Capítulo 4

La sorpresa de François Branier fue total. Se había imaginado un campo de deportados: campamentos de barracas gris desesperanza, lodo, condenados a trabajos forzados con cadenas en los pies y torres de vigilancia. Al abrir los ojos, en medio de la fortaleza descubrió un amazacotado edificio de piedras blancas con ventanucos y una escalinata que llevaba a una única entrada. Un tejado plano cubría el camino de ronda del que sobresalían focos y ametralladoras. Esta torre, de aspecto casi encantador, bastaba para vigilar todo el interior de la fortaleza. En el amplio cuadrilátero había dispuestas, en rigurosa simetría, casetas de madera pintadas en verde, rojo y amarillo. Si las armas no apuntaran desde lo alto de la torre central y los agentes de las SS no deambularan a la pálida luz de aquel día friolero, el lugar habría evocado una colonia de vacaciones instalada en un antiguo castillo para aprovechar el aire puro de la montaña. Alrededor de las casetas, unos parterres de flores añadían una nota de alegría.

El Mercedes avanzó sobre la grava que recubría el tramo conducente a la torre; la cual luego rodeó, para bajar por una rampa hasta un garaje subterráneo. Pero Branier, muy atento, había advertido muchos otros detalles que grababa en su memoria. Tal vez le fueran útiles. En primer lugar, la impresionante altura de la muralla coronada por alambradas de espino, probablemente electrificadas. Luego, la presencia de dos sólidos edificios tras la torre con aspecto poco atrayente; uno de los cuales era una caserna para los agentes de las SS.

El coche se detuvo junto a un camión. El garaje sólo ocupaba una parte del subterráneo, que también se utilizaba como taller mecánico. En aquel campo reinaba la quietud. Se respiraba una curiosa atmósfera de irrealidad, como si los nazis y su fortaleza fueran un mero espejismo.

—¡Bájese! —le ordenó el jefe.

Su voz había restallado como un látigo, y el rostro se le había endurecido.

Siempre flanqueado por sus dos guardaespaldas, Branier fue conducido a la primera planta de la torre central. Se sentía preso de un movimiento infernal, que empezaba a hacer de él un títere sin odio aparente, sin brutalidad. Ya no era dueño de sí mismo.

Al tropezar con un peldaño, el venerable despertó de su pesadilla. El dolor que sintió en los dedos del pie derecho lo despertó del letargo que lo invadía. Luchó. Lucharía. Negaría aquel universo de locura que, a cada segundo, intentaría robarle la vida.

François Branier fue introducido en una enorme sala. Parqué encerado, paredes encaladas. Al fondo, inclinada sobre los archivos había una enorme mesa que servía de escritorio a un agente de las SS. A la derecha, ataviados con una especie de uniforme gris oscuro, estaban aquellos a quienes el venerable no esperaba volver a ver: los seis hermanos supervivientes de la logia «Conocimiento».

Como estaban colocados en fila india, mirando hacia la mesa del secretario nazi, todavía no lo habían visto. El venerable estuvo tentado de precipitarse hacia ellos, de abrazarlos, de mostrarles su alegría. Pero se quedó boquiabierto, como paralizado por una fuerza de inercia. Al volver la cabeza, comprendió que su instinto no lo había traicionado. El jefe de las SS lo observaba. Esperaba su reacción. Branier advirtió su decepción. El alemán se habría alegrado de verle perder el control.

Agarró a Branier y lo obligó a colocarse el último en la fila india. El venerable se encontraba junto a sus hermanos, pero éstos lo ignoraban. En aquel austero despacho reinaba un silencio sepulcral, que sólo perturbó el taconeo de las botas sobre el parqué. El jefe se puso al lado del secretario; el cual abrió ante él un registro en blanco. En lo alto de la página, anotó Erkenntnisloge (logia «Conocimiento»), París; debajo, Name der Bruder (nombres de los hermanos).

—Señores —anunció el jefe de las SS—, vamos a registrarlos. Indiquen al Schreiber nombre, edad y profesión.

La tensión iba en aumento. Los rostros de los hermanos se contraían. Dentro de unos instantes, pasarían a ser números en un registro de exterminio, un libro tenebroso. El jefe percibió la angustia que los crispaba.

El primer hermano se presentó ante el Schreiber o secretario.

—Pierre Laniel, 52 años, industrial.

Laniel era un hombrecito de cabello ralo y frente estrecha. Sin personalidad aparente. Meticuloso, preciso y nervioso, era uno de esos seres, considerados insignificantes, que lideran sin recurrir a gritos ni a medios autoritarios.

—¿De qué rama?

—Metalurgia.

Una ocupación familiar caída en desuso que Pierre Laniel había recuperado a pulso.

—Necesito un dato mucho más importante —susurró el jefe de las SS con una voz aguda, fruto de la excitación—. ¿Cuáles son sus grados y funciones en la logia «Conocimiento»?

—No sé a qué se refiere.

El nazi miró al industrial con severidad.

—No juegue conmigo, Laniel. Estamos al corriente. ¡Andarse con rodeos no le servirá de nada!

—Está bien, he sido maestro masón; pero usted sabe perfectamente que mi logia no se ha vuelto a reunir desde el estallido de la guerra.

—¡Mentira! —se enfureció el alemán.

Pierre Laniel no se inmutó. Revelar que era Maestro no aportaba nada al nazi que, sin duda, poseía nombres, direcciones y grados de la mayoría de los masones franceses. Los «hermanos» preocupados por su propia seguridad habían cedido los archivos a la Gestapo. En cambio, la naturaleza de sus funciones iniciáticas formaba parte de los secretos que él no estaba dispuesto a revelar a un profano, aun cuando éste fuera su verdugo. Con dicha respuesta, Laniel indicaba a sus otros hermanos el camino que debían seguir.

—¡Mentira! —repitió el jefe de las SS—. ¡«Conocimiento» jamás ha dejado de reunirse! Cuando los detuvimos a todos, iban a celebrar una «tenida».

—En absoluto —replicó Laniel—. Se trataba de una simple reunión entre compañeros que se habían perdido de vista. «Conocimiento» ya no existe. Si no, habríamos enviado las convocatorias de rigor al secretario de la Gran Logia. Obligadas, sean cuales sean las circunstancias.

Branier contuvo el aliento. Esperaba que el jefe de las SS ignorara la situación administrativa de «Conocimiento». Mucho antes del estallido de la guerra, el venerable Branier había roto todo vínculo con las diferentes instancias administrativas de obediencia para que «Conocimiento» pudiera trabajar en paz, lejos de las campañas políticas, de la caza de honores, de los enfrentamientos entre individuos.

El argumento técnico aducido por Laniel no preocupó demasiado al jefe de las SS.

—Conforman una logia salvaje, trabajan en la clandestinidad… No intente despistarme. Aquí acabará por confesarlo todo.

El venerable intuyó hasta qué punto aquel hombre violento, que no sabía ocultar su brutalidad bajo un semblante cortés, era temible. Mandado por Himmler, había logrado apresar a los hermanos de «Conocimiento» tras llevar meses y meses intentándolo.

Un segundo hermano se presentó ante el secretario, mientras un soldado obligaba a Pierre Laniel a ponerse de cara a la pared, al otro lado del despacho.

—Dieter Eckart, 43 años, profesor de historia, maestro masón.

El venerable sonrió para sus adentros. Eckart ajustó su actitud a la de Laniel. Respondía a las preguntas formuladas sin agresividad, sin apatía.

—Alemán… es usted alemán —observó el jefe de las SS.

—De madre alemana y padre francés. Mi pasaporte es francés.

Dieter Eckart era alto y delgado. Tenía un porte aristocrático. Distante, frío, muchas veces considerado altivo, inspiraba más miedo que afecto. La melena de cabellos canos, el rostro fino y anguloso y la mirada penetrante evocaban un personaje inquisidor.

—¿Cuáles eran sus funciones en la logia? —interrogó el jefe de las SS.

—La logia lleva mucho tiempo inactiva.

El jefe nazi dejó a Eckart por imposible. Dos soldados lo agarraron y lo colocaron junto a Pierre Laniel. Disimuladamente, los dos hermanos intercambiaron una mirada cómplice.

El tercer hermano se presentó ante el secretario, que anotaba las respuestas con una caligrafía irregular.

—Guy Forgeaud, 40 años, mecánico, maestro masón.

Forgeaud era un gran hombre, simpático, tranquilo y fortachón. Como hijo de la beneficencia, no estaba muy seguro de su edad. Al verlo, con el rostro ancho y rubicundo, la nariz desmesurada y los labios carnosos, nadie habría imaginado que se ocupara de otra cosa que no fuera reparar motores pensando en las mujeres o en un buen festín.

—Forgeaud… ha rehusado usted el Servicio de Trabajo Obligatorio. Me parece que nunca le han gustado los formularios oficiales… Es imposible saber en qué momento se adhirió a la logia «Conocimiento»…

Guy Forgeaud parecía hallarse en un aprieto, aturdido.

—En qué momento… pues ya no me acuerdo… No tengo muy buena memoria. Dejé la escuela a los diez años, ¿sabe?…

El jefe de las SS ya sólo movió la cabeza para ordenar a sus hombres que pusieran a Forgeaud contra la pared.

El secretario mantuvo la pluma en alto, en espera de la declaración del cuarto hermano que se presentaba ante él.

—André Spinot, 35 años, óptico, compañero.

Una leve sonrisa animó el rostro del jefe nazi.

—Compañero… ¿todavía no lo han hecho maestro?

André Spinot era un retaco delgado. Tenía el cabello muy negro y una calvicie incipiente. Daba la impresión de no ir bien peinado ni bien rapado. Sus ojos reflejaban una inquieta curiosidad. Pero tenía la mayor dificultad que cabía esperar dadas las circunstancias. Chasqueaba la lengua, sin que de su boca saliera ni una palabra.

—¿Alguna otra precisión?

Spinot dijo «no» con la cabeza. Y fue a reunirse con sus hermanos contra la pared, mientras que un coloso ocupaba su lugar ante el secretario.

—Raoul Brissac, 25 años, picapedrero, compañero masón y compañero del deber llamado «Buena Estrella».

Brissac respiraba salud. Había pasado más días y noches al aire libre que bajo techo. Era un hombre soberbio, vivaracho, seguro de su fuerza.

—Creía que los compañeros del deber y los masones no se entendían —se sorprendió el jefe de las SS.

—Hay imbéciles en todas partes —respondió Brissac.

Se hizo un silencio crispado. Los agentes se mantuvieron firmes. El secretario no levantó la nariz de su registro. El venerable se esperaba un arrebato de ira. Una vez más, Brissac había hablado demasiado rápido y golpeado demasiado fuerte. No temía ni a Dios ni al Diablo. Se sentía capaz de enfrentarse a cualquiera, incluso a un jefe de las SS en pleno presidio nazi. Su imprudencia corría el riesgo de costar cara a la logia entera.

No pasó nada. El compañero Brissac fue a ponerse contra la pared. Le sucedió un sexto hermano, el último antes del venerable.

—Jean Serval, 25 años, escritor. Aprendiz.

Serval era muy pálido. Un hombre más bien alto que, con los cabellos castaños, la frente despejada, los hombros encogidos y las piernas enclenques, tenía el aspecto de un adolescente demacrado, desnutrido.

—Escritor… ¿Le han publicado algún libro?

—El primero tenía que ver la luz en noviembre de 1939. Pero la guerra…

—¿Sobre qué?

—Una novela de amor.

—Aprendiz… Entonces ¿hace poco que ha entrado en «Conocimiento»?

—Justo antes de que la logia interrumpiera sus actividades, hace más de cinco años.

Las SS consideraban que el joven era el eslabón más débil de la cadena. Emotivo, hipersensible, sin resistencia física.

Jean Serval ocupó su lugar en la fila. François Branier se quedó solo. El jefe de las SS le hizo un gesto para que avanzara y se presentara ante el secretario. El venerable se veía indecente con su traje y su impermeable, cuando sus hermanos llevaban puesto el uniforme gris de los presos de la fortaleza.

Su mirada se cruzó con la del jefe. Descifró su condena.

Ya no necesitaría un soplo de esperanza, sino de eternidad. A condición de que el Gran Arquitecto del Universo le diera fuerzas para vivir el presente más desesperado.

—François Branier, 55 años, médico, venerable maestro.

Todos los hermanos se volvieron hacia él. Los soldados los obligaron a ponerse nuevamente de cara a la pared. Pero tuvieron tiempo de reconocer a su venerable.

El secretario acabó de escribir, colocó un papel secante sobre la página y cerró el registro.

—Perfecto, señores —concluyó el jefe de las SS—. Nos han sido de gran ayuda. Pero yo espero más de ustedes. Mucho más.