El monje los había traicionado. Al ver que el de las SS venía hacia el barracón, no los había alertado. Tal vez le había hecho una señal al principio de la «tenida» para que los masones fueran sorprendidos en plena actividad.
—Rompamos la cadena, hermanos —ordenó el venerable.
Las manos se separaron, pero no los espíritus. El plano de la logia seguía visible. El monje se dio la vuelta y abandonó su puesto de observación. Tenía el rostro pétreo. En sus ojos, el venerable leyó sufrimiento y pesar.
El ayudante de campo entró y, acto seguido, cerró la puerta del barracón. François Branier se sentía humillado. El monje era casi un hermano para él. Se había equivocado al depositar en él toda su confianza. La logia iba a pagar muy caro su error.
Abrumado, no comprendió el gesto del monje. Pese a las heridas, el benedictino se levantó bruscamente, se abalanzó sobre el de las SS y le apretó la garganta hasta estrangularlo.
—¡No! —gritó el ayudante de campo—. ¡Soy uno de los vuestros! ¡Soy un hermano!
El monje titubeó por un momento y dejó de apretar. Eckart, Forgeaud y Serval, pasmados, esperaban la decisión del venerable. Estaban en plena sesión masónica. Nadie podía tomar la palabra por su cuenta.
—Si eres un hermano —dijo François Branier en alemán—, dame la contraseña de aprendiz.
El ayudante de campo miró fijamente al venerable. Los labios apenas se movieron. No articuló palabra.
Furioso por no haber cumplido su misión, el monje no quería dejar que nadie más se encargara de mandar al de las SS al infierno. Como no conocía la contraseña, estaba condenado.
—Déjelo, padre —exigió el venerable.
El monje cedió, sorprendido. El de las SS avanzó un paso hacia la escuadra y luego se detuvo, con los ojos clavados en el plano de la logia, trazado con la sangre del aprendiz. Dio dos pasos más y trazó con la mano derecha el símbolo de la orden.
—Venerable maestro —declaró—, soy el último superviviente de una logia de Berlín cuyos miembros han sido ejecutados o deportados. Al igual que ellos, creí en Hitler. He formado parte de la sociedad Thule, en la que había otros masones. Esto es lo que me ha salvado. Pero acabaron identificándome y, ahora, cada día espero ser detenido.
Dieter Eckart creía que aquello era una provocación. Pero el ayudante había asumido todos los riesgos al venir solo. Guy Forgeaud se emocionó. Así que en lo más profundo del infierno, había un hermano al que no conocían. Jean Serval revivía el momento de su iniciación. Se sentía perdido, deslumbrado. La vida ya no se paraba a la puerta de aquella prisión.
—Alemania pronto perderá la guerra —declaró Helmut—. Mañana, pasado mañana, el mes que viene… pero perderá.
—¿No estás yendo demasiado lejos, hermano? —inquirió el venerable, con una pregunta ritual para descubrir el grado iniciático del alemán.
—Conozco los misterios de la estrella.
—¿Y no vas demasiado lejos?
—No, venerable maestro. Soy compañero y desconozco el secreto de los maestros.
—En esta logia están presentes los tres grados de la iniciación —concluyó el venerable—. Podemos trabajar en sabiduría, fuerza y belleza.
Una indecible alegría inundó el corazón de cada uno de los hermanos. Habían logrado evadirse de la fortaleza, de la guerra y de la desgracia.
—Padre —dijo el venerable—, ¿podría retomar sus funciones de retejador?
El monje no se ruborizaba desde aquel lejano día en que su abuela lo había sorprendido robando chocolate. Al dejarse llevar, había asistido a aquella «tenida» masónica y olvidado el hábito que llevaba. Casi se había visto seducido por la magia de las actitudes rituales. Avergonzado, dio la espalda a los masones para observar de nuevo lo que pasaba en el patio. Por desgracia, no podía taparse los oídos.
—¿Un hermano pide la palabra en beneficio de la logia?
El ayudante de campo levantó la mano.
—Tienes la palabra —le dijo François Branier.
—Klaus, el jefe de las SS, lleva más de dos horas reunido con sus principales subordinados. Ha logrado convencerlos de exterminar a todos los deportados y abandonar la fortaleza. La guarnición no es lo bastante numerosa para soportar un ataque inminente. La última cuestión que deben resolver es la de la logia «Conocimiento». Para sonsacarles el secreto, sólo les queda probar con la más brutal de las torturas. Doble o nada. Klaus y sus hombres llegarán de un momento a otro. Quería preveniros y morir con vosotros.
Cada uno encajó el golpe lo mejor que pudo. Se lo esperaban, pero deseaban que aquel espectro se alejara y que ellos pudieran convertirse en presos de excepción. Hasta entonces, los habían mantenido aislados mientras el venerable luchaba por la supervivencia de todos y cada uno de ellos. El castillo de naipes se desmoronaba. Cuando la puerta del barracón se abriera por última vez, dejaría entrar al cortejo de la nada.
—El retejador nos avisará de todo riesgo de intrusión —dijo el venerable—. Este peligro forma parte de nuestra iniciación. Hermanos, os invito a poneros manos a la obra. Hermano Dieter, ¿todo es conforme a la Regla?
Dieter Eckart contempló el plano de la logia.
—Todo exacto y perfecto, venerable maestro. Cada uno de los hermanos se ha despojado de sus imperfecciones y cumple su función.
Las palabras rituales se propagaban como el fuego en el cuerpo de Jean Serval. Le abrasaban el alma. En tanto que aprendiz, permanecía en silencio durante la solemne «tenida». Una vez convertido en compañero, recibiría el don de la palabra si superaba la prueba. Entonces devolvería la energía que había recibido.
Ahora Jean Serval tenía la seguridad de que la puerta del barracón rojo no se abriría durante la noche. Aquella «tenida» duraría eternamente. El venerable tenía el rostro demasiado sereno para que fuera de otro modo.
—¿De dónde venimos, hermano segundo vigilante?
—De una logia de Jean, venerable maestro.
—¿En qué trabajan los iniciados?
—Desbastan la piedra bruta mientras practican la Regla.
—¿Los aprendices están satisfechos?
—La armonía reina entre ellos, venerable.
—Hermano primer vigilante, ¿los compañeros han descubierto la piedra bruta?
—La Fuerza reside en ellos, venerable maestro.
—Que los maestros transmitan la Sabiduría que les ha sido transmitida. Así nacerá la luz. Ocupad vuestro lugar, hermanos.
Cada uno de ellos buscó instintivamente el banco de piedra o de madera en el que acostumbraba a sentarse. Se conformaron con sentarse en el suelo del barracón con las piernas cruzadas.
—Hermanos —prosiguió el venerable—, nuestros últimos trabajos se habían basado en los deberes del iniciado respecto al Gran Arquitecto del Universo y, más concretamente, en el secreto del Número del que nuestra logia es depositaria.
«Así que —pensó el monje— los de las SS no se equivocaban».
—De manera excepcional —continuó François Branier—, he tomado la decisión de transmitiros este último secreto de la iniciación. Ninguno de vosotros es venerable, pero me dirijo al venerable que lleváis dentro. Esta noche os convertiréis, como yo, en custodios del Número que hace inmortal nuestra hermandad.
Dieter Eckart pidió la palabra.
—Venerable maestro, esta postura no me parece conforme a la Regla. Ninguno de nosotros está capacitado para recibir ese secreto y, mucho menos, para transmitirlo. Moriremos desempeñando nuestra función, no pedimos más. Tenemos el inmenso placer de celebrar esta última «tenida». Si nuestro secreto va a desaparecer con nosotros, será porque el Gran Arquitecto así lo habrá querido. Y te recuerdo que hay un profano… casi entre nosotros.
El monje no era tan ingenuo para creer que el venerable había olvidado su presencia. Se disponía a darse la vuelta, a saludarlo y a abandonar el barracón. No tenía intención de escuchar más de la cuenta.
—Nuestro retejador exterior hace su trabajo a la perfección —indicó François Branier—. Oye lo que se dice en el interior del templo; pero, al igual que nosotros, está obligado a guardar el secreto.
El monje giró la cabeza. Su mirada se cruzó con la del venerable, que leyó en ella un asentimiento. Esta vez, el monje sintió que el venerable depositaba en él una confianza absoluta. Le tendía una trampa. Así lo obligaba a quedarse, a guardar un secreto que no había querido compartir.
—El hermano Dieter lleva razón —constató Guy Forgeaud después de haber obtenido la palabra—. Sólo puedes transmitir el último secreto a tu sucesor, venerable maestro. Ése no es el objetivo de esta «tenida».
Aunque el compañero y el aprendiz compartieran la opinión de los maestros, guardaron silencio.
El venerable nunca había estado en desacuerdo con su «Cámara del medio», integrada por maestros de la logia. Era fácil respetar la Regla de la unanimidad, en la medida en que los hermanos vivían en armonía.
—Tal vez uno de nosotros sobreviva —insistió François Branier—. Tan cerca de la destrucción de nuestra logia, es preciso que todos estemos al corriente de lo esencial. Sé que ésta es una propuesta excepcional, que contradice la Regla. Pero debemos agotar todas las posibilidades de sobrevivir.
Dieter Eckart volvió a pedir la palabra.
—Debemos rechazar todo aquello contrario a la Regla. ¿Cuántas veces nos has repetido que allí se encontraban todas las respuestas a nuestras preguntas? ¿Por qué hoy iba a ser diferente?
—Porque hoy es nuestro último día, hermano.
Guy Forgeaud levantó la mano.
—No importa, venerable maestro. La iniciación no puede desaparecer, aunque nosotros muramos. Si este mundo está podrido hasta el punto de permitir el asesinato de un venerable, mejor morir. No violemos la Regla bajo ningún pretexto.
El monje comprendía la tentativa del venerable. Ante todo, transmitir la Regla, incluso en las peores condiciones. Nada de preguntarse si un hermano es digno o indigno; simplemente pensar que es un hermano y que esta mera cualidad le permite transmitir los secretos más inaccesibles.
El venerable había fracasado. Era imposible cambiar la opinión de los dos maestros. La jerarquía no se rompería, la Regla no se transgrediría… pero solo él cargaría con el secreto.
—Entonces deduzco que rechazáis mi proposición —manifestó el venerable—. Vamos a…
Las palabras de François Branier se perdieron en un silbido agudo que se amplificó a una velocidad extraordinaria hasta volverse ensordecedor. Los hermanos se taparon los oídos por instinto.
Luego todo explotó.