El comandante del campo estaba almorzando. Ensalada verde, cordero asado, queso de cabra. Un envío especial de diario, una necesidad para conservar la moral de un hombre al que el Reich había confiado una misión decisiva. Cada noche, en un silencio casi absoluto, el comandante redactaba un largo informe en el que analizaba minuciosamente el comportamiento del venerable, de los hermanos de su logia y del monje. Era indispensable tocar estos tres registros a la vez.
Los primeros resultados obtenidos parecían interesantes. Todavía estaban lejos de alcanzar su objetivo, pero la progresión era constante. Las defensas del venerable se desmoronaban; sabía que había caído en la trampa y no veía escapatoria. Su debilidad, la logia. No abandonaría a sus hermanos, y tampoco tenía derecho a sacrificarse por ellos. De manera que se sentía obligado a revelar los diferentes aspectos de la Regla. Sin duda, aprovechaba el tiempo para retrasar las últimas confesiones, la divulgación de los secretos que conferían a «Conocimiento» su carácter único y sus excepcionales poderes. Los hermanos, encerrados en el barracón rojo, vivían horas cada vez más penosas. Apartados de su líder, ignoraban por lo que éste pasaba, se imaginaban lo peor; y eso les haría perder el resquicio de esperanza que todavía les daba fuerzas para continuar. Dadas las circunstancias, serían incapaces de mantener su unión. La muerte de Pierre Laniel los había quebrantado, pero el comandante quería más: dividirlos, oponerlos los unos a los otros, demostrar al venerable que la logia se descomponía. Ése sería un golpe decisivo.
El comandante seguía indeciso sobre las circunstancias de la muerte de Pierre Laniel. ¿Ataque de locura? ¿Intento de suicidio? ¿Accidente? No había explicación satisfactoria. Una trama urdida por los hermanos, pero ¿con qué intención? ¿De qué les podría servir la muerte de Laniel? ¿Acaso se habían desembarazado del eslabón más débil de la cadena? Sin embargo, Pierre Laniel no daba la impresión de ser frágil. En teoría, una logia como aquélla no debía comportarse de manera tan brutal hacia uno de los suyos. Aun apartado de sus hermanos, el venerable seguramente ejercía cierta influencia sobre ellos. ¿La desaparición de Laniel entraba en un plan que él habría establecido de antemano?
Estas lagunas incomodaban al comandante, que tenía la vaga sensación de pasar por alto un elemento importante. No obstante, él seguía siendo el maestro de ceremonias. Creaba las reglas a su antojo.
El cordero asado se le deshacía en la boca. Una delicia.
—Su visita —anunció el ayudante de campo, embutido en su uniforme de gala.
El comandante dejó el tenedor y retiró el plato. El ayudante de campo quitó la mesa y le sirvió un vaso de Saint Émilion, que el superior degustó con ansia mientras que la pesada silueta del monje, flanqueada por dos agentes de las SS, entró en el despacho. La barba tupida, el sayal en un sorprendente estado de pulcritud, el rosario que llevaba por cinturón con las cuentas brillantes… fray Benoît llenaba la sala con su presencia.
—Hace mucho que no tengo la ocasión de consultarle, padre. ¿Todo bien?
—No. Me faltan medicamentos.
—¡Pero todavía estamos con este problema de intendencia! El doctor Branier ya me lo indicó… olvidémoslo ahora. Hay temas más interesantes que tratar. ¡Helmut!
El ayudante de campo hizo salir a los dos agentes de las SS, cerró la puerta del despacho y se colocó en un rincón de la sala, con las manos cruzadas detrás de la espalda.
—El único tema que me interesa —insistió el monje— es la posibilidad de curar a los enfermos. Me niego a hablar de otra cosa.
—Usted no tiene que negarse a nada, padre. Absolutamente a nada.
El monje no bajó la mirada, y el comandante apreció aquella reacción de orgullo. Le gustaban los seres que se le intentaban resistir, incluso si ya habían perdido la partida. Hacer añicos a este monje entraba en sus planes. Aquel hombre tenía infinidad de recursos, entre ellos la innata astucia de los religiosos. Sin el menor remordimiento, el comandante había firmado la orden de ejecución de muchos de ellos. Charlatanes de discurso vacuo, sin interés. Los creyentes le aburrían. En cambio, aquel benedictino tenía unos poderes fuera de lo común: practicaba artes secretas que los técnicos del Reich transformarían en ciencias eficaces.
—¿Cómo va su colaboración con el doctor Branier?
El monje ni se inmutó, como si no hubiera entendido la pregunta.
—Yo creo que es un médico excelente… ¿y usted, padre?
—Tenemos que cumplir con nuestro deber, él y yo. Y sin medicamentos, fracasaremos.
El comandante se volvió a servir él mismo un vaso un vino.
—Tengo la impresión de que se le escapa un detalle, padre. Entiendo sus dificultades… pero su deber es respetar y acatar las reglas de esta fortaleza. Al Reich no le gustan los enfermos. De hecho, lo que me ha impulsado a hacer de ésta una enfermería modélica ha sido mi espíritu humanitario. En cuanto a los medicamentos… los conseguiré, a condición de que usted se muestre más cooperativo.
El monje frunció su poblado entrecejo. De buena gana habría ahogado al nazi en su propio vaso de vino y estampado contra la pared a la ladilla de su ayudante de campo.
—El doctor Branier es el más temible de los terroristas —prosiguió el comandante—. Masón, anticlerical, miembro de la Resistencia… ha matado y ha dado orden de matar a decenas de inocentes. Gracias a sus primeras declaraciones, hemos podido desmantelar numerosas redes de saboteadores: sacerdotes y religiosos confundidos por la propaganda. Branier es un hombre valiente, pero decidido a salvar el pellejo.
—¿Y eso qué tiene que ver conmigo?
El monje adoptaba una expresión severa, desaprobadora. El comandante hizo chasquear la lengua contra el paladar: el Saint Émilion era fresco y ligero, a pedir de boca.
—François Branier es venerable de una logia masónica, única en su especie. Guarda secretos que interesan al Reich. No creo que Branier confiese, pero usted podría animarlo a que le haga alguna confidencia… si es que no se las ha hecho ya.
El monje levantó la mirada hacia el techo.
—Dios es mi único confidente.
—Padre, si quiere medicamentos, dígame todo lo que Branier le revele sobre su secreto.
—¿Quiere usted que haga de chivato? —la voz del monje se había vuelto ronca.
—Las palabras poco importan. Espero sus informes.
—Branier y yo sólo hablamos de temas médicos. Esa clase de individuos no despierta en mí ninguna simpatía, y tampoco siento el menor deseo de conversar con él. Es peor que un pagano. No me interesan las confidencias de ese hombre.
—Padre, tendré que forzarlo si realmente desea curar a sus enfermos… ¿Retomamos el curso de radiestesia?
El comandante abrió un cajón del escritorio y de su interior sacó una varita de mago en madera de avellano. Se levantó y se colocó al lado del monje. Agarró el extremo de la varita con el pulgar y el índice y se la puso delante.
—¿Así está bien?
El monje rectificó la posición.
—Relájese. Coloque la varita a la altura del pecho. Y luego déjela vibrar.
El comandante siguió las indicaciones.
—¡Helmut!
El ayudante de campo se acercó al escritorio, sobre el que depositó cinco naipes cubiertos.
—Busco el as de picas —dijo el comandante.
Recorrió cada uno de los naipes con la punta de la varita. Ésta se tensó ligeramente sobre la segunda, empezando por la derecha. Le dio la vuelta, con la mano algo temblorosa.
Un as de picas.
—Vamos progresando, padre.
El monje sintió que lo invadía una oleada de pesimismo.
Guy Forgeaud no había visto pasar las horas del día. En el taller del sótano de la torre, le habían confiado la reparación de un motor de todo terreno y la torreta de una auto ametralladora en penoso estado. A los alemanes les faltaban técnicos. Forgeaud propuso emplear la soldadura, y el agente de las SS encargado del material no le puso objeción. Pero el masón también se las estaba ingeniando para sabotear a conciencia unas soldaduras que, pese a su buen aspecto, se rompieran al primer tiro. Forgeaud era un profesional en este tipo de trabajo, así que operó con extrema lentitud y mucho cuidado.
Sólo había un inconveniente: un minucioso cacheo a la entrada y a la salida del taller hacían que fuera difícil robar nada. Si a Forgeaud le permitían trabajar en el local con regularidad, ya encontraría la manera de lograrlo.
El taller estaba demasiado limpio. Pocas herramientas. Forgeaud creía estar soñando. Moverse en su entorno preferido, en el interior de una prisión… Su sorpresa fue mayor cuando lo dejaron solo. No se privó de explorar todos los rincones. Mientras buscaba unas varillas fileteadas en un estrecho pasillo de almacenaje, descubrió una pequeña puerta con una inscripción en tiza: Waffenschmiedsladen, Armería. Un simple candado impedía el paso. Forgeaud no se entretuvo demasiado por aquellos lares. Cuando regresó al taller, varillas fileteadas en mano, entró el jefe de las SS.
—¿Satisfecho con sus nuevas funciones, Forgeaud?
—Haré lo que pueda… su auto ametralladora está podrida. Aquí tengo, como mínimo, para un mes de trabajo. Hay que cambiar todas las varillas fileteadas y rehacer todas las soldaduras.
—Bien, bien —asintió el jefe—. Se le proporcionará lo necesario. Trabajará aquí diez horas al día, sin interrupción.
El venerable, sentado en su mesa de trabajo con la cabeza entre las manos, no se decidía a escribir. Habían ido a buscarlo a la enfermería antes de que el monje regresara. Más valía no despertar ninguna sospecha. Pero una sorda angustia impedía que François Branier se concentrara y hallara palabras que no traicionaran y que dieran, a la vez, la sensación al comandante de estar haciéndose por fin con la Regla secreta de la masonería.
El aprendizaje. La entrada del iniciado en la comunidad. El primer paso. La pluma del venerable empezaba a correr sobre el papel. Casi se alegraba de poder meditar, detener la frenética carrera del tiempo y volver a los orígenes de su aventura espiritual.
Había sido un aprendiz rebelde, contestatario. Desobedecía las órdenes que le parecían arbitrarias. Exigía mucho de quienes se decían «maestros» y no respondían a sus preguntas. François Branier había desesperado de la iniciación, llegando incluso a pensar en abandonar la logia donde el viejo profesor, su padrino, le había recomendado que entrara. Pero durante una entrevista con el segundo vigilante, encargado de los aprendices, se produjo la conversión. Éste le había reprochado ser demasiado él mismo. Demasiado él mismo… Pero ¿qué quedaba de la comunidad que había soñado? Un profano decepcionado vestido de iniciado, que acusaba a sus hermanos de no ofrecerle lo que él exigía. Un monstruo de egoísmo y vanidad que olvidaba criticarse a sí mismo. François Branier había entendido que se estaba convirtiendo en su principal adversario, su mayor obstáculo en el camino de la iniciación. Entonces se consagró a lo esencial: los símbolos y los ritos que le habían sido transmitidos. Había tenido una revelación. El aprendizaje había comenzado.
El primer secreto era el dominio de los elementos: la tierra, el agua, el aire y el fuego. Símbolos para designar las fuerzas vitales del universo que el iniciado aprendía a conocer. Cuántas noches, cuántas horas para despertar a estas complejas nociones, para vivirlas, para descifrarlas. Jean Serval, el escritor, era el último superviviente de una generación de aprendices con rigurosa formación; mientras que los maestros de las demás logias se sentían a disgusto en su presencia, por lo mucho que los superaba en cuanto a la profundidad de sus ideas y el conocimiento de la Regla.
El venerable escribió largas páginas sobre los rituales que iniciaban al aprendiz en el conocimiento de los elementos. Las releyó, titubeó, estuvo a punto de hacerlas añicos y finalmente le parecieron lo bastante ambiguas. Extraña vuelta atrás… El período de aprendizaje había sido tan penoso como excitante: el descubrimiento de un nuevo mundo, el de la logia; pero también la sensación de perderse por caminos sin fin, en paisajes ignotos. El aprendizaje, el tiempo del silencio, del desprendimiento de su propia imagen.
El rostro de la joven alemana acudió a la mente del venerable. ¿Por qué asumía riesgos tan grandes, si no era hostil a los nazis? Encarnaba la estrecha puerta de la liberación. Tenía que hablar con ella. Pero su relación con el monje era enigmática.
Se abrió la puerta del despacho. El jefe de las SS avanzó a zancadas hacia la mesa de trabajo y se apoderó de las páginas escritas por el venerable.
—El comandante le espera.
El venerable permaneció cerca de media hora en pie ante el escritorio del comandante. Éste último, sin alzar la cabeza ni un solo segundo, leía atentamente el documento que Klaus le había entregado.
—Es usted un hombre preciso —concluyó al fin—. Preciso pero oscuro. Estas páginas son las de un filósofo; no las de un hombre de acción.
El comandante se levantó y se paseó entre su escritorio y una ventana que daba al gran patio. Plantado en un rincón del despacho, el ayudante de campo observaba, imperturbable y silencioso.
—Su disertación me ha parecido interesante, venerable. Pero creo que no nos hemos entendido. Le exijo que me revele el secreto de lo que usted denomina «Regla». De su manera de actuar sobre el mundo. Nada de discursos esotéricos.
—Es usted quien me ha malinterpretado.
El comandante se colocó ante la ventana, de espaldas a su interlocutor.
—¿Se puede saber por qué?
—Porque nuestra manera de actuar sobre el mundo empieza por los discursos esotéricos. Ése es el primero de los secretos. Formar primero al iniciado para sus futuras tareas, lejos de la apariencia. Como si se preparara a un atleta para que batiera un récord sin el menor entrenamiento físico. Todo se basa en la actitud interior.
El venerable quería parecer convincente. El comandante se volvió con brusquedad, agarró el fajo de papeles y los agitó en las mismísimas narices de François Branier.
—¿Me está usted diciendo que este galimatías contiene el secreto de su logia?
El venerable sostuvo la mirada furibunda del comandante.
—Ésa es la verdad. Soy incapaz de formular la Regla de otro modo.
El alemán volvió a sentarse.
—Por qué no, después de todo… quiero creerle. Pero debo ser prudente. Por eso he enviado a su hermano Guy Forgeaud al taller de mecánica. Un maestro masón tiene poderes. Él nos lo demostrará mal que le pese.
El venerable palideció. ¿Qué más había ideado aquel demonio? Al aislar a Forgeaud, reducía la comunidad, le restaba poder. Sin duda, había decidido quebrantar a los masones uno a uno, distribuirlos por el campo semana a semana…
Guy Forgeaud lograría resistir. Conservaría la calma. Aprovecharía las circunstancias.
—Su hermano Forgeaud es un mecánico excelente —prosiguió el comandante—. Le hemos propuesto que repare una auto ametralladora para comprobar su buena voluntad. Espero que no cometa la imprudencia de sabotearla.
Guy Forgeaud no tenía manera de saber la hora más que por su fatiga muscular. Seguramente llevaba trabajando medio día sin parar. Delante tenía la torreta de la auto ametralladora que había desmontado. Sabría disimular su sabotaje, incluso a ojos de un experto. Unas malas soldaduras enseguida se habrían notado. Era impensable que no hubiera un mecánico competente en la guarnición de las SS.
¿Qué querían de él? ¿Querían hacerle caer en la trampa identificándolo como saboteador? No es que Forgeaud dejara volar la imaginación. Tal vez la realidad se le antojaba así de simple… la necesidad de un mecánico de oficio de reparar material defectuoso. Su verdadera preocupación era la logia. Tenía que conseguir el material necesario para celebrar una «tenida» y entrar en la eternidad del símbolo, en el interior de una fortaleza nazi. Hizo inventario del material que habían puesto a su disposición. Una auténtica mina. Pero les faltaba la tiza… detalle tonto. ¿Es que no había ni una barra de tiza en aquel taller? Buscó por todas partes. Nada. La conseguiría. La necesitaba. La logia la necesitaba.
Dondequiera que se encontrara, Guy Forgeaud sentía el impulso de identificar las aberturas que dieran al exterior. Ver lo que pasaba fuera, eso ya era libertad. Arañó las paredes en busca de un respiradero camuflado, de una ventana tapiada. Le tocó el premio gordo. Muy cerca del techo, encima de un andamio oxidado, había una rejilla obstruida por mugrientos trapos; sin duda, para combatir el frío. Antes de tocarlos, Forgeaud los contempló detenidamente y memorizó su disposición exacta. Cuando los quitó, un viento gélido le pegó en la cara. Se estaba haciendo de noche. No se observaba nadie en el patio.
Un agente de las SS controlaba el trabajo de Forgeaud a todas horas. Éste último se acostumbró enseguida, hasta tal punto que el instinto lo avisaba de la llegada del nazi. Sólo le quedaba esperar que los alemanes no cambiaran sus hábitos. Si alguna vez lo sorprendieran en la cima del andamio, mirando al patio…
El monje y el venerable estaban codo con codo en el cuartucho.
—Me he ocupado de los enfermos yo solo. Esta vez el comandante lo ha retenido mucho tiempo.
Había un tono de sospecha en la voz del monje. Como si el venerable le ocultara algo.
—¿Y cree que eso me divierte?
El monje, irritado, manipuló las cuentas de su rosario.
—¿Qué quería?
—Siempre lo mismo. El secreto de la logia. No le han gustado las últimas páginas que he escrito.
—Va a hacer que se lo coman crudo —manifestó el monje, desabrido—. Hace mal en jugar al gato y al ratón con ese tipo. Él pone las reglas, no usted. ¿Sabe siquiera si sus hermanos siguen con vida?
—En el caso de Forgeaud, sí. Por lo que respecta a los demás, no. Pero usted… usted debe de saberlo.
El monje enrojeció. Se volvió hacia el venerable, que lo estaba mirando.
—¿Qué quiere decir con eso? ¿Todavía me trata de traidor?
—¿Por qué piensa así, padre? Quiero decir que usted podría averiguarlo fácilmente.
—¿Cómo?
—Preguntándoselo a la chica rubia.
—¿Usted cree que tengo ocasión de hablar con ella?
—De hablar… tal vez no. Pero bastaría con hacerle preguntas usando el escondite de las duchas. Ella circula libremente por el campo. No me extrañaría que hubiera tramado con ella otros trapicheos. En cuanto a los medicamentos…
—¡Déjeme en paz con los dichosos medicamentos! —gritó el monje.
El venerable, sorprendido, lo miró de reojo.
—¿Ya no los necesita?
—Habrá que pagar un precio demasiado elevado.
—¿De cuánto hablamos?
—Eso no es asunto suyo.
El monje se enfurruñó, mientras se preguntaba por qué había decidido no traicionar a aquel masón que despreciaba a Dios y se burlaba de los creyentes. El más miserable de sus enfermos valía diez veces más que él, y necesitaba tanto aquellos medicamentos… Pero no se convertiría por ello en el peor de los cabrones. Ganarse la confianza del venerable para filtrar información al comandante del campo. Ganarse la confianza del venerable… ¿acaso era posible? Aquel hombre achaparrado, fortachón, de frente ancha y despejada, hombros enormes y paso tranquilo como si no fuera presa de ninguna pasión, de ninguna emoción. No había perdido un ápice de su equilibrio. Por un instante, fray Benoît pensó que François Branier habría podido ser un buen monje. Luego desechó aquella absurda idea.
—¿Quién es esa mujer? —preguntó el venerable.
—No tengo ni idea. Nunca he oído el sonido de su voz. Vino aquí una vez, como una sombra.
El monje desvelaba uno de sus «pequeños secretos». El venerable apreció el detalle. Él también se inquietó. ¿Cuántos más datos de esta importancia guardaba el benedictino para sí? ¿Acaso no depositaba la menor confianza en su «aliado» masón, como sería lógico? ¿No estaría urdiendo un plan tortuoso, señalando falsas pistas que lo llevaran hasta un avispero? El monje, como cualquier otro preso de la fortaleza, pensaba primero en salvar el pellejo. Y en hacer que triunfara su dios. Si revelara al comandante el secreto del venerable, tendría más probabilidades de salir indemne. Era, en cierto modo, un collabo de derecho divino.
El venerable se reprochó la bajeza de sus sospechas. Él solía fiarse. Los maleficios de la fortaleza empezaban a surtir efecto. Le estaba prohibido ser crédulo. No era su propio destino lo que estaba en juego, sino el de la logia. En aquel infierno, todos intentarían salvar el pellejo, incluido el monje. Yendo más lejos todavía, ¿acaso no le interesaba ver morir la última logia iniciática?
Contribuir a su destrucción sería para él un título de gloria. El monje era el peor adversario de la logia, más temible aún que el comandante de las SS.
—Vino hace más de un mes —prosiguió el monje—. Los agentes de las SS estaban almorzando, y la vigilancia se había relajado. Ella llevaba puesto el uniforme. Al entrar, se puso un dedo delante de la boca en señal de silencio. Dejó en el suelo una cajita llena de medicamentos y se fue. Un soplo de aire fresco. Una aparición. Hoy se me ha agotado la reserva. Y ella no ha vuelto, puede que a causa de su presencia.
—¿Quiere que me sacrifique? —interrogó el venerable.
—Usted tiene la respuesta. Faltaría que el sacrificio sirviera de algo.
—¿Alguna idea?
—Sobre todo, no quisiera influir en su decisión.
—Gracias por su humanidad, padre. No esperaba menos. ¿Le queda un poco de sopa fría?
El venerable tenía hambre. En su interior renacía una formidable energía, porque la situación al fin le parecía clara. Había identificado a su principal enemigo, el más vicioso. El monje era el señor del infierno.