Debido a la presencia de la espía, el capitán Cosmao Dumanoir había tenido que cambiar la distribución de los camarotes. Me había instalado a la fuerza en el suyo. A mis pies, sobre unos colchones, dormían mi discípulo Rosellini, el profesor Raddi y el padre Bidant. Este último, muy dormilón, tenía gran dificultad para salir de su apatía natural. Raddi se pasaba los días y buena parte de las noches escudriñando con su lupa esquistos, basaltos, granitos, preparando su encuentro con los minerales del desierto, que esperaba cosechar en abundancia.
Habitualmente, reinaba una gran tranquilidad en el barco. Yo trabajaba en los jeroglíficos con L’Hote y Rosellini, que progresaban rápidamente. Su dibujo iba adquiriendo una firmeza de trazo indispensable para el registro de las inscripciones. Reproducían cabalmente cabezas, vasijas, lechuzas, leones, puertas… La antigua lengua revivía gracias a ellos. El padre Bidant lograba muy pocas veces rescatar al profesor Raddi de su universo mineral para jugar una partida de ajedrez.
A veces me sentía embargado por la emoción cuando me daba cuenta de que nos acercábamos a Egipto. Me acodaba en la batayola, para no ver más que el cielo y la mar. Aquel cuadro sólo cambió con algunas evoluciones de marsopas y la aparición de dos grandes cachalotes.
Entre nosotros reinaba una verdadera armonía.
Formábamos un auténtico cuerpo expedicionario, dotado de un indispensable espíritu de clan necesario para afrontar las pruebas que nos esperaban. Néstor l’Hote me había apodado El General, afirmando que él y sus compañeros no recibirían más órdenes que las mías.
Cuando estábamos dejando atrás la costa sarda, empujados por un fuerte viento, el profesor Raddi montó en una fuerte cólera.
—¡Inadmisible! ¡No lo soportaré por más tiempo! ¡Quiero volver a Florencia inmediatamente!
El esforzado mineralogista parecía estar poseído por el demonio, hasta tal punto que el padre Bidant, inquieto, trazó en el aire una señal de la cruz. Rosellini se agazapó en un rincón del camarote. Néstor l’Hote intentó acercarse a Raddi, que le rechazó con una violencia insospechada en un hombre como él. Comprendí que El General debía intervenir para restablecer la paz entre sus tropas.
—¿Qué ocurre, profesor?
—Ah, Champollion… debo confesar el peor de los crímenes…
La furia de Raddi se transformó de pronto en desesperación. Aceptó sentarse. El padre Bidant, L’Hote y Rosellini, comunicándose mediante gestos y guiños, salieron del camarote. Llegaba la hora de la confesión.
—Mi pobre despacho, mi pobre Museo —se lamentó, sacando una llave de su bolsillo—. Mi despacho… cerré la puerta con siete llaves, ¡pero olvidé cerrar las ventanas! ¿Se da usted cuenta, señor Champollion? ¡Mi mujer va a penetrar en ese santuario que siempre le ha estado vedado! Lo profanará, estoy seguro… Sólo sueña con el plumero y la escoba. Tengo que volver a mi casa para evitar ese desastre. ¿Y ha pensado en el robo, Champollion? ¡Me despojarán de mis colecciones!
—¿Y ha pensado usted en Egipto, profesor?
Mi pregunta sorprendió a Raddi.
—Egipto… sí, quiero ver sus desiertos… ¡Allí hay tesoros inapreciables! Pero no tengo derecho… tengo que volver para cerrar yo mismo las ventanas.
Tranquilicé al profesor. Un Raddi desesperado y quejumbroso enseguida habría exasperado a los demás, convirtiendo en un infierno nuestra vida cotidiana.
—Créame, profesor: los dioses egipcios nos protegen. Su museo y sus colecciones no corren ningún riesgo.
Un atisbo de esperanza iluminó su mirada.
—Dígame, profesor, además de las cajas que contienen material científico, ¿ha traído algo de ropa?
—¿Ropa? Claro. La llevo puesta. Este traje de mahón y unos zapatos bien sólidos para la marcha. Añada un sombrero de paja de ala ancha y ya conoce mi ajuar. ¿No le parece perfecto?
Aquel 19 de agosto, al amanecer, me encontraba solo en el puente de la corbeta, con un catalejo en la mano. A lo lejos podía distinguir la columna de Pompeyo.
Alejandría, por fin.
Veía el Puerto Viejo, la ciudad volviéndose cada vez más imponente, un inmenso bosque de edificios entre los cuales asomaban unas casas blancas.
Ya no pensaba en la violenta tormenta que había sembrado el pánico entre mis colaboradores. El viento soplaba tan fuerte que ni siquiera conseguíamos oírnos. No sentí miedo. Morir en la mar me parecía tan inapropiado como imposible.
Egipto… Egipto, después de tantos años de sueños y esperanzas. Jacquou el brujo, que había sido mi comadrón un 23 de diciembre, había augurado a mis padres el más grandioso de los destinos para su hijo. Sin embargo, mi infancia no había sido muy feliz: las locuras de la Revolución en Figeac, la violencia, las armas, la sangre, bandas berreando la carmañola, fugitivos temblando de miedo y refugiándose en la librería de mi padre, en aquella cueva de tesoros cuya entrada me estaba prohibida.
Los libros se convirtieron en amigos, confidentes. Aprendí a leer solo, letra a letra, palabra a palabra. El mejor recuerdo que tengo de mi infancia es el calor de la gran chimenea de la cocina. Me acurrucaba junto al fogón con un libro en la mano y me dejaba invadir por una maravillosa sensación de bienestar, tan lejos del frío y del cielo gris. El sol de Egipto estaba oculto en aquel fuego.
¡Qué frío pasé en el liceo de Grenoble! Por la noche, mientras mis camaradas dormían, leía las biografías de hombres ilustres escritas por Plutarco. Quería conocer mejor a los emperadores, los jefes, los que habían llevado el mundo a cuestas. Recorté unos medallones de cartón y dibujé sus retratos, añadiendo la fecha de su nacimiento y de su muerte. Así, tenía junto a mí mi galería de personajes famosos. Aquella colección era mi mayor orgullo de colegial.
El de estudiante fue el poder presentar un estudio sobre la geografía de Egipto a la Sociedad de Artes y Ciencias de Grenoble a la edad de diecisiete años. Cuando fui nombrado profesor en la facultad de letras de Grenoble, a los veintiún años, por un momento creí que el porvenir sería favorable. Pero hubo que ir a París, chocar con la ciencia en boga, buscar en vano un puesto y volver a Grenoble para ser profesor de historia, con un sueldo que era la cuarta parte de lo que cobraban mis colegas. Más tarde, mi hermano y yo fuimos proscritos y nuestra residencia asignada en Figeac por haber apoyado a Napoleón. Yo tenía veintiséis años y estaba perdiendo la esperanza de conocer mi Egipto algún día.
No obstante seguí luchando, buscando, intentando convencer de que iba por buen camino, de que tenía que emprender aquel viaje…
Llegábamos a Alejandría al amanecer tras diecinueve días de travesía. No había dormido de lo nervioso que estaba pensando que por fin estábamos arribando a Egipto. Mi buenaventura había vencido la mala suerte. Como un niño, saludé con la mano la torre de los Árabes, que marca el emplazamiento de la antigua Taposiris, la ciudad que había ocupado tantas horas de búsqueda cuando escribía mi primer libro, Egipto bajo los faraones.
—¿Satisfecho, señor Champollion?
El capitán Cosmao Dumanoir se había acercado silenciosamente. Recién afeitado, impecable. Poseía un humor inalterable. Con su media sonrisa en los labios, aquel hombre parecía inaccesible a los asaltos del mundo exterior.
—Más allá de toda esperanza, capitán.
—Todavía necesitará un poco de paciencia antes de pisar el suelo egipcio.
—¿Porqué?
——Los europeos han impuesto un bloqueo en Alejandría. Entraremos en el viejo puerto, al oeste. La maniobra no será fácil, ya que hay muchos buques de guerra franceses e ingleses que entorpecen el acceso.
Unas profundas arrugas surcaron mi frente. El aire vivo de la mañana me pareció de pronto glacial.
—¿Qué verdad me está usted ocultando, capitán? ¿Ha recibido malas noticias?
Cosmao Dumanoir titubeó un momento.
—Las tropas egipcias van a volver pronto de Grecia —explicó—. Están incluso autorizadas a repatriar material y botines de guerra.
—Pero ¡eso es maravilloso! ¡Significa que las tropas francesas y egipcias ya no se enfrentan en el Peloponeso! Es la paz, capitán… El pacha nos recibirá con los brazos abiertos.
—Eso espero, señor Champollion. No todo el mundo aprueba esta situación. El partido de la oposición reprocha al pacha sus decisiones. El bloqueo asegura el mantenimiento del orden en Alejandría. Pero no será eterno. En cuanto a El Cairo, ignoro lo que está sucediendo allí.
—Tengo confianza, capitán.
—Le envidio.
Una expresión de infinita tristeza hizo que de pronto el rostro de Cosmao Dumanoir envejeciera varios años. Sentí ganas de suscitar sus confidencias, pero se alejó alegando que su presencia era indispensable para dirigir la maniobra.
En la entrada del paso, un cañonazo de la corbeta saludó la subida a bordo de un piloto árabe. Nos guió en medio de los rompientes y nos puso a salvo en el Puerto Viejo. Allí nos encontramos rodeados de buques franceses, ingleses, egipcios, turcos y argelinos, y el último plano de aquel cuadro, auténtica mezcla de pueblos, estaba ocupado por los cascos de naves orientales rescatadas del desastre de Navarino. Todo estaba tranquilo. No echamos anclas hasta las cinco de la tarde.
Mis compañeros de aventura, acodados en el empañetado, observaban con curiosidad la ciudad de Alejandro Magno que iba a recibirnos. Alexandria ad Aegyptum, decían los antiguos, lo cual significa que la ciudad, de origen griego, ocupaba el límite de Egipto, su linde, sin formar realmente parte de él.
Tenía un nudo en la garganta y apenas podía respirar. Para mí, Alejandría era la frontera del paraíso. Vivía mi segundo nacimiento. Sentía que por fin estaba volviendo a mi verdadera patria, después de un largo exilio empleado con provecho para descifrar lo que me sería ofrecido.
—Una barca se dirige hacia nosotros —advirtió L’Hote.
Unos momentos después, un hombrecillo vestido de negro subía a bordo. Creí que se trataba del médico de Toulon que había intentado retener la corbeta en el muelle.
—Me envía el cónsul general Drovetti —anunció—, para entregar un sobre al señor Champollion.
El sobre contenía una autorización excepcional para desembarcar a pesar del bloqueo y de la cuarentena impuesta a causa de una epidemia de tifus. No creí necesario transmitir estas informaciones a mis compañeros, pues se habrían alarmado inútilmente.
—Le seguiremos con mucho gusto —dije con voz poco firme.
Mis compañeros se dispusieron a bajar conmigo a la barca. Cosmao Dumanoir se interpuso.
—Creo que el señor Champollion merece ser el primero en desembarcar, y que desea estar solo.
—Tiene razón, capitán —admitió Rosellini.
—Que El General afronte Egipto como explorador —chanceó Néstor l’Hote.
—Ciertamente, El Egipcio se merece ese honor —reconoció a su vez el padre Bidant.
El profesor Raddi se mantenía apartado, examinando una roca procedente del Vesubio.
Mis ojos se llenaron de lágrimas. Me palpitaba el corazón. No encontraba palabras para expresarme.
—Se lo agradezco… Yo…
—Vamos, general —exigió Néstor l’Hote—. Nosotros también estamos impacientes por conocer esta tierra.
Cosmao Dumanoir me miraba de un modo extraño. Sentí que quería comunicarme un último pensamiento antes de que nuestros caminos se separaran para siempre. Aquel hombre, a quien debía el haber recorrido sin tropiezo la enorme distancia que separa Toulon de Alejandría, se había convertido en un amigo. Pero ¿no empezaba a asomarse la muerte en su rostro consumido?
—Adiós, señor Champollion —me dijo dándome un caluroso apretón de manos.
De pie en la barca que avanzaba lentamente hacia el muelle, confieso haber olvidado a Cosmao Dumanoir, a mis compañeros y a la corbeta L’Églé. Hacía tantos años que ansiaba aquel momento.
La barca atracó. Un marinero me ayudó a subir al muelle cogiéndome del brazo. No pude contenerme y me arrodillé, besé y bendije aquel suelo donde habían vivido los mayores sabios de la historia, donde había nacido la civilización que nosotros, los europeos, hemos heredado.
Las descripciones que se pueden leer de esta ciudad no sabrían dar una idea completa de ella; para nosotros fue como una aparición de las antípodas, un mundo nuevo: estrechos pasadizos bordeados de puestos, llenos de hombres morenos y de perros dormidos; gritos roncos por todos lados, mezclándose con la voz chillona de las mujeres, un polvo sofocante, y de cuando en cuando algunos señores magníficamente vestidos, montando unos caballos preciosos y espléndidamente enjaezados.
Nos abríamos camino con dificultad en medio de una multitud bulliciosa, hacia el palacio del cónsul general. Yo caminaba detrás del guía árabe encargado de hacernos calle en aquel enjambre poblado de hombres con turbantes, niños medio desnudos pegados a nosotros, mujeres con velo y largos vestidos negros. Unos camellos cargados de cuévanos llenos de alimentos empujaban a los paseantes. Pasamos delante de un quiosco con un enmaderado dentellado donde tres músicos tocaban una canción pegadiza como los perfumes empalagosos de rosa y jazmín que se impregnaban en nuestras ropas, tapando otros olores menos gratos que subían de los conductos cavados en la tierra. Aquí y allá, a la vuelta de una callejuela, aparecían minaretes. Avanzábamos bajo unas arquerías que nos protegían de los rayos del sol. El calor era moderado gracias a la brisa procedente del Mediterráneo. Néstor l’Hote estaba a mi lado. Rosellini, el padre Bidant y el profesor Raddi apenas podían seguir el ritmo impuesto por nuestro guía que parecía estar deseando librarse de nosotros. Era evidente que no le convenía ser visto en compañía de extranjeros.
Se oyó un galope. Delante de mí, la muchedumbre se apartó con una rapidez asombrosa. Vi aparecer un personaje barbudo, con un turbante que le tapaba casi toda la frente y montando un mulo que avanzaba hacia mí. Me quedé plantado como un estúpido, viendo acercarse a toda velocidad el hocico del cuadrúpedo.
Néstor me agarró por la cintura y me apartó de la trayectoria del mulo que siguió hendiendo el populacho y desapareció en medio de un coro de indignación.
—De buena se ha librado, general.
—No exagere —contesté, fingiendo una serenidad que no sentía—. Le agradezco su intervención. ¿Y nuestros compañeros?
El religioso francés y los dos sabios italianos habían tenido mejores reflejos que yo, pegándose a las fachadas de las casas para evitar ser atropellados por aquel mulo desbocado. El guía árabe se acercó a mí. Hablaba un francés deficiente.
—¿No herido?
—Sigamos. Estoy impaciente por ver al cónsul general.
Llevaba encima las dos cartas misteriosas que había recibido antes de salir hacia Egipto.
¿No era aquel incidente una agresión encubierta? ¿Me hacía divagar mi imaginación?
El palacio del cónsul general era una construcción fastuosa edificada en medio de un jardín lleno de palmeras. Su fachada, con una puerta coronada por un elaborado arco iris, estaba adornada con una enorme viga que soportaba una loggia con las contraventanas cerradas. En el umbral, dos jardineros en cuclillas.
Entré. Un intendente que vestía una galabieh blanca me invitó a seguirle y rogó a mis compañeros que esperaran en la entrada provista de banquillos de piedra. Me llevó al espacioso despacho de Bernardino Drovetti, cónsul general de Francia.
Tenía cincuenta y tres años, era originario de Liorna y naturalizado francés, y había participado en la expedición de Bonaparte a Egipto. Abogado, militar de alto rango, diplomático, pasaba por uno de los personajes más influyentes del país. Tejiendo su tela en la sombra, reinaba, según decían, sobre un gigantesco tráfico de antigüedades. Algunos aseguraban que se disponía a retirarse una vez hecha su fortuna. Yo no tenía por costumbre formarme una opinión sobre alguien basándome en las habladurías. Yo mismo he padecido demasiado del rumor público para agobiar con él a los demás.
Bernardino Drovetti estaba sentado ante su escritorio con las manos cruzadas, como un juez dispuesto a dictar su sentencia. Aquel hombre tenía lo necesario para impresionar a sus interlocutores: la frente alta, una espesa cabellera morena y rizada, las cejas tupidas, los ojos negros, los pómulos salientes, una nariz recta y puntiaguda, un bigote acabado en volutas.
—Siéntese, Champollion, y escúcheme bien —ordenó con la voz seca del hombre acostumbrado a dar órdenes y ser obedecido.
Me quedé de pie, desafiando con la mirada al cónsul general de quien podía temerlo todo. Sólo él podía concederme el permiso necesario para visitar los emplazamientos arqueológicos y comprar objetos destinados a enriquecer la colección del museo del Louvre. Drovetti podía limitar mi expedición a un corto paseo.
—Su llegada no es muy oportuna, Champollion. La situación política se ha complicado. He pedido a París que expidan una orden a Toulon para anular su viaje. Supongo que aún no la ha recibido…
La frase era mordaz, incisiva, contrastando con el aspecto lujoso y afieltrado de aquella amplia habitación amueblada al estilo oriental, con alfombras recargadas y asientos bajos.
—Su suposición es exacta, señor cónsul. Estaba escrito que este año vería a mi Egipto.
El rostro de Bernardino Drovetti enrojeció de ira, que reprimió a duras penas.
—Ya que la suerte está echada, no se puede volver atrás, ¿verdad? Si estalla la guerra entre los rusos y los turcos, Egipto se verá arrastrado en el conflicto y ya no podré garantizar su seguridad. Usted y los miembros de su expedición estarán expuestos a los mayores peligros.
Agaché la cabeza. Drovetti creyó en mi sumisión.
—Veo que es usted razonable, Champollion. Permanecerá en Alejandría hasta que se levante el bloqueo, y después regresará a Francia. Puede estar seguro de que me ocuparé personalmente de su bienestar.
Se levantó, dando por acabada la conversación.
—Alejandría es sólo una etapa para mí, señor cónsul. La meta de mi vida es explorar Egipto. Ninguna guerra podrá impedir que se cumpla mi destino, aunque tenga que pagarlo con mi vida.
Drovetti no era ningún tonto. Reparó en la fuerza de mi determinación. Volvió a sentarse en su sillón.
No le faltaban motivos para crearme los peores problemas. Yo había conseguido exponer en el museo del Louvre parte de la colección de Salt, cónsul general de Inglaterra y gran enemigo de Drovetti. Jomard y el conde de Forbin, director general de los museos, lo habían intentado todo para impedir que yo fuera conservador. Pero el 15 de diciembre de 1827, sin contar más que conmigo mismo, había inaugurado la galería egipcia del museo Carlos X.
—¿Es usted amigo personal de Henry Salt, Champollion?
—Ni siquiera le conozco.
—Mejor para usted. Ya no será útil a nadie. Está muerto. El conocimiento riguroso de las antigüedades es un arte difícil. Un aficionado podría estropear el oficio.
—Precisamente por eso mi expedición sólo comprende profesionales, señor cónsul.
—¿Qué desea ver en Egipto?
—Los monumentos del Delta…
—Muy bien, Champollion. Haré que le preparen las autorizaciones necesarias.
—Me harán falta otras para Tebaida y Nubia —añadí tranquilamente.
Mis nervios estaban en tensión. Estaba jugando fuerte frente a un adversario tan poderoso. Si hubiera podido leer en mí habría comprobado hasta qué punto me sentía frágil y alterado. Pero una fuerza inalterable me empujaba a afrontar el obstáculo. ¿No contaba con el mejor de los aliados, mi Egipto?
—¿Porqué Tebas?
—Es el corazón de Egipto. Espero dirigir allí el más importante programa de excavaciones jamás emprendido.
—¿Con qué dinero?
—Con el que usted me procurará, señor cónsul. Estando en misión oficial, cuento con la ayuda financiera que tiene el deber de atribuirme.
—Por supuesto, pero requerirá algún tiempo. Ese dinero le será enviado a Tebas, cuando esté dispuesto a excavar. ¿Qué más espera obtener?
—Su confianza. Soy un investigador, y he venido aquí para verificar mis teorías sobre el terreno y satisfacer un sueño de niño. Hacer revivir la civilización de los faraones será para mí la más hermosa de las recompensas.
Esta vez fue Drovetti quien agachó la cabeza. Esperé con ansiedad el resultado de sus meditaciones.
—Dormirá aquí esta noche, Champollion, en la habitación donde durmió Kléber, el vencedor de Heliópolis. Mi palacio sirvió de cuartel general al ejército de Napoleón. Tiene usted mi protección. Me gustan los idealistas.
—Un último detalle. Me gustaría ir inmediatamente al Instituto Egipcio para ver allí a un viejo sabio…
—¿El Profeta?
—El mismo.
—Ahórrese ese desplazamiento, Champollion. El despacho donde trabajaba acaba de arder. Todos los papelotes que apilaba allí han sido destruidos y él mismo ha muerto en el incendio.
El cónsul general me dio un salvoconducto redactado en árabe.
—Tenga cuidado. Egipto es un país peligroso.
Bernardino Drovetti miró salir de su despacho a aquel curioso señor Champollion cuya determinación le había sorprendido e inquietado. ¿Un simple sabio? ¿Un iluminado? ¿Un espía enviado por el gobierno francés para descubrir la naturaleza del negocio al cual el cónsul general se dedicaba estos últimos años? Era difícil apreciar la amenaza que representaba aquel Champollion. No procedía correr el menor riesgo estando tan cerca de la meta.
Drovetti agitó una campanilla.
El intendente de la galabieh blanca apareció casi de inmediato.
—Quiero que sigas de cerca al hombre que acabo de recibir. Hazme saber todos y cada uno de sus movimientos. Que no se te escape nada. Y le dirás a nuestro amigo que aumente la vigilancia.