El venerable esperaba someterse nuevamente a un interrogatorio. Un sol resplandeciente, que brillaba en lo más alto del cielo, recalentaba la atmósfera. Siguió a Klaus hasta la torre central. François Branier levantó la mirada hacia la cima, de donde sobresalían los cañones de metralletas pesadas. El jefe de las SS parecía nervioso. Empujó a uno de los dos SS que vigilaban el acceso a la torre y subió a la segunda planta, seguido de su preso. Se detuvo ante una puerta, que no daba al despacho del comandante, y llamó. Le abrió Helmut, el ayudante de campo, que hizo entrar a François Branier y volvió a cerrar la puerta. El jefe de las SS se quedó fuera.
El venerable descubrió una sala totalmente tapizada de terciopelo rojo y débilmente iluminada por el resplandor de unas velas. Al fondo, había una cama baja sobre la que estaba tendido el comandante.
—Un mareo —explicó su ayudante de campo—. He hecho que lo trajeran a su habitación. Examínelo.
Por instinto, François Branier se inclinó sobre el enfermo. De repente se vio sumido en la tibia atmósfera de las visitas a domicilio en las que hacía de confidente. Sólo que aquel domicilio era una prisión; y el paciente, un verdugo.
—¿Por qué no acude a un médico nazi?
—El comandante era el único médico alemán del campamento, señor Branier.
Un colega… El venerable se preguntó si Helmut le estaba mintiendo, si el comandante no había organizado una macabra puesta en escena.
—No tiene usted derecho a negarse a prestar auxilio —insistió el ayudante de campo.
Aquél era precisamente el dilema del doctor Branier. El comandante tenía la mirada perdida, la tez muy pálida, los labios finos. Sin duda, una insuficiencia cardiaca.
—¿Tiene medicamentos?
El ayudante de campo abrió la puerta de un armario con las estanterías repletas de remedios. Había con qué curar las afecciones más graves. Dejar morir al comandante, deshacerse del ayudante de campo, trasladar a la enfermería el contenido del armario, curar, sanar… un sueño imposible. El venerable sería abatido por los agentes de las SS nada más salir de la torre.
—Decídase, señor Branier. De lo contrario, haré venir al monje.
El benedictino sabría mostrarse caritativo, sin duda. Ocuparía el lugar del venerable si éste último se negaba a examinar al comandante. François Branier abrió el cuello del uniforme del enfermo y le examinó el fondo del ojo.
—Salga de aquí —exigió, volviéndose hacia Helmut—. Nada de curiosos mientras yo hago mi trabajo.
—Pero…
—O eso o me cruzo de brazos.
El ayudante de campo vaciló. Llamar al monje era la última solución. Pero él no confiaba en los poderes del religioso.
—Le concedo cinco minutos.
El agente cerró la puerta.
El monje rezaba. Pero la plegaria no la hacía tan sereno como de costumbre. La angustia lo tenía atormentado. Tal vez porque el viejo astrólogo nizardo acababa de morir, presagiando una vez más la llegada inminente del fuego destructor; o, a lo mejor, porque su instinto le anunciaba una prueba tan terrible que ni él mismo sería capaz de superar.
A cada ataque de tos, el monje se iba debilitando. Y no sólo físicamente. Echaba demasiado en falta el monasterio, sus hermanos, las horas rituales, la vida comunitaria. Hasta el momento, había sabido capear el temporal. Pero ahora se desmoronaba. El venerable bastaría para curar a los enfermos. Por lo demás, ¿de qué servía luchar? Abandonarse a Dios, perderse en él, dejarse absorber por su inmensidad… ¿no sería ése el mejor camino? En todo caso, el más rápido para regresar a su verdadera patria.
El monje rechazó la tentación. Peor aún: la dimisión. La coartada… Problemas de salud. Empezaba a buscar excusas, a mentirse a sí mismo. La verdad es que Dios lo rehuía. Pero ¿por qué? ¿Por qué ya no respondía a sus plegarias? ¿Por el diálogo que había mantenido con el masón? ¿O simplemente porque su deseo de luchar se mermaba y lo condenaba a convertirse en un deportado más?
—No estamos tan lejos del objetivo —afirmó Guy Forgeaud—. Casi disponemos de lo mínimo para celebrar una «tenida». Estaría bien encontrar esa maldita tiza…
La capacidad de resistencia del mecánico asombraba a sus hermanos. No lo habían derribado ni heridas ni golpes. Se recuperaba muy rápido, como un convaleciente mimado.
—Siempre y cuando el venerable esté entre nosotros —le recordó Dieter Eckart.
El compañero André Spinot cumplía su turno de guardia, con el ojo pegado a la abertura que había en el muro del barracón. No pensaba en nada más. Se olvidaba de la fortaleza, del miedo, de la muerte vil. Sólo miraba.
Serval, el aprendiz, trabajaba. Los dos maestros le habían pedido que reflexionara sobre un paso esencial en la iniciación al primer grado, la purificación mediante el fuego; y que lo hiciera teniendo presente el instante en que el venerable ordenaba al nuevo iniciado con el mallete y la espada flamígera.
—Lo sé, Dieter —contestó Forgeaud—. Sólo hay tres posibilidades: o el venerable se encuentra en la enfermería, o está enfermo en la torre central, o… está muerto.
—No…
Forgeaud puso la mano en el hombro de su hermano maestro.
—No te preocupes, Dieter. De un venerable como él, no se librarán tan fácilmente.
—Ojalá pudiera creerte, Guy… ojalá.
—Si tú te hundes, los demás también. Sin François, tú eres nuestro punto de equilibrio. Todos sabemos que lo ocurrido no ha hecho mella en ti. Esta «tenida» tendrás que presidirla tú.
—No tengo derecho a hacerlo, Guy. Ni siquiera aquí. Ni siquiera en estas circunstancias.
Forgeaud bajó la cabeza. Dieter Eckart estaba en lo cierto.
—Guy, sabes que François Branier no es un venerable como los demás. He conocido a decenas de ellos: buenos, malos, flojos, fanáticos. Y ninguno se le parecía. Nuestro venerable es un maestro espiritual, hombre. Un tipo de la talla de los viejos abades que construyeron Occidente. Sólo él sabe adónde nos lleva. Yo lo seguiré hasta el final. Como el resto de nosotros. Porque él nos obliga a superarnos, a convertirnos en lo que todavía no éramos.
Guy Forgeaud respiraba las palabras de Dieter Eckart como un aire vivificante. Percibía la verdadera talla del venerable como si oyera hablar de un ser lejano, tan inaccesible y tan cercano a la vez.
—¡Es él —gritó André Spinot—, es él!
El compañero abandonó su puesto de observación y se arrojó a los brazos de Guy Forgeaud.
—En el patio —hipó Spinot, con la voz quebrada por la emoción—, el venerable… con el jefe de las SS… ¡El venerable está vivo! ¡Vivo!
François Branier abrió la puerta de la habitación del comandante. El ayudante de campo esperaba en el pasillo, paseándose de un lado a otro. Miró el reloj. Habían transcurrido cinco minutos.
—Sobrevivirá —anunció—. Reposo absoluto durante unos días y cuidados intensivos.
—Gracias, doctor Branier. ¿Es muy grave?
—Mucho. Habría que hacerle unos reconocimientos exhaustivos.
Helmut parecía confuso. Un ruido de botas resonó en el pasillo. Klaus se dirigió en alemán al ayudante de campo:
—Me han dicho que el comandante está enfermo.
François Branier miró hacia otro lugar. Se suponía que no entendía aquella lengua.
—Sí —respondió el ayudante de campo.
—¿Está en condiciones de ejercer sus funciones?
—Necesita reposo y…
—En ese caso —sentenció el jefe de las SS—, me veo obligado a asumir el mando del campamento hasta nueva orden. Helmut, exijo un parte médico cada seis horas. Ocuparé el despacho del comandante. Espero que me traiga un informe inmediato de la situación.
El ayudante de campo chasqueó los talones e hizo el saludo de las SS. El venerable esperaba, sin mostrar impaciencia.
—Se quedará aquí, doctor Branier —indicó el jefe de las SS, pasándose nuevamente al francés—. A partir de ahora, lo considero el único responsable de su salud.
—Nadie puede hacer lo imposible. Tal vez requiera una operación.
—He solicitado el envío de especialistas. Pero, de momento, la vida del comandante está en sus manos.
En el interior del barracón rojo, los hermanos de la logia «Conocimiento» estaban atónitos. Contemplaban al compañero André Spinot, cuyos ojos reían y lloraban a un tiempo. No daban crédito.
—¿Estás seguro de lo que dices, André? —preguntó Jean Serval—. ¿Era el venerable?
—¡No me cabe ninguna duda! ¡No me equivoco, te lo juro! ¿Os dais cuenta? ¡El venerable, vivo!
El óptico no tenía la costumbre de mostrarse tan efusivo. El aprendiz Jean Serval vibraba en la misma onda, y Dieter Eckart exteriorizaba sus sentimientos.
—Pero eso no es todo —dijo Guy Forgeaud—. Va a haber que sacarlo de allí. ¿Los de las SS lo han llevado a la torre?
—Sí —contestó Spinot, exaltado—. No le quitaré los ojos de encima.
Forgeaud estaba pensativo.
—Si al menos tuviéramos un arma de verdad…
—Pongamos los pies en la tierra, Guy. Sólo podemos esperar y observar.
Serval se plantó ante Dieter Eckart.
—¿Y si yo intentara salir, esta misma noche? Bastaría con agrandar la abertura. Podría colarme en el interior de la torre y…
El maestro interrumpió al aprendiz.
—No cometeremos ningún suicidio, hermano. Permanezcamos alerta y apelemos a la presencia del venerable uniéndonos más. Eso hará que vuelva.
—Excelente, padre —observó el jefe de las SS, mientras inspeccionaba la enfermería—. Todo un ejemplo de pulcritud.
Los enfermos se hundían en sus lechos, alarmados. Temían verse expulsados de aquel infierno para caer en otro peor, si cabe más sombrío. El monje, sentado, desgranaba su rosario. Klaus se quedó inmóvil ante él.
—¿Para qué creer en semejantes supersticiones?
—Cada uno tiene su método para no olvidar a Dios… En su caso, tal vez sea el hecho de llevar uniforme.
Al jefe de las SS se le desencajó el rostro.
—Ahórrese sus palabras, padre. Pagará muy cara su arrogancia, créame. Nadie tiene derecho a insultar al comandante de este campamento.
El monje no se atrevió a alzar la cabeza.
—¿Su predecesor está muerto?
Una tímida sonrisa animó los fríos labios del alemán.
—Nos hemos mostrado muy tolerantes con usted. Desde que ha llegado aquí no ha hecho más que mentir.
El monje, impasible, se puso a dar brillo a las mangas de su sayal frotándolas la una contra la otra. Un poco de saliva facilitaba la operación.
—¿Mentir, yo? Mi religión me lo prohíbe Sería un pecado, y yo no tendría aquí a nadie con quien confesarme.
Klaus esperaba un error por parte del monje. Y acababa de cometerlo.
—Pues sí, padre… usted y el venerable Branier se confiesan mutuamente. Estoy convencido de que se lo han dicho todo, y de que él le ha confiado su secreto.
La enfermería cayó en un silencio casi absoluto. El monje se levantó, se ajustó el sayal, se colocó bien su rosario-cinturón y le plantó cara al jefe de las SS.
—Sólo un hombre de Dios puede confesar a otro hombre de Dios. Para que lo sepa, el venerable y yo no tenemos absolutamente nada que decirnos. Lo considero un pagano condenado a las llamas del infierno.
Klaus dio un paso atrás.
—Aquí, su Dios está fuera de lugar. Su presencia está prohibida. Por fuerza, usted y el venerable se han tenido que poner de acuerdo. Han llegado a un pacto. Conozco perfectamente la reacción de los detenidos. Sólo piensan en rebelarse, en evadirse, en urdir cualquier plan para hacerse la ilusión de volver a ser hombres libres. Los peores enemigos acaban por aliarse.
El monje sentía que se acercaba el momento tan temido.
—Se equivoca. El venerable y yo somos mucho más que enemigos. No existe ningún tipo de comunicación posible entre nosotros.
Klaus se dirigió hacia la puerta de la enfermería.
—Padre —dijo, volviendo la espalda hacia el monje—, le concedo una última oportunidad. Revéleme inmediatamente el secreto de la logia.
La voz del benedictino no se quebró.
—No hay secreto. El venerable no me ha confiado nada.
La puerta se cerró. El monje se arrodilló y rezó.