—¿El señor Jean-François Champollion, supongo?
—El mismo. Encantado de conocerle, capitán.
Cosmao Dumanoir, un hombre de mediana estatura y sonrisa amable, era el capitán de la corbeta L’Églé. Con un rostro terso e impecablemente afeitado, y unos botones de uniforme cuidadosamente lustrados, me recibió calurosamente a bordo de su embarcación.
Aquel 24 de julio de 1828, en Toulon, cuando los últimos rayos del sol poniente iluminaban el Mediterráneo, la ruta tan esperada por fin se abría ante mí. La ruta de Egipto.
Tal vez hablaría de nuevo. Tal vez volvería a ser transmitida la sabiduría de los antiguos egipcios. Yo iba camino de sus misterios, había empezado a descifrar los jeroglíficos, esas palabras de los dioses cargadas de magia. Pero todavía me faltaba una clave esencial. Una clave que sólo podría encontrar en Egipto. Iba a tener que verificar paso a paso mis intuiciones, pedir a la tierra de los faraones las respuestas que me faltaban.
Después de meses y meses de engorros administrativos, por fin había logrado formar una expedición en la que participarían varios científicos que, bajo mi dirección, llegarían a Alejandría a bordo de L’Églé.
—¿Tendría usted la amabilidad de seguirme, señor Champollion?
Al subir por la pasarela de la corbeta, tuve la sensación de cruzar un punto sin retorno. Heme aquí obligado a ir hasta el fin de mí mismo, a arriesgar mi vida en ese Oriente desconocido.
Hasta ahora mi vida ha sido una batalla continua. Para obtener la mínima cosa he tenido que luchar, defenderme palmo a palmo, desbaratar intrigas, afrontar la calumnia. Sin querer, alrededor de mí provoco la envidia de ineptos e incompetentes que me acusan de ir demasiado lejos y demasiado deprisa. Nada me ha protegido nunca de las lenguas virulentas. Soy como una trucha echada viva en la sartén. ¡Pero me alegro tanto de estar lejos de París! El aire de esa ciudad me está matando. Allí escupo como un rabioso y pierdo mi vigor. París es horrible. Por las calles corren ríos de barro.
Con la elegancia algo rígida propia de los hombres que han envejecido de uniforme, el capitán Cosmao Dumanoir me condujo a su camarote donde me ofreció champán.
El gozo fugaz que burbujeaba en aquel líquido no logró disipar las angustias que me habían estado abrumando durante todo el viaje de Aix a Toulon.
¿Cómo no pensar en las dos cartas tan dispares que recibí misteriosamente y que había ocultado entre mis apuntes científicos?
La primera profería amenazas muy serias: «Olvide sus proyectos, quédese en casa; de lo contrario, la muerte le estará esperando en Egipto». La segunda parecía más alentadora, aunque muy enigmática: «Le esperamos. Si realmente ha descifrado la lengua de los dioses, sabremos recibirle».
¿Locos? ¿Visionarios? He conocido tantos, desde aquella mañana de invierno en Figeac, cuando mis ojos de niño se posaron por primera vez en unos jeroglíficos egipcios, en ese mundo lleno de símbolos y de signos portadores de una vida eterna. Supe al instante que allí se encontraba la patria de mi alma, y que algún día tendría que leer mi propio destino descifrando esos enigmas, esa palabra perdida desde hace tantos siglos. El antiguo Egipto es mi sangre, mi corazón. Lo exige todo de mí.
Lo esencial de mis descubrimientos se encuentra en una maletita negra que me servirá de viático. Por un momento sentí ganas de huir. Tocar este modesto objeto, palpar los legajos de papeles donde se ha inscrito lo mejor de mí mismo me ha disuadido de ello. Egipto ha triunfado. Siempre triunfará.
En cuanto llegue, iré a los locales del Instituto Egipcio. Hay allí un sabio anciano que se hace llamar «el Profeta» y conserva documentos esenciales para mis investigaciones. Nunca ha querido enseñarlos a nadie. Cuando supo que se estaba organizando mi expedición, me hizo saber que me esperaba y que me proporcionaría la piedra fáltame de mi edificio.
Una mujer de altiva nobleza, con un cabello rubio veneciano casi irreal, entró en el camarote del capitán. Llevaba un vestido gris perla con reflejos que realzaban su tez pálida. Unos grandes ojos verdes animaban un rostro de una belleza que me atrevería a calificar de egipcia. Unas manos largas y finas me recordaban ciertos dibujos de reina que había salvaguardado creando la sección faraónica del museo del Lo ubre, de la cual habían tenido a bien nombrarme conservador… sin sueldo. Aquella mujer de unos treinta años poseía una inusual elegancia innata.
—Le presento a lady Redgrave —dijo el comandante Dumanoir—. Viajará con nosotros hasta Alejandría.
Siento un rechazo instintivo hacia las cosas mundanas.
Nadie me ha obligado nunca a participar en ellas. Sin embargo, movido por un impulso que me sorprendió, me incliné y besé la mano de aquella aristócrata británica que recibió mi cortesía con una sonrisa enigmática.
—Me han hablado mucho de usted, señor Champollion —dijo con una voz suave, cálida, sazonada con un ligero acento—. Mi compatriota Thomas Young pretende haber descifrado los jeroglíficos antes que usted, y asegura que su sistema es erróneo.
Molesto, el capitán Dumanoir miró la mar. Se me subió la sangre a la cabeza.
Thomas Young… ese hipócrita, además de presuntuoso. Un inglés tan lego en egipcio antiguo como en malayo o en manchú, del cual es profesor. Sus descubrimientos anunciados con tanto fasto sólo son una fanfarronada ridícula. Su clave de los jeroglíficos es patética. ¡Compadezco a los desafortunados viajeros que, en Egipto, tengan que traducir las inscripciones con la llave maestra del doctor Young!
—Aprecio mucho al señor Young, señora. No me gusta criticar a un colega, sea cual sea su actitud hacia mí. Si le conoce bien, déle un consejo: que cambie de oficio.
—Le conozco bien —respondió animadamente—. Thomas Young es mi tío. Bien, nos veremos más tarde.
Sofocado, la miré salir del camarote sin saber qué contestarle. Es así desde siempre: mi sensibilidad está tan exacerbada que me tomo demasiado en seno el mínimo suceso que ponga obstáculos a mi búsqueda.
—Es… es una trampa —pude por fin articular, tomando por testigo al capitán Cosmao Dumanoir.
—Cálmese —recomendó el buen hombre, tan desconcertado como yo—. Pronto olvidará este incidente.
—Thomas Young es mi peor enemigo —expliqué, recuperando el aliento—. Hace años que me acosa, que trafica con comunicaciones científicas, que intenta por cualquier medio poner fin a mis trabajos. Esa mujer es una espía de la peor especie.
El capitán Dumanoir reflexionaba. Intentó animarme.
—Está sola, señor Champollion, y sólo es una mujer. Usted está rodeado de varios colaboradores que seguramente le serán muy leales. Estoy convencido de que no tiene nada que temer. Sólo es una maniobra de intimidación.
Colaboradores muy leales… Me sentía menos optimista que el capitán.
—¿Han llegado ya estos señores?
—Aún no —respondió Cosmao Dumanoir—. Espero su llegada esta noche.
Tenía un nudo en la garganta, me dolía el vientre, mis piernas temblaban ligeramente. La aparición de esa arpía en el interior mismo del barco que me llevaba hacia la última meta de mi existencia, ¿no era un presagio siniestro? ¿No sería más prudente renunciar al viaje, posponerlo, tomar más precauciones?
Estaba aterrado. Del entusiasmo que había sentido al llegar a Toulon, pasé a una especie de desesperación que hizo acudir lágrimas a mis ojos. Mi empresa parecía condenada antes de empezar.
—Tengo que llevarle a Egipto y lo haré, cualesquiera sean los obstáculos —afirmó el capitán Dumanoir—. Puede contar conmigo.
—¿Qué obstáculos? —pregunté alarmado.
—Nuestra corbeta —respondió— está destinada a proteger los buques mercantes. No escoltará a nadie durante su viaje. La gente ya no se atreve a hacerse a la mar, no porque peligren vidas y bienes, sino porque el comercio con Egipto se encuentra en decadencia; incluso Egipto ha dejado de enviar algodón. Pero le repito —afirmó poniendo su mano en mi hombro izquierdo— que puede usted contar conmigo.
Pocas veces había encontrado semejante expresión de bondad. Cosmao Dumanoir compartía realmente mi angustia. Pero su ayuda no me servía de nada. No suprimía la presencia de aquella intrigante, espía por añadidura.
—Debería descansar —sugirió.
Apenas pronunció esas palabras, llamaron a la puerta del camarote. Era un marinero.
—Hay un médico que quiere ver al señor Champollion —anunció.
—¿Un médico? ¿Qué desea? —pregunté extrañado.
El marinero, con los brazos separados, me indicó que lo ignoraba. Irritado por aquel nuevo misterio, decidí seguirle.
Al pie de la pasarela me esperaba un hombre vestido con una levita negra. Bajo, mal afeitado, de nariz puntiaguda y mirada malvada, parecía una caricatura de maledicencia o la discordia. Me desagradó de entrada.
—¿El señor Champollion?
—Yo mismo.
Su voz era agridulce como la de una muchacha nerviosa. Me miraba de soslayo.
—He de comunicarle una importante noticia.
—Adelante.
Se tomó su tiempo, como para saborear mejor su revelación.
—Señor Champollion, su expedición ha sido anulada.