro modo —repliqué enardecido—. Usted reina inspirando temor. Yo lo hago ofreciendo amistad.

Drovetti me echó una mirada asesina. La última capa mundana desaparecía. Dejó traslucir su odio.

—Ya no tiene nada que hacer en Egipto, Champollion. Hace dos o tres años, su expedición habría sido bienvenida. El país estaba siendo saqueado por ladrones y vendedores de antigüedades que sólo pensaban en su interés y no en la conservación de los monumentos. Gracias a Anastasy y a mí mismo, la situación ha cambiado mucho. Hemos puesto término a esos sórdidos tráficos, ya no queda nada que reformar o descubrir. Los emplazamientos han sido explorados y excavados.

Drovetti me dio la espalda, contemplando el jardín del consulado por una de las ventanas de su despacho. Por lo visto creía haber pronunciado palabras definitivas. Me instalé en un sillón.

—¡Me gustaría tanto creerle, excelencia! Pero tengo otra versión de los hechos, apoyada por testimonios y observaciones personales. Todos los vendedores de antigüedades del territorio se han echado a temblar. Usted mismo y el pacha se niegan a concederme las autorizaciones reales, indispensables para organizar mi expedición. Olvida el carácter oficial de mi misión. He venido aquí con el propósito de hacer excavaciones para los museos del rey. Por lo tanto, he redactado una carta a su intención y a la de sus ministros para hacerles conocer los motivos que me impiden cumplir con mis instrucciones. En ella explico que las dificultades administrativas son probablemente debidas a sórdidas intrigas mercantiles. Viniendo en nombre del rey, comisionado por él y su gobierno, negarme los papeles necesarios es injuriarle. Si el pacha aprecia su reputación de protector de las artes y la ciencia, debería apresurarse a cerrar este asunto. Si no, los periódicos europeos y la opinión pública egipcia podrían apoderarse de ella y causarle grandes perjuicios, así como a usted mismo.

Bernardino Drovetti se volvió, pálido.

—¿Amenazas, Champollion?

—¿En qué se sentiría usted amenazado? ¿Acaso ha cometido algún acto reprochable?

—¡Le prohíbo que me hable en ese tono! —gritó—. El pacha está fuera de causa. Soy el único que puede concederle las autorizaciones que exige. Pero sería un error fatal para Francia. No estará en condiciones de asegurar la protección de los emplazamientos. Anastasy se frotará las manos. Él conservará sus concesiones tranquilamente.

—Inexacto, excelencia.

—¿Qué quiere decir? —preguntó, tan intrigado como inquieto.

—Anastasy me ha cedido sus derechos de excavación en los emplazamientos reservados que controlaba hasta ahora. Usted es el único que se encuentra en una situación ilegal con respecto a mi expedición.

El miedo deformó los rasgos de Drovetti, atenuando su soberbia. Se sentía atrapado en una ratonera de la cual le resultaría difícil salir sin perder algunos privilegios. Su reputación y su fortuna estaban en juego.

—Suponiendo que imite a Anastasy, ¿cómo voy a proporcionarle barcos? Todos están siendo requisados por el pacha.

—Problema resuelto, excelencia. No soy el único que se pasea disfrazado de árabe. Mis compañeros me han imitado. Gracias a mi orden de misión oficial, han logrado convencer a los capitanes del Isis y del Hathor que, al parecer, son buenos amigos de Anastasy.

Creo que se produjo un instante de connivencia entre Drovetti y yo. Reconoció que yo era un adversario digno de él y que había cometido el error de subestimarme. Pero lo que leí en su mirada habría asustado al alma más templada. El rencor del cónsul general era temible.

—Tendrá sus autorizaciones mañana mismo, Champollion.

La noche del 13 de septiembre, mis compañeros de viaje estaban reunidos en el salón de honor del consulado de Francia, en presencia de Drovetti. El cónsul general brindó por el rey, por Francia, por el pacha. Dio su voto por el éxito de nuestra expedición. Le di las gracias, con la mayor seriedad, por la ayuda que nos había brindado. Un arranque de sinceridad atravesó mi breve discurso, tan exaltado que estaba con la idea de marchar por fin hacia la civilización faraónica.

—¡No se puede salir de aquí! —anunció Néstor l’Hote—. Hay decenas de borriqueros obstruyendo la entrada del consulado.

La noticia de nuestra marcha, que hubiera deseado discreta, se había propagado en Alejandría. Drovetti no debía ser ajeno a aquella divulgación. Favorecía su reputación de gran señor liberal y generoso. Regocijado, me reconfortó.

—¡Vamos, Champollion, no se preocupe por tan poco! Los guardias del pacha dispersarán a esta gente. Al populacho le gusta estar de fiesta en la primera ocasión, pero tiene la sangre demasiado caliente.

Los borriqueros no eran nada amenazadores. Cantaban, gritaban, querían tocar a los miembros de la expedición, conseguir algunas monedas. Los policías del virrey, armados con palos, golpearon aquí y allá con una violencia que me indignó. ¿Qué necesidad había de ejercer una represión tan brutal?

Estaba anocheciendo cuando una larga caravana, seguida por curiosos, llegó al canal Mahmoudieh, donde estaban anclados los dos barcos que debían llevarnos al sur. Rosellini, L’Hote y yo mismo subimos a bordo del Isis, una imponente embarcación que el mismo pacha no había desdeñado utilizar. El profesor Raddi y el padre Bidant subieron a bordo del Hathor. El personal —criados, cocineros, portadores— se repartió de acuerdo con las instrucciones de Moktar, el intendente de Drovetti, y Abdel-Razuk, el policía favorito de Mehmet-Alí. Estos dos, por supuesto, habían escogido el Isis, no dejándome ni a sol ni a sombra.

Nos disponíamos a soltar las amarras. Dos marineros estaban quitando la pasarela cuando un grito de mujer los inmovilizó.

—¡Esperen! —ordenó lady Redgrave, acompañada por cuatro borriqueros tirando de unos infelices cuadrúpedos cargados de pesadas maletas.

Junto a la aristócrata inglesa, Mehmet-Alí en persona, protegido por un guardia de honor.

El virrey hizo que colocaran de nuevo la pasarela.

—Le deseo buena suerte, Champollion —dijo con solemnidad—. Que Alá le proteja. Cuide de mi invitada.

Lady Redgrave pasó delante de mí, aérea, liviana.

—Ya le avisé, señor Champollion, y sólo tengo una palabra.

El delicioso ruido del primer surco trazado en el agua del canal por la roda del Isis me quitó las ganas de replicar.

El verdadero viaje había empezado.