París, una noche de marzo de 1944 en una callejuela del distrito dieciocho. La luna se escondía entre las nubes…
François Branier desapareció bajo el soportal de un inmundo edificio, tras haber comprobado que nadie lo seguía. A sus cincuenta años de edad, el médico de cabello cano había conservado ese aspecto fornido y apacible que hacía de él un personaje tranquilizador, frío y cálido a la vez.
Dejó que la puerta del garaje se cerrara a su paso y esperó unos minutos en la oscuridad. Imperativo de seguridad. Branier vivía la más peligrosa de las aventuras. Por primera vez en varias semanas, convocaba a sus hermanos para celebrar una reunión de trabajo masónico, lo que los iniciados llamaban «tenida». Había muchas decisiones que tomar por unanimidad, conforme a la Regla.
En los últimos tiempos, varios hermanos de la logia «Conocimiento», operativa en el Oriente de París, habían sido detenidos por subversión o actos de Resistencia. Sólo siete de ellos podían seguir trabajando en honor del Gran Arquitecto del Universo; y tenían que esconderse, cambiar de lugar cada vez que celebraban una «tenida». Cuando el nazismo triunfó en Alemania, los masones se contaban entre los primeros perseguidos. Las logias habían sido disueltas, pues se consideraba que ponían en peligro la seguridad del Estado. Y muchos hermanos alemanes habían sido apresados, ejecutados sin juicio y deportados.
La logia «Conocimiento» no era como las demás. Tenía una característica que la diferenciaba: ostentaba el secreto del Número, el secreto esencial de la Orden que se había transmitido de generación en generación. Unos pocos hermanos, desperdigados por el mundo entero, habían heredado este tesoro. Muchos habían muerto desde el estallido de la guerra. Puede que François Branier, venerable maestro de la logia, fuera el último superviviente conocedor del secreto del Número a partir del cual todo se podía reconstruir. Ahora faltaba que él lo pudiera transmitir, que no se lo llevara a la tumba.
En el edificio reinaba el silencio. Branier abandonó el abrigo del soportal y entró en un pequeño patio interior sumido en la oscuridad. A la izquierda había una puerta metálica. El médico llamó tres veces espaciadas. Una voz le dijo: «Adelante».
Branier enseguida supo que lo habían traicionado. El que había respondido no era un hermano, o al menos se habría expresado de manera diferente. Debía salir corriendo sin pensárselo dos veces. Branier se precipitó hacia el soportal y abrió la puerta del garaje.
Su tentativa de fuga se quedó ahí. En la acera lo esperaban cinco hombres ataviados con un impermeable verde oscuro. La Gestapo. Unos coches negros obstaculizaban ambos extremos de la calle. Branier cerró los puños. Lo invadía una rabia fría. Resistirse era inútil, suicida. Así que se quedó petrificado, esperando un auxilio imposible.
—Mi enhorabuena, señor Branier —dijo uno de los policías alemanes, con un rostro plano, muy blanco y animado por unos ojillos móviles. Es usted sensato. Su reputación está a salvo.
La luz de la luna, que brillaba entre dos nubes, permitía que Branier viera a su interlocutor. Sólo tenía una pregunta:
—¿Dónde están mis… mis amigos?
—A salvo, como usted, señor Branier. No se preocupe. Y ahora, si tiene la bondad de subirse a mi coche…
El policía hablaba un francés sin acento y de tono servil.
François Branier se hacía una idea completamente distinta de las detenciones a manos de la Gestapo: esposas, golpes, órdenes imperiosas… ¿A qué venía aquella fingida cortesía, aquel respeto incomprensible? Sus sospechas le revolvían el estómago.
Cuando se subía al Mercedes negro, el venerable alzó la cabeza. En el tercer piso del edificio de enfrente, había una ventana tenuemente iluminada; a la derecha, asomaba el rostro de un hombre tras la cortina descorrida. Sorprendido por la mirada de François Branier, el espía corrió bruscamente la cortina y apagó la luz.
Branier se dirigió al policía alemán que, como él, había observado la escena. No perdía detalle.
—¿Me ha delatado él?
—Exacto.
—¿Y quién es?
—No lo sé —mintió el alemán, casi riendo—. Todo lo que puedo decirle es que es masón. Lo conoció en otra logia. Nos ha puesto sobre su pista. Y ahora súbase al coche.
Cuando arrancaron, el venerable supo que tendría que aguantar hasta el final.
—¡Rápido, Dios santo!
Fray Benoît, de la Orden Benedictina, había jurado una vez más, sin siquiera darse cuenta. No era momento para florituras lingüísticas. Estaba demasiado preocupado con la evasión de dos jóvenes judíos que debían subirse imperativamente al camión cargado de troncos. Fray Benoît los había escondido dos días antes en los bosques circundantes de Morienval. Hacía un año que el religioso estaba a cargo de esta antiquísima abadía.
La población apreciaba los dones de Benoît, curandero, radiestesista e hipnotizador. Según la gran tradición de la Orden, él se ocupaba activamente tanto de las almas como de los cuerpos. El benedictino, que lideraba una red de pasadores en la frontera, había permitido que decenas de personas huyeran de la policía alemana.
Llegaba el camión. Había venido por la carretera comarcal, para luego desviarse por un camino forestal. Benoît metió en la parte de atrás a los dos jóvenes judíos, que se deslizaron hasta un escondite habilitado en los bajos del vehículo. Con un poco de suerte, no acabarían en uno de los centros de «selección» de la región de Compiègne. Pero entonces las ruedas del camión patinaron en el barro. Benoît temía que se quedara atascado, como la última vez. El conductor cambió de marcha, aceleró a fondo y arrancó el vehículo del cenagal. El religioso saludó con la mano a quienes ya no podían verlo. Aquella noche estarían en zona libre y retomarían el combate contra el invasor.
Fray Benoît vestía su eterno sayal, con un rosario de cuentas grandes por cinturón. Este auténtico coloso, de barba ligeramente pelirroja, nunca tenía frío. Le encantaban esas glaciales alboradas en que el bosque estaba aún silente, en que la soledad era casi absoluta. Sentía la presencia de Dios. ¡Qué alegría avanzar sobre el manto de hojas muertas, contemplar la apertura de los brotes colmados de savia, notar la primavera a punto de florecer! ¡Vaya! Todavía quedaban esperanzas; Francia conseguiría librarse, el mundo saldría al fin del peor de los horrores impuestos desde los albores de la humanidad. Y decir que algunos se atrevían a hablar de progreso…
Benoît caminaba rápido. A mediodía, recibiría tres nuevos miembros de la resistencia perseguidos por los alemanes. Pero antes necesitaba procurarles ropa, un pasador y dinero. Dios lo ayudaría.
El monje habitaba una vieja casa de piedra situada detrás de la abadía. Al entrar, pensó en el humeante café que iba a servirse. Su único lujo.
El religioso subió los tres peldaños de la escalera de piedra, abrió la puerta, cruzó el pasillo con sólo tres pasos y se adentró en la cocina.
Allí lo esperaban tres hombres, ataviados con un impermeable verde. El religioso reaccionó enseguida. Se apoderó de una silla y la descargó sobre la cabeza del alemán que tenía más cerca. Otros dos policías de la Gestapo se le acercaron por detrás y le cortaron el paso. El coloso estuvo a punto de liberarse, pero las armas con que le apuntaban lo obligaron a rendirse. Y un hombre de Dios no tiene derecho a suicidarse.
—Cálmese —dijo uno de los policías, de rostro plano y muy blanco, en el que relampagueaban dos ojillos móviles.
—¿Por qué me detienen? —se exasperó Benoît—. No tienen nada que reprocharme.
—¿Y esto?
Sobre la mesa de la cocina, el alemán había dejado una varita de zahorí, un péndulo de radiestesista y varios libros mágicos sobre las propiedades curativas de las plantas.
Fray Benoît se quedó atónito. ¿Por eso lo detenían? Ni siquiera habían mencionado su apoyo a la Resistencia… Una pesadilla sin pies ni cabeza.
—Posee usted extraños poderes para ser un religioso libre de culpa… Nos han dicho que es el mejor curandero de Francia, que se comunica con las fuerzas ocultas. Hemos venido a comprobarlo.
La alucinación no tenía fin. Benoît no daba crédito a sus oídos. ¿Cómo podía interesarles algo así a estos esbirros de la siniestra Gestapo?
—¡Y ustedes se creen todo lo que les dicen! —se indignó el monje.
—Yo sólo creo en lo que veo —replicó el alemán—. Y entiendo que no quiera responder a mis preguntas. Ahora va a acompañarnos. Lo llevaremos ante especialistas que sabrán sonsacarlo.
Fray Benoît no articuló palabra. Las alimañas que tenía enfrente no estaban dispuestas a escuchar, y él sólo pensaba en huir. Pero antes quería saber. Saber por qué lo detenían alegando semejantes motivos.
Cuando los habitantes de Morienval vieron que fray Benoît se subía al coche de la Gestapo escoltado por un grupo de agentes, se convencieron de que al religioso lo habían denunciado por sus actividades como miembro de la resistencia. Ninguno de ellos intuyó la verdad.