Capítulo 8

Una mano sacudió al venerable. Cuando éste abrió los ojos, esperaba descubrir una cama mullida, inundada de luz, y percibir el olor a café humeante. Pero allí sólo estaba la siniestra enfermería de la fortaleza nazi y el semblante austero del monje.

—Es tarde. Levántese.

—¿Qué hora es?

—Según mis cálculos, el sol ya hace un buen rato que ha salido. Tenemos trabajo que hacer. Para las necesidades fisiológicas, ahí están los cubos, en el rincón. Los vaciaremos cuando los agentes de las SS nos lo permitan.

El venerable se desperezó. El monje lo observó como a un mal alumno.

—Debería hacer más ejercicio, venerable. Lleva usted una vida demasiado sedentaria.

François Branier miró fijamente a los ojos.

—Llevo más de dos años sin dormir en la misma cama. He recorrido miles de kilómetros por toda Europa. He viajado en todos los medios de transporte imaginables. ¿Y a eso lo llama falta de ejercicio?

Una sonrisa franca iluminó el rostro del monje.

—No se ofenda, venerable. Es usted muy susceptible. Sigo pensando que un poco de gimnasia le hará mucho bien. En el monasterio, tenemos una técnica sencilla para no oxidarnos. Mire.

El monje inspiró y expiró profundamente; luego, con las manos en las caderas, hizo girar rápidamente el cuerpo. A continuación, se tocó los pies diez veces con las manos, manteniendo las piernas estiradas.

El venerable se encogió de hombros.

—Le aconsejo que haga esto cada día. Reúnase conmigo al fondo. Hay un enfermo que me preocupa.

El venerable esperó a que el monje estuviera lejos de su vista para intentar tocar él también los pies con las manos. Pero se vio obligado a doblar las piernas. Exasperado, abandonó y se dirigió a la cabecera de un anciano con ronquera.

—Un astrólogo de Niza —explicó el monje—. Un ruso blanco. Había vaticinado el estallido de la guerra, pero se equivocó respecto a su propio destino.

El venerable examinó al astrólogo. Ni siquiera podía hablar.

—Ya sólo podemos dejar que descanse en paz —concluyó el venerable en voz baja cuando se reunió con el monje en el cuartucho, donde el coloso preparó una decocción de plantas que luego él machacaría en un tazón con ayuda de una maja.

—¿Ése es su diagnóstico?

—Desgraciadamente…

—Pues yo no estoy de acuerdo. Este anciano tiene vida en el cuerpo. Hiberna. Puede aguantar mucho tiempo así.

—¿Y Serval? ¿Por qué se pasa el día durmiendo? Lo he sacudido al pasar, pero no se ha despertado.

—Normal —respondió el monje—. Le he hecho ingerir una droga vegetal. Me basta con un masón despierto. Debe parecer enfermo. Además, eso le calmará los nervios.

El venerable no tuvo tiempo de decir al monje lo que pensaba de sus métodos. Klaus, el jefe de las SS, irrumpió en la enfermería.

—Informe —exigió—. ¿Y la epidemia?

—Hay dos casos sospechosos —contestó el monje, sin dejar de preparar la decocción. Es una especie de difteria.

—¿Qué opina usted, doctor Branier?

—Hipótesis probablemente acertada.

—Quiero que salgan de dudas, y rápido —exigió Klaus.

—Necesito más hierbas replicó el monje.

—Por supuesto —aprobó Klaus—. Pero ahora los dos trabajan juntos. Usted salió hace dos días, fray Benoît. Le toca al venerable.

El monje soltó la maja y se volvió hacia el jefe de las SS.

—Él no tiene ni idea. Me traerá otras hierbas.

—Ya aprenderá… ¡A cada cual su turno, es una orden! Usted sale demasiado, fray Benoît. Cualquiera diría que está urdiendo un plan para huir…

La mirada del monje permaneció enigmática.

—Como quiera. Venerable, recoja todas las hierbas que pueda adonde lo lleven. Luego ya las escogeremos.

François Branier gratificó al benedictino con una amistosa palmadita en la espalda izquierda.

—Está claro que no me considera un médico excelente, padre, pero todavía recuerdo algo de herboristería… Cuide bien de los enfermos.

Al salir de la enfermería flanqueado por agentes de las SS, el venerable miró en dirección al barracón rojo. Habían tapiado las dos ventanas. El patio de la fortaleza estaba vacío.

—Yo necesitaría material médico —dijo el venerable al jefe de las SS.

—Eso no es asunto mío.

—¿Quién manda aquí?

—El comandante del campo.

—Entonces, pregúntele a él.

—Tengo estrictas consignas, venerable. Si usted quiere algo, precisa una moneda de cambio.

El aire de la mañana era cortante; el cielo, azul claro, sin nubes. En el viento, fragancias de primavera; la vida que renacía; las ganas de gritar para despertar de la pesadilla, para espantar a aquellos murciélagos de uniforme negro.

—Está bien. Lo preguntaré.

El jefe de las SS miró al venerable con desdén. Lo abandonó en medio del patio y se dirigió hacia la torre central, en la que entró.

Los agentes de las SS que vigilaban a François Branier lo ignoraban. Eran como piedras. El venerable recordó la observación del jefe: en sus expediciones para la recolección de plantas, el monje seguramente había urdido un plan de evasión. ¿Por qué también dejaban salir al venerable de la fortaleza? ¿Para deshacerse discretamente de él, para privar a la logia de su jefe?

Al cabo de unos minutos, François Branier fue llevado ante el comandante, siempre acompañado de su ayudante de campo. En el despacho reinaba una temperatura agradable.

—¿Quería verme, venerable?

—Necesito sulfamidas, analgésicos…

—Yo no me ocupo de cuestiones de intendencia —lo interrumpió el comandante—. Procuro sólo lo esencial, venerable. Todo lo demás me deja indiferente.

—¿Dispone de productos que yo pueda necesitar?

El comandante miró a su ayudante de campo, que asintió con la cabeza.

—Sus exigencias son exorbitantes, doctor Branier.

—Lo que deniegue al médico, tal vez lo conceda al venerable.

El comandante sonrió.

—Puede ser. Todo es negociable. ¿Qué me propone el venerable?

François Branier guardó silencio.

—¿Le interesa el último plan de trabajo de mi logia?

Las narinas del comandante se apretaron. Jamás había logrado obtener un documento serio sobre los temas abordados por los hermanos de «Conocimiento».

—Será un principio, venerable…

Al venerable se le secó la garganta. Perdió las fuerzas. Pronunció algunas palabras inaudibles y volvió a intentarlo.

—Nosotros hemos estudiado los derechos del hombre, la integración del individuo en la sociedad y la…

—Me está tomando el pelo, venerable.

El comandante del campo había empalidecido. Sentía una rabia fría.

—¡No! —gritó el venerable—. ¡Déjeme hablar, por Dios!

François Branier había intentado una jugada imposible. Había que destensar la situación. Esta vez, se vio obligado a revelar auténtica información. El comandante estaba demasiado bien enterado para dejarse engañar.

El ayudante de campo estaba nervioso. Esperaba una reacción violenta del comandante. Nadie se había atrevido a hablarle en ese tono. Pero el agente de las SS permaneció inmóvil, acechando a su presa.

—Con «nosotros» —prosiguió François Branier—, me refería a la práctica totalidad de masones que se ocupaban de la moral, del civismo, de la integración y de otros mil temas profanos. La logia «Conocimiento» fue creada para salir de esta encrucijada. Su último tema de estudio ha sido la Regla.

El comandante disimuló su júbilo. La Regla… la más formidable máquina de guerra concebida para unir a los hombres, para hacer de ellos un grupo inquebrantable, capaz de lograr todas las victorias. La Regla, que había permitido a monjes e iniciados civilizar Europa; y a los templarios, convertirse en una extraordinaria potencia financiera… La Regla, a la cual el cuerpo especial Aneherbe había consagrado tantas investigaciones sin resultados.

—Tendrá que darme más detalles, venerable…

François Branier advirtió el tono ligeramente irónico del comandante. El alemán debía de haber leído páginas y páginas de reglamentos impresos por las obediencias, volúmenes enteros de archivos administrativos. Sin embargo, el agente de las SS había traspasado esta cortina de humo. De entrada, no se había dejado cegar por el teatro barato oficial de los «grandes maestros» y de los «grandes oficiales» que, ornados con condecoraciones, recitaban una lección carente de interés.

—Nosotros hemos preservado un documento titulado «La Regla del Maestro». Data de los primeros tiempos del cristianismo y recoge originales del Próximo Oriente. Los primeros grandes monasterios se han alimentado de su parte oficial. La parte secreta ha permanecido en las logias iniciáticas de constructores.

El ayudante de campo tomaba nota con una rapidez casi increíble. La pluma corría sobre el papel a una velocidad de vértigo. Él sabía que el comandante no le perdonaría haber omitido una sola palabra salida de boca del venerable. El alemán por fin iba a recoger el fruto de sus esfuerzos. Tenía al hombre y la logia capaces de revelarle el secreto de la masonería, de sus instrumentos de poder y de su influencia en el mundo. Una palanca de mando que haría del Reich el mayor imperio jamás creado. Himmler estaba convencido de que la manipulación de las almas era el medio más eficaz no sólo de ganar la guerra, sino también de implantar un poder duradero.

El comandante del campo se había jugado la carrera al apostar por la masonería. Los demás miembros del Aneherbe, el organismo nazi encargado de utilizar los poderes ocultos como armas de gran precisión, sólo creían en las tradiciones nórdicas y en la mística tibetana. Incluso se había enviado a Lhasa una misión especial para que descubriera los secretos de los hechiceros tibetanos. La masonería se consideraba una concha vacía; una asociación internacional, desde luego, pero que sólo aglutinaba embusteros y filósofos de barra de bar. El comandante estaba convencido de que seguía transmitiendo un mensaje esencial. Cuando el SD, servicio de contraespionaje alemán, había ocupado el inmueble del Gran Oriente de Francia, muchos documentos habían caído en sus manos. En junio de 1942, la unificación del «servicio de sociedades secretas» había ido un paso más allá en la represión, impulsada por Bernard Fay, administrador general de la Biblioteca Nacional. La traición de dignatarios masónicos había acabado de tejer esta gigantesca tela de araña, cuyo centro lo ocupaba el comandante de una fortaleza perdida en las montañas.

Hoy saboreaba esta inmensa victoria. Tenía delante al venerable de «Conocimiento», condenado a hablar.

—¿Y dónde se encuentra ahora ese documento, venerable?

—En ninguna parte. No está escrito. Es un conjunto de recomendaciones prácticas.

El comandante experimentaba la embriaguez de quienes alcanzan la meta. Estas «recomendaciones prácticas» tenían que ser instrumentos psíquicos capaces de alterar el comportamiento humano, de poner en marcha un programa político, una revolución preparada con paciencia.

El venerable empezó a revelar lo esencial. Ya no había marcha atrás.

—Supongo que se conocía su Regla de memoria.

—Cada hermano posee una parcela de verdad. Habrá que reunir los fragmentos dispersos, recuperarlos, organizarlos… Pero antes, quiero cumplir mis deberes de médico. Tendrían que haberos hablado de dos casos probables de difteria y de los riesgos de que se produzca una epidemia. Necesito medicamentos.

—Confío enormemente en los poderes del monje —replicó el comandante—. Es un auténtico curandero. Lo llevaremos a recoger plantas. Eso debería bastar para evitar complicaciones. Mañana analizaremos la situación. Desde esta misma tarde, mi ayudante de campo le preparará un despacho para que pueda empezar a trabajar. Pronto lo tendrá a su disposición. Buena cosecha, venerable.

Dos agentes de las SS acompañaron a François Branier.

—Hoy es un gran día —confesó el comandante a su ayudante de campo—. Un acontecimiento fabuloso, Helmut, un hito en la historia del Reich… Por fin voy a descubrir el secreto de la masonería.

Paseo siniestro por la ladera de la montaña, primavera estática. Klaus y una decena de agentes de las SS vigilaban al venerable. Avanzaron a campo traviesa hasta un parterre de flores al abrigo de un enorme peñasco que las protegía del viento y del frío. El venerable se arrodilló y empezó la cosecha. El monje tenía razón. Allí había con qué curar cierto número de afecciones. Recogió celidonia, acónito, serpol, diente de león, caléndula. Sabiendo preparar decocciones y tisanas, se podría desinfectar heridas, combatir las enfermedades de hígado, las hipotermias, las depresiones.

La tierra estaba húmeda. El pálido sol no irradiaba calor alguno. Rodeado por los agentes de las SS como un animal enjaulado, el venerable sintió el impulso de arrojar la toalla. Le bastaría con huir hacia la cima de la montaña, correr hasta que una ráfaga lo tumbara y le concediera así la libertad. Sin duda, era la única manera de salir de aquel infierno. Ya no necesitaba albergar ninguna esperanza. Lo que los hombres habían hecho de aquella tierra no justificaba que permaneciera en ella ni un segundo más. Pero estaba la logia… la logia que se burlaba de los nazis, de las prisiones, del mal… la logia, con la eterna Regla que impedía a un hermano actuar a capricho.

El venerable agarró las plantas, las metió en un saco de yute previamente examinado por un agente de las SS, se cargó el saco al hombro y bajó hacia la sombría mole de la fortaleza, inerte y silenciosa.

A media pendiente, vio una casa pintada de verde a la entrada de un camino de tierra que se adentraba en un bosque de piceas. Una sola ventana. En la escalera, había una chica rubia con un vestido rojo y blanco barriendo el umbral de la puerta, cubierto de agujas de pino arrastradas por el viento. En cuestión de un instante, levantó la cabeza hacia él. Sus miradas se cruzaron. Entre ellos reinaba una complicidad insospechada.

Una aliada. Una aliada del exterior.

De camino a su prisión, el venerable intentó desterrar de su mente aquella locura fundada solamente en una impresión fugaz. Pero no lo consiguió. La esperanza había anidado en su corazón.