Capítulo 23

La muerte tenía gusto de noche. François Branier la saboreaba a fondo, dejándose transportar por los ruidos de voces que rompían su silencio. Observaba rostros que se perfilaban en la bruma. Eran Raoul Brissac, Dieter Eckart y Jean Serval. El venerable tendió la mano hacia sus hermanos, para tocar el vacío. Entonces se obró el milagro. Brissac sonrió, y Eckart lo cogió de la mano. Serval rompió a llorar.

—La logia… ¿vosotros, la logia?

Una revelación. Sus hermanos todavía eran incapaces de hablar. Dieron al venerable el tiempo de reconciliarse con la vida.

—¿Dónde estamos?

—En nuestro barracón —respondió Dieter Eckart—. Te desmayaste justo cuando el monje te iba a rematar.

François Branier se incorporó, inquieto.

—¿Y André? ¿Dónde está André?

—Muerto. Se delató como judío y provocó un motín. Fue una masacre. Abrieron fuego. Quemaron el cadáver de André en el centro del patio.

La voz de Dieter Eckart no se había quebrado. Decía la verdad, tal como la había visto. No acostumbraba a disfrazarla, por insoportable que fuera.

En cuanto al hermano André… El venerable y los maestros de la logia habían pasado mil trabajos para arrancarlo de su narcisismo y mostrarle el camino hacia la luz. André tenía problemas para sincerarse, para aliviar sus temores, para hallar el equilibrio que le habría permitido progresar más rápido. Por ser demasiado sensible, había tenido que contenerse para pasar de la afectividad a la fraternidad. A lo largo de su búsqueda, había hecho gala de un formidable coraje y engendrado cualidades que no tenía. Al declararse judío, había ofrecido su sangre al cuerpo sagrado de la logia, como si durante su iniciación se hubiera obligado mediante juramento al grado de aprendiz.

André Spinot había salvado a la comunidad, al apostar por su eternidad, por su incesante metamorfosis regida por el Gran Arquitecto.

Con André en el Oriente eterno, ya sólo quedaban cuatro hermanos.

Eckart no dudó en desgarrar la conciencia de François Branier.

—No hay tiempo para lamentaciones, venerable maestro. Tenemos cosas que hacer.

Dieter Eckart se explicó con su habitual autoridad. Con su actitud, trasladaba a sus hermanos lejos de la fortaleza nazi. Les recordaba los sótanos abovedados donde tantas «tenidas» habían celebrado, las piedras ancestrales, los edificios perfectos donde el hombre se sentía un poco menos mortal.

—¿Y el monje? —inquirió François Branier.

Sin darle una respuesta, Eckart y Forgeaud ayudaron al venerable a levantarse. Éste último logró tenerse en pie, pese a sentir dolores por todo el cuerpo y, especialmente, en el pecho. Pero el sufrimiento era llevadero.

—Podéis soltarme… debería poder yo solo.

El venerable vio al monje. Estaba estirado en el suelo del barracón, exánime. Los hermanos de «Conocimiento» le habían zurcido la sotana.

—¿Está…?

—No —respondió Dieter Eckart—. Respira. Lo han arrollado.

—¿Por qué lo han traído aquí?

—Ni idea.

El venerable creía saberlo. Habían dado al monje por muerto. En adelante, el jefe de las SS lo tomaba por un colaborador de los masones. Compartía su destino, a menos que los traicionara. ¿El benedictino, un traidor? François Branier se dejaba invadir otra vez por la duda. Si el monje había hecho de soplón, era con el comandante. Pero éste último había desaparecido, tal vez asesinado por Klaus. El jefe de las SS no tenía la sutileza del comandante. Impaciente y violento, no tenía la precaución de seguir enfrentando el monje al venerable; y tampoco esperaba nada de un conflicto que los habría destrozado. Prefería alinearlos en el mismo campamento.

Esta actitud no presagiaba nada bueno. El comandante era un monstruo frío y calculador. Klaus era una bestia imbuida de su nuevo poder.

—¿Ha sido el monje el que me ha molido a palos? —preguntó el venerable.

—¡Un sagrado forzudo! —manifestó Guy Forgeaud—. Tú has caído el primero, pero no creo que él hubiera tenido fuerzas para rematarte. También estaba listo.

—Si André no hubiera intervenido, me habría matado.

El venerable se inclinó hacia el monje. El benedictino ni se había inmutado.

—¿Y la enfermería?

—Destruida —indicó Dieter Eckart—. Los últimos agitadores se refugiaron allí. Los de las SS la incendiaron y dispararon sobre quienes intentaban salir. En mi opinión, más de la mitad de los deportados han sido exterminados.

—¿Cuánto tiempo me he pasado inconsciente?

—Unas horas.

—¿Las SS os han dejado en paz?

—No hemos visto a nadie —dijo Guy Forgeaud—. El patio está vacío. Ni un ruido.

Los cuatro hermanos se sentaron.

—Hemos escondido material —dijo Forgeaud—. Sería una lástima dejar que se oxidara.

—¿Tienes un plan?

—No, venerable maestro. Precisamente te esperábamos para urdir uno.

—Venerable maestro —intervino Eckart—, creo que ya va siendo hora de…

—Lo sé, Dieter. Vamos a celebrar esta «tenida». Después, podremos morir tranquilos.

Jean Serval se angustió.

—Morir… ¿acaso creéis…?

—Tendrá que ser rápido —exigió el venerable—. Esta misma noche. Sin duda, Klaus ha eliminado al comandante. Puede que no haya tenido mucho tiempo de presentarse a sus superiores. Su mejor baza será sonsacarnos nuestro secreto con métodos radicales.

—La tortura —murmuró Serval.

—No perdamos ni un minuto más —dijo Forgeaud—. Tenemos las velas, una caja de cerillas y con qué simbolizar regla, escuadra y compás.

—Faltan el tablero y la tiza —observó Dieter Eckart—. No hay «tenida» posible sin trazar el plano en el tablero.

—Esta noche saldré a buscar lo que falta —propuso Forgeaud.

—Ni hablar —zanjó el venerable—. Pensemos otra solución.

El monje subía hacia las colinas de Saint Wandrille. Caminaba por entre la maleza, alumbrada con la fresca luz de la primavera. Se sentía ingrávido, casi inmaterial. Sólo los árboles tenían una forma distinta; más allá de sus troncos centenarios se desplegaban capas de bruma. El monje, irritado, abandonó el sendero, dispuesto a atravesar la niebla. El sol pronto se ocultó bajo sus pasos. Él trató en vano de aferrarse a una rama y cayó de espaldas. Una interminable caída, durante la cual quedó cegado por un sol que, poco a poco, se fue transformando en rostro.

El del venerable.

—Me alegro de volver a verle, padre.

El monje tenía los ojos abiertos. Enseguida notó un dolor fulgurante en la ingle. Lanzó un grito y se agarró a la muñeca derecha del venerable, que le ayudó a incorporarse.

—Estoy yo más molido que usted, padre. Tenemos la mano pesada, tanto el uno como el otro.

—Así que no he logrado deshacerme de usted…

—La carcasa es robusta.

François Branier contó al benedictino lo que había sucedido. Eckart y Forgeaud se mantuvieron al margen, en un rincón del barracón; veían al religioso como a un intruso. Jean Serval ocupaba su puesto de observación. Por el patio pasaban agentes de las SS. La caserna parecía presa de una gran agitación.

—Necesito su ayuda, padre.

El monje suspiró.

—¿Sus penas hacen que por fin se vuelva hacia Dios?

—Hemos decidido celebrar una «tenida» ritual aquí mismo. Al sacralizar este lugar, haremos renacer la luz, nuestro verdadero alimento. Luego, ya nada importará.

—Mejor para usted. Pero yo no veo…

—Necesitaría su rosario.

Con el rostro arrugado por las punzadas que le recorrían todo el cuerpo, el monje sacó fuerzas de la indignación.

—Nadie lo tocará.

—No tenemos la intención de quitárselo por la fuerza. Se lo pido de manera amistosa. Y se entiende que le será devuelto.

Los ojos del monje lanzaron rayos de furia. Puede que incluso sintiera no haber asestado el golpe decisivo que habría mandado al venerable al otro mundo. Forgeaud se preguntaba por qué el maestro de la logia se mostraba tan paciente.

—¿Pensaba usar mi rosario para alguna de sus prácticas satánicas?

El venerable sonrió.

—No empecemos, padre. Nosotros celebramos ritos, como usted. Satán no tiene cabida entre nosotros; no está libre ni de buenas costumbres.

Aquel argumento no hizo mella en el monje.

—Este rosario está consagrado por el último abad de Saint Wandrille. Es mi más preciado tesoro.

El venerable meneó la cabeza.

—Le comprendo. Para mí lo era el mandil transmitido de maestro de logia en maestro de logia. Pero tener algo, aquí… ¿es acorde con la voluntad de Dios?

—¡Métase en sus asuntos! —estalló el monje.

François Branier bajó la voz y habló sólo para el monje.

—Quería confesarle, padre… que me he dejado vencer porque no tenía ganas de pelear. He intentado odiarlo, ver en su lugar el dogma, la inquisición, el fanatismo religioso. Una pérdida de tiempo. Siempre aparecía usted, una persona más. Cuando su rostro se desdibujó, ya era demasiado tarde. Me sentía vacío, incapaz de defenderme. Su Dios había ganado.

—No del todo —protestó el monje—. Aquí estamos, el uno y el otro. Nuestra apuesta sigue en pie, y aún tengo intención de ganar.

El venerable miró al monje, procurando tocarle la fibra sensible.

—¿Le quedaban fuerzas para golpear una vez más? ¿Para matar?

—¿A qué viene eso?

Se desafiaron en silencio.

—Si su rosario es una reliquia sagrada, padre, no tiene nada que temer.

Al monje se le ensombreció el semblante.

—Este rosario no saldrá de mi cintura. Antes tendrá que pasar por encima de mi cadáver.

—No insistiré. Peor para nosotros.

Los párpados del monje se cerraron. Estaba molido y necesitaba unas horas de sueño.

—Yo te traeré lo que haga falta —constató Forgeaud.

—¡No! —protestó Jean Serval—. Soy el aprendiz. Me corresponde asumir los riesgos.

A Forgeaud le ardía la frente. La herida le punzaba. Agarró a su hermano por los hombros. Le sacaba una buena cabeza.

—Escúchame bien, hermano aprendiz. Aquí y en el más allá vivimos según la Regla. Tú eres aprendiz y yo, segundo vigilante. Estás bajo mi inmediata autoridad. Tú te quedarás aquí y yo saldré ahí fuera. Y no se hable más.

Jean Serval volvió la mirada hacia el venerable. Pero éste último no tenía nada que añadir.

Acababa de caer la noche, mucho más lentamente que de costumbre. La primavera traía el buen tiempo. Jean Serval observaba el patio sin cesar, con el ojo pegado a la abertura. Normalmente, los agentes de las SS hacían el cambio de guardia delante de la caserna. Ningún otro movimiento. En el suelo del barracón se observaba una lima que Forgeaud había sacado del escondite. El monje dormía. Dieter Eckart estaba adormilado, tras dos días de vigilancia ininterrumpida.

—¿Te bastará, como arma?

—Me hará buena falta, venerable maestro —contestó Guy Forgeaud.

—¿Al taller?

—Me las arreglaré para abrir. Cogeré un cordel. Nos conformaremos con eso. Respecto a la tiza, lo intentaré.

—¿Seguro que quieres ir?

Guy Forgeaud tenía miedo. No tenía ni una posibilidad entre mil de lograrlo.

—No, prefiero quedarme. Sería lo más razonable. Pero nosotros no somos gente razonable. Nosotros queremos vivir nuestra iniciación en pleno infierno. Nosotros queremos recrear el plano de la logia; no nos basta con imaginárnoslo. Somos constructores. Por eso iremos a muerte. Yo, el primero. Con todos mis respetos, venerable maestro. Así es.

El venerable y el maestro Guy Forgeaud se dieron el triple abrazo fraternal.

—Vía libre —dijo Serval.

No se vía un solo agente de las SS en el patio. Los focos estaban apagados.

Guy Forgeaud se dirigió hacia la puerta del barracón. Iría reptando hasta el taller. Pero justo cuando se ponía en cuclillas para ponerse boca abajo, una mano se le posó sobre el hombro izquierdo.