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Contemplé al hombrecito de negro con asombro y furor.

—¿Qué quiere decir?

—La peste, señor Champollion. La epidemia se está propagando por todas las ciudades del sur. Hay que declarar la cuarentena en todas partes. Si se marchara hoy, se vería obligado a permanecer en la mar. Ningún puerto le recibirá.

Una repentina carcajada sacudió todo mi cuerpo. El hombre de negro que al principio consideré como un demonio ya sólo me parecía un diablillo ridículo.

—¡Lee demasiados periódicos, doctor! —exclamé—. Tratan a sus lectores como si fueran imbéciles. Por supuesto, morimos a centenares, tanto en Marsella como aquí. Creo que la peste física y la peste moral que asola nuestro país han embrollado un poco su mente.

Ya le estaba volviendo la espalda cuando se lanzó hacia mí como una araña por su tela y me retuvo por el brazo.

—¡Un momento, Champollion! Usted está esperando a unos sabios que vienen de Toscana, pero he dispuesto un cordón sanitario alrededor de Toulon. Han salido regimientos para ocupar todas las bocas de los Alpes. Las cartas y los periódicos procedentes de Francia están siendo desinfectados con vinagre. Sus amigos no pasarán la barrera. Si el capitán de esta corbeta está lo bastante loco como para hacerse a la mar, usted será su único pasajero.

—Señor —le dije hecho una furia—, es usted un mentiroso.

Esta epidemia es una invención de médicos ávidos de fama. Le ordeno que deje subir a este barco a los miembros italianos de mi expedición, Rosellini y el profesor Raddi.

Aquel demonio hizo una mueca, sacando un fajo de papeles.

—¡Estos informes le denuncian como agitador político, Champollion! No se equivocan. Nadie está por encima de las leyes. El cordón sanitario no será retirado mientras dure la epidemia. Unos dos o tres meses, supongo…

Le habría estrangulado si no fuera por el insólito espectáculo que estaba teniendo lugar en el muelle y captó mi atención. Un cura vestido con un sotana digna de un vestigio arqueológico hostigaba, a bastonazo limpio, a una mula cargada de equipajes. Reconocí al padre Bidant, un religioso barrigón, casi calvo, enamorado de Oriente. Su apatía natural ocultaba una mente vivaz y astuta. Su presencia no me hacía mucha gracia. Le enviaban las autoridades eclesiásticas para asegurarse de que mi expedición no transpondría los límites de la religión. Esta última, efectivamente, temía mucho que la cronología bíblica fuera puesta en duda por descubrimientos molestos en tierra egipcia. Detrás del padre Bidant, jadeando y resoplando, se perfiló la alta figura de Néstor l’Hote, un dibujante de talento que se había acostumbrado al trazado de los jeroglíficos. Ese hombretón tenía carácter fuerte e impetuoso, pero le necesitaba para copiar las inscripciones con la destreza precisa.

—¡Ya estamos aquí! —gritó el padre Bidant, apartando al diablo negro para saludarme—. ¿Sabe que nos han tratado como a apestados? He ahuyentado a una banda de faquines con mi bastón y una carta del arzobispo.

—¿Quién es éste? —preguntó Néstor L’Hote con su impresionante voz de bajo, mirando al diminuto doctor de hito en hito.

—Un médico que quiere retenernos en el muelle —contesté.

—¡Lárguese! —rugió L’Hote levantando un puño.

El diablillo negro no se hizo de rogar. Mascullando algunas amenazas ininteligibles, retrocedió y acabó por irse con el rabo entre las piernas.

—Le noto algo triste, Champollion —observó Néstor, plantado sobre sus piernas con los puños en jarras.

—Tengo motivos. Ese cordón sanitario puede privar a nuestra expedición de sus miembros toscanos, Rosellini y Raddi. Sin ellos no podremos cumplir nuestro programa de trabajo.

—Confíe en Dios —susurró el padre Bidant—. Si nuestra causa es justa, nos ayudará.

El religioso me desafiaba. Seguramente había escuchado confidencias acerca de la tibieza de mi devoción por el dios de los cristianos. Mis allegados, algunos sabios y unos cuantos periodistas habían acabado poniéndome el apodo de El Egipcio, pensando que mi verdadera patria era la de los faraones, y que profesaba una fe entusiasta y sincera a los dioses de Tebas.

Contemplando la mar, más allá de la cual se encontraba el país de los faraones, tuve que admitir que tenían razón.

El capitán Cosmao Dumanoir volvió a leer, una vez más, la carta de Drovetti, cónsul general de Francia en Egipto, que le había sido entregada dos días antes por un correo procedente de París. Drovetti se mostraba extremadamente reservado respecto a la oportunidad de la expedición organizada por Champollion. Incluso sugería un regreso inmediato a París, viéndose incapaz de garantizar la seguridad del sabio en territorio egipcio. Mehmet-Alí, el pacha todopoderoso instalado en El Cairo, estaba fuertemente influenciado por consejeros que aborrecían a los europeos. Probablemente vería con malos ojos la llegada del descifrador de jeroglíficos.

¿Debía o no avisar a Champollion de los peligros que le acechaban? La lectura de aquella carta transformaría su desaliento en desesperación. Lo más seguro es que renunciara al viaje para no arriesgar la vida de los miembros de su expedición.

Pero a Cosmao Dumanoir le importaba tanto el pacha como los faraones. Renunciar a esa travesía era superior a sus fuerzas. A sus últimas fuerzas, pues aquél iba a ser el último viaje del capitán de corbeta, cuyo organismo estaba consumido por una enfermedad que ya sólo le concedía unos meses de vida. Su único deseo era morir a bordo de su barco, en altamar o en algún puerto oriental, lejos de Europa donde ya nada le retenía. El Oriente, fuente de luz… Cosmao Dumanoir tenía la esperanza de encontrar allí un más allá al final de su vida.

El destino decidiría. Ciertamente, el cónsul general Drovetti anunciaba una carta oficial anulando la expedición por razones de seguridad y prohibiendo terminantemente embarcar. Por suerte, las comunicaciones entre París y Toulon eran muy lentas. Seguramente el ministro del Interior utilizaría el correo reservado al gobierno para llegar hasta Champollion antes de la partida eventual de la corbeta L’Églé. El viaje dependía ahora de la rapidez del correo, de la fuerza de los vientos y de la llegada de los colaboradores italianos de Champollion.

En su carta, Drovetti señalaba que había graves disturbios en Alejandría y El Cairo. El pacha se encontraba amenazado por los miembros virulentos del partido de la oposición. Si hubiera sublevación y sedición en las grandes ciudades de Egipto, la sangre de los europeos sería la primera en derramarse. Pero ¿no estaba exagerando el cónsul general, ocultando la gravedad real de la situación para impedir que Champollion llegara a Egipto y descubriera su verdadero papel? Unos marineros habían comunicado a Dumanoir que Drovetti era un temible traficante de antigüedades, que no dudaba en abusar de su autoridad para añadir, a las cargas de los buques mercantes, estatuas, estelas y papiros robados en las excavaciones. Aquellos tesoros eran llevados a Europa donde el cónsul general volvería a encontrarlos algún día. Pero Champollion pasaba por un hombre íntegro, inaccesible a las manipulaciones financieras y muy deseoso de preservar el patrimonio artístico del Antiguo Egipto. Si los rumores sobre Drovetti eran ciertos, Champollion podría resultar molesto.

Ya hace varios días que estoy prisionero en Toulon. Esta ciudad me está resultando insoportable. La corbeta está amarrada al muelle como un pájaro enjaulado. Han reforzado el cordón sanitario, pero no se ha identificado con certeza ni un solo caso de peste. He caminado durante horas, consultado mis apuntes, jugado al ajedrez con el padre Bidant, que maneja los alfiles con una habilidad extraordinaria. Néstor l’Hote ya ha frecuentado todas las tabernas del puerto, no porque sea dado a la bebida sino porque le gusta conocer gente. Siente curiosidad por todo. No he vuelto a ver a la bella espía inglesa que se aísla en su camarote, donde se hace servir las comidas.

Desde el amanecer del 31 de julio el cielo está nublado. El viento levanta algunas olas. No puedo escribir. Normalmente constituye un gozo profundo, un momento de plenitud suspendido entre el tiempo y la eternidad. Pero la angustia me oprime el corazón. Si no salgo para Egipto, creo que mi vida ya no tendrá sentido, y que seré un hombre perdido para mí y para los demás.

Cosmao Dumanoir ha entrado en el pequeño comedor donde saboreo un café bien caliente. Tiene el semblante descompuesto.

—Si no soltamos amarras esta mañana, señor Champollion, me temo que nuestro viaje se vea definitivamente comprometido.

El capitán del L’Églé tenía razón. No queriendo rendirme a la evidencia, me había negado a creer que el cordón sanitario pudiera impedir que los toscanos llegasen hasta la corbeta. Pero sólo eran sabios, desarmados ante las medidas administrativas.

Un marinero irrumpió.

—Un hombre pregunta por el señor Champollion.

Me disponía a seguir al marinero hasta la pasarela, pero éste señaló la mar. Me incliné por encima del empalletado y vi una barca llena de cajas. En la parte delantera, manejando torpemente los remos, estaba el profesor Raddi, con el rostro curtido como un pergamino de herbario viejo, la barba descuidada como un jardín de otoño, una lupa en el bolsillo de su chaqueta y dos pares de gafas en la nariz.

—¡Champollion! —gritó cuando me vio—. ¡Estamos aquí!

—¿Dónde está Rosellini?

—Escondido detrás de mis cajas de minerales. Hemos tenido que venir por mar para evitar a una banda de locos que nos trataba de apestados.

Nos llevó dos horas embarcar el material científico que el profesor Raddi creía indispensable para sus experimentos. Era tan bajo y gordo como Rosellini alto y delgado. Raddi supervisó personalmente la instalación de sus preciadas cajas, mientras que mi discípulo Rosellini, a quien había enseñado los principios del descifrado, avanzó hacia mí, profundamente conmovido.

—Maestro… hay que levar anclas ahora mismo.

Mi discípulo italiano no era un hombre que se emocionara fácilmente. Frío, distante, reflexivo, pronto sería un gran sabio que honraría a la egiptología naciente. De momento, parecía trastornado.

—He recibido una carta del cónsul general Drovetti anunciando que nuestra expedición sería anulada. Tras haber fracasado en su intento de conquistar Grecia, Turquía está decidida a declarar la guerra a los rusos y a arrastrar a Egipto en el conflicto. Ya no podrán responder de nuestra seguridad.

—Pamplinas —decidí con aplomo, como si ejerciera alguna influencia sobre esa política de dementes que odiaba—. ¿Está decidido a seguirme, a correr todos los riesgos?

La alegría que iluminó el rostro de Rosellini fue la respuesta más tranquilizadora que pudo darme. Pero mi discípulo se ensombreció inmediatamente.

—¿No le ha llegado de París una orden escrita?

—¡Marchémonos cuanto antes!

Me acaloré tanto que ayudé a los marineros a terminar de subir a bordo las cajas del mineralogista. Rosellini, perplejo, acabó imitándome. Néstor l’Hote, encantado de hacer ejercicio físico, se unió a nosotros.

Los campanarios de Toulon estaban dando las doce del mediodía cuando la corbeta L’Églé, aprovechando vientos favorables, largó amarras hacia Oriente. La brisa del oeste, que refrescaba el aire, nos empujaría hasta altamar en menos de una hora. Me estaba dejando invadir por las sensaciones de la brisa que llegaba desde mar adentro cuando avisté un correo a caballo que llegaba galopando al muelle. La silueta minúscula nos interpeló, blandiendo un documento.

La carta del ministro Martignac avisaba al prefecto de Toulon que nuestra expedición no podría llevarse a cabo, dada la situación internacional.

Me despedí de él agitando la mano.

Lo sentía mucho por el gobierno de Francia, pero El Egipcio acababa de emprender viaje hacia otro mundo. El de su verdadera patria.