Me había puesto mis mejores galas después de una noche agitada en la habitación antaño ocupada por el gran Kléber. Durante la cena a la que Drovetti me había invitado, hablamos de Francia, de Napoleón, del arte egipcio. Después el cónsul general me había anunciado que era indispensable que me entrevistara con el pacha para confirmar mi libertad de circulación por el territorio egipcio.
El cónsul general dijo estar demasiado ocupado para llevarme en persona a presencia del pacha y virrey, Mehmet-Alí. Confió esta carga a su intendente, un tal Moktar. Aquel domingo 24 de agosto, a las siete de la mañana, sentado en la antesala del palacio del pacha, situado en la antigua isla de Faros, esperaba ser recibido.
Hacía deliciosamente fresco en aquel inmenso edificio. El techo era tan alto que la mirada se perdía en los artesonados esculpidos formando un cielo de marquetería del mejor efecto.
Estaba casi desesperado. El Profeta, con quien contaba para guiarme, había desaparecido. Me encontraba solo en aquella tierra desconocida, como un niño abandonado. Tenía que apelar a mis propios recursos, y sólo a ellos. ¿Serían suficientes para llevarme al término de mi búsqueda? ¿Se dignaría Egipto responder a las preguntas que me consumían?
Un hombre de cabello gris se sentó a mi lado. Elegante, con clase, habló en voz baja, como si temiera que nos sorprendieran. Moktar, mi mentor, acababa de ausentarse.
—No dispongo de mucho tiempo para hablarle, señor Champollion. Mi nombre es Anastasy.
—Usted…
Mi sorpresa no era fingida. De origen armenio, el diplomático Anastasy representaba a Suecia en Egipto. Era un auténtico Creso que poseía una buena mitad de la flota comercial alejandrina. Pasaba sobre todo por un gran coleccionista a quien los Países Bajos habían comprado muchas piezas magníficas.
—Conozco sus proyectos, señor Champollion. Siendo amigo personal de Mehmet-Alí, que no desdeña recurrir a mis competencias financieras, he intercedido personalmente por usted. Pero es imposible saber si el pacha está bien dispuesto hacia usted.
Anastasy se mostraba muy modesto. En realidad, tenía a varios ministros en su poder y sacaba regularmente de apuros las arcas del pacha a cambio de organizar excavaciones en lugares privilegiados que había sabido localizar con un olfato infalible.
—Cómo expresarle mi gratitud, excelencia, pero por qué…
—Compartimos la misma pasión, señor Champollion, pero usted está más cualificado que yo para descifrar los misterios de Egipto. No desestime los peligros que le acechan. Sepa que mi mayor enemigo es el cónsul general Drovetti, y de él depende su suerte administrativa. Su modo de despojar a este país de sus tesoros me escandaliza. Desconfíe de él, aunque parezca ceder a sus exigencias de sabio. Drovetti sólo se interesa por el dinero y el poder. Estoy convencido de que está a punto de llevar a buen término un enorme negocio cuya naturaleza exacta desconozco. Su llegada puede trastornar los planes que ha trazado sabiamente desde hace varios meses.
Aquel hombre me inspiró una confianza instintiva, inmediata. Su sola presencia me reconfortaba. Poseía esa maravillosa serenidad de los seres íntegros cuya memoria no está recargada de prevaricaciones. Me vino a la boca una pregunta.
—Excelencia… ¿me ha enviado usted una carta antes de que yo saliera para Egipto?
—¿Yo? No. En absoluto. Drovetti había proclamado que su viaje estaba anulado y que jamás pisaría el suelo egipcio.
La larga silueta de Moktar apareció al extremo de un pasillo que daba a la enorme entrada. Anastasy se levantó.
—Tenga cuidado, Champollion —murmuró.
Se alejó con pasos menudos, dándome la espalda. Un momento después, mi mentor se inclinó ante mí.
—Mehmet-Alí le espera.
El pacha me recibió en un saloncito repleto de divanes y cojines. La luz sólo se filtraba por una pequeña ventana enrejada. En una mesa baja, de mármol con vetas rojas, había una tetera y tazas de porcelana. De pie, enmarcando al amo del Egipto moderno, dos impresionantes guardias de corps armados con un sable.
—Sea bienvenido, señor Champollion —dijo Mehmet-Alí, recalcando las sílabas.
El pacha era una especie de coloso de aspecto bonachón. Pobre del que se fiara de esa apariencia. Huérfano, nacido en Macedonia, Mehmet-Alí había puesto sus miras en Egipto, abandonando a los turcos por los ingleses. Había barrido la autoridad mediocre de los pequeños potentados locales para imponer la suya, férrea, sobre un pueblo acostumbrado a numerosas ocupaciones desde el final del imperio faraónico. Había echado a los mamelucos y a los vahabitas, erigiéndose en interlocutor respetado de las potencias europeas. En París, los diplomáticos le describían como un tirano y un hombre cruel. Ponderaban su aguda inteligencia y su empeño en conservar su omnipotencia.
Mehmet-Alí sostenía una pipa adornada con diamantes. Delante de él, un narguile cubierto con piedras preciosas.
Sus ojos tenían una expresión muy viva y penetrante. Una magnífica barba blanca le cubría el pecho. Su fisonomía era sombría, casi taciturna.
—Me calumnian en Europa —prosiguió, como si hubiera leído mis pensamientos—. Me acusan de ser impaciente, demasiado ansioso, de explotar al pueblo, de imponerle impuestos excesivos, de colocar un policía detrás de cada aldeano egipcio. ¿Y cómo voy a mantener el orden si no? Me veo obligado a ser el único propietario de bienes raíces, a tener el monopolio del arroz, del trigo, de los dátiles y del excremento de ganado que sirve de combustible. Así puedo regir la economía y enderezarla. Hasta las mujeres públicas, los farsantes y los estafadores me pagan un tributo para la felicidad de mi pueblo.
Un hipo convulsivo interrumpió el discurso del pacha. Esta inconveniencia era el resultado de un intento de envenenamiento, al cual Mehmet-Alí había sobrevivido. Los mejores médicos no habían logrado quitarle el hipo al amo de Egipto.
—Modernizo el país —continuó—. Comercio, industria, agricultura, actúa en todos los frentes… ¡Nunca se han edificado tantas fábricas! ¿No le parece?
—Espero, su beatitud, que los monumentos del Antiguo Egipto no hayan tenido que sufrir demasiado debido a los indispensables progresos de los que usted es el instigador.
El pacha sonrió bajo su barba tupida.
—Sus esperanzas no quedarán decepcionadas —respondió untuosamente—. Aprecio mucho las piedras antiguas.
¿Acaso Mehmet-Alí no había entregado los tesoros de los faraones a los comerciantes y los diplomáticos, sin importarle nada un arte que no era el de los musulmanes? ¿Acaso las antigüedades no le servían para atraer personajes afortunados, susceptibles de desembolsar un diezmo respetable con tal de que hiciera la vista gorda sobre su tráfico?
—Me alegro de ello, su beatitud. Cuento con su benevolencia para facilitar mi trabajo en esta tierra que tanto aprecio.
—Esperemos que una guerra con Rusia no perturbe la paz de la que soy garante —replicó el pacha mientras nos servían el té.
—Todos cuentan con su sabiduría. Usted fue lo bastante filósofo como para reírse de su derrota de Navarino, en el Peloponeso, donde la flota egipcio-turca fue aniquilada por los franceses, los ingleses y los rusos.
Me atreví a herir en lo vivo al virrey. Más valía asegurarse desde ahora de sus disposiciones de ánimo hacia mí. Al traerle a la memoria el recuerdo mortificante de la batalla que había puesto término a sus sueños de expansión, me apartaba del montón de cortesanos aduladores, mostrándome amante de la verdad. Esta actitud me había valido muchos desengaños y profundas enemistades, pero no concebía ninguna otra.
Una sonora y contagiosa carcajada sacudió el pecho de Mehmet-Alí.
—¡Es usted un punto filipino, Champollion! —exclamó—. Dicen que conoce el significado de los extraños signos que los egipcios han grabado en sus monumentos.
—Sólo me queda verificar mis teorías sobre el terreno.
—Habrá visto al cónsul general Drovetti, imagino.
Los ojos de Mehmet-Alí se hicieron más penetrantes.
—Efectivamente, su beatitud. Me ha dado un salvoconducto precisándome que sólo usted tenía la posibilidad de validar ese documento.
Percibí la satisfacción del pacha al mismo tiempo que su debilidad. Aquel hombre rendía un culto desmesurado al poder. Poner en duda su autoridad le parecía el peor de los crímenes. Exaltarla, al contrario, le complacía profundamente.
—Francia me gusta mucho —indicó—. Las inteligencias más brillantes de El Cairo van a estudiar a París. Allí son bien recibidos. Su cónsul general, Drovetti, es un hombre notable que me ha ayudado a encarrilar de nuevo al país y a quitar de en medio a los ambiciosos que intentaban formar facciones contra mí.
Su voz se hizo más sorda.
—¿Sabe, Champollion, que fue un comerciante francés quien evitó que me muriera de hambre cuando era niño? Me recogió en una calle de mi pueblo y me alimentó como si fuera hijo suyo. Ahora está en el paraíso de Alá. Me he jurado a mí mismo ser útil a los franceses que me necesiten.
Creí en la sinceridad del pacha.
—Necesito su ayuda. Además de su autorización para ir a los emplazamientos de Egipto y Nubia, necesitaré barcos y dinero para pagar a los portadores y sirvientes que acompañarán a los miembros de mi expedición.
—Imposible.
Me quedé estupefacto. Aquella réplica era de una crueldad inaudita, inexplicable.
—Imposible… Pero ¿por qué, su beatitud?
—Ya no concedo autorizaciones de excavaciones a los simples viajeros. El cónsul general Drovetti quiere evitar el saqueo.
—Pero ¡yo no soy un visitante cualquiera! —me enfurecí, sin importarme las consecuencias—. ¡Mi misión tiene carácter oficial! He sido nombrado por el rey Carlos X conservador de los monumentos egipcios y gozo de las prerrogativas de un comisario del gobierno francés si la salvaguardia del honor nacional lo exige. ¡Éste es el caso! Tendré que informar a los ministros del rey. Sé que los comerciantes de antigüedades y los traficantes han temblado cuando se anunció mi llegada. Se ha organizado una cabala contra mí para suprimirme cualquier autorización e impedir que excave. Si es así, haré saber al rey los motivos que me han prohibido cumplir mi cometido. ¡Injuriándome, es a él a quien desafían!
Mehmet-Alí permanecía absolutamente tranquilo.
—¿Qué desearía?
—Tener acceso a la totalidad de los emplazamientos del Antiguo Egipto.
—Exigencias razonables… Mi mejor chauz, Abdel-Razuk, irá con usted. Es un policía de primera. Le será útil, en el Alto Egipto, para hacer respetar mi autoridad. Allí las poblaciones son a veces hostiles a los turcos. Todavía existen bandas de salteadores que no dudan en desvalijar a los viajeros. Tenga cuidado, Champollion.
—Me adaptaré a sus exigencias y a las de la ciencia —declaré en árabe, en el dialecto de El Cairo.
Mehmet-Alí me miró estupefacto. No se esperaba eso.
—¿Habla nuestra lengua?
—Es indispensable para conocer bien Egipto.
—Claro —admitió el pacha sin entusiasmo—. ¿Eran felices los campesinos en tiempos de los faraones?
Aquella pregunta inesperada ocultaba una trampa. No importaba. Mentir me resultaba insoportable.
—Creo que sí. La naturaleza se mostraba a veces cruel, cuando la crecida del Nilo era demasiado abundante o, al contrario, insuficiente. Pero el faraón, que poseía todo Egipto, suplía los fallos del río. Los antiguos egipcios comían hasta hartarse y vivían a gusto. ¿No es una aspiración eterna?
El pacha hizo servir de nuevo té con menta.
No tuvimos tiempo de beberlo.
Un grupo de beduinos, flanqueados por soldados, interrumpió la audiencia. Se precipitaron hacia el pacha, se arrodillaron y besaron los bajos de sus ropas.
Luego, apartándose, dejaron pasar tres hombres que llevaban en sus brazos una pantera joven, una gacela y un pequeño avestruz. Con mucho cuidado, depositaron sus presentes al pie del trono.
Mehmet-Alí no pronunció ni una palabra de gratitud. Los soldados, con brutalidad, hicieron salir a los beduinos que siguieron inclinándose andando hacia atrás.
—¿Puedo hacerle partícipe de mi mayor angustia, su beatitud?
La mirada de Mehmet-Alí se ensombreció. No me prohibió continuar.
—Se trata de Tebas, la ciudad del dios Amón, la más bella del mundo. ¿Se ha salvado de la destrucción? ¿Han cuidado bien de sus templos? —Aquellas preguntas me obsesionaban desde hacía varios meses. Circulaban algunos rumores inquietantes sobre el saqueo de los monumentos antiguos. Mutilar Tebas habría privado al mundo de luz.
—Tranquilícese, Champollion. Cuido celosamente de Tebaida.
Es la provincia que más amo. Encontrará su vieja capital intacta con todos sus esplendores.
—Sean rendidas las gracias a su beatitud —declaré, sin que mis inquietudes se disiparan del todo.
El feliz desenlace de mi entrevista con el pacha tuvo una influencia excelente sobre el comportamiento de Drovetti. El cónsul general invitó a mis compañeros a su mesa y los alojó en su palacio. La corbeta L’Églé había zarpado sin que pudiera volver a ver al capitán Cosmao Dumanoir.
«Los preparativos de su expedición requerirán varias semanas», me había avisado Drovetti. ¿Mentira diplomática? ¿Intento de retenerme en Alejandría utilizando pretextos? Me encontraba sumido en la incertidumbre. Conocía demasiado la administración para ignorar sus lentitudes, que aumentarían con la indolencia natural de los orientales. ¿Deseaban realmente Drovetti y el pacha que mi empresa tuviera éxito? ¿No habían decidido engañarme con buenas palabras?
Me abismaba en estos sombríos pensamientos contemplando, al anochecer, la columna de Pompeyo con sus veinticinco metros de altura en el barrio suroeste de Alejandría. Examinando el pedestal con atención, me di cuenta de que estaba compuesto de bloques pertenecientes a monumentos más antiguos. Logré incluso descifrar el nombre del ilustre faraón Seti I, el padre de Ramsés II. Muy cerca de allí se encontraba la famosa biblioteca de Alejandría, incendiada por manos criminales.
La brisa marina me azotó el rostro. Me sentí invadido por una tristeza infinita. Aquella columna aislada, único rastro de un mundo desaparecido, se convertía en el símbolo del fracaso. El Egipto del crepúsculo, desolador y desolado, se hundía en las tinieblas de una memoria destrozada. Sin duda nunca llegaría a conocer más que ese miserable vestigio, erigido a la gloria de un romano sobre las ruinas de la ciudad de Alejandría.
No me hablaba de eternidad sino de decadencia. Mi Egipto de los faraones se encontraba lejos, muy lejos de esa Alejandría moderna de la que habían desertado los dioses egipcios. Me apoyé contra la columna de Pompeyo con la esperanza de verla derrumbarse y poner término a mi sueño.
—¿En qué piensa, señor Champollion?
Lady Ophelia Redgrave, con un vestido de muselina amarillo con adornos plateados, se perfilaba en la luz naranja de los últimos momentos del día. Apenas podía distinguir su rostro, aureolado de luces irreales. Me pareció singularmente hermosa, evocándome la diosa del cielo dispuesta a acoger en su seno al sol del atardecer para regenerarlo.
—¿No me habrá seguido, señora?
—En absoluto. Estaba paseando, como usted. Esta columna es el lugar de encuentro de los curiosos decepcionados por Alejandría. Sólo hay griego y romano en este pasado. Egipto no ha dejado su huella.
—¿Se está volviendo egiptóloga? —ironicé—. ¿Acaso su papel de espía requiere tanta ciencia?
Sonrió, divertida.
—Se cree usted acerbo y sólo es apasionado. Usted no es el único que ama con locura este país. Si le aseguro que no soy su enemiga, no me creerá. No importa. No intentaré convencerle. Sepa que desde ahora formo parte de su expedición. Allá donde vaya, iré yo también.
Estaba estupefacto. Lady Redgrave se alejó hacia el sol poniente.
El 22 de agosto, a primera hora de la mañana, vagaba en medio de las dunas, al sur de la ciudad. Alejandría se había convertido en un lugar de suplicio. Mis compañeros de aventura descubrían con una curiosidad regocijada los encantos de Oriente, fisgando en los zocos, descansando en el jardín del palacio de Drovetti, entreteniéndose con los letrados árabes, los ulemas, que intentaban convertirlos al islam evocando las buenas acciones pasadas de la presencia francesa en Egipto.
Sentía la necesidad apremiante de respirar, de llenar mis ojos con un poco de desierto, de sentirme atraído hacia el sur, hacia El Cairo. Cogí en mi mano derecha un puñado de arena, que dejé escurrirse lentamente entre mis dedos.
Un viejo árabe, apoyándose en un bastón, avanzaba en mi dirección. Miré alrededor, temiendo una agresión. Pero el hombre estaba solo y caminaba lentamente. Un ciego.
—Buenos días, ciudadano —me saludó—. Dame algo. Hace mucho que no he comido.
«¿Ciudadano?». ¿Había realmente oído ese calificativo republicano de lo más inesperado en boca de un alejandrino?
—Date prisa —insistió—, mi estómago se queja de hambre.
Hurgué en mis bolsillos y le ofrecí el dinero francés del que disponía. Palpó las monedas y las tiró en la arena.
—Esta moneda ya no tiene curso aquí, amigo mío. Busca mejor.
Aquel viejo insolente me fascinaba. Me sentía obligado a obedecerle. Conseguí encontrar una piastra. Pareció de su agrado.
—Está bien —dijo—. Te lo agradezco, ciudadano. Eres digno de Bonaparte. Añoro el ejército que vino de Francia. Creía que nos protegería de las rapaces que devoran Egipto. Entre ellos había hombres que amaban este país. Había incluso sabios. Locos por la verdad, como tú.
—¿Quién es usted?
—Un ciego. Conserva la carta que has recibido antes de venir. Un día te la pedirán.
Hubiera querido retenerle, preguntarle quién era, de cuál de las dos cartas me hablaba. Pero, caminando a una velocidad sorprendente, desapareció detrás de una duna.
A finales de agosto fui convocado con urgencia al palacio de Mehmet-Alí. Allí reinaba una gran agitación. Varios ministros corrían por todos lados, se increpaban, salían, entraban. Me colé en esa multitud de cortesanos, pronto ahuyentada por los dos vigilantes armados con sables que habían asistido a mi primera entrevista con el pacha. Este último me recibió en un salón pomposo cuyas paredes estaban cubiertas de trofeos. Llevaba un traje con profusión de colores, mezclando el oro y el rojo. Altivo, casi despreciativo, el virrey quería aparecer como un jefe de estado. Aquel decoro no presagiaba nada bueno.
—¡Ah, Champollion! —exclamó al verme—. Tengo muy malas noticias.
Yo no disimulaba mi ansiedad.
—Las tropas francesas acaban de ocupar la península griega de Morea —explicó, molesto.
¿Significaba aquello que Egipto iba a tomar parte en un conflicto con Francia y que, por consiguiente, mi expedición nacería muerta?
—Sus compatriotas no son razonables —opinó con descontento—. Creo que hice mal mostrándoles gratitud. Usted me plantea un problema delicado, Champollion. ¿Debo tratarle como amigo o como enemigo?
Sostuve la mirada del pacha.
—Puesto que su decisión ya está tomada, su beatitud, sólo tiene que comunicármela.
Una fiera sonrisa iluminó el rostro de Mehmet-Alí.
—Se equivoca, Champollion. La estoy tomando ahora mismo. Es usted insolente y orgulloso, pero persigue la meta que se ha fijado. Me gustan los hombres como usted. Vaya a ver a Drovetti. No haré nada contra usted.
Crucé más de diez veces la puerta del cónsul general Drovetti durante los primeros días de septiembre. Siempre me recibió con la mayor cortesía, deplorando los retrasos de los que no se le podía hacer responsable. Debido al clima político revuelto, no conseguía encontrar una tripulación para acompañarnos hasta Nubia. Era imposible tomarse en serio semejante explicación. Drovetti contemporizaba. Para él, nada más fácil que reclutar una tropa de sirvientes dóciles. Mehmet-Alí me había ofrecido, atado de pies y manos, a su cómplice que me inmovilizaba en Alejandría proclamando oficialmente su benevolencia hacia mí.
Conociendo su manejo, decidí actuar a mi manera. Reuní a mis compañeros en el jardín del palacio consular y les expuse mi plan, a salvo de oídos indiscretos.