Toda gran tradición espiritual posee su texto fundacional. El del Egipto faraónico es un conjunto de fórmulas simbólicas y rituales que los egiptólogos han dado en llamar «Textos de las Pirámides», pues estos últimos fueron grabados por primera vez en la pirámide del rey Unas (hacia 2375-2345 a. C.) y posteriormente en las de los soberanos de la sexta dinastía.[1]
El origen de este texto fundacional es mucho más antiguo y se remonta sin duda al nacimiento mismo de la civilización egipcia. Fueron los sabios de la ciudad santa de Heliópolis,[2] cuyo sumo sacerdote ostentaba el título de «gran vidente», quienes concibieron y formularon esta extraordinaria visión espiritual demasiado poco conocida aún.
Leer los Textos de las Pirámides es recorrer los caminos de un continente en gran medida inexplorado donde abundan sorprendentes paisajes simbólicos. En el momento en que, afortunadamente, nuestra madre espiritual, el Egipto faraónico, se vuelve cada vez más presente, nos ha parecido necesario precisar los temas fundamentales que presidieron la elaboración de su pensamiento.
Estos textos están escritos en jeroglíficos que, para los antiguos egipcios, no eran una lengua humana sino las medu neter, «las palabras de Dios», con un juego de sentidos con el término medu, «palabras», que significa también «los bastones», ayudas indispensables para el hombre que sigue el camino del conocimiento. Los redactores tenían conciencia de que dichos jeroglíficos eran seres vivos y que, incluso tras la extinción de la cultura faraónica, continuarían transmitiendo su mensaje más allá del tiempo y del espacio. Hoy es posible constatar que su misión se ha visto cumplida: penetrando en una pirámide de textos, se entra efectivamente en el corazón de un libro en el que cada palabra fue concebida como una potencia creadora.
Los libros sagrados de las religiones monoteístas afirman la existencia de un dios que apareció en la historia en una fecha determinada y sirven de base a unos dogmas, aspirando a una verdad absoluta y definitiva. No encontramos nada semejante en los Textos de las Pirámides: para ellos, la espiritualidad es un asunto de intuición, de percepción, de apertura del corazón y de la mirada. Por ello no se presentan como una revelación intangible o una enseñanza inamovible, sino como una sucesión de fórmulas de conocimiento cuya comprensión depende de la intensidad y cualidad de nuestra búsqueda.
La vida aparece en ellos como una mutación permanente, un proceso perpetuo de transformaciones visibles e invisibles: cuanto más se perciben, más vivo se está, mejor se lleva a cabo el viaje de la vida en espíritu, de origen divino y estelar. ¿No vive el alma del justo entre las estrellas imperecederas, en compañía de los dioses? Convirtiéndose en estrella, el resucitado entra en la fraternidad de las potencias de la creación, se sumerge en la matriz estelar donde todo se crea, se convierte en un «espíritu luminoso imperecedero» y vive de la vida del universo, de la dulce vida de la región de luz.
Cierto que días, meses y años son portadores de muerte, pues están inmersos en la existencia que los Textos de las Pirámides diferencian de la vida; para que esta última no se limite a la existencia inmersa en el tiempo, de «vivir la vida y morir la muerte». Es llevando a cabo simultáneamente estos dos actos supremos como el Faraón puede «partir vivo»: además, en contra de la opinión comúnmente aceptada según la cual nadie regresa del país de los muertos, se proclama: «Has partido. Faraón, pero regresarás». Cuando el ser se ha convertido en luz, cuando ha reencontrado su dimensión universal cautiva en la individualidad durante su estancia terrena, no percibe ya la muerte como una frontera infranqueable. Mientras que la vida no ha nacido jamás y no puede por tanto morir, la muerte ha adquirido vida y morirá.
Gracias a los Textos de las Pirámides es posible conocer los elementos de una verdadera ciencia de la resurrección concretizados por el mito osiriano. Osiris fue asesinado por Set, la energía del universo, unas veces benéfica, otras destructora, y las partes de su cuerpo desmembrado fueron dispersadas. Su esposa Isis, encarnación del trono real que hace nacer a todo Faraón, y su hermana Neftys, la «soberana del templo», partieron en su busca y consiguieron recomponer a Osiris. Pero éste no era aún más que un cadáver que Isis devolvió, sin embargo, a la vida para darle un sucesor. Horus, «el Lejano», protector de la institución faraónica. Este Osiris resucitado es perfectamente visible, puesto que se encarna en la pirámide. Lejos de ser una tumba, ya se trate de la gigantesca pirámide de Keops o de una pirámide más modesta, esta forma arquitectónica es la traducción visible en piedra de la vida luminosa, regenerada y victoriosa de la muerte.
¡Una fórmula sorprendente indica que esta muerte, tan temida, es no obstante buena para los hombres! Pues, efectivamente, no es nuestra humanidad la que puede aspirar a la resurrección y a una vida eterna, que no se presentará como una beatitud inamovible sino como un viaje incesante a través de las múltiples potencias del universo. Nacida en el tiempo, la encarnación humana está condenada a desaparecer, lo cual no excluye una buena muerte, un feliz recalar en la orilla del Más Allá después de una travesía por la existencia vivida con rectitud.
Armonía y rectitud son precisamente temas esenciales de los Textos de las Pirámides evocados por la figura simbólica de la diosa Maat, una mujer sentada que lleva en la cabeza una pluma de pájaro, la timonera, que permite un vuelo perfecto. No es exagerado afirmar que la civilización faraónica nació de la conciencia de Maat y descansó sobre ella como sobre un pedestal de estatua, el cual es por otra parte una de las maneras de escribir el término Maat en lenguaje jeroglífico.
Maat, que es a la vez regla eterna del universo, verdad de la vida luminosa, armonía, justicia y justeza, seguirá existiendo después de que la especie humana y la misma Tierra hayan desaparecido. En este mundo y entre los hombres existe una fuerza llamada isefet, tendencia natural a la injusticia, al mal, al conflicto, a la destrucción, a la mentira, a la corrupción y a sus consecuencias. Entre Maat e isefet no es posible ningún compromiso; uno se sitúa de un lado o del otro. Los Textos de las Pirámides nos enseñan que el deber fundamental del Faraón consiste en poner a Maat en el lugar de isefet, la armonía en el lugar del desorden, la justicia en el lugar de la injusticia, la verdad en el lugar de la mentira, la rectitud en el lugar de la iniquidad, la luz en el lugar de las tinieblas, el bien en el lugar del mal, la paz en el lugar del conflicto. Si este acto no se lleva a cabo de forma permanente, la sociedad humana se vuelve invivible. La victoria no se logra nunca de forma definitiva y, cada día, el Faraón debe reanudar la lucha contra las tendencias negativas inherentes a la especie humana. Sabe que su destino se decide en el desenlace del combate entre isefet y Maat, del que él es representante. Por eso el estado faraónico no tenía, en definitiva, más que una única función que adoptaba múltiples formas, desde la espiritual hasta la económica, pasando por la social: hacer vivir a Maat en la tierra.
Además, el acto justo llevado a cabo en función de Maat debe ser restituido a su fuente, la luz: quien no actuara más que para sí mismo y en su exclusivo interés sería un actor y no un agente. Por ello es por lo que la espiritualidad de los Textos de las Pirámides afirma la indispensable solidaridad del Faraón con los dioses, el universo y Maat, de donde deriva la solidaridad entre los hombres, garante del equilibrio terrestre y fundada en una máxima: «actúa para aquél que actúa».
La práctica de Maat se traduce por «la justeza de voz», siendo la palabra justa indisociable del acto justo. Esta formulación de rectitud anima lo que parecía inerte y desencadena el proceso de la ofrenda, vínculo entre los dioses y los hombres, entre lo invisible y lo visible. Los Textos de las Pirámides desarrollan con insistencia el tema de la omnipotencia del Verbo creador: la luz divina habla, existe una «palabra grande y perfecta» que permite convertirse en un ser de luz y ascender hacia Dios. Es esencial «decir lo que es» y condenable «decir lo que no es», pues la palabra falsa es la abominación de Dios. El Verbo se nutre de la palabra creada por los dioses, une las palabras de luz y de verdad: así se obtiene una formulación en rectitud, clave del desarrollo espiritual.
Otro tema central es la luz. De igual modo que las pirámides y los obeliscos son monumentos vivos capaces de captar la luz en la piedra, los jeroglíficos de los Textos de las Pirámides llegan a captarla por medio del Verbo. Es en la luz donde reside el secreto de la vida, mutación permanente en sí misma de la luz que se encuentra en «el campo de la vida». Convertirse en un ser de luz, que renace sin cesar de su madre el cielo, es uno de los objetivos principales: para lograrlo, es preciso poner en práctica una percepción intuitiva de la luz, una capacidad de comunión con ella, una práctica del Verbo que vuelve luminoso. La región de luz, donde aparece el Principio creador, se encarna en la tierra en el naos del templo, el sanctasanctórum, al que conduce un camino celeste, a saber, la persona simbólica del Faraón, del que se señala claramente que él mismo es esta región de luz. Todo cuanto el Faraón toca para acceder al cielo, ya se trate de una escala o de una barca, se transforma en luz; y él mismo se convierte en un estallido de luz fulgurante que ilumina el universo.
Ser luminoso (aj) es ser útil (aj). Desempeñando una función constructora, haciendo una ofrenda, formulando una armonía, poniéndose al servicio de Maat, se entra en el dominio del ser luminoso.
La luz es indisociable de la energía. Conociendo los fluidos que transmiten la vida, desde la energía primordial hasta el agua, pasando por la leche de las diosas o las linfas de Osiris, se llega a lo más íntimo, a lo más real, y se descubre que la luz es ilimitada. Según los Textos de las Pirámides es ella la que nos conoce y reconoce si vivimos la percepción intuitiva. No hay nada más esencial que incorporarse al proceso de mutación permanente de la luz, nacida en el corazón del océano de energía en el que se baña el universo entero. Este «océano» existe desde toda la eternidad, cielo y tierra nacieron en él y de él; y es esta energía primordial la que utiliza el Faraón constructor para conducir rectamente al mundo en el que reina y ofrecer la abundancia a su pueblo. Y es esta misma energía la que vuelve eficaz el proceso ritual de resurrección.
¿Y qué sucede con Dios en los Textos de las Pirámides? No encontramos en ellos una teología estéril, discursos sobre Dios, sino una iluminación de su mundo de acción. El verdadero nombre del Gran Dios permanece desconocido y fuera del alcance de los hombres, pero su luz y su verbo son cognoscibles: por eso el Faraón puede actuar tal como Dios y los dioses actúan, él que es mensajero, compañero e hijo de Dios. El cuerpo simbólico del Faraón es el del Principio creador con el cual él se comunica y del que es la expresión manifiesta. Traído al mundo y recompuesto diariamente por los dioses, edificado por ellos como un monumento, el Faraón es un ser alquímico cuyos miembros son unas estrellas y los huesos del metal celeste a través del cual Dios se torna perceptible.
Resulta inútil, en nuestra opinión, detenerse en el falso problema del monoteísmo y del politeísmo. En nuestra lógica limitada, uno se contrapone terriblemente al otro. Se trata de un lamentable reduccionismo del campo del conocimiento que no es probablemente extraño a la miseria espiritual de este final de milenio. En la visión simbólica de los antiguos egipcios, la unicidad divina se expresa, en el mundo manifestado, por la multiplicidad de las fuerzas de creación que encuentran en la unidad su fuente y su punto final. ¿Por qué habría que admitirse, como verdad definitiva, que el monoteísmo doctrinal suponga un progreso espiritual? El Egipto faraónico no conoció ninguna guerra de religión, ninguna matanza en nombre de Dios, pues vivió a Dios y a los dioses, Dios con los dioses, la multiplicidad de las aproximaciones de la unidad.
Los antiguos egipcios no creían en Dios: lo experimentaban y lo conocían. «Creencia» es un término desconocido para su vocabulario, y su desarrollo espiritual descansa sobre el conocimiento cuyo campo engloba, según los Textos de las Pirámides, la percepción intuitiva, la comunión con la potencia vital, la sensibilidad del corazón-consciencia, la práctica del Verbo, la capacidad de alimentarse de luz, la dimensión simbólica de toda realidad, el respeto de los Números que rigen las formas, la magia que los relaciona entre sí y permite modificar los condicionamientos, y por último una aproximación casi científica de los fenómenos. Son los dioses, y no los hombres, quienes son las líneas maestras de este conocimiento sintético gracias al cual se edifica una visión de lo real asociando el Más Allá a este mundo. Uno se alimenta de este conocimiento, lo ingiere, revive con él «la primera vez» que se realiza a cada instante. Dejándose llevar sobre el ala del ibis de Tot, el dios del conocimiento, es posible conocer la luz y alcanzar la región donde él reina.
La purificación es el medio mejor para permanecer en contacto con los dioses y conservar la energía que ofrecen sin tasa; como la pureza es imposible de alcanzar, resulta indispensable, tanto en el escalafón del Estado como en el del individuo, proceder a frecuentes purificaciones que conciernen tanto al alma como al cuerpo, ya que «la higiene» espiritual no es menos importante que la limpieza corporal. Reveladas por los cuatro elementos, las fuerzas creadoras ilustran la manera en que lo divino toca la música armoniosa de la vida; y al hombre se le pide que no mancille el fuego, el aire, el agua y la tierra so pena de verse privado de las energías primordiales.
La ofrenda es otro medio eficaz para entrar en contacto con el mundo divino, en la medida en que es una mirada consciente; toda ofrenda, en efecto, es asimilada al ojo de Horus que procura la verdadera felicidad, unida a la práctica de Maat y al regocijo del corazón. «¡Qué dicha más grande es contemplar la acción divina!», proclaman los Textos de las Pirámides, puesto que procura el sosiego y la plenitud resultantes del acto justo. Vivir implica una capacidad de amor, de comunión y de fraternidad con el universo divino y la creación espiritual; y esa vida se despliega en la región de luz donde nace sin cesar de sí misma.
Estos textos ponen de relieve diferentes tipos de potencia que dan forma al ser, lo transforman y lo ayudan a experimentar una vida espiritual sin fijación ni esclerosis. Para mantener la potencia vital, el deseo de creación, la fuerza para combatir el mal, es necesario agrupar lo que está esparcido, reunir unos elementos dispersos pero de idéntica naturaleza, en una palabra, revivir el mito osiriano controlando el fuego setiano. Gracias a él, las polaridades se invierten, la destrucción se transforma en construcción.
La verdadera potencia consiste en una riqueza de ser que permite sostener el cielo y levantar la tierra, y en un dominio ejercido tanto sobre uno mismo como sobre los elementos de la creación; no se encuentra, por otra parte, perfectamente realizado más que en el ojo divino. Todo ser está dotado, sin embargo, de facultades tales como el ka, la potencia vital que no le pertenece pero de la que se sirve a lo largo de toda su existencia, y el ba, su capacidad de trascendencia. Corresponde a cada uno saber alimentar estas cualidades que son unos lazos con lo invisible y lo divino.
El conjunto de las divinidades colabora en alumbrar una obra primordial que Egipto denominó «Faraón». En este personaje simbólico, centro de los Textos de las Pirámides, se revela el Principio creador que es a la vez «ser» y «no-ser». Cada uno de los miembros del Faraón es una divinidad, aparece como el Ser universal, el Hombre cósmico rico de la totalidad de los aspectos de la creación. Todo pasa a través de él, «el canal de Dios», todo se encarna y formula por él: creado por los dioses, el Faraón construye sus moradas, los templos, para que permanezcan presentes en la tierra. Receptáculo de las fuerzas primordiales, el Faraón las pone en acción transmitiendo la luz del origen.
El Faraón vive, porque está revestido del ojo; sus coronas son unos ojos, los alimentos que consume, los perfumes que elige, las ofrendas que hace a los dioses son el ojo de Horus. La creación es una mirada; ver es crear. Y esta visión creadora reviste al Faraón de sabiduría, él cuyo trono se denomina «el que hace vivir a Maat». Lo que contempla son unos paisajes de eternidad de los que Egipto y la tierra son reflejo.
El mundo en el que evolucionan los seres humanos está presa de unas fuerzas antagónicas que sólo un tercer término, el Faraón, logra conciliar a fin de hacer de este mundo un espacio de verdad y de justeza. Sin su intervención, la dualidad dinámica se convierte en conflicto devastador, las fuerzas que el hombre cree dominar le aniquilan. Conciliador de los contrarios, el Faraón se convierte en el fuego que alcanza hasta el extremo del cielo. Cada mañana, en la isla de la llama, toma parte en el combate contra las tinieblas.
¿Somos verdaderamente capaces, hoy en día, de comprender lo que fue el concepto de «Faraón»? Condicionados por nuestras religiones dogmáticas, por nuestra obsesión por el tiempo, por las fechas, por la psicología y por la anecdótica, nos resulta poco menos que imposible concebir que el Faraón no fuese un individuo preocupado por su ego y su poder personal, sino un ser de función, encargado de poner la rectitud en el lugar de la iniquidad, de prolongar la creación y de luchar contra el caos.
Estando a cargo de la tierra, el Faraón está destinado al cielo. Este último es una diosa que contiene la energía primordial y la transmite a su hijo, en este mundo y en el otro. Fecundada por la luz, la diosa Cielo es un granero inagotable que guarda toda suerte de riquezas. El cielo no está vacío del Faraón que utiliza múltiples métodos para ascender a él, desde la escala de oro hasta el rayo de luz; se convierte en el soporte y logra unir las diferentes formas de los cielos. «En el cielo —afirman los Textos de las Pirámides— se vive; en la tierra, se existe».
Si el Faraón no muere en la tierra entre los hombres es porque éstos han hecho el mal y se han convertido en la abominación de Dios. ¿Cómo deben comportarse para escapar a una suerte funesta? Guardar silencio, escuchar «la gran palabra», sosegarse, dominar el tumulto, reconocer la presencia de la luz e incorporarse a la dimensión sagrada de la vida. Corresponde al Faraón ayudarles proponiéndoles el camino de Maat.
El cuerpo humano es portador de signos y de símbolos; todas sus partes pueden convertirse en la expresión de funciones creadoras, ya se trate del ojo, del corazón o de la mano. La propia sexualidad es integrada en el mito, pues Egipto, lejos de rechazar las expresiones específicas de la condición humana, lo que hace es descifrar su significado espiritual. Aunque encarnado, lo divino, en su realidad última, sigue siendo inaccesible al individuo; es por intermediación del Faraón, también él próximo y lejano, como puede percibirse la grandeza de Dios. Nacido de la energía primordial, el Faraón la formula y se convierte él mismo en Principio animador de toda divinidad, alimentando la creación que lo crea. Y no hay que olvidar que los alimentos propuestos por estos textos son los de los dioses, para quienes no existen ni el hambre ni la sed.
Es preciso subrayar que la dimensión femenina de la espiritualidad ocupa un amplio espacio en el universo egipcio: es una diosa, Maat, la que encarna la norma del universo; es otra diosa, Isis, la que triunfa sobre la muerte y ofrece a los hombres el secreto de la vida eterna: y es la diosa Cielo la que da sin cesar a luz al Faraón y que, en el misterio del sarcófago, «el proveedor de vida», se extiende sobre el cuerpo de luz del difunto para resucitarlo.
Tampoco se olvida al mundo animal: halcón, ibis, toro, escarabajo y otras muchas expresiones de lo divino participan en la Gran Obra que se lleva a cabo en los paisajes del más allá, unos paisajes recorridos por canales en los que circula la energía celeste y donde bogan unas barcas de luz. Se trazan unos caminos en una tierra celeste, poblada de campos paradisíacos. Es en este universo donde se construye sin cesar la ciudad de Dios; el trabajo, ligero y alegre, está acompañado de la celebración de las fiestas en compañía de las estrellas.
Los Textos de las Pirámides se nos revelan como una obra de videntes cuya mirada, tal como la del halcón celeste cuyos ojos son el sol y la luna, ha perforado el velo de la apariencia para descubrir el universo de las causas.
Tras el final de la edad de oro que fue el Imperio Antiguo, los Textos de las Pirámides no fueron olvidados; algunos pasajes fueron retomados en los textos grabados en las paredes de los sarcófagos durante el Primer Período Intermedio (hacia 2180-2060) y el Imperio Medio (hacia 2060-1785), y encontramos un eco de ellos en el célebre Libro de los Muertos, cuyo verdadero título es «libro para salir a la luz», antes de asistir a una especie de resurrección en la época llamada «saíta», durante la vigésimo-sexta dinastía (672-525). E incluso en los últimos fulgores del Egipto grecorromano, la luz de los textos fundacionales sigue brillando.
«Por más que hayan pasado las obras y el tiempo —escribía el Maestro Eckhart— el espíritu que motivó dichas obras sigue vivo.»[3] La tradición primordial del Egipto faraónico, en efecto, sigue estando viva, pues los conceptos y los símbolos de que es portadora no podrían ser alterados por el tiempo. Muy al contrario, emergen del océano de la duración como una isla en la que están preservados como inestimables tesoros cuyo poder permanece intacto.
El Egipto faraónico había llevado a cabo una elección: hacer vivir al cielo en la tierra, practicar la regla de Maat, dialogar con Dios, los dioses y lo invisible, tratar de percibir las mutaciones incesantes de la luz y las dimensiones del viaje perpetuo del ser en los paisajes del espíritu.
Igual que la creación se piensa y se formula a cada instante, también los Textos de las Pirámides son la expresión de una espiritualidad creadora, abierta y vivificadora.
Tenemos la impresión de que estos textos son las líneas maestras de un mensaje espiritual cuya importancia apenas si comienza a presentirse, y confiamos en que esta obra los vuelva más accesibles. En contra de lo que habían anhelado los sucesivos invasores del Egipto de los faraones, su gran voz no se ha apagado, y nos habla cada vez con mayor fuerza. Los Textos de las Pirámides, de perspectivas ilimitadas, ¿no son uno de los caminos privilegiados hacia el conocimiento?