Así transcurrió la espera hasta la noche. Todos los hermanos necesitaban recuperar energías. Se pusieron a dormir. Uno de ellos permaneció despierto, al acecho. Se turnaban para ir al lavabo, siguiendo un proceso inalterable: abrir la puerta del barracón, quedarse inmóvil en el umbral, esperar la llegada de dos agentes de las SS y dejarse acompañar. Ni rastro de brutalidad. Solamente había que darse prisa, no rezagarse en el camino, no volver la cabeza. Ningún hermano vio a otros presos. La fortaleza estaba en silencio. Hasta la montaña de las inmediaciones había enmudecido.
—¿Tú tampoco puedes dormir? —preguntó en voz baja Laniel, que estaba acostado junto al venerable.
—No.
—¿Crees que François se saldrá con la suya?
—Tiene que hacerlo. No le queda más remedio.
Laniel miraba al techo. Quería creer en las palabras de François Branier. Porque un venerable maestro nunca miente.
—Menuda tontería, al menos… mira que dejarse trincar así, sin ofrecer resistencia…
Pierre Laniel solía expresarse con crudeza. Una vieja costumbre que perdía con sus obreros.
—Depende, Pierre…
Laniel, sorprendido, se incorporó sobre el codo izquierdo y miró a Branier, inmóvil como un gigante.
—¿Depende de qué?
—La logia ha quedado mermada desde el inicio de la guerra. Hemos perdido a doce hermanos. Hoy estamos todos reunidos. Ahí radica nuestra fuerza.
Pierre Laniel se preguntó si el venerable no empezaría a perder el juicio. Sin embargo, ése no era su estilo… El industrial creía conocer bastante bien a los hombres, pero François Branier no dejaba de sorprenderlo. Jamás había conocido a alguien tan sereno, tan firme ante las dificultades. De él emanaba un plácido resplandor. Con Branier, era fácil creer en lo imposible. Funcionaba.
—Hay que salir de aquí, François. Largarse, como sea. Tomarlos por sorpresa. Si les seguimos el juego, nos comerán vivos.
—No nos precipitemos, Pierre. Ante todo, celebremos una sesión. Sacralicemos este campo de concentración. Hagamos lo posible para que el Gran Arquitecto del Universo nos acompañe y nos dé la solución.
—¿No creerás…?
—No, no lo creo. Es una certeza, no una creencia.
Pierre Laniel se estremeció. El venerable no solía comportarse así. En su opinión, quienes decían «lo sé» eran unos inconscientes o unos maleantes. Muchas veces se divertía parafraseando al viejo filósofo: «Sólo sé que no sé nada… y ni de eso estoy muy seguro». No obstante, había pronunciado la palabra «certeza» con absoluta convicción, como el cazador que sabe que su tiro hará diana incluso antes de haber disparado.
—¿Te acuerdas de cuando se fundó esta bendita logia, François? Nadie creía en ella. Nadie quería creer. Y los «hermanos»… ¡qué va! ¡Han hecho todo lo posible por mandarnos al infierno! Hoy se alegrarían de vernos allí…
La puerta del barracón se abrió de una patada. Apareció Klaus, el jefe de las SS.
—En pie, señores. Los esperan para cenar. Al comandante le gusta que sus invitados sean puntuales.
Los siete hermanos de la logia «Conocimiento» se levantaron casi a la vez. Abandonaron el barracón uno por uno, con el venerable a la zaga. Caía la noche. Las nubes ensombrecían el cielo. Un viento glacial barría el patio. La fortaleza evocaba una fiera agazapada en las crecientes tinieblas. Siempre el mismo silencio inhumano, solamente roto por el ruido de botas. Los siete hermanos avanzaron hacia la torre central flanqueados por los agentes de las SS, impenetrables como los elevados muros.
Ninguna luz se filtraba bajo las puertas de los demás barracones. Hicieron entrar a los hermanos en la planta baja de la torre, una enorme sala con capacidad para cincuenta personas.
Branier y sus hermanos asistieron a un espectáculo de alucine.
Una gran mesa con un mantel blanco. Platos de porcelana y cubiertos rojos. Candelabros de plata con tres brazos. Un camino de flores malvas. A la cabeza de la mesa, bajo una fotografía de Hitler, estaba el comandante, sentado en un trono medieval con respaldo alto. A su izquierda, sobre un estrado, una pequeña orquesta dirigida por el ayudante de campo. Cuando los hermanos entraron, éste interpretó la oda masónica para el grado de maestro, compuesta por el masón Wolfgang Amadeus Mozart. Un cartón con un nombre indicaba el lugar que debía ocupar cada hermano. Se acomodaron, perplejos, fascinados por la trágica belleza de la música que los maestros de la logia conocían perfectamente por haberla utilizado en sus rituales. La oda fúnebre duró algo más de diez minutos durante los cuales, en absoluto silencio, dos agentes de las SS sirvieron un soufflé de níscalos acompañado de Château Latour.
El venerable maestro se había sentado frente al comandante del campo, en la otra punta de la mesa. A su izquierda estaban un maestro, Dieter Eckart, y los dos compañeros, André Spinot y Raoul Brissac; a su derecha, dos maestros, Pierre Laniel y Guy Forgeaud, y el aprendiz, Jean Serval.
Mozart guardó silencio. El venerable tenía el corazón en un puño.
—Espero que su logia aprecie esta música y mi invitación a cenar —declaró el comandante del campo, mirando fijamente a François Branier.
Pese al hambre, nadie había empezado a comer. Todo lo que había en aquella mesa parecía envenenado. El venerable no respondió. Él esperaba que se acabaran los prolegómenos. El jefe de las SS y otros agentes se habían puesto detrás de los invitados, dispuestos a intervenir si uno de ellos reaccionaba de manera inoportuna.
—Disfrutan ustedes de un trato privilegiado —prosiguió—, pero no es injusto. No son como los demás. Poseen una ciencia que debe ser puesta al servicio del Reich. ¿Si no, de qué serviría? Más vale abordar este tema en torno a una buena mesa. ¿No le parece, venerable?
François Branier masculló algo que pudiera pasar por un sí. El comandante levantó su tenedor. Los hermanos, hambrientos, empezaron a comer a toda prisa, por temor a ser interrumpidos de un momento a otro.
El comandante los dejó a sus anchas. El venerable y él no se quitaron los ojos de encima. Se concedían mutuamente una tregua. François Branier picoteaba. Había perdido el apetito.
—Habrá un postre muy original —anunció el comandante—. Sus revelaciones, venerable.
No se oyó ni un ruido más de tenedores. Los hermanos esperaban ver la orientación que su venerable daría al interrogatorio.
—No habrá ninguna revelación. «Conocimiento» ha dejado de existir, al igual que la masonería. Somos presos como los demás.
El venerable había hablado con una voz lenta y pausada, como para grabar una idea sencilla en la mente de un alumno algo torpe. Sin duda, acababa de encender la mecha del explosivo. Los hermanos tuvieron la sensación de que un arma les apuntaba a la nuca. Un simple disparo, y todo habría terminado. Mejor eso que vivir eternamente.
—Admitámoslo —dijo el comandante—. Son ustedes buenos y leales franceses. Ya no conspiran contra el Reich. Pero la logia «Conocimiento» ha existido, ¿verdad? ¿No lo habré soñado?
Una vaga sonrisita se esbozó en sus labios. El venerable sintió que se acercaba el punto final.
—Sí, «Conocimiento» ha existido.
—¿En qué rito trabajaba su logia?
—Rito Escocés Antiguo y Aceptado.
—El más indisciplinado y misterioso —subrayó el comandante, presa de la ansiedad.
Los «Escoceses Antiguos y Aceptados», según la expresión arcaica, trabajaban con los más arcaicos rituales de la masonería. Fácilmente contestatarios y herederos de los constructores de catedrales, no tenían demasiada predilección por la administración y el decoro que habían invadido las logias masónicas.
El venerable no había revelado un gran secreto. Estaba convencido de que, con ello, el comandante simplemente corroboraba una información que ya poseía.
—¿Con qué grado trabajaba su logia?
El venerable titubeó. Habría sido preferible disimular un elemento tan esencial, pero eso suponía asumir un enorme riesgo. El comandante del campo no era un verdugo cualquiera. Había estudiado a fondo el expediente de las logias. El venerable ignoraba de qué documentos y testimonios disponía. Su margen de maniobra era igual de escaso. Había que soltar lastre, sin darle el extremo del hilo de Ariadna que permitiría al comandante de las SS llegar al fondo.
—«Conocimiento» trabajaba con los grados de aprendiz, compañero y maestro.
—… y maestro —repitió el comandante—. Rarísimo. ¿Entonces celebraban reuniones secretas?
—Mera exigencia ritual. Cuando los maestros se reúnen, compañeros y aprendices quedan al margen.
—Seguro, venerable… pero nada obligaba a los maestros de «Conocimiento» a reunirse tan a menudo en «Cámara del medio». Ésta es la expresión, ¿no?… Así que aquellas noches sólo celebraban algo ritual… ¿Y qué pasaba exactamente? ¿Qué preparaban en las sombras?
El venerable tosió. Tenía la garganta seca. Casi al mismo tiempo, el aprendiz Jean Serval se escurrió de la silla y, cual títere desarticulado, cayó sobre el parqué del comedor. Sus vecinos quisieron intervenir, pero los agentes de las SS se interpusieron. El venerable se puso en pie.
—¡No se mueva! —ordenó el comandante de las SS.
—Soy venerable y médico —replicó François Branier, desafiándolo. Mi hermano Serval ha sufrido un desmayo. Yo mismo lo atenderé. Llévennos a la enfermería. Luego retomaremos la conversación. Y si no, acabe con nosotros ahora mismo.
El comandante del campo analizó la situación en un segundo. El incidente le demostraba que los hermanos de «Conocimiento» no querían que los separaran. Ahí radicaba su fuerza. Al confinar al venerable en la enfermería, debilitaría su capacidad de resistencia.
—La cena ha terminado. El venerable y el enfermo, al block sanitario. Los demás, al block rojo.
El comandante también se puso en pie, brusca y majestuosamente. El venerable sentía un curioso respeto por aquel hombre. No había sido elegido al azar. Loco pero nada obtuso, fanático pero lúcido; sería el peor carnicero. «Conocimiento» había caído en sus redes.
Dos agentes de las SS levantaron a Jean Serval del suelo y lo arrastraron hasta la puerta del comedor. A los demás hermanos los obligaron a colocarse en fila india. De pasada, Guy Forgeaud tuvo tiempo de engullir un trozo de soufflé.
—¡Un momento! Helmut…
El ayudante de campo llevó al comandante una enorme cesta con los relojes, los anillos, las alianzas y las sortijas de sello pertenecientes a los hermanos. A continuación, éste metió la mano en su interior y los removió hasta hacerlos sonar.
—En masonería, a esto lo llaman «metales». Los dejan a la puerta del templo antes de cada «tenida». Después, los recuperan… esta vez, yo decido. Procuren trabajar bien, si quieren ser libres…
El venerable y el desvanecido Jean Serval fueron llevados a un barracón verde. Estaba situado en un hueco, entre la caserna de las SS y las duchas. Un soldado custodiaba la puerta de manera permanente. Todo pasó muy rápido, como si los agentes de las SS quisieran librarse de una faena durante la cual corrían el riesgo de contaminarse por contacto con un enfermo. Serval fue arrojado a un suelo de tierra batida. Al venerable lo empujaron por la espalda. Se tambaleó, sin perder el equilibrio. Luego la puerta se cerró.
Primero fue la oscuridad, poblada de gemidos y lamentos. Las tinieblas estaban preñadas de seres que sufrían. Luego se hizo una luz, muy tenue. Una vela camuflada en una caja de cartón.
Un gigante de barba roja se alzó ante el venerable. Superaba los dos metros. Llevaba puesto un sayal, con un rosario como cinturón. Era un monje.
—¿Quién es usted? —preguntó con voz de enfurecido—. ¿Qué viene a hacer aquí?
—Me llamo François Branier. Soy médico. Y acompaño a un enfermo.
—¿También usted está enfermo?
—No. Pienso curar a mi amigo y ocuparme de la enfermería del campo.
Una incongruente carcajada resonó en la oscuridad. La carcasa del gigante recibió la sacudida de una formidable hilaridad.
El venerable esperó a que cesara la risa loca del monje.
—Yo —explicó éste último— soy fray Benoît y me ocupo de esta enfermería desde hace quince días. Por suerte, no había médicos en esta fortaleza. De lo contrario, todos los pobres desgraciados que están ahí acostados ya estarían muertos.
—¿Cómo los atiende usted?
—Yo no los atiendo, los curo. Las plantas y el magnetismo. Aquí, se enferma por el frío o la comida. Con las manos, magnetizo. Con las plantas, dreno y prevengo las infecciones. Si tiene algo mejor que proponer, le cedo el puesto.
—Las plantas… ¿cómo las consigue?
—Tengo derecho a una salida por semana, bajo la vigilancia de un batallón de las SS. Imposible evadirse. Sin embargo, la montaña empieza a revivir. No encuentro todas las especies que necesito, pero me las arreglo. También he curado a un agente de las SS que había pescado una buena diarrea y un principio de bronquitis… eso ha favorecido mi reputación. Y eso será útil en el futuro, cuando por fin haya encontrado tipos con coraje.
—¿Conoce a todos los presos del campo?
—A usted y a su amigo enfermo, no. ¿Han llegado en un convoy?
—Somos siete —respondió el venerable.
—Hay más de trescientos desgraciados en este campo de concentración —precisó el monje—, una buena veintena de los cuales está en la enfermería. Antes de mi llegada, según algunos supervivientes que llevan seis meses aquí, habría habido un centenar de víctimas: frío, desnutrición…
—¿Ha creado usted esta enfermería?
—Ampliado. Antes era un simple cuartucho. Creían que este tipo de presos podría eludir los problemas de salud, incluso en las peores condiciones.
—¿Qué tipo de presos?
El monje miró a su interlocutor con suspicacia.
—Gentes que deberían tener poderes… magos, astrólogos, videntes… Los agentes de las SS creen en la energía psíquica. Están convencidos de que estos pobres individuos guardan secretos fabulosos susceptibles de convertirse en armas con las que ganar la guerra. Influencia a distancia, hechizos y otras pamplinas… Verdaderos secretos, sólo hay dos: Dios y la fe.
El aprendiz Jean Serval dejó de hacerse el enfermo. Abrió los ojos y se puso en pie. Las palabras pronunciadas por el monje lo habían confortado. La mayor sorpresa se la llevó cuando una mano de hierro lo levantó del suelo como un vulgar paquete.
—¿Qué es todo esto? —gritó el monje.
—Una treta para acceder a la enfermería —explicó el venerable.
El monje volvió a dejar a Serval en el suelo.
—¿Se puede saber dónde radica su poder?
—Al parecer, guardamos un secreto —respondió el venerable.
—¿Cuál?
—Ninguno. En las SS se lo inventan todo.
El monje se rascó la barba, incrédulo.
—¿Sabe quién manda en este campo?
—Nos hemos tenido que ver con el comandante, con su ayudante de campo y un jefe de las SS que nos acompañó desde Compiègne. No sé sus apellidos ni sus grados exactos. Sólo conozco los nombres del ayudante de campo y del jefe, Helmut y Klaus. Hablan un francés perfecto, sin acento.
—Normal. Estos agentes de las SS son de una calaña un tanto especial —indicó el monje—. Pertenecen a la Aneherbe, un cuerpo especial encargado de ocuparse de los poderes psíquicos y de quienes los poseen. Tienen su propia jerarquía y libran su propia guerra. Así que, señor Branier, usted no es un ciudadano cualquiera. Como tampoco lo son sus seis camaradas. Aquí, hay que jugar limpio, o estamos perdidos. Le repito: ¿cuál es su secreto?
—Ocúpese primero de mi amigo Jean Serval. Ya hablaremos luego. Si los alemanes vienen a echar un vistazo, deben ver a un enfermo.
La ira anidó en el rostro del monje. Si no fuera porque era un hombre de Dios, habría sacudido de buena gana a aquel joven huraño que no daba su brazo a torcer y hasta se atrevía a tomarle el pelo.
—Por allí —ordenó el monje a Jean Serval—. Estírese y espere.
Al fondo de la enfermería, había una veintena de literas dispuestas en cuatro hileras. Una sola sábana por enfermo, aunque la temperatura no superara los diez grados centígrados. Jean Serval se acomodó en una litera baja.
Al venerable le asombró la pulcritud del local. El monje tenía que hacer un trabajo de titanes para mantener aquel hospital improvisado. El coloso acompañó a François Branier a un cuartucho en el que había instalado un jergón, demasiado corto para que él pudiera estirar las piernas. Un techo bajo y paredes que rezumaban humedad. Era el rincón más incómodo de la enfermería. El monje se había llevado la vela y había dejado a los enfermos reposar en la oscuridad.
—¿Tiene medicamentos? —preguntó el venerable.
—Un pequeño botiquín, con aspirinas y desinfectantes. Los agentes de las SS están mejor equipados. No descarto desvalijarlos discretamente un día de éstos. He logrado hacer milagros con las plantas. Y no pararé. Dios no nos abandonará.
—Ojalá lo escuche…
—¿Cómo se atreve a ponerlo en duda?
Las cejas del monje se arquearon.
—Mis seis hermanos y yo somos masones. Yo realizo la función de venerable en la logia. Se llama «Conocimiento», y trabaja en honor del Gran Arquitecto del Universo.
Un largo silencio siguió a esta declaración. El monje se quedó petrificado, en estado de choque. El venerable esperaba su reacción con paciencia. Conocía la hostilidad que profesaban los hombres de la Iglesia a la masonería. Pero se sentía obligado a decir la verdad sin tapujos. Ahora más que nunca, había que identificar a aliados y adversarios.
—De camino hacia aquí —dijo al fin el monje—, sabía que me reuniría con el diablo. Pero no sabía qué forma adoptaría.
El monje se sentó en el reborde del jergón. El venerable hizo lo propio. Los dos hombres se encontraban casi el uno junto al otro, mirando en la misma dirección.
—El diablo… ¿No está yendo muy lejos?
—A Dios no le gustan los matices. Vomita las medias tintas.
—Respecto a los hermanos de mi logia, no tiene nada que temer.
—¿Porque son fanáticos?
—No. Hombres que lucharán hasta el final por su ideal y su verdad.
—Dios es la verdad.
—Todo depende del concepto que uno tenga de Dios —dijo el venerable—. Ahora hay algo más importante que eso… ¿luchamos juntos o por separado?
El monje entrecruzó los dedos, haciendo crujir los nudillos.
—Yo no pacto con el enemigo.
—¿El enemigo, yo? Permítame decirle, padre, que desvaría.
—Por muy venerable que sea, me parece que le voy a romper la cara.
—Pues será una lástima para los dos. Porque no tengo intención de ofrecerle la otra mejilla.
La determinación del venerable sorprendió al monje.
—¿Se zampa usted al cura?
—Demasiado indigesto, padre.
—¿Ni siquiera es usted cristiano?
—No entraré en eso… usted está con Dios; y yo, con el Gran Arquitecto del Universo. No tienen por qué librar un combate.
—Exacto. Dios existe; y el Gran Arquitecto del Universo, no. Es sólo una imagen.
—¿No me está diciendo que caminemos cogidos de la mano?
—¿Ha olvidado que está excomulgado?
—Aquí, sí.
—El lugar poco importa. Pertenece usted a una secta que conspira contra la Iglesia. Ha calumniado a los sacerdotes, ha hecho que expulsen a los monjes que vivían pacíficamente en sus conventos, ha insultado a Dios. ¿Y quiere que le dé la mano?
—La fe no debe cegar a nadie. Algunos obispos han caído en la trampa. Han prestado oídos a cualquier calumnia y a cualquier propaganda antimasónica. En este absurdo partido, amañado, entre Iglesia y Masonería, los adversarios de ambos campos han rivalizado en bajeza. Mientras ellos se enfrentaban, el materialismo, el fascismo y la locura han podido crecer en absoluta quietud. Los dos somos responsables de esta guerra y de sus horrores, padre. Su Iglesia y mi Masonería han traicionado su misión.
—Filosofía barata. La Iglesia nunca se ha apartado de su camino.
—¿No será que olvida algunos genocidios cometidos en el nombre de Dios?
—Un ateo como usted no entiende de Historia. Los designios de Dios se cumplen gracias a nosotros y pese a nosotros.
—Filosofía fácil. La verdad iniciática, ésa sí que nunca se ha apartado de su camino. Poco importa que los masones lleven a cabo la iniciación. Existe más allá de nuestras debilidades. Y no ha ordenado la masacre de nadie en nombre de un dogma.
La puerta de la enfermería se abrió, y dejó entrar un aire gélido. Apareció Klaus, el jefe de las SS. Echó un vistazo a los enfermos, y sorprendió al monje y al venerable en el cuartucho.
—¿Nuestro enfermo masón se encuentra mejor? —preguntó dirigiéndose al monje.
—Tres días de reposo y tisanas —refunfuñó fray Benoît.
—Usted y el venerable Branier juntos… ¿se han puesto ya de acuerdo? ¿Cuál de los dos dirigirá la enfermería?
El venerable bajó la mirada hacia sus propios zapatos. Habló el monje.
—Aquí hay trabajo para los dos. Demasiados enfermos. Clima hostil y comida infecta. Temo que se declare una epidemia. Y no le perdonará la vida a nadie.
El monje no tenía fama de bromista. Klaus había tenido ocasión de constatar su eficiencia. El comandante del campo había prohibido que lo maltrataran antes de que hubiera revelado el alcance de sus poderes. Una epidemia… no había peligro mayor. Ningún agente de las SS tenía formación médica suficiente para apreciar la gravedad de la situación. El Aneherbe los había instruido en otras disciplinas. Sabían diseccionar la mente y torturar el cuerpo, pero no cuidarlos. Era imposible esperar que la administración nazi enviara un médico.
—Haga lo necesario. Quiero un informe diario.
El jefe de las SS abandonó la enfermería a paso ligero, como si huyera de los apestados. La puerta se cerró.
—Me alegro de haber formalizado nuestra alianza —dijo el venerable.
—No se haga ilusiones —contestó el monje—. No tengo la menor intención de colaborar con usted. Sencillamente, impediré que se salga con la suya. Ese imbécil de las SS ha interrumpido nuestra conversación en el momento en que usted afirmaba barbaridades.
—¿Cómo cuáles?
—Mañana será otro día. Ahora tenemos que dormir. Aquí, eso es esencial para mantener el tipo. Usted no está enfermo, así que no tiene derecho a una litera. Este cuartucho es más que confortable para un venerable.
—¿Y usted? ¿Dónde dormirá?
—Delante de la puerta. Si viene un SS, seré el primero en saberlo.
El venerable se estiró y cayó rendido por el sueño. La fatiga le retorcía los músculos. Como cada noche en el instante en que alcanzaba un vacío reparador, pensó en sus hermanos. Vio a cada uno de ellos y les habló en silencio, intentando transmitirles su resquicio de esperanza.
Cuando cerró los ojos, percibió el corpachón del monje tumbado ante la puerta. Estaba seguro de que ni mil agentes de las SS tendrían la fuerza suficiente para desplazarlo.