—El comandante ha muerto.
François Branier miró desconcertado al ayudante de campo.
—¿Cuándo?
—Hace una hora, doctor Branier. El jefe de las SS, Klaus, ha asumido el mando de la fortaleza. Sígame.
El venerable salió del cuartucho donde llevaba encerrado dos largos días, sin comida. Un rincón en el que había pasado la mayor parte del tiempo dormido.
¿Por qué aislarlo de aquella manera? ¿Por qué impedirle que curara al enfermo, que lo reconociera otra vez?
El venerable, flanqueado por los agentes de las SS, bajó la escalera de la torre y fue a parar al gran patio. Estaba abarrotado de detenidos con uniformes a rayas, divididos en dos grupos, que dejaban muy poco espacio entre sí. En el primer grupo, estaban los hermanos de la logia «Conocimiento»: Dieter Eckart, Guy Forgeaud, André Spinot y Jean Serval. Dos maestros, un compañero y un aprendiz. Los supervivientes.
Lo vieron. Pero no manifestaron ningún signo de alegría. Los agentes de las SS los vigilaban, apuntándoles con los fusiles. Una atmósfera apocalíptica. Nadie se movía. Los presos y sus carceleros parecían petrificados por siempre jamás.
La puerta de la enfermería se abrió. Dos agentes de las SS acompañaron al monje hasta el espacio existente entre ambos grupos. Hacía un buen día, casi húmedo.
La voz del jefe de las SS se alzó tras el venerable.
—Vaya a reunirse con el monje.
El venerable avanzó, seguido por centenares de miradas. Rodeó por la izquierda el grupo más cercano, caminando a paso lento. Aquel ritmo le recordaba las procesiones de San Juan cuando, precedido por el maestro de ceremonias, marchaba a la cabeza del Colegio de Oficiales hacia la mesa del banquete ritual. ¿Adónde se dirigía esta vez? ¿En qué laberinto se había extraviado?
El venerable llegó al centro del patio y se detuvo ante el monje. Ya no veía a los demás detenidos, reducidos a una masa oscura y lejana. El monje estaba serio. François Branier tenía miedo. Por primera vez en su vida se sentía rebajado a la condición de insecto.
—Este campamento necesita una reforma —anunció Klaus—. Todos ustedes realizarán trabajos de mantenimiento. Hace falta más orden. Limpiarán la enfermería. Está hecha una auténtica porquería. ¿Y dos médicos? Sobra uno…
El monje y el venerable giraron lentamente la cabeza hacia el jefe de las SS, apostado ante la torre central para que todos pudieran escucharlo.
Klaus dio una orden en alemán, y dos agentes fueron a buscar al monje y al venerable.
—Les ordeno que se batan en duelo. El vencedor quedará a cargo de la enfermería. El vencido será ejecutado. A menos que muera durante el combate.
El monje reaccionó con vivacidad.
—Yo no me batiré contra nadie. Máteme si quiere. Estoy preparado.
El benedictino tenía la arrogancia de un abad al interponerse, solo, en el camino de las hordas bárbaras.
—Está bien, padre. Si me revela inmediatamente el secreto de la logia «Conocimiento» que el venerable le ha confiado.
—Un masón nunca se sincera con un beato como ése —protestó François Branier.
—Ese masón es el de la peor calaña —replicó el monje—. ¿Cómo se le ocurre pensar que lo haya podido escuchar ni un solo momento?
La mirada de Klaus pasaba del monje al venerable.
—Ya que tanto se detestan, ¿por qué no se pelean?
—Me niego a golpear a un religioso. Me resulta demasiado fácil.
El jefe de las SS, que hervía de ira, logró contenerse.
—Perfecto, señores. ¿Me jura usted por su Dios, padre, que ignora el secreto de «Conocimiento»?
El benedictino miró al cielo.
—Lo juro.
—¡Miente! —exclamó el de las SS—. ¡Están ustedes conchabados!
El monje y el venerable permanecieron impasibles. «Aguantar —pensaba el benedictino—. Aguantar hasta descorazonarlo, hasta hacerle desistir de su proyecto». «Negar y renegar —decía el venerable para sus adentros—, hasta que él mismo se convenza».
—Sé que se ha confiado usted al monje —prosiguió el jefe de las SS, dirigiéndose al venerable—. Con sus poderes, se apoyan el uno al otro. Pero eso se ha acabado. Uno de los dos va a desaparecer. El otro se encontrará solo y acabará hablando.
¿Cuál de los dos moriría? El monje pensó en su apuesta. Dios decidiría; acostumbraba a hacerlo. Adoptaría la solución acorde con su Amor. El benedictino no tenía nada que temer. Si aquél era el final del trayecto en la tierra, también sería el regreso a la patria celestial. Sin embargo, fray Benoît todavía se creía capaz de ofrecer actos venideros, mil y una plegarias para invocar lo divino. Pero no se rebelaba, y tampoco se sometía. Aceptaba la voluntad del Maestro de todas las cosas, porque su mirada llegaba más lejos que la suya.
¿Él o el monje? El venerable recordó su apuesta. El Gran Arquitecto del Universo actuaría según la Regla. No había ni azar ni compromiso; sólo un gigantesco plano a escala del cosmos donde cada elemento de la creación ocupaba su preciso lugar, aun cuando el hombre no entendiera nada de todo aquello. Puesto que el venerable debía afrontar la muerte llegado el momento, debía hacerlo con dignidad. ¿Acaso no se preparaba para ello, desde el primer momento de su iniciación, desde aquella larga meditación en el «gabinete de reflexión» donde, frente a una cabeza de muerto, había descartado su destino profano?
El jefe de las SS exhibía una leve sonrisa, plenamente satisfecho de su plan.
—Cada uno de ustedes será responsable de la mitad de los detenidos —explicó—. Por eso los hemos dividido en dos «equipos». En el suyo he incluido a los católicos, padre; y en el suyo, venerable, a los miembros de la logia «Conocimiento» y los astrólogos. El vencido condenará su equipo a la muerte. ¿No era así en el mundo antiguo? ¡Eso debería incitarlos a la lucha… para salvar vidas!
El monje cerró los ojos. Primero, para borrar el horror; luego, para volver a centrarse. El venerable repitió hacia sus adentros las palabras que acababa de escuchar, para asumir la atroz realidad.
—Padre —dijo François Branier, con la garganta seca—, no nos queda más remedio que matarnos los unos a los otros.
El monje percibió un curioso resplandor en la mirada del venerable, que procuraba transmitirle una intención. El monje no lograba descifrarla, pero decidió fiarse.
—¿Está listo, padre? —insistió Klaus, impaciente—. A menos que uno de los dos se anime a hablar…
—Ese secreto sólo existe en su imaginación —afirmó François Branier.
—El venerable no me ha confesado nada —dijo el monje—. Renuncie a esta locura que no le llevará a ninguna parte.
Klaus retrocedió unos pasos. Se subió a un pequeño estrado y se dirigió a los detenidos en alemán, en checo y en francés, para explicarles lo que se jugaba en el combate. Hubo algunas exclamaciones, rápidamente acalladas con culatazos. Cientos de febriles miradas se posaron sobre el monje y sobre el venerable.
Los dedos de los hermanos de «Conocimiento» se rozaron y esbozaron una cadena de unión. André Spinot bajó la mirada. Jean Serval hizo lo propio. Dieter Eckart agarró firmemente la muñeca de Guy Forgeaud, que estaba dispuesto a precipitarse hacia el terreno cercado donde el monstruoso duelo tendría lugar.
—¡Desnúdenlos! —ordenó Klaus.
Agentes de las SS sujetaron al monje y al venerable. Unos rasgaron la parte de arriba del sayal, otros arrancaron la chaqueta y la camisa. Con el torso desnudo y los brazos colgando, los futuros adversarios sintieron el soplo de la brisa. Los dos tenían una poderosa musculatura y un torso fuerte, lo cual resultaba tranquilizador.
—¡Qué empiece la pelea! —gritó el jefe de las SS—. De lo contrario, cada diez segundos haré ejecutar a diez presos de cada bando.
Murmullos de angustia recorrieron las hileras de los deportados. Una voz gritó:
—¡Vamos, cura! ¡A por él!
Todos pensaron que el que había gritado sería ejecutado. Pero los de las SS no reaccionaron. El agitador volvió a las andadas y pronto fue imitado por sus vecinos.
—¡Vamos, masón! —replicó un miembro del equipo de François Branier, que inauguró una serie de ánimos.
Durante más de un minuto se desató una estruendosa batalla verbal. Se oyó un disparo. En la primera fila, se desplomó un hombre de cada bando, con la cabeza volada por los aires. Se impuso un silencio aterrador.
—No quiero oír ni un ruido durante el combate —indicó el jefe de las SS—. Procedan, señores. Hasta que uno de los dos muera.
El venerable dio un paso hacia el monje, alargó bruscamente el brazo derecho y le encajó un puñetazo en todo el pecho. El monje sólo sintió un leve dolor. El venerable había frenado su golpe.
—Golpee, monje. ¡Golpee como yo!
François Branier había adoptado una expresión fiera, como si quisiera matar a su enemigo. Le golpeó en el hígado. El benedictino le siguió el juego: se doblegó, pero después asestó un codazo que dejó temblando al venerable y lo hizo recular, vacilante.
—Lamentarás tu impiedad —previno el monje, mientras ponía los puños en forma de martillo y los blandía sobre la cabeza del venerable.
Éste último intentó esquivarlo. Demasiado tarde. Recibió el golpe en el hombro izquierdo y lanzó un grito de dolor. Pero entonces se libró de su ataque propinándole al monje una patada en la rodilla. Se disponía a lanzar una ofensiva cuando Klaus intervino.
—¡Basta! ¡Están fingiendo! ¡Vamos, peléense de verdad!
Los agentes de las SS se apresuraron a disparar sobre las primeras filas de los dos «equipos».
La frente del monje se surcó de arrugas. Al venerable le costaba respirar.
—Esta vez, padre, será Dios o el Gran Arquitecto. Lo siento, pero debo intentar salvar a mis hermanos.
El monje le habría ofrecido de buena gana la otra mejilla, pero no consentiría que ejecutaran a decenas de pobres diablos que se veían obligados a depositar en él sus esperanzas de supervivencia. Ni Cristo ni Benoît se habían comportado como corderos degollados. Uno había venido a traer fuego al mundo; el otro había luchado contra los bárbaros. Él, como monje, tenía que derrotar a un venerable para salvar a los cristianos; aun cuando no le hiciera ninguna gracia golpear a François Branier.
El venerable sintió que pesaba sobre él la esperanza de sus hermanos. No los veía, porque estaban sumergidos entre las filas de su «equipo». Pero percibía su atenta presencia. Tenía que luchar por ellos, herir, matar a un hombre por el que sentía admiración. Cualquier muerte hubiera sido preferible a aquel monstruoso duelo.
Los dos adversarios avanzaron el uno contra el otro. Cada uno de ellos quería asestar un golpe, y solamente uno, para que el suplicio acabara cuanto antes mejor. Ya sabían que jamás lo olvidarían. Se miraron de hito en hito y se hablaron en silencio, implorando su perdón respectivo. Ellos no se convertirían en bestias sanguinarias; se desdibujarían tras una función para volverse tormenta, tempestad y rayo que matan sin querer.
El monje propinó un cabezazo al venerable, que se desplomó, sin respiración. Consiguió levantarse, pese al insoportable dolor que notaba en el pecho. Rabioso, le devolvió el golpe. El monje sufrió un corte en la ceja izquierda. Corría la sangre a borbotones. No daría el espectáculo pataleando como un fantoche. Sólo le quedaba esperar, de pie, el golpe de gracia.
El monje tosía, derribado. Se incorporó, ya sin fuerzas. No distinguía más que la vaga silueta de su adversario, una forma que debía destruir. Con los puños en guardia, provistos de la fuerza de un leñador cuando empuña su hacha, se preparó para matar al venerable.
Un grito agudo lo inmovilizó. La voz de André Spinot.
—¡Soy judío! —gritó el masón—. ¡Soy judío! ¡A la mierda los alemanes! ¡Las SS morirá, perderá la guerra!
Durante unos segundos, los alemanes fueron incapaces de reaccionar. André Spinot se abrió paso entre las hileras de deportados, pasó corriendo ante el monje y el venerable y se abalanzó sobre el jefe de las SS.
Al sentirse amenazado, Klaus despertó de su letargo. Apartó a Spinot de uña patada en el vientre.
Más de cincuenta presos, locos de miedo, se precipitaron hacia los muros de la fortaleza, derribaron al venerable y arrollaron al monje. Otros, aterrorizados, se tiraron al suelo. Y otros atacaron a los agentes de las SS.
El jefe dio orden de disparar.