Jean Serval gritó. Un fuerte dolor en los riñones. Un culatazo seco, profundo. La primera manifestación de brutalidad. Y una orden en alemán que el venerable no entendió. Los hermanos esperaban que el venerable se reuniera con ellos, que la logia fuera reconstituida. Esperanza frustrada. Los agentes de las SS les hicieron abandonar la sala donde se habían convertido en números. François Branier había permanecido inmóvil frente al secretario y al jefe nazi.
—Se los llevan al block, señor Branier. Espero que sepa inculcarles un mejor sentido de la disciplina. Me han parecido arrogantes. El comandante del campo no aguantará mucho tiempo semejante actitud.
El jefe de las SS, con las manos cruzadas detrás de la espalda, salió de la sala martilleando el parqué con fuertes taconazos. Dos soldados obligaron a Branier a seguirlo. Subieron hasta la última planta de la torre. Seguir, subir, bajar, bajar otra vez, volver a subir, seguir… ¿Habría otro destino? El venerable avanzaba entre paredes grises. Los peldaños de la escalera de madera crujían bajo sus pies. Siempre esa angustia difusa que se pegaba a la piel. No bastaba con ruidos normales y respiraciones humanas. Aquellos soldados de uniforme negro habían perdido el alma. No pensaban, no tenían sentimientos, no sabían ni amar ni odiar. Obedecían las órdenes porque eran órdenes. Porque ésa era la doctrina.
Sin embargo, como ante cualquier ser que se cruzaba en su camino, el venerable se preguntaba: ¿cabría la posibilidad de que este soldado, dispuesto a matar, recuperara la conciencia; de que atravesara la puerta del templo y accediera a la iniciación? Por lo general, François Branier recibía un eco por respuesta, aunque fuera negativo. Pero, esta vez, sólo sintió un frío vacío. No había ni corazón ni entrañas bajo aquellos uniformes. Robots con rostro humano. ¿Quién diablos los había creado? ¿Qué maléfico poder había concebido aquella fortaleza donde la más rica de las vidas interiores se iba a desintegrar en unas horas y convertirse en polvo? En tanto que médico, François Branier había conocido el sufrimiento en todas sus formas. En ocasiones, había sido incapaz de aliviarlo. Pero era la primera vez que se enfrentaba al Mal, a cara descubierta.
No había recibido ni un solo golpe. Y todavía llevaba puesto su traje de hombre libre. Pero el Mal estaba ahí, insidioso, al acecho.
En el rellano de la última planta, había una puerta abierta. El jefe de las SS hizo entrar al venerable en un despacho de considerables dimensiones. Las paredes estaban cubiertas de fotografías enmarcadas. Retratos de Hitler, de Himmler, de regimientos de las SS, de la multitud saludando al Führer; pero también del interior de la fortaleza desde todos los ángulos: los «chalés» de los presos, la caserna de las SS, las duchas, las alambradas de espino, el patio…
Sentado en un viejo sofá de respaldo alto, el comandante del campo leía un informe que le había transmitido su ayudante de campo, un joven rubio que estaba de pie en actitud petrificada. Sobre la pesada mesa de roble del despacho, descansaban unas palmatorias en plata maciza. Al comandante del campo le gustaban las rarezas. Levantó la mirada hacia su visita.
—Señor Branier… me alegro de acogerlo en este castillo del Reich.
La almibarada pesadilla continuaba. Aquello no era ya un presidio, sino un castillo. El jefe del campo tenía el aspecto de un modélico funcionario, con su expresión bonachona, su entrecana cabellera, su aire más bien cálido. Branier casi la habría considerado una reunión de negocios.
—Tenga la bondad de dejarnos a solas, Klaus. Yo mismo interrogaré al señor Branier. Mi ayudante de campo anotará sus respuestas.
La voz del comandante se había vuelto cortante. El jefe de las SS, de quien el venerable había aprendido el nombre, saludó entrechocando los tacones y abandonó el despacho. Branier tuvo la sensación de que éste no estaba demasiado conforme con la orden.
—Quédese de pie, Branier. En este despacho, sólo me siento yo. Cuestión de jerarquía.
Le dolían las piernas sólo de pensar que estaba en pie. Sin embargo, el venerable desvió la atención hacia el ayudante de campo que, pluma de oca en mano, se situó ante un atril sobre el que había colocado un cuaderno negro. «Esta vez —pensó François Branier—, la balanza se inclina a favor de la locura. Un tirano en un decorado de la Edad Media. Un agente de las SS que hace de monje amanuense mientras su jefe lo trata de señor».
—¿Se puede saber quién le ha dejado conservar esta ropa?
—Nadie en especial —respondió François Branier.
El comandante encendió un cigarrillo con la llama de una vela. Se tomó su tiempo. Una serpiente que hipnotizaba a su presa.
—Llevamos mucho tiempo buscándolo, señor Branier… ¿Qué ha estado haciendo últimamente?
—Atendiendo enfermos. Soy médico.
El comandante aplastó el cigarrillo. Su ayudante de campo no se atrevió a dejar constancia de la respuesta. El venerable contuvo la respiración.
—¿Qué tipo de enfermos? ¿Soldados alemanes, quizá? ¿Soldados que ha «curado» haciéndolos pasar a mejor vida? Creo que no valora bien su situación, señor Branier. Ya no es tiempo de mentiras. Aquí sólo aceptamos la verdad. Usted se escondía porque llevaba a cabo acciones deshonestas. Es masón. O peor, venerable maestro de una logia. Peor aún, de una logia que cree poder guardar su secreto. No debe haber secretos para los hombres de la nueva era. El Reich no tolera a los conspiradores.
El ayudante de campo anotaba febrilmente el discurso de su señor. El venerable se asfixiaba. Habría preferido un calabozo cualquiera a aquel despacho. Aguantar. Dejar la mente en blanco.
—Estoy convencido —prosiguió el jefe de las SS— de que no se ha percatado de la grandeza de esta nueva era. Nuestro Führer no es un político decadente y corrupto como los que existían en su viciada Europa. Es el sumo sacerdote de una auténtica religión. Los cristianos y los judíos son satánicos. Los masones, también. Habrá que exterminarlos. Pero otros se encargarán de hacerlo. Aquí, señor Branier, está en un lugar privilegiado. He seleccionado a individuos de élite; a quienes ostentan poderes y guardan secretos.
—Siento decepcionarlo —intervino el venerable—. Ninguno de nosotros ostenta ningún poder en particular. El secreto de mi logia desapareció cuando dejó de reunirse, al inicio de la guerra.
El jefe del campo descruzó las piernas y dio un puñetazo en la mesa de roble.
—¡La guerra! ¡Es lo único que sabe decir! Ya no hay guerra. El Reich ha ganado. ¿Para qué seguir mintiendo? ¿De verdad cree que su sistema de defensa sirve de algo? Yo no tengo prisa… acabará hablando. Acabará diciéndomelo todo, desahogándose.
El comandante se volvió hacia su ayudante de campo.
—Llévense al venerable Branier a su block.
El venerable, siempre acompañado por dos agentes de las SS, fue conducido al block o barracón de color rojo. Procuró cerrarse al diabólico mundo que lo rodeaba; no dejar que hicieran mella en él las paredes grises, los rechinantes peldaños, el sol del patio, las alambradas de espino; no convertirse en su propia prisión.
El barracón rojo parecía un pequeño chalet. Visto de cerca, era evidente que había sido construido deprisa y corriendo. Había algunos listones de madera separados, que dejaban entrar el aire gélido. Las dos ventanas que daban al patio estaban mal ajustadas. El techo estaba agujereado en ciertos lugares. Bricolaje. Improvisación.
La puerta no tenía pomo. Un agente de las SS la abrió de una patada. El venerable entró en una enorme sala desierta, de unos treinta metros cuadrados. Sobre el suelo de hormigón había siete jergones.
Estaban todos allí. Pierre Laniel, el industrial; Dieter Eckart, el profesor; Guy Forgeaud, el mecánico; André Spinot, el óptico; Raoul Brissac, el picapedrero; Jean Serval, el escritor. Todos los que habían sobrevivido al exterminio.
La puerta se cerró tras el venerable. Al fin solo con sus hermanos. Dieter Eckart, muy emocionado, se levantó el primero y se plantó frente a François Branier.
—Me alegro de verte, venerable maestro.
Los dos hombres se dieron un triple abrazo fraternal y un ósculo de paz. Los otros hermanos hicieron lo propio. André Spinot lloraba. De miedo y de alegría. El venerable sintió que recobraban la confianza, que su presencia les devolvía un equilibrio indispensable; como si pudiera aportar una solución, abrirles un camino hacia la libertad. Aun cuando ésta no existiera. Cualesquiera que fueran sus dudas y sus tormentos, el venerable no debía confesarlos. Por eso la carga que lo abrumaba le parecía aún más pesada.
—Hermanos míos —pidió el venerable—, formemos la cadena de unión.
En el interior del barracón de una fortaleza nazi perdida en montañas remotas, siete masones formaron la cadena fraternal célebre, según la tradición, desde los albores de la humanidad. Con los pies en contacto y las manos unidas, cerraron los ojos para comulgar mejor, para sentir mejor la fuerza vital de su comunidad nuevamente reunida.
—¡Qué el Gran Arquitecto del Universo esté siempre con nosotros! —invocó el venerable maestro.
François Branier, al igual que sus hermanos, sentía el formidable calor que emanaba de aquel pequeño grupo de hombres atrapados entre las garras de un solo monstruo. A partir de entonces, la logia «Conocimiento» existía en aquel lugar, en aquel Oriente de exilio donde ejercería plena y absoluta soberanía. Los siete hermanos presos volvían a ser libres, aptos para comunicar.
Un crujido vino de afuera. Ruido de botas sobre las gravas del patio. Los hermanos rompieron la cadena. Se abrió la puerta del barracón, y apareció la silueta del jefe de las SS. Éste se apoyó en el umbral, con las piernas ligeramente separadas y los brazos cruzados detrás de la espalda. Contempló irónico a los masones, como si tuviera constancia del rito que acababan de celebrar. En adelante, el venerable debería tomar precauciones. Pero ¿cómo arrepentirse de haber cedido a un impulso que los había unido como un solo ser?
—Entréguenme ahora mismo todos los objetos metálicos que lleven encima: relojes, alianzas, sortijas de sello…
El jefe de las SS dejó pasar a un agente con una cesta de mimbre. Era un hombre barrigón, mal afeitado, con la frente muy ancha y afeada por una mancha en vino de Oporto.
El venerable fue el primero en dar el paso. Entregó el reloj. Jamás había llevado alianza. Sus hermanos se mostraron igual de dóciles, y la cesta enseguida se llenó. Pierre Laniel, el industrial, se quitó con pesar la alianza que llevaba desde hacía veinticinco años. Presentía que nunca más volvería a ver a su esposa. Habría querido conservar aquel recuerdo suyo, clavar la mirada en el anillo de oro cuando le llegara la hora. Al entregarlo, se quedó como mutilado.
El intendente se detuvo ante Raoul Brissac, el picapedrero. Con un gesto violento, le arrancó el anillo de metal que le colgaba de la oreja izquierda. Se salpicó de sangre. El agente de las SS sacudió el botín, al que se había quedado enganchado un trozo de piel, y luego lo arrojó a la cesta.
—Les había dado una orden —precisó el jefe.
Brissac hizo un esfuerzo indecible para no gritar de dolor. Estaba dispuesto a abalanzarse sobre el intendente y golpearlo hasta la muerte. Pero su mirada se había cruzado con la del venerable. El maestro de la logia le pedía que no reaccionara. Y la jerarquía de la comunidad, libremente aceptada, no se discutía. Raoul Brissac, con la mirada levantada hacia el techo del barracón, y mordiéndose los labios hasta sangrar para olvidar el sufrimiento que le encendía el ánimo, no rechistó. El intendente le había arrebatado su símbolo de compañero iniciado. El anillo tallado en piedra que su maestro le había entregado una vez finalizada su obra maestra, una escalera de doble hélice; justo antes de haber conocido a François Branier y de haber sido admitido en la logia «Conocimiento».
El intendente, visiblemente decepcionado por la indolencia de Brissac, dio media vuelta, seguido de Klaus. La puerta del barracón se cerró de golpe.
Cuando los torturadores se fueron, los masones permanecieron inmóviles durante un buen rato. El venerable fue el primero en abandonar la torpeza. Enseguida examinó la herida de Raoul Brissac, que mantenía la mirada fija. El Compañero aguantaba el tipo.
—No es muy grave —comentó el venerable, que taponó la herida con un pañuelo limpio, una de sus últimas riquezas.
Brissac tenía una resistencia extraordinaria. Sin embargo, François Branier temía su reacción en frío. El compañero no admitía ni la tolerancia de los cobardes ni el perdón de las ofensas. Pese al cruel gesto del intendente, habría que convencerlo para que pensara primero en la comunidad.
—Quieren separarnos, Raoul, ponernos a los unos en contra de los otros. Atacarán a cada uno de nosotros por separado. Si tú te hubieras resistido, nos habría molido a palos. No respondamos a sus provocaciones.
—En la medida de lo posible —observó Laniel.
—Y más allá de lo posible —replicó el venerable—. Aquí vivimos lo imposible, lo impensable. Adaptémonos, Pierre. Tenemos la fuerza para hacerlo.
Pierre Laniel captó lo que el venerable dijo a medias palabras. François Branier ostentaba el secreto del Número. Era esencial preservar la persona del maestro de la logia. Pero éste último sólo pensaba en salvar las vidas de sus hermanos.
—Estamos perdidos —confesó André Spinot, el óptico, que se desmoronó en un rincón de la sala y se llevó las manos a la cabeza.
—Es probable —confirmó Dieter Eckart—. Pero, al menos, habrá que intentarlo.
—¿Cómo? —preguntó Jean Serval, el aprendiz.
—Evasión.
—No sueñes —objetó Guy Forgeaud, el mecánico—. No saldremos de aquí escalando paredes.
Podían fiarse de Forgeaud. Era un manitas genial.
—¿Tienes alguna idea? —inquirió el venerable.
—Todavía no. Hay que estudiar mejor este lugar. No tendremos una segunda oportunidad.
—Todo depende de cuándo empiecen los verdaderos interrogatorios —advirtió Jean Serval, expresando en voz alta la angustia latente.
—Sí y no —comentó Dieter Eckart, que se había colocado en la esquina de una ventana para observar lo que pasaba en el patio—. La cuestión es qué esperan de nosotros.
Todas las cabezas, incluso la de Raoul Brissac, se volvieron hacia el venerable. Si alguien lo sabía, era él. Incluso aunque no pudiera explicarlo todo, por juramento, debería hacer algunas precisiones.
François Branier hizo gala de su aspecto huraño. Reelegido venerable de «Conocimiento» en cada San Juan de invierno desde hacía quince años, esperaba traspasar pronto su cargo a uno de los maestros de la logia. La Gestapo había frustrado sus planes.
—Nuestra logia no es como las demás —empezó el venerable—. Es depositaria de un misterio. Y si morimos, morirá con nosotros.
—Desde que tú diriges esta logia —observó Dieter Eckart—, hemos modificado los métodos de trabajo. Hemos vuelto a nacer. Ya no construiremos catedrales de piedra, pero no por ello nuestros proyectos son menos importantes.
—Si es que queda alguien para llevarlos a cabo —precisó Pierre Laniel, con amargura—. Sólo somos siete. Los otros cuatro aprendices, al igual que tres compañeros y cuatro maestros, están muertos o desaparecidos. Y nosotros mismos… no servimos de mucho más.
—¿Quién nos ha vendido? —preguntó Raoul Brissac con una voz velada.
La sangre había dejado de correr. Pero el dolor había quedado estampado en el rostro del picapedrero.
—Un masón —respondió el venerable—. El que nos había prestado el local.
Una trampa. Habían caído en una trampa tendida por un «hermano». Una lágrima asomó a los ojos de Dieter Eckart, que la hizo desaparecer con el dorso de la mano. Laniel sintió que perdía el valor. Forgeaud lamentó no estar ya muerto. Brissac olvidó su oreja mutilada. Spinot mantuvo los ojos cerrados. Serval, atónito, miraba sin ver nada.
—Estamos solos —dijo el venerable—. Totalmente solos. Y siempre lo hemos estado.