Capítulo 12

—El gran cuarto de baño, venerable. Todos los blocks del campo pasan por aquí. El personal de la enfermería antes que nadie.

Al rayar el alba, el monje y el venerable habían sido conducidos al barracón de las duchas. Momentos antes, habían oído extraños ruidos de botas en el gran patio. François Branier enseguida había pensado en uno de sus hermanos. Pero era imposible saber lo que ocurría. Ni rumor de voces ni detonación. Pronto regresó la plácida calma, como si nadie viviera en el interior de la fortaleza.

Klaus, el jefe de las SS, había venido en persona a arrancarlos del hermético mundo de la enfermería. El monje, como de costumbre, lo había desafiado con la mirada. No le tenía miedo. Klaus les había señalado la dirección de las duchas. El monje había agarrado al venerable del brazo, por temor a que se imaginara lo peor y reaccionara de manera violenta. Branier había obedecido.

Los dos hombres habían atravesado el gran patio a paso lento. Los ojos del venerable estaban en alerta perpetua, captando todo lo que pasaba en su campo de visión. Lo registraba todo sin mover la cabeza, de expresión torpe. El monje avanzaba cabizbajo, mirando disimuladamente. Cualquiera juraría que le traía sin cuidado el ambiente que lo rodeaba. En realidad, era la enésima vez que ubicaba sus puntos de referencia. El cuartel de las SS, los barracones, la torre central, la muralla… y este patio del que acabaría por conocer hasta el último centímetro cuadrado. Catalogaba y hacía inventario con un rigor benedictino. El venerable creía que el monje meditaba para olvidar el mundo exterior. Y el monje consideraba que el venerable elucubraba utópicos proyectos de evasión.

El frío era intenso y el cielo, de un azul muy puro. La puerta del barracón de las duchas, que estaba entreabierta, dejaba asomar un suelo cimentado. No venía ningún ruido del interior.

El monje y el venerable esperaban desde hacía un cuarto de hora.

—No lo entiendo —dijo el monje—. La última vez me hicieron entrar directamente.

—A lo mejor no vamos a ducharnos —observó el venerable.

—¿Qué insinúa?

El venerable no respondió. El monje sintió que se le hacía un nudo en la garganta. Aquello no le gustaba. Los alemanes tenían costumbres arraigadas. Algo preparaban. Un acontecimiento del que ellos parecían los protagonistas. Los agentes de las SS los vigilaban desde una distancia considerable. Al menos no iban a abatirlos como a conejos…

—¿Y si salimos corriendo hacia las duchas? —propuso el venerable.

—No hay escapatoria posible —objetó el monje—. Si dejamos que nos encierren ahí dentro, estamos perdidos.

—De todas formas…

—No haga el idiota, venerable. Puede que esto sólo sea un grano de arena en la maquinaria. Usted y yo no tenemos derecho a equivocarnos. Esperemos.

—Esperar… ¿a que nos metan una bala en la espalda?

—No moriremos así. Demasiado rápido. Al comandante no le gustaría.

—Nunca se sabe.

Podían hablar casi sin mover los labios. Intercambiaban las palabras en un murmullo apenas perceptible que les bastaba para entenderse.

—No lo haga, venerable. Es una trampa.

El semblante de François Branier se había endurecido. Se encogía para tomar impulso. El monje le leyó el pensamiento.

—Si lo hace, nos condenará a todos… a sus hermanos, a usted mismo, a mí…

François Branier no acostumbraba a pensárselo dos veces. Cuando tomaba una decisión, era definitiva. Sin embargo, tenía en mente una incertidumbre que no lograba disipar.

—¿Qué propone usted, padre?

—Nada, venerable. Confíe en Dios. Eso bastará por el momento.

—Si eso lo complace…

Los nervios del venerable se destensaron. El monje lo sintió, y supo que había ganado. François Branier se reprochó lo que consideraba una especie de cobardía. Se había dejado influir por un profano. Pero ¿acaso lo era aquel benedictino? Aquello le produjo vértigo. Estaban los iniciados y los profanos. Entre ellos existía una barrera infranqueable. Así era desde tiempo inmemorial, y siempre lo sería. ¿Qué pintaba el monje en aquel orden eterno? ¿Por qué le perturbaba que hubiera surgido de un mundo intermedio, ni totalmente iniciático ni totalmente profano? Poseía una fuerza y una serenidad de espíritu que el venerable sólo había conocido en unos pocos hermanos. Sin duda, las había adquirido practicando una regla, viviendo en nombre de un principio supremo al que él llamaba Dios. Pero tenía que haber otras razones. Muchos religiosos seguían un modo de vida idéntico y no se le parecían.

El monje tenía menos confianza en sí mismo que nunca. Rezaba. No se movía, no miraba nada, se obligaba a encerrarse en sí mismo para alcanzar un máximo de serenidad. No creía que pudiera detener al venerable, un ser huraño, anclado en su comunidad como en un paraíso inviolable. ¿Le había impedido cometer un error fatal? ¿Se equivocaba al afirmar que aquello era una trampa? Lo único positivo: había mantenido la situación bajo control. El venerable le había cedido el paso. Él, el individuo más desconcertante que había conocido fuera de su monasterio. Al monje no le cabía la menor duda sobre la vocación satánica de los masones, pero aquél no se parecía en nada a sus congéneres. Hablaba como un monje de la Regla… ¡la Regla que consideraba su principal secreto! Allí había un formidable misterio que el monje se había jurado que esclarecería. Si forzaba al venerable a bajar la guardia cada día un poco más, acabaría lográndolo.

La luz del día había invadido el patio. Los soldados marchaban. Un vehículo arrancó, subió la rampa del garaje y abandonó la fortaleza por el gran pórtico, que rápidamente se cerró. Nada fuera de lo normal.

—Un calambre —dijo el venerable.

—Gire el pie en todos los sentidos —le recomendó el monje.

—No pienso dar el espectáculo. Me obligarán a caminar. No tengo elección. Yo salgo corriendo hacia las duchas. ¿Y usted?

El monje se reprochó su vanidad. Creía haber sometido al venerable, pero se había equivocado. No se sentía capaz de quedarse allí, de brazos cruzados, mientras que él se precipitaba… No quería conceder al venerable el privilegio de morir en combate. Dios no se lo permitiría.

—Siento haberles hecho esperar —dijo Klaus, el jefe de las SS, interponiéndose entre los dos hombres y la entrada de las duchas—. Un contratiempo técnico. Nos faltaba desinfectante.

El alemán exhibía un rostro alegre. El venerable dejó de contener el aliento. El monje miró hacia el suelo.

Una forma ágil, ligera, rápida y vestida de negro entró en el barracón de las duchas con un pesado bidón. El venerable la había reconocido, pese al uniforme. Era ella, la chica rubia de la casa. Su aliada. Se había recogido en un moño los cabellos rubios, que disimulaba bajo una gorra cuya visera le tapaba la frente. Debía de prestar pequeños servicios a las SS a cambio de protección; a no ser que formara parte del personal militar. Pero el venerable no podía aceptar que ella participara de aquella locura.

La desinfección duró sólo unos minutos. La joven volvió a salir, saludó torpemente al jefe de las SS y se escabulló. Con un gesto, Klaus ordenó al monje y al venerable que pasaran al interior del barracón.

Una sala de duchas para una decena de personas. Se quitaron la ropa. De las alcachofas salía agua fría; congelada, según el venerable, que no tardó en habituarse a aquella sensación. Lavarse, purificarse… eso era bueno. El monje había elegido la ducha del fondo. De pronto, se puso en cuclillas y arrancó una baldosa. Apareció una cavidad y, en su interior, un saco de tela.

El agua dejó de correr. El monje, todavía mojado, se precipitó hacia su ropa, se la puso y disimuló el saco aplastándolo contra el pecho. Luego se ajustó el rosario a modo de cinturón para impedir que se le escurriera. El venerable se volvió a vestir.

—¿Se lo ha traído ella?

El monje ignoró la pregunta. Fue el primero en salir del barracón de las duchas, con paso precavido.

El contenido del saco de tela estaba esparcido por la cama improvisada, en el cuartucho de la enfermería. Minúsculos bollos de pan rellenos de queso.

—Mi tesoro —explicó el monje—. Por esto arriesga esa chica el pellejo cada vez que viene a desinfectar las duchas. A los enfermos les encantan. Los prepara ella misma. Pero usted no los toque, aunque se muera de ganas.

El venerable se encogió de hombros.

—¿Y no le procura nada más útil?

—Nunca se lo he pedido. Actúa como bien le parece.

—¿Cómo ha descubierto usted ese escondite?

—La primera vez que tuve derecho a la ducha solo, ella lo había dejado abierto.

—¿No teme una provocación?

—Sí… pero he pensado en los enfermos. Algo es algo.

—Podríamos intentar obtener medicamentos a través de ella…

El monje empezó a distribuir los bollos de pan, que los enfermos engulleron con avidez, casi sin masticar. Aroma a queso con sabor de libertad y de días felices.

—Deje en paz a esa chica —recomendó el monje—. Ya mucho hace.

El venerable dio de comer un bollo de pan al astrólogo nizardo. Seguía agonizando. Los labios se le apergaminaban.

—Todo va a arder —murmuró, masticando a duras penas—. Todo… El fuego caerá del cielo, nadie saldrá con vida… ¡nadie!

El astrólogo se incorporó, arqueó el busto, repitió las mismas palabras una decena de veces y luego se desplomó, inerte, con los ojos clavados en el techo de la enfermería.

El monje y el venerable hicieron lo de cada día: asear a los enfermos, limpiarles las camas, suministrarles algunas curas y pronunciar fórmulas de consuelo que ya no engañaban a nadie.

—¿Por qué no vienen a buscarlo? —preguntó el monje—. ¿Sus revelaciones les han bastado?

La puerta del barracón se abrió. Era Klaus, el jefe de las SS. El venerable le miró a los ojos.

—No vengo a buscarlo a usted. El comandante espera a fray Benoît.